José Luis Díaz-Gómez
Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina de la UNAM, Academia Mexicana de la Lengua
El siguiente texto corresponde al epílogo del libro “El enredo mente~cuerpo” que se encuentra en prensa por la editorial Herder de México. El libro realiza un recorrido por las principales fases de abordaje al problema mente~cuerpo -uno de los dilemas más recalcitrantes y trascendentes del pensamiento universal- en el que se recapitulan y comentan las reflexiones y doctrinas de filósofos, científicos, clínicos, teólogos y otros pensadores. En formato de un manifiesto bajo ocho emblemas o nodos cardinales del problema, el texto que sigue intenta rescatar las posiciones más sostenidas y convincentes en disputa con el objeto de proponer una concepción que, si bien pretende ser actualizada y concertadora, está abierta al diálogo y la rectificación.
Para concebir lo que es una persona humana resulta conveniente distinguir tres estratos y facetas de manifestación y análisis de la relación entre la mente y el cuerpo: un nivel suprapersonal en referencia a la rotunda articulación del individuo con su entorno; otro nivel personal, psicosomático o psicofisiológico, en alusión a los múltiples nexos entre las actividades mentales, las funciones corporales y el comportamiento, y el tercero, el nivel subpersonal o neuropsicológico enfocado al obligado vínculo entre la conciencia y el cerebro.
El nivel suprapersonal apunta al enlace bidireccional del individuo con su hábitat físico, ecológico y social. Es difícil concebir una mente natural sin considerar la atareada relación del sujeto con su nicho próximo. La mente actúa como lo hace porque está encarnada en un cuerpo viviente que emplaza sus actividades en su medio circundante y porque este entorno, muchas veces agreste e inestable, impulsa al organismo a concretar capacidades y maniobras eficientes para enfrentarlo. Cuando así sucede, los comportamientos adaptativos del individuo amplían sus oportunidades para sobrevivir y reproducirse, con lo cual se seleccionan operaciones cerebrales asociadas a funciones cognoscitivas y motrices que se consolidan y refinan en sucesivas generaciones. De esta forma, en múltiples especies animales han surgido distintas habilidades mentales en alianza obligada con la variación estructural y la depuración funcional de sus cerebros, sus cuerpos y sus acciones. Es verosímil suponer que la conciencia fuera seleccionada y ampliada en este perpetuo tropel de la evolución biológica, porque un organismo más alerta, sensitivo y diestro responde más eficazmente a obstáculos y situaciones imprevistas.
Desde este mirador suprapersonal, el panorama mente~cuerpo se dilata para estimar las influencias y restricciones que impone el medio físico y social, subraya la importancia de la adaptación, asume al comportamiento como un motor de la evolución, y coloca a la humana como una más de las especies vivientes y sintientes del planeta, con capacidades resolutivas, expresivas y creativas peculiares. La relación mente~cuerpo se proyecta más allá de dos ámbitos, uno psicológico y el otro biológico, pues ambos se insertan en un nicho físico, ecológico y social, cuyos componentes, estructuras y normas no sólo influyen en la mentalidad y el comportamiento, sino que, por el mismo cauce, las obras humanas contraen y detentan características reveladoras de sus fuentes cognitivas. En efecto: la mente está impresa y codificada en artefactos, construcciones y demás obras, estableciéndose una relación múltiple y enredada entre la información y la estructura, entre la forma y la materia, entre la belleza y la composición. La poliédrica conexión entre materiales, propiedades, operaciones o representaciones constituye un tópico de análisis crítico para las artes y las técnicas que en varios sentidos es pertinente a la relación mente~cuerpo.
Al mismo tiempo que un sujeto maniobra en su entorno físico, ecológico y cultural, asimila e incorpora dicho entorno. La coexistencia de hechos somáticos, mentales, ambientales y expresivos conforma un campo dinámico y complejo, configurado por la modulación recíproca entre factores sensitivo-motores, subjetivos, intersubjetivos, útiles o simbólicos. Vistas en esta luz, las explicaciones teóricas supuestamente antagónicas entre los ingredientes genético-biológicos y los factores sociales y aprendidos resultan complementarias por tratarse de una coevolución necesaria entre individuos y entornos.
