José Luis Díaz Gómez
Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina, UNAM y Academia Mexicana de la Lengua.
Ampliación de la lectura estatutaria llevada a cabo en la Academia Mexicana de la Lengua el jueves 26 de octubre del 2017. El tema fue presentado sucesivamente en el Simposio de Neuro-humanidades el lunes 12 de marzo de 2018, en la conferencia inaugural del Diplomado Neurociencias, Arte y Cultura “Caminos a la transdisciplina” (UNAM) el martes 6 de agosto de 2019 y en la conferencia inaugural del Encuentro Interdisciplinario de Ciencias, Sonido y Música (C3, IIMAS y Facultad de Música de la UNAM) el 13 de febrero de 2020.
La interdisciplina denominada neuroestética surgió a principios del presente siglo para analizar y discernir las bases neurales y los correlatos cerebrales de las actividades artísticas y las experiencias estéticas. En el marco del creciente temario de la neuroestética, el objetivo del presente escrito es presentar y justificar dos tesis pertinentes a la vivencia estética, el conjunto de actividades mentales que una obra de arte suscita en su receptor. La primera tesis sostiene que, al procesar una obra artística durante la experiencia estética, el cerebro del sujeto utiliza una función mimética de simulación, no en el sentido de una copia falsa de la realidad, sino una recreación verdadera–una realidad regenerada y rehecha– de consecuencias afectivas, cognitivas y epistémicas. Lo más trascedente del proceso de recreación estética por parte del receptor de una obra de arte es que, además del goce, el estremecimiento, la conmoción o la entrega, la experiencia puede y suele resultar en la generación de conocimiento. En efecto, además de sus efectos posibles o patentes sobre la percepción, la atención, el pensamiento o la emoción, la vivencia estética suele fertilizar la memoria, agitar el razonamiento, transformar creencias y, por todo ello, cultivar la inteligencia. Como insistiremos en el resto de este trabajo, esta tesis refuta de manera decidida la idea de que las artes no tienen utilidad práctica, más allá del valor mercantil de la obra.
La segunda propuesta afirma que la experiencia estética y sus consecuencias en la vida mental y en la práctica o producción creativa es un artificio neuropsicológico derivado de la evolución ampliada y depurada de la conducta de juego. Es significativo constatar que la actividad lúdica constituye el principal significado del término recreación, el alusivo al goce y el esparcimiento. En otras palabras: los objetos y procesos de arte constituyen artificios que son tomados por el autor, el intérprete, el espectador o el escucha como recreaciones en el sentido mimético y recreativo que ancestralmente han tenido el juego y los juguetes. Pronto revisaremos varios antecedentes de esta propuesta, pero, por el momento, parece relevante citar que en El juego del arte el admirable pensador y dramaturgo mexicano Hugo Hiriart (2015) destaca el papel de la imaginación en la captación de todo objeto artístico, la misma facultad mental que permite y se ensancha con el juego.
Prácticamente todas las artes involucran la creación o producción de estructuras que no sólo expresan puntos de vista del artista logrados a través de la depuración de su sensibilidad y el desarrollo de arduas destrezas, sino que se confeccionan intencionalmente para comunicar algo, para interesar, conmover y afectar de múltiples maneras al receptor. Este objetivo aprovecha una tendencia ancestral de nuestra especie que se puede llamar pedagógica porque deliberadamente pretende construir e instruir experiencias ajenas mediante la manipulación de la atención, fundamento necesario y común de la comunicación humana. En efecto, el artista intenta mover y transformar la actividad cognitiva y afectiva de los receptores de su obra mediante la creación, el empleo y la modificación de formas, composiciones y arreglos que conllevan una carga simbólica. En este sentido podemos plantear que la función social de las artes es fundamentalmente cognoscitiva y pedagógica al influir y modular la percepción, la emoción, la memoria, la conducta, las creencias o los valores no sólo de cada espectador, sino de grupos humanos y de una cultura. De esta forma, las obras artísticas efectivas y trascendentes constituyen las piezas clave o en su conjunto el canon de la cognición social, de la memoria colectiva y la identidad cultural.
Hagamos un breve repaso de algunas artes para ejemplificar el procesamiento recreativo y simbólico de la obra estética.
