La sensación de lo melancólico: un ejemplo de intuición fenomenológica
  • Mente y Cultura
  • Volumen 1, Número 2, Julio-Diciembre 2020
  • Artículo Original
  • DOI: 10.17711/MyC.2020.012

La sensación de lo melancólico: un ejemplo de intuición fenomenológica

 

Otto Dörr-Zegers

Profesor Titular de las Universidades de Chile y Diego Portales. Director del Centro de Estudios de Fenomenología y Psiquiatría UDP.


I. Introducción

En 1942 el autor holandés H. Rümke publicó en la revista alemana “Zentralblatt für die gesamte Neurologie und Psychiatrie”, un trabajo con el título “Das Kernsyndrom der Schizophrenie und das Praecox-Gefühl”, que se ha transformado en un clásico, porque en él describe por primera vez, la sensación o sentimiento de lo esquizofrénico. Se trata probablemente del primer intento de describir ‒desde la psiquiatría clínica y con prescindencia del análisis existencial de Binswanger (1955, p. 190 ss.)‒ no un síntoma, sino un fenómeno en el marco de esta enfermedad. Rümke parte de la observación de que prácticamente todos los síntomas que los autores clásicos han considerado “primarios” o “fundamentales” en la esquizofrenia son inespecíficos, porque se dan también en distintas formas en otras patologías. Es el caso tanto de los síntomas primarios descritos por Kraepelin (1899) (debilidad del juicio, disminución de la capacidad de rendir, aplanamiento afectivo y pérdida de la voluntad) como de los síntomas fundamentales de Bleuler (1911/1960; 1916/1975) (alteración del pensamiento, de la afectividad, ambivalencia y autismo). Lo mismo vale para “la pérdida del contacto vital con la realidad” de Minkowski (1927) y para los síntomas de primer orden de K. Schneider (1962). La única forma de hacer “específicos” estos síntomas sería, según Rümke, agregándoles la expresión “una forma particular de…” alteración del pensamiento, de la afectividad o de lo que sea. Y esto vendría a ser lo mismo que decir “una forma esquizofrénica de…”. Y concluye entonces que para que los síntomas primarios de esta enfermedad tengan un verdadero valor diagnóstico se necesitaría anteponerles siempre el adjetivo “esquizofrénico”. Este autor no se percata de que está haciendo una tautología, porque está definiendo “la esquizofrenia” por “lo esquizofrénico” pero lo importante en este caso es que él se pregunta por lo segundo, a saber, no por la entidad nosológica “esquizofrenia”, sino por “lo esquizofrénico” y, sin proponérselo, realiza un provisorio análisis fenomenológico de su experiencia personal con los pacientes que sufren de lo que él llama “esquizofrenia genuina”. Y así él llega a la conclusión de que lo único verdaderamente específico de esta enfermedad sería la sensación que produce en el explorador y que él llama “sensación” o “vivencia praecox”. Años más tarde (1958) describió varias formas de “pseudo esquizofrenias”, que son cuadros en alguna medida similares que se ven en la práctica clínica, pero que no mostrarían ese fenómeno tan particular que es captado