Para cada ser humano existir es enterarse, percatarse, tomar conciencia de su vínculo con el mundo, coyuntura que se vive en primera persona: yo me hallo y me concibo instalado en esa parcela del mundo que me incumbe, preocupado y ocupado de las cosas y de los otros, de los escenarios, los obstáculos, las oportunidades y las acciones que mi contexto dispone, transige y suscita.
El nivel personal del problema mente~cuerpo se señala por las funciones autorreguladas y autógenas del organismo considerado como una totalidad, como un individuo. Entre esas funciones están los actos mentales que, gestados en el cerebro, afectan y son afectados por el resto del organismo, y las acciones deliberadas en especial las conductas expresivas. Mirar, escuchar, saborear o tocar son procedimientos que involucran a una supuesta faceta “corporal” por la operación de los sentidos acoplada a movimientos asociados, y a otro aspecto “mental” que advierte estímulos, objetos y acciones emprendidas en tiempo presente. De igual manera, la percepción de las posturas y movimientos del propio cuerpo (propiocepción), y de sus vísceras (interocepción) contribuyen a la conciencia somática y sirven para rastrear e interpretar estados afectivos y cognitivos. Al examinar estas dos parcelas, que al ser formuladas parecen definir una dualidad mente~cuerpo, se revelan como funciones integradas o psicosomáticas, propias del individuo viviente.
De esta manera, la expresión “funciones psicosomáticas,” no supone interacción entre mente y cuerpo, sino unidad procesal. Es así que múltiples actos psicológicos tienen un correlato cerebral capaz de modificar la conducta mediante el sistema nervioso periférico, así como a las vísceras y glándulas a través del sistema nervioso autónomo, el neuroendócrino y el inmunológico, para constituir la canónica sabiduría del cuerpo. Esta pericia del organismo se refiere al intrincado entresijo de mensajes moleculares y nerviosos dirigido a la conservación, desarrollo, reproducción y goce del individuo o, en condiciones de estrés o dolencia, a su enfrentamiento y la restauración del bienestar, ejemplos palmarios de procesos psicosomáticos en el nivel fisiológico.
En este mismo ámbito que integra cuerpo y mente en el organismo pleno, el comportamiento opera entre cerebro y entorno involucrando intenciones y actos encauzados. El estudio minucioso y contextual de comportamientos estratégicos ha permitido atribuir planeación estratégica, comunicación sutil o transmisión cultural a diversos animales, así como suponer formas de autoconciencia, ritualidad o moralidad en algunos cetáceos, simios, cánidos y córvidos. Durante las interacciones cara a cara las conductas expresivas manifiestan sentimientos o designios del emisor que son percibidos, interpretados o interpelados por los receptores. Entre seres humanos, los actos verbales y sus ilimitadas expresiones escritas y leídas son el medio más eficaz no sólo para declarar la conciencia propia, sino también para conocer y asimilar lo que los prójimos piensan, sienten, imaginan o intentan realizar, no sólo en su presencia, sino a través del espacio-tiempo. La relación entre objetos, voces, signos y significados es uno de los aspectos más salientes del problema mente~cuerpo no sólo en referencia a sus dependencias mutuas, sino por constituir la herramienta cognoscitiva de orden verbal para su tratamiento, como sucede ahora mismo con este texto y su lectura.
La conducta se investiga y se concibe desde varias perspectivas, como son la neurofisiología del control motor y de la actividad neuromuscular, el condicionamiento y la ergonomía de ciertos actos, la pragmática de la comunicación, el análisis de los gestos emocionales, la técnica, el estilo y la estética de actos creativos y de sus productos. Esta diversidad de propiedades, aspectos y enfoques semeja al cariz múltiple de las actividades mentales, cuyos correlatos cerebrales son analizados por la neurociencia, sus propiedades subjetivas por la fenomenología, la psicología o la psiquiatría clínicas, su ejecución, pericia o estilo por la etología, la tecnología y la estética, su semiótica por la lingüística, su retórica por la narratología.