Tomemos para empezar el caso de la música, el universalmente apreciado artificio sonoro que suele generar sentimientos intensos. Estas emociones musicales, que son las experiencias deseadas que busca el oyente, suelen ocurrir fuera del ambiente natural donde se presentan los eventos que suscitan emociones tan necesarias para sobrevivir como la alegría, la tristeza, la ira, el miedo, la sorpresa o el asco, las emociones consideradas primarias, universales y naturales de la especie por la etología humana. ¿Son las emociones literalmente artificiales generadas por la música esencialmente distintas de las naturales en su fenomenología o su vivencia? La respuesta es un rotundo NO, porque al experimentar emociones musicales, el cerebro del sujeto lo coloca en una situación de artificio y recreación plenamente real, como sucede durante el juego. Esto es notorio en el caso de emociones musicales negativas, como la tristeza, la ansiedad o el miedo, que se evitan a toda costa en la vida diaria, en tanto se buscan y se encuentran en muchas obras y pasajes musicales. De hecho, la recreación de emociones negativas está presente en todas las artes y su valor consiste en una forma de comprensión o de simulación gratificante que es similar al juego. Como afirman los deportistas y entrenadores anglosajones de alto rendimiento: “no pain no gain”: sin dolor no hay provecho, aunque en el caso de la música y las artes, el provecho es un rédito afectivo y cognoscitivo. Además, la música es muy capaz de engendrar no sólo emociones básicas, sino emociones superiores ligadas a la razón como son el pasmo, la ternura, el orgullo, la armonía o la nostalgia, sin olvidar emociones sociales como admiración, la rebeldía, la celebración o el orgullo cultural.
La neurociencia de la música ha avanzado en referencia a las bases cerebrales de la melodía, de la armonía, del ritmo o del timbre y se aboca en los últimos lustros a dilucidar los mecanismos neurológicos de las emociones musicales básicas. En este último tema, hay evidencias de que el significado emocional de la música se integra en estratos neocorticales que se entrelazan con los del lenguaje; en ambos casos se enganchan sistemas representacionales y simbólicos del sistema mente-cerebro (Díaz, 2010). Ahora bien, por ahora no existen métodos para estudiar las emociones musicales superiores, que constituyen el meollo de las más elevadas y buscadas experiencias musicales. Es poco probable que la neurociencia por sí sola explique plenamente estas experiencias, aunque sin ella no será posible ni siquiera empezar a explicarlas.
La etología ha mostrado que la conducta de un organismo o un agente es expresión manifiesta de estados afectivos y cognoscitivos, en el sentido de que es seña y símbolo de tales estados (Díaz, 1994). En el ser humano es importante distinguir entre conductas automáticas que se presentan de manera rápida y espontánea, como el acomodo reflejo para evadir un golpe, de las conductas deliberadas que se adoptan para manifestar estados mentales. La danza constituye una forma particularmente pulida y deliberada de expresión motriz porque mediante movimientos corporales determinados y dispuestos al efecto se simbolizan múltiples estados y procesos mentales. Ahora bien, la danza artística conlleva dos afecciones relevantes: la primera se refiere al/la danzante quien siente sus actos motores y modula sus consecuencias como elementos de su destreza y su expresión. Por otra parte, al percibir los movimientos corporales, los espectadores no sólo captan esos actos sino al mismo tiempo las intenciones que los engendran. Es probable que esta percepción directa de una intención a través del movimiento suceda porque se activan músculos y áreas cerebrales correspondientes a esas acciones: se trata de la red de acción observada (Gardner, Goulden, & Cross, 2015). En otras palabras: el cuerpo y el cerebro del observador simulan y recrean las motivaciones del movimiento corporal y de la coreografía.
Cuando se contemplan ciertos grabados de la Serie Negra o de Los Desastres de la Guerra de Goya es posible sentir dolor porque al ver la dramática representación de una lanza atravesando un torso o un cuerpo lacerado y mutilado, el cerebro puede simular esas condiciones y el sujeto recrear esas experiencias. En la neurofisiología humana se conoce que la percepción de una situación dolorosa en sujetos allegados activa en el observador partes de la matriz cerebral del dolor en un proceso que se denomina dolor empático (Lamm, Decety, & Singer, 2011). Pero además de la simulación de actos o emociones, la contemplación absorta de una pintura o una escultura hace que se difumine la distancia entre el sujeto y el objeto artístico en una percepción unificadora.
En su Estética publicada a principios del siglo pasado, el fenomenólogo Theodor Lipps utilizó la expresión alemana Einfühlung, que se traduce como empatía o afinidad, para significar la proyección de sentimientos y actos imaginarios por parte del observador hacia la estructura de arte avizorada (Lanzoni, 2009). Además, en inverso sentido, todo lienzo despliega trazos visibles de los gestos creativos del pintor y estos evocan en el observador la activación de las áreas motoras específicas de su cerebro que precisamente controlan la ejecución de esos gestos (Freedberg & Gallese, 2007). El ojo no sólo capta pasivamente formas, colores, texturas o pinceladas, sino evoca en el cerebro una simulación de la expresión motora que forma parte esencial de la experiencia estética al contemplar una pintura.
La fabricación profesional de viviendas y edificios implica un proyecto previo cuyas manifestaciones (planos, maquetas) son modelos o simulaciones a diferentes escalas que permiten realizar una construcción destinada a contener y facilitar comportamientos humanos. No sólo son representaciones de realidades futuras, sino obras en sí mismas que sirven para simular volúmenes, luces y funcionamiento de los espacios o la apariencia interior y exterior del edificio, su orientación y a veces su topografía en el terreno seleccionado. La maqueta tiene una vida propia que plasma deseos y necesidades de quienes habitarán la edificación y de quienes la planean (de la Cova Morillo-Velarde, 2016). Las limitaciones escalares de la maqueta son rebasadas por la imaginación y por la simulación de sus usuarios asistida por la integración de una representación de orden multisensorial.