Recapitulemos brevemente el nivel neurobiológico del problema mente~cuerpo. Emprender una inmersión inquisitiva en el cerebro con el inmenso bagaje de conocimientos sobre su morfología y mecanismos fisiológicos en busca de la mente, se topa sin merced con el meollo más íntimo, central, turbador y actual del enigma: para resolver el problema mente~cuerpo a este nivel subpersonal sería necesario explicar la conciencia subjetiva en términos de las neurociencias. Este Santo Grial de la neurociencia ya puede columbrarse, pues las múltiples evidencias empíricas que vinculan a diversas regiones, redes y funciones cerebrales con múltiples actividades mentales proveen una plataforma de entendimiento y abordaje de la mente y la conciencia cada día más pródiga y certera. A reserva de retornar a la ineludible incógnita, en unos trazos justifico la creencia que, gracias a sus configuraciones bioquímicas, fisiológicas y anatómicas, el cerebro humano es capaz de generar y albergar procesos, contenidos y cualidades mentales.
Los contactos o sinapsis entre las neuronas, sus operaciones electroquímicas y sus códigos bioeléctricos cifrados en secuencias de potenciales de acción son las funciones celulares que el cerebro utiliza para representar y procesar información, es decir, para habilitar las actividades mentales y la conciencia de la persona. Aunque no se conoce cómo se realiza esta traslación o doble cariz entre materia viviente y experiencia mental, existe una robusta evidencia del cimiento neurofisiológico y molecular de la mente y la conciencia. Se sabe que los procesos sensoriales, emocionales, cognitivos, oníricos o volitivos dependen de sistemas neuronales que producen, utilizan y reconocen diversos neurotransmisores. Por ejemplo, todos los psicofármacos o drogas psicoactivas que modifican la conciencia y la conducta actúan sobre eventos bioquímicos de la transmisión sináptica. Parte de esta evidencia permite aseverar que las monoaminas participan en la regulación y los trastornos del ánimo y la emoción, pues su refuerzo cursa con excitación, euforia o estimulación psicomotora, y su disminución con abatimiento, tristeza e inhibición motriz. Por otra parte, los engramas cerebrales de la memoria suponen la proliferación y fortalecimiento de contactos sinápticos entre las neuronas involucradas en cada experiencia o en cada aprendizaje.
Ahora bien, los procesos conscientes no sólo dependen de una adecuada neurotransmisión, sino de sitios, sectores y redes cerebrales operando en profusa correspondencia y armonía. Dado que, por linaje evolutivo y experiencia individual, el cerebro se configura por áreas o módulos capacitados para procesar tipos de información sensorial, afectiva, cognoscitiva o motriz, durante un proceso mental el origen y el destino de las conexiones entre módulos determina en alguna medida el contenido de la información. La experiencia consciente se construye en el cerebro en etapas de coherencia progresiva que desembocan en un proceso unitario y global de naturaleza psicofísica o psicofisiológica. Es así que cuando un sujeto realiza tareas conscientes, diferentes zonas de su cerebro se enlazan a una frecuencia concertada de 40 Hertz. La trama armónica y coherente y de enlaces a gran escala adquiere rasgos de un enjambre o parvada de actividad nerviosa que logra acceso a múltiples sectores del encéfalo, condición necesaria del correlato cerebral de la conciencia. Esta integración emergente unifica la información fragmentaria y faculta la unidad y la libertad de la conciencia, dos de sus propiedades fenomenológicas más salientes. Por lo demás, la astronómica complejidad de conexiones del cerebro humano admite millones de estados posibles entre las aproximadamente 1011 neuronas y las 1015 sinapsis, aunque la inmensa cantidad por sí sola no explica los contenidos y cualidades de los procesos mentales.
Otro dato significativo para sopesar el inevitable vínculo mente-cerebro se refiere al veloz y notable incremento de masa encefálica ocurrido en los últimos 2 millones de años, desde el surgimiento de los homínidos hasta el Homo sapiens hace unos 200 mil años, aunque, a juzgar por las primeras pinturas rupestres e instrumentos musicales, el perfil cognitivo y conductual del humano moderno surgió hace apenas unos 60 mil años. El incremento del lóbulo frontal, el cerebelo y otras áreas críticas indica que durante la hominización el encéfalo fue esculpido para aprender por experiencia, afinar la expresión y depurar la comunicación. La capacidad cerebral, las habilidades cognitivas y las destrezas conductuales evolucionaron en conjunto mediante la producción, recreación y manejo de artefactos, hábitats y símbolos. De esta forma los individuos de la especie han resultado mas capaces de acoplarse a su nicho y transformar la biosfera y la sociedad en circunstancias cada vez más demandantes e inseguras de conflicto y acuerdo, de cooperación y competencia, de explotación y rebeldía, de creación y destrucción.
Los procesos nerviosos que hacen del cerebro un poderoso dispositivo biológico para el control del cuerpo, del comportamiento y del medio requirieron de una conciencia subjetiva integrada por experiencias cognitivas, afectivas o volitivas empalmadas con habilidades objetivas de manufactura, sociales de interacción, semióticas de simbolización o estéticas de simulación. Para sostener estas actividades, el correlato físico de la conciencia podría ser una función similar a un enjambre de actividad nerviosa que enlaza de manera cinemática, coherente y sincrónica a los múltiples módulos cerebrales. En tanto sistema dinámico, esta función integral conseguiría las aptitudes emergentes y novedosas de sentir y de saber, de introspección y de expresión simbólica, de libre albedrío y comportamiento moral que caracterizan la conciencia humana.
Sin embargo, a pesar de los crecientes descubrimientos en las neurociencias y de las afinadas hipótesis de su base nerviosa, perdura un enigma recalcitrante y retador: ¿cómo genera, alberga y manifiesta conciencia el cerebro? Por ahora no se comprende la inmensa variedad de procesos conscientes y sus cualidades subjetivas en términos de los mecanismos electroquímicos, moleculares, celulares e intercelulares del cerebro, similares en los diversos sectores de este órgano que parece tan portentoso como el cosmos que le dio origen. En efecto: no es lo mismo establecer meticulosamente las redes y demás procesos neurológicos necesarios para que ocurra un evento mental consciente, digamos un dolor, que comprender cómo y porqué un proceso físico de esas características se asocia, acompaña, engendra, sucede o corresponde a esa flagrante experiencia consciente. Se sabe que cuando alguien experimenta dolor ocurre una dinámica de actividad coherente en una matriz de diversas zonas bien definidas de su cerebro. Si por razonable parsimonia suponemos que el dolor o cualquier estado de conciencia se conforma con o como un evento cerebral, aún no se vislumbra como ocurre la consonancia. Es decir: aunque todo indica que la conciencia es una propiedad natural y eficaz del cerebro, sus contenidos y cualidades subjetivas no pueden deducirse solo de la estructura y la actividad de las redes de neuronas. Lo que se desconoce es decisivo y el Santo Grial parece esfumarse al tocarlo.
Dado que una conciencia inmaterial o descarnada difícilmente podría producir estados funcionales del cerebro que se expresaran en actos de conducta, y tomando en cuenta la creciente evidencia de las neurociencias, se puede afirmar con bastante certeza que, gracias a su interacción con el resto del cuerpo y con el medio ambiente, el cerebro engendra conciencia por sí mismo, aunque no sepamos cómo lo hace, ni – ¡mortifica reconocerlo! –cómo averiguarlo. Este ingrato trance exige un acomodo ontológico consecuente: si bien la conciencia y el cerebro funcional aparecen de maneras muy distintas, la primera en la experiencia subjetiva de un individuo y el segundo en múltiples procesos objetivos registrados y analizados por las neurociencias, es razonable suponer que se trata de hechos complementarios: de dos aspectos o apariencias de un fenómeno unitario de naturaleza psicofísica, mental y física a la vez.
Los estados conscientes podrían considerarse duales a ciertos mecanismos nerviosos en un sentido similar al Principio de la Complementariedad de la física cuántica pues, contradiciendo la lógica tradicional, este afirma que una entidad subatómica puede comportarse como onda y como partícula, y que no se puede determinar su naturaleza simultánea más allá de decir que la entidad es onda y partícula a la vez. Un proceso consciente sería mental y cerebral a la vez y si bien algunos estudiosos proponen que ciertas propiedades cuánticas del cerebro podrán arrojar alguna luz al respecto, la idea es por el momento imposible de verificar.