Un aspecto específico de estas simulaciones se refiere a la abstracción del cuerpo humano y sus movimientos en términos del espacio que lo contiene y lo delimita. En este sentido el edificio a escala contiene información no solo de las dimensiones y capacidades motrices del cuerpo humano sino también aspectos de la cultura, cosmovisión, condiciones sociales y la ideología de sus habitantes. Un grupo de arquitectos y académicos italianos (Papale et al., 2016) ha propuesto una “neuroarquitectura” para conectar la neurociencia con la percepción y la conduta en referencia a ambientes construidos. Consideran que la integración multisensorial y la experiencia tactil o háptica tienen un papel central en la arquitectura y hablan de una arquitectura supramodal del cerebro. Este concepto refiere a las funciones cerebrales necesarias para representar espacios habitables que puede redundar en la forma que se realizan los proyectos arquitectónicos.
La idea de pretensión empática como ingrediente esencial de la expresión y recepción en la literatura y las artes dramáticas es muy antigua (Cupchik, 2016). En su Estética, Aristóteles la denominó “pacto de verosimilitud” y en los albores del romanticismo inglés, Samuel Coleridge la pensó como “fe poética”. Los teóricos actuales de la literatura denominan “suspensión de la incredulidad” a este fenómeno mental que es en verdad notable, pues consiste en la exclusión espontánea del juicio crítico, en especial el juicio de realidad, al experimentar una ficción, es decir, al leer, observar o escuchar una narrativa o un drama. La consecuencia de tan afortunado escape-inmersión, cuyo cimiento es necesariamente psicofisiológico, es un simulacro de la conciencia que permite al lector, al escucha o al espectador internarse, apropiarse y disfrutar o sufrir el mundo ficcional, ese universo llamado diegético por la narratología. Hay una relación muy estrecha entre la pericia creativa del autor y el nivel o grado de suspensión de la incredulidad, captura de la atención y apropiación de la trama por parte del receptor. El neurocientífico y analista de la simulación cerebral, Vittorio Gallese, afirma que la suspensión de la incredulidad, más que una inhibición nerviosa, como lo sugeriría el término suspensión, implica por el contrario una inmersión en el objeto artístico pues, al ser eximida de la vida cotidiana, la función cerebral permite la liberación de una simulación (Gallese & Sinigaglia, 2011). La investigación científica de esta capacidad se encuentra en desarrollo con la aplicación de diversas técnicas de imágenes cerebrales a voluntarios durante la lectura de ficción (Israel & Duffy, 2009) o durante la visión de películas, como veremos a continuación.
El cine es muy relevante para considerar la recreación cerebral y corporal de orden estético. El teórico Jean Epstein afirmaba que el cine tiene una cualidad onírica pues, al arrellanarse en su butaca y emprender la visión de una película, el espectador restringe los estímulos sensoriales y el comportamiento motor para entrar en un estado de conciencia particular que el crítico Roland Barthes calificó como “para-onírico”. En un libro de 2005 sobre la experiencia cinematográfica, el filósofo de la mente Colin McGinn (McGinn, 2005), hizo una distinción entre mirar hacia, en inglés look-at, cuando el sujeto dirige la mirada hacia un objeto, y look into o look through que implica mirar dentro o mirar a través. Esta última mirada consiste en una entrega a la narración fílmica similar a la que ocurre en la ensoñación o a la suspensión de la incredulidad y McGinn deriva de ello la hipótesis que la inmersión en la película está condicionada por la capacidad humana de soñar. El mirar a través es una forma de transparencia perceptual en el sentido que el sujeto de hecho no ve la pantalla ni tampoco se restringe a captar desplazamientos en ella de figuras bidimesionales, sino que obtiene una experiencia diegética de lo que allí se representa. Esto se puede ejemplificar con la célebre película El ciudadano Kane, en la que se mira al actor Orson Welles, pero en la realidad de la mente se recrea al temible empresario Charles Foster Kane o, para usar un ejemplo más reciente, se mira en la pantalla a Anthony Hopkins pero se recrea, probablemente con espanto y repulsión, a Hannibal Lecter, infame sociópata y caníbal ¡que además es psiquiatra! En suma: durante la experiencia fílmica más espontánea y buscada, el espectador se hunde cognitiva y afectivamente en la escena, con lo cual lo imaginario campea y constituye una especie de ensoñación y por ello una recreación real y consecuente como se propone y analiza en Registro de Sueños (Díaz Gómez, 2017).
En referencia a la segunda tesis del presente ensayo sobre al juego como ancestro evolutivo y como andamiaje primitivo y primario de la vivencia estética, conviene de inicio invocar el juego social en animales. Cuando los cachorros de múltiples mamíferos se engarzan en una pelea aparente, por la cualidad de los movimientos involucrados percibimos con bastante certeza cuando la porfía deja de ser simulación lúdica y pasa a ser “en serio.” Es decir: durante el juego los cachorros actúan una representación sensorio-motriz que es gratificante en sí misma, mientras su comportamiento despliega esa cualidad que es característica de una pretensión (Weisfeld & Cronin Weisfeld, 2016). Tradicionalmente se ha dicho que la mayoría de las especies animales juegan de forma estereotipada y no generan pautas novedosas ni roles; su atención lúdica se dirige al exterior, en tanto los humanos son capaces de actuar roles probablemente porque aprovechan y extienden la habilidad lúdica ancestral. Esta última idea puede modificarse con la observación de que ciertas infantes chimpancés adoptan un palo y lo tratan como si fuera un bebé en imitación de una madre del grupo, en especial de la suya, cuando atiende a un nuevo infante (Pellegrini & Smith, 2005).
En el cachorro humano la representación objetiva del juego se suele acompañar de una correlación simbólica en la fantasía como lo detalló en los años 50 del pasado siglo Jean Piaget, el pionero del desarrollo cognitivo. El niño manipula un coche de juguete, que puede considerarse una maqueta o un modelo a escala, y ensaya movimientos posibles o imposibles de un auto, imagina cómo puede conducirlo y aprende sobre la aceleración, el movimiento, el peso, el espacio y la gravedad. De hecho, todo juego tiene una función adaptativa. El juego locomotor es una práctica de balance y coordinación, la persecución lúdica lo es de evasión y captura, la pugna juguetona de agresión y defensa, la alimentación de un muñeco del cuidado de las crías, el cortejo y el sexo es práctica… de eso mismo, el juego de roles entrena habilidades sociales y el juego de palabras afianza y extiende las reglas de la lengua (Burghardt, 2005).
Durante la invención de un juego de roles y aventuras, los chicos usan el pretérito imperfecto para indicar y suponer que cierto montículo era un castillo, que alguien era una princesa encantada y alguien más era un guerrero y estaba luchando con un dragón. Bien saben los jugadores que estas son pretensiones, pero lo omiten y postergan para entregarse literalmente en cuerpo y alma al simulacro: en ello estriba el verdadero goce y de paso el aprendizaje efectivo. Uno de los mayores elogios que recuerdo haber recibido sucedió hace muchos años cuando, descuidando el decoro supuesto para un adulto, me puse a jugar con mis hijos pequeños y sus amigos metiéndome en un personaje y en la situación ficticia. Al terminar, uno de los chicos le comentó a mi hijo: “tu papá aún sabe jugar.” Se refería a esa pretensión que va más allá de un simulacro y se define mejor como una apropiación y una entrega, dos movimientos de la conciencia aparentemente opuestos, pero obligadamente ligados: hay apropiación en el sentido de detentar, atribuirse o apoderarse de un personaje, una trama o una idea, y hay entrega porque esta implica una cesión libre y deseosa de la voluntad a esa tramoya que la reclama.
La palabra juego también denota el movimiento articulado de dos cosas enlazadas, una noción adoptada por Kant para afirmar que la experiencia estética implica un acoplamiento de la imaginación y el entendimiento. Schiller retomó este concepto para entender al arte como el ejercicio donde la sensibilidad y la razón se unen en un juego potencialmente liberador, lo cual es el punto de partida de la teoría estética del juego que a mediados del siglo pasado fue ampliamente elaborada por el historiador y medievalista holandés Johan Huizinga en su Homo ludens publicado por el FCE en 1943 (García Pérez, 2012). En referencia a este importante ensayo creo necesario resaltar una de sus tesis y debatir otra. Huizinga acierta de lleno en definir al juego como una actividad libremente elegida que ocurre fuera de lo que se considera la vida ordinaria de acuerdo con una serie de reglas. Sin embargo, creo que yerra en decir que no tiene utilidad práctica y en desechar las hipótesis biológicas, psicológicas o sociales para explicar su relevancia, pues en la combinación de esos factores es donde reside la importancia y trascendencia del juego. En efecto, la expresión de la energía creativa, la imitación de ciertos actos fuera de contexto, la adquisición de disciplina, destreza y autocontrol, la competencia con otros, la demostración de superioridad o la sublimación de instintos, son todas hipótesis verosímiles y relevantes para explicar el juego. En referencia a la primera tesis, dice Huizinga:
La arena, el tablero, el círculo mágico, el templo, el escenario, la pantalla, la cancha, o la corte de justicia son por su forma y función campos de juego, sitios aislados, acotados, santificados donde prevalecen reglas especiales. Todos son mundos temporales dentro del mundo ordinario dedicados a una actuación distintiva (Caillois, 1959, p. 153).