En la conciencia y el comportamiento de las personas influyen y coinciden tanto los sistemas biológicos subpersonales que las integran, en particular el sistema nervioso central, como los sistemas suprapersonales en los que encajan, en especial el perímetro sociocultural de orden afectivo, simbólico, histórico y político. Del lado somático están los mecanismos cerebrales propios de la percepción, la emoción, el pensamiento, la imaginación, la memoria o la voluntad y su integración en la conciencia, que dependen de la evolución de la especie, del acervo genético y la coyuntura epigenética del individuo. Del lado sociocultural proceden las circunstancias históricas del desarrollo cognitivo-afectivo y el aprendizaje de cada persona: la selección, incorporación y asimilación de eventos, símbolos, creencias, prácticas, valores, ritos o costumbres. Los procesos conscientes requieren de la convergencia de estos dos mundos para conformarse pues, si bien las operaciones mentales dependen del sustrato neurobiológico, sus contenidos, lo que el sujeto percibe, piensa, imagina, cree, o desea, en buena medida se derivan de lo que enfrenta, aprende y asume en su vida.
Existir supone la operación conjunta de procesos mentales, cerebrales y conductuales desplegada por un organismo sobre la información que intercambia con su medio ambiente. Al tomar conciencia de sí, de su historia y lugar en el mundo, de sus posibilidades y limitaciones, la persona puede adoptar decisiones, acciones y reajustes que requieren criterios, creencias y metas. Se precisa conciencia en especial cuando surgen trabas inéditas, difíciles o penosas que requieren acomodos cognitivos, restauraciones conceptuales y acciones intencionales capaces de solventarlas. Al cultivar la atención, la reflexión y el cuidado de sí mismo, de los congéneres y del mundo, la persona se dispone como un sistema biopsicosocial que se conserva por autorregulación y se enriquece por sus tranformaciones para ir forjando su individualidad y adquiriendo cierta libertad y sabiduría.
Sin duda, entre lo mental y lo físico prevalece un doble lenguaje y un doble conocimiento que surge de manifestaciones distintas y deriva en dos o más sistemas conceptuales, pero esa distancia léxica y metodológica no implica dos realidades o sustancias distintas. Si bien los conceptos sobre la conciencia se integran a partir de la introspección y sobre el cerebro a partir de la neurociencia, esta dicotomía no es tajante ni incompatible si se aplican ciertos acomodos. Para empezar, parece necesario sostener que los dilemas entre mente y cuerpo, o entre sujeto y objeto, no podrán ser zanjados en favor de uno de los dos ámbitos y la subordinación o eliminación del otro, sino en una unidad epistémica conciliadora de orden superior. En referencia a esta unidad, los avances teóricos y empíricos permiten la formulación de una hipótesis de la conciencia y sus contrapartes biológicas consistente en postular a la persona como un proceso psicofísico singular que presenta múltiples propiedades, aspectos y perspectivas. En referencia a la conjeturada unidad psicofísica, puede observarse que, a pesar de sus diferencias aparentes, los procesos mentales, los cerebrales y los conductuales son desarrollos isomorfos por estar constituidos por actos o eventos particulares que ocurren en cierta secuencia, amalgama, periodicidad y cualidad. Se trata de procesos pautados provistos de una arquitectura subyacente similar expresada de forma prístina en el lenguaje, la música o la danza.
La persona humana esta dispuesta como un ente o proceso singular e individual con manifestaciones y propiedades diversas, como son las biológicas, las mentales, las conductuales, las simbólicas y, por extensión, las obras, expresiones y artilugios de todo tipo derivadas de su ingenio y poder creativos. Sin embargo, los retos que engendra y enfrenta esta hipótesis de una esencia singular con una pluralidad de manifestaciones, perspectivas y lenguajes de análisis son considerables y conciernen en particular a la filosofía de la ciencia.