Por su parte, en el ensayo Les jeux et les hommes, Roger Caillois (1958) anota que el juego es una actividad libre y aparentemente improductiva que ocurre fuera de la rutina y requiere de iniciativa. Además, aunque se gobierna por reglas propias e involucra “pretensión,” es decir, realidades imaginarias, el juego es incierto, lo cual es parte intrínseca de su encanto. Caillois considera que Huizinga, un medievalista, no utiliza la evidencia etnográfica para ligar al juego con el mito. En efecto: en muchas tradiciones ciertos personajes asumen características de creencia y de proyección que no son meros pasatiempos, pues cumplen funciones sumamente trascendentes y aún sagradas.
Jean Piaget (1990) consideró al juego un proceso privilegiado de asimilación cognoscitiva y su contemporáneo, el ruso Lev Vygotsky (1986), puntualizó en el mismo sentido que el juego consiste en un aprendizaje imitativo mediante la manipulación de objetos que se utilizan como sucedáneos en un proceso de descubrimiento. En su libro sobre make-believe de 1990, los esposos Dorothy y Jerome (Singer & Singer, 1990) reforzaron la idea que el juego es un ejercicio preparatorio puramente lúdico, es decir gozoso y recreativo, que entrena la imaginación. De esta forma, el juego humano se caracteriza por un tipo de pensamiento divergente, creativo e innovador que ayuda en la generación de ideas novedosas mediante la promoción y el ejercicio de la curiosidad, la investigación y la experimentación (Bateson & Martin, 2013). Todas estas características cognoscitivas se encuentran también en diversas definiciones de la palabra arte, aunque ninguna de ellas es plenamente satisfactoria. En efecto, además de la destreza en la creación y construcción de estructuras y artefactos (que también es necesaria en la ciencia y la tecnología), el arte supuestamente se contrasta porque intenta y logra evocar sentimientos y, en particular belleza, la cual, como bien se sabe, no es ajena a la ciencia y la técnica. El arte no es entonces la única ocupación que permite al adulto seguir jugando, pues todas las actividades creativas tienen elementos lúdicos.
La utilidad del juego como un tipo de ensayo mental que involucra a la imaginación se ha puesto en evidencia con los ejercicios y técnicas de visualización en varios deportes y en la música. Por citar un ejemplo palmario, el neurocientífico Álvaro Pascual-Leone (2005) y su grupo de investigación han mostrado que el ensayo puramente mental de tocar ciertas secuencias de notas en un piano imaginario es tan efectivo como el verdaderamente tocarlas en lo que se refiere al incremento del área de representación de los dedos en la corteza motora del cerebro.
Analicemos ahora la cognición y la función corporal propias de la vivencia estética.
Desde los estudios iniciales de Gustav Fechner llevados a cabo a mediados del siglo XIX y que dieron origen a la psicofísica y a la estética experimental, se ha establecido que el objeto artístico puede evocar una activación afectiva que atrapa la atención del receptor y lo conduce a asociar recuerdos, sentimientos y pensamientos en un flujo de información entre la obra y la mente que puede conducir a nuevos significados o incluso a convertirse en un trance. Así, en la experiencia estética ocurre una intensa resonancia bidireccional entre la obra de arte y la autoconciencia del observador, pues este no sólo percibe y atiende, sino que además puede experimentar dos formas complementarias de autocognición o conciencia de sí: por un lado, siente que descifra el objeto artístico y por otro que este expresa sus propias emociones, pensamientos o valores (Vessel, Starr, & Rubin, 2013). De esta manera, la recreación estética es un vehículo de proyección de la identidad personal, del estado de ánimo y de la voluntad, factores que modulan y dan forma a la peculiar relación del observador con el objeto artístico y, a través de este, con su creador y con otros observadores. Lejos de restringirse al efecto de un estímulo sobre un espectador pasivo, en la situación estética desarrollada y plena se presenta una actividad de corte lúdico en la que el espectador juega un papel protagonista.
Desde una perspectiva neurocognitiva se puede decir que cuando la atención se enfoca y se absorbe en el mundo narrado, en la metáfora poética, en el artificio sonoro, en la estructura visual, en la coreografía o en la película, se restringen los procesos implicados en la realidad cotidiana y surgen la simulación y la recreación (Gallese & Sinigaglia, 2011). Por esta razón, la experiencia estética es fenomenológicamente distinta de la conciencia habitual de la vigilia. Slobodan Marković (2012) reconoce tres características cognitivas de la experiencia estética:
la fascinación con el objeto artístico, lo cual implica un alto nivel de activación y de atención dirigida,
la aprehensión e interpretación de su significado simbólico, lo cual entraña una intensa liga cognitiva con el objeto y, como consecuencia de los dos anteriores,
un poderoso sentimiento de unidad con la obra de arte y acaso con quienes la comparten.
En este sentido destaca la función ritual del arte y que se escenifica de manera patente en las procesiones que los humanos modernos emprendemos a esos espacios “sagrados” de la edad moderna llamados museos, salas de concierto o de cine, ferias del libro y otras celebraciones o vermisagges de eventos culturales.
Cuando ocurre esta liga cognitiva con el objeto artístico suelen suceder tres consecuencias específicamente estéticas en la conciencia y el conocimiento del observador/partícipe. La primera es que, al hundirse en la representación, ocurre una apropiación que permite una comprensión: el sujeto deja de ser un observador distante y se convierte en un celebrante y partícipe. La segunda consecuencia es una liga entre la emoción estética y la evaluación de la obra que unifica las propiedades formales del objeto artístico con la captación o decodificación de su simbología (Beuchot, 2013). La tercera consecuencia es que el procesamiento de información estética implica asociaciones perceptuales evocadas por la detección los rasgos del objeto artístico que nutren y se benefician del nivel de erudición, creatividad, imaginación y de apertura a la experiencia novedosa del receptor. Estas tres propiedades establecen un círculo virtuoso entre la capacidad de gozo y recreación del sujeto y su acervo de experiencias, ideas y opciones en relación con el arte de su interés y a su capacidad estética en general. El cerebro debe realizar una integración a gran escala mediante la unificación de eventos visuales, auditivos, táctiles, afectivos, cognitivos o motores en un modelo unificado mediante la producción de un percepto singular.
En su Philosophy in a New Key (1942), la filósofa simbolista Susanne Langer escribió:
El “placer estético” es algo parecido (pero no idéntico) a la satisfacción de descubrir una verdad…pero la verdad en el caso del arte está íntimamente relacionada con un simbolismo… que no tiene traducción, su significado está ligado implícitamente a la forma (p 220).
Hace veintitantos años, en un conjunto de ensayos sobre arte, ciencia y sabiduría (Díaz, 1997), mascullé cuatro nociones sobre la vivencia estética que ahora parecen tener más soporte: (1) En la experiencia estética el sujeto se convierte en recreador y partícipe, (2) hay una apropiación y una entrega que permiten la comprensión, (3) el simulacro es un recurso cognitivo y epistémico, (4) el arte no sólo es estético, es cognitivamente enriquecedor y, por esta razón, prácticamente útil. En este mismo sentido es importante recalcar que el arte es metacognitivo y autorreflexivo por naturaleza: la obra de arte invita a reflexionar sobre el proceso de su creación, sobre la intención de su creador, sobre la cultura que representa o pretende afectar, sobre los efectos mentales que produce en uno mismo. Estas son razones de peso para entender que las artes son elementos definitivos de las culturas como símbolos de sí mismas; es decir: son vehículos colectivos de autodefinición y de identidad.
En referencia a la arcaica cuna lúdica del arte, hemos revisado que hay un importante elemento de simulación en la experiencia estética y conviene analizarlo con mayor detenimiento. La idea de simulación está emparentada con la de mimesis, es decir, con la facultad de copiar, modelar o imitar algo; se trata de una pretensión que involucra no solo al sistema de la imaginación, sino también al sistema de las creencias. Recordemos en este sentido que los más antiguos vestigios de arte −las pinturas rupestres de animales, de humanos o de híbridos− expresan una creencia animista que posiblemente sirvió para transmitir mitos y arquetipos con una misión cognoscitiva que fue necesaria para concebir el mundo y organizar la sociedad (Donald, 1991).
Ahora bien, si analizamos el estado mental adquirido durante una experiencia estética, la idea de simulación no es precisa si se conforma a la acepción del diccionario en su sentido de fingimiento, como sucede cuando un sujeto simula tener un dolor o un actor representa los gestos de una emoción, pero sin sentirla. Estas acciones que remedan o hacen parecer algo que no son, no constituyen el sentido de la simulación estética que estamos explorando ahora pues, si bien la mimesis de la vivencia artística ciertamente implica una ilusión o una simulación, es necesario remarcar que estas no son errores o falsedades, pues el saber y el conocimiento que se deriva de ellas son fenómenos reales en el sentido que pertenecen e informan al sujeto y suelen fructificar en formas de conocimiento e inteligencia. Esta noción se aproxima a la diégesis como opuesta a la mimesis en la filosofía clásica griega.
Invoco a tres pensadores que han expresado esta misma idea de diversas maneras: el chileno Humberto Maturana (1996) afirma que las ilusiones no son errores pues forman parte de la experiencia, el saber y el conocimiento: son reales; el serbio Velimir Abranovic (2000, p 218) dice: “En la ilusión misma hay algo esencial que no es ilusorio… la esencia de la ilusión pertenece al ser, no a la ilusión misma”, finalmente, para el francés Jean Baudillard (2006) la simulación es la puesta en acción de la imagen mental en una estructura, la obra artística, que engaña al espectador al usurpar elementos sensoriales o cognitivos de la “realidad.”