Hay algo más que “mente” y “cuerpo” cuando se diserta sobre la mente y el cuerpo. Ese excedente es la dimensión social de un lenguaje que no se limita a sujeto y objeto, pues el designio y significado de tal discurso depende de las nociones asumidas de “mente”, “conciencia” o “pensamiento” y, en igual medida, las de “cuerpo”, “cerebro” o “conducta.” En este mismo apartado semiótico, cabe preguntarse si el lenguaje de la psicología y el de la neurología pueden tener una traducción adecuada. Si bien en sus inicios decimonónicos la psicofísica y la psicología procuraron establecer un léxico común, el desarrollo de las disciplinas alejó a la psicología de la neurología, produciendo un quiasma teórico y técnico que llevó a enfrentamientos ideológicos, en los que la psiquiatría se deslizó entre un campo y otro hasta escindirse en una facción psicodinámica y otra organicista. Al margen de esa disputa, la neuropsicología se mantuvo enfocada mostrando el fértil camino de un lenguaje común al establecer de manera perspicaz múltiples anomalías cognitivas correlacionadas con daños específicos del cerebro. Otras interdiscipinas generadas entre la psicología y biología durante el vigésimo siglo, como la psicobiología, la psicofisiología o la neurociencia cognitiva enfrentaron con éxito diverso las dificultades teóricas y metodológicas para abordar en conjunto aspectos mentales, conductuales o fisiológicos. En la actualidad, la neurofenomenología propone entrenar a sujetos experimentales en la introspección metódica y la declaración sistemática de sus activides mentales en primera persona. El análisis de los informes verbales de lo que un sujeto vive conscientemente, así como los registros neurofisiológicos realizados durante tareas cognitivas constituyen promisorias herramientas metodológicas.
Entonces, lejos de eliminar a la introspección o a las cualidades y experiencias conscientes del análisis teórico y científico o reducirlas a eventos neurofisiológicos, es necesario integrarlas en las interdisicplinas situadas entre la psicología y la biología. Este programa reafirma además la competencia de la psicología, las ciencias cognitivas y las ciencias sociales para estudiar la estructura y funciones de la mente de forma independiente de las ciencias biológicas y las neurociencias. De hecho, sus avances son indispensables para contar con modelos robustos de la cognición, la afectividad o la autoconciencia que puedan ser usados, comparados y reunidos con los métodos de las neurociencias.
Este disperso panorama demanda una integración transdisciplinaria para producir un lenguaje más genérico y un entendimiento más plenario que podría transportar el problema mente ~ cuerpo a un estrato ventajoso de abordaje y comprensión. Sin embargo, el requisito es enredado y difícil, pues los términos, métodos, modelos y enfoques utilizados en las diversas ciencias, humanidades y disciplinas estéticas suelen ser privativas de cada una y difíciles de traducir entre sí, o bien sus adeptos muestran desdén o recelo de las otras materias y las doctrinas ajenas.
Finalmente, para llegar a comprender el vínculo entre mente y cuerpo, será imperioso estipular la naturaleza de la conciencia y el conocimiento, pues estas capacidades median entre el concepto y la cosa, entre la teoría y el caso; a la postre: entre lo mental y lo físico. En efecto, una definición existosa de la conciencia implicaría una solución del problema mente~cuerpo en el nivel subpersonal, pues a un tiempo revelaría su constitución neurológica, así como su contracara: la génesis de la conciencia en el universo cerebral. Pero el reto es formidable, porque algo enigmático y excelso consolida la conciencia y el cerebro: un proceso psicofísico que para ser despejado requiere una difícil unificación de los métodos de conocimiento en tercera, primera y segunda persona, así como de un lenguaje común entre las ciencias del cerebro, las ciencias de la mente, las ciencias de la conducta y la filosofía de la ciencia. La transdisciplina resultante de esta interacción empieza a ser cultivada por analistas que aplican tanto los recursos teóricos, lógicos e históricos propios de la filosofía, como las evidencias empíricas de las neurociencias, las ciencias de la conducta y las ciencias cognitivas, reforzados a veces con un entrenamiento personal en técnicas contemplativas practicadas para intensificar la atención y la autoconciencia. Es posible que todo ello requiera una reforma metodológica y epistémica.
A través de los siglos, la relación supuesta entre la mente y el cuerpo ha sido un epicentro crítico para decidir la naturaleza no sólo del ser humano, sino de otras criaturas vivientes y acaso del cosmos mismo: el asunto es un problema metafísico fundamental. En efecto, si se acoge la convicción monista de una sola realidad, sea esta material o espiritual, se acredita en el primer caso que el ser humano es un cuerpo físico cuya función vital habilita su mente y conciencia personal, o bien, en el segundo, que es una conciencia inmaterial capaz de figurar un cuerpo y un mundo de porte físico. El monismo ha sido relevante y atractivo porque una realidad única evade los impedimentos del dualismo para engarzar en la persona humana un ámbito mental incorpóreo con otro ámbito, físico y somático. El avance de las ciencias ha afianzado un universo plenamente físico, organizado en sistemas de creciente complejidad cuya evolución natural en nuestro planeta ha dado lugar a organismos vivos y entre estos a vivientes móviles y encefalizados los cuales, merced a sus crecientes aptitudes psicomotoras, encaran su entorno con progresiva liberación y mayor desafío. Por su parte, el idealismo mantiene con firmeza la indudable primacía de la conciencia como realidad fundamental para concebir y transformar el mundo. Sin embargo, a pesar de sus fortalezas y parciales encantos, ninguno de los dos monismos antípodas es concluyente o persuasivo: el materialismo no consigue explicar la mente y la conciencia como propiedades, funciones o emanaciones físicas y el idealismo no persuade que carne, sesos, materia o universo sean sólo conceptos, construcciones o simulacros mentales.
Por su parte, el dualismo ha tenido un tenaz arraigo y poder de convicción porque los humanos distinguen por experiencia sus “procesos mentales,” en especial el pensamiento racional o la imaginación creadora, de sus “procesos físicos,” como las funciones o los movimientos de su cuerpo y porque disciernen unos atributos físicos o corporales, de otros morales o espirituales. Posiblemente la mayor seducción y promesa del dualismo haya sido escatológica: la anhelada trascendencia del alma como conciencia y esencia personal tras la temida muerte del cuerpo; nada menos que la salvación y la eternidad. Además de la experiencia dual, el doble lenguaje y la fe en un más allá, el dualismo ha proclamado que ciertas capacidades humanas, como el yo, la conciencia de sí, el libre albedrío o la conciencia moral no pueden ser explicadas físicamente y por lo tanto deben ser facultades anímicas o espirituales. Sin embargo las ciencias las han abordado con creciente solidez y alcance, debilitando su comprensión exclusiva como un ramillete de facultades sobrenaturales encarnadas sólo en los cuerpos humanos. Es así que el designio cartesiano de una esencia personal, un yo pensante incorporado en el cerebro, ha perdido vigor no solo porque transgrede la segunda ley de la termodinámica que impide la creación de la energía, sino porque el yo se explica mejor como la autoconciencia, un sistema psicofisiológico y neurocognitivo de alto nivel, capaz de gestión, introspección, reflexión, alteridad y ética.
Otra razón proverbial del dualismo es la libertad, pues esta se supone tan imprescindible en la vida personal y social, como irrealizable en un universo físico determinista. Pero el determinismo y la libertad parecen compatibles porque, como toda actividad mental, una decisión voluntaria debe tener un correlato nervioso en la red neuronal de la autoconciencia, la decisión y la voluntad, que se activa por procesos cerebrales de motivación y, una vez dispuesta, es capaz de estimular, modular y articular los sistemas motores del movimiento voluntario. Así, el estado o nivel de autoconciencia que permite el libre albedrío requiere de procesos causales y la voluntad resulta un fenómeno real correlacionado con una actividad cerebral facultativa que tiene causas y consecuencias. Si la libertad implica un evento psicofísico auténtico y dependiente de un determinismo neurológico, la persona autoconsciente está lejos de ser un autómata incauto y es en verdad un agente autónomo, moral y jurídicamente responsable de sus actos.