La simulación estética tiene otras características que la distinguen de una falsa copia de la realidad y son aquellas que involucran no sólo una arcaica capacidad cerebral lúdica y recreativa, sino una participación del resto del organismo, del cuerpo todo. Junto al significado y el símbolo, que desde la obra de arte enganchan la atención del observador y determinan su experiencia o vivencia estética, se agrega el hecho somático y existencial de la presencia, que tanto interesó al filósofo poeta del exilio español Ramón Xirau. En efecto, en la contemplación estética el observador suele estar presente y relativamente estático, lo cual favorece la liberación de la simulación corporizada (Gumbrecht, 2004).
La simulación característica de la recepción de la obra de arte es más que una función cerebral, pues a través de ella la simulación se encarna en el cuerpo vivo y activo, (Freedberg & Gallese, 2007) especialmente en el comportamiento, pero no necesariamente en la acción actual, sino en la virtual y la potencial. Esto quiere decir que un elemento crucial en la respuesta estética consiste en la activación de mecanismos corporizados que implican la simulación de acciones, emociones o sensaciones. Las personas re-utilizan sus propios estados mentales en formato corporal y conductual para atribuirlos a los objetos y procesos de arte o para resonar con ellos. Gracias a la simulación corporizada no solo ven una emoción determinada en el gesto facial de una actriz o en el arduo y grácil movimiento de un bailarín, sino que para lograr esto enganchan sin darse cuenta su propiocepción y su interocepción, es decir, evocan las representaciones internas de los estados corporales que esas acciones implican. Por ejemplo, un estudio de Cross, Kirsch, Ticini, & Schütz-Bosbach (2011) muestra que la evaluación estética de la danza está relacionada con la habilidad que los observadores consideran tener para reproducir los arduos movimientos de los bailarines. Todo esto sugiere que diversas formas de recreación corporizada parecen ser integrales del gozo estético, no sólo en la danza, sino en múltiples expresiones artísticas.
Desde la plataforma creciente de la neuroestética se puede formular la siguiente hipótesis: las estructuras plásticas y artificiales que reconocemos como obras de arte son capaces de representar, expresar y acarrear significados simbólicos al involucrar redes neocorticales, es decir sistemas neuronales de reciente desarrollo filogenético que involucran y sintetizan diversas funciones sensoriales, motoras, afectivas y cognitivas (Cela-Conde et al., 2004 y 2013). En efecto: se conoce que la práctica artística incrementa la conectividad entre zonas de la corteza cerebral (Bolwerk, Mack-Andrick, Lang, Dörfler, & Maihöfner, 2014). El cerebro humano está equipado por la evolución de la especie, por la capacidad de juego y por el desarrollo individual para realizar este complejo y dramático ajuste de una manera involuntaria, pues el encaje mimético surge espontáneamente al capturar la atención y poner en marcha a la imaginación, la emoción y otras facultades propias de la autoconciencia y la alteridad, es decir de la conciencia sobre uno mismo y sobre el otro.
Por ejemplo, el sistema cerebral de neuronas espejo se activa no sólo por movimientos del propio cuerpo, sino también por la observación del mismo movimiento en otro; son neuronas motoras y sensoriales a la vez. Dado que las mismas neuronas se activan por el movimiento propio y el ajeno, debe existir una función cerebral de recreación que las involucra. Esta función cerebral incluye a la llamada red default o red basal del cerebro que se activa cuando el sujeto no está haciendo ninguna tarea cognitiva ni poniendo atención. La actividad de esta red se asocia a procesos cognitivos como la introspección, la autoconciencia, la prospección, la memoria autobiográfica y la comprensión de los estados emocionales propios y ajenos, funciones que participan y se ven beneficiadas por la experiencia estética.
Según el neuropsicólogo canadiense Merlin Donald (2001) el motor primario del arte y la fuerza que lo hace cognitivamente especial es un tipo de mimesis, lo cual significa un reto para la neuroestética, pues el arte no se podrá entender cabalmente hasta que los mecanismos neurales y cognitivos de la mimesis se comprendan mejor. En este caso el término de neuromimesis, que en la psiquiatría clásica alude a la imitación de síntomas físicos en algunas psicopatologías, debe resignificarse o ampliarse para aludir a los mecanismos neurocognitivos no solo de la simulación, sino de la recreación artística. La neuromimesis es una adaptación primordial en la prehistoria de los homínidos y constituye un signo particular de la especie humana que resulta en una forma de comunicación de la cual las artes son subsidiarias. Donald afirma que la mimesis es un conjunto de capacidades que se hicieron posibles gracias a una forma de adaptación neurocognitiva y agrega lo siguiente:
La mimesis es el resultado directo de examinar nuestra propia corporalidad y de la capacidad cerebral de usar el cuerpo en forma de un artilugio duplicado. El motor cognitivo de esta habilidad expresiva es un sistema de memoria de trabajo más potente, un teatro interior donde actores imaginarios juegan con actos y expresiones, donde el self juega varios papeles en el mundo social.