Amalgamar las fortalezas de un monismo sustancial con un dualismo de apariencias y propiedades es posible y conveniente para rebasar sus discrepancias ancestrales, aprovechar sus atractivos o fortalezas y esquivar en alguna medida sus infranqueables atolladeros. La noción de que la mente y el cuerpo, o bien la conciencia y el cerebro, exhiben propiedades distintas teniendo una base común es útil para comprender mejor sus diferencias aparentes y para considerar que, en conformidad con otras ciencias, el mundo está constituido por una matriz o sustrato único en constante devenir, un orden implicado en el que reverberan los conceptos milenarios de Tao, Dharma o Logos.
Si en efecto existe una correspondencia biunívoca y obligada, momento a momento y término a término, entre los procesos mentales y sus correlatos neurofisiológicos, lo que una persona vive por experiencia y lo que un neurocientífico registra en su cerebro son facetas del mismo proceso. Surgen así dos perspectivas de observación y análisis: la de quien experimenta un estado mental subjetivo en primera persona y la del investigador que intenta analizar ese estado objetivamente y en tercera persona, no solo mediante la exploración cerebral, sino por el interrogatorio directo o por la inspección y evaluación de la conducta. Se trata de perspectivas distintas de un evento muy señalado: la coincidencia entre un proceso mental al que un sujeto accede por introspección y expresa mediante palabras, y un dato científico adquirido por una neurofisiología instrumental cada día más avanzada. Es decir, los eventos psicológicos son al mismo tiempo eventos neurobiológicos que al unísono constituyen el devenir vital propio de la persona humana. Psique y Soma se corresponden biunívocamente en una entidad psicosomática, una coincidentia oppositorum (coincidencia de contrarios), que se manifiesta de forma múltiple y aún discordante.
Tal proceso psicofísico esgrime propiedades biológicas y objetivas, como son los eventos neuronales e intermodulares del cerebro y también manifestaciones psicológicas y subjetivas, como percepciones, emociones, conceptos, imágenes, sueños, recuerdos, decisiones, creencias, conocimientos, procesos creativos y demás estados de conciencia. Si en efecto son manifestaciones duales en apariencia pero singulares en esencia, su realidad primordial constituye un formidable reto para la investigación, la argumentación y la interpretación, aunque diversas tradiciones contemplativas aseguran que puede ser intuida en estados numinosos de conciencia acrecentada. Al suponer verosímil una unidad esencial, la conjunción de una mente encarnada y de un cuerpo animado, un ámbito indiviso de naturaleza psicofísica, material y mental a la vez no es necesario plantear relaciones entre espíritu y materia, ente mente y cuerpo, o entre conciencia y cerebro. Lo que se plantea en cambio es entrever su concordia y concebir su unidad, no sólo en las tesis filosóficas, la teoría evolutiva o los modelos psicobiológicos, sino en el diseño de proyectos científicos, en la práctica clínica y en una disposición personal consonante con esta gnosis.
Aunque estas inferencias no suponen almas inmortales o espíritus descarnados, sí acogen y aún auspician ciertas nociones de alma o espíritu relevantes para comprender la conciencia de sí mismo o autoconciencia de los individuos en trabajosa faena con su mundo. Una de ellas atañe a la libertad, es decir a la dirección autónoma, deliberada y encauzada que un agente sentiente y maduro logra imprimir a su vida y a su entorno. Otra noción de espíritu concierne a la ética: el impulso y la decisión de la persona para acoger y practicar valores morales guarecidos, depurados y transmitidos por heredad evolutiva, por tradición histórica y por enseñanza formativa.
La palabra enredo en el título de este ensayo no sólo alude al litigante nudo de nociones, enfoques y discursos entre y dentro de la filosofía, la psicología, la psiquiatría, las ciencias del cerebro, del comportamiento y las sociales, sino también al acercamiento cada vez más comprometido y enlazado que podría ir fundiendo o disolviendo el añejo problema. De esta forma, la virgulilla (~) entre los términos representa la aproximación y correspondencia crecientes de los ámbitos biológico y psicológico, conforme su necesario pero elusivo vínculo se ha reflexionado y examinado desde la antigüedad hasta el presente.