Este autor destaca que los mecanismos nerviosos del cerebro no son los únicos motores de la experiencia artística, pues los elementos culturales son cruciales y no necesariamente tienen una definición general en los cerebros individuales, pues se encuentran distribuidos en sociedades y su instanciación individual debe ser muy diversa.
Mucho de la neurociencia del arte o de la neuroestética actual se aboca a revelar los módulos cerebrales que se activan o se involucran en alguna experiencia visual o auditiva derivada de estímulos de pinturas o músicas, con lo cual se conocen ciertos elementos de esas modalidades sensoriales y cognitivas que se requieren para construir la experiencia estética. Sin embargo, estas mismas activaciones se involucran en tareas visuales o auditivas que no son artísticas o estéticas. El reto para la neurociencia consiste en revelar los mecanismos neurales de las experiencias específicamente estéticas, como es la absorción estética que veremos a continuación y que parece ser el mayor reto de la neuroestética.
En muchos casos y en diversos momentos de la exposición a una obra de arte la atención del receptor puede desviarse y la consecuente distracción establece una distancia cognitiva y afectiva con el objeto estético. Pero cuando la obra captura la atención y el sujeto aplica sus recursos cognitivos a sentirla y experimentarla, puede instalarse un estado peculiar de la conciencia que fluye de manera espontánea y la atención se engancha sin esfuerzo en una forma de lúcido abandono a lomos del artificio. El psicólogo social serbio radicado en Chicago Mihalyi Csíkszentmihályi (1990) ha examinado un estado de conciencia que denomina flujo o bien fluir como la entrega a una actividad absorbente que ya no requiere la colocación deliberada y sostenida de la atención. La absorción estética se ajusta a ese flujo por constituir un procesamiento mental óptimo y sin esfuerzo causado por una congruencia entre la información adquirida y los objetivos del sujeto. En esos momentos, la persona se encuentra inmersa y totalmente involucrada en cierta actividad creativa o en cierta obra de arte, con pérdida del sentido del tiempo y de la conciencia de sí. La atención es acaparada por el propio proceso, como sucede con una lectura fascinante en la que desaparecen del foco de la conciencia el libro, las páginas y las letras, en tanto la mente del lector se engancha con la narración y su mundo diegético, olvidándose de tiempo, espacio y primera persona para entregarse a ese otro mundo hábilmente fabricado por un autor de ficciones. Aunque para fines descriptivos y analíticos es posible distinguir la experiencia de absorción estética del procesamiento cognoscitivo de una obra de arte, la entrega se relaciona de ida y vuelta con el análisis perceptual, la evocación mnemónica, el procesamiento del estilo, del contenido y de la habilidad técnica y la evaluación global de la obra (Leder, Belke, Oeberst, & Augustin, 2004).
La absorción recreativa es un vértice o un ápice de la vivencia estética y ocurre en los arrobamientos de la emoción musical o poética, en la suspensión de la incredulidad en la lectura de ficción, en la imaginación de moverse en el espacio simulado en una maqueta, en la simulación corporizada en las artes plásticas o la danza, en la transparencia onírica al gozar y sufrir una película cinematográfica. La absorción estética implica un enlace muy amplio de los recursos cognoscitivos, en especial perceptuales, atencionales, afectivos y motrices del sujeto receptor en su relación dinámica y comunicante con el objeto artístico.
Pero este mecanismo necesario aún no es suficiente para explicar la conciencia estética, porque en esos periodos de absorción y entrega al artificio acontece además un furtivo y reversible difuminado de los linderos del yo. El receptor comparte su autoconciencia con la obra misma, con su intérprete o curador, con otros partícipes o testigos del evento y en más de un sentido con el creador de la obra. Podría decirse que, al coincidir un estado cerebral similar en varios individuos involucrados en una estructuración estética, como es el caso del compositor o creador, del intérprete y del receptor, el otro se vuelve otro yo (Gallese & Sinigaglia, 2011). Algo similar ocurre en los sueños y en actividades de la vigilia que reclaman una atención concentrada y propician un flujo participativo. Todo ello constituye una de las razones de orden cognitivo, afectivo, cerebral, conductual y cultural para explicar la valoración tan elevada que nuestra especie profesa de las artes. Volvemos a ver que estas razones son antípodas de la extraña idea de que las artes no sirven para nada.
La experiencia estética plena se alcanza al extender y trascender a los estímulos naturales mediante el procesamiento de aquellos artificios que consideramos obras de arte y que permiten recrear experiencias humanas profundamente significativas que conjuntan elementos emocionales, figurativos, cognitivos, simbólicos, volitivos y motores. Falta mucho para comprender el sustrato biológico y cerebral de la capacidad estética humana que constituye uno de los más altos dones y bálsamos de la existencia: la posibilidad de ampliar la conciencia, comulgar con el mundo y con los otros a través de la creación y la recreación de esas maravillosas y enaltecidas estructuras que se consideran y constituyen obras de arte.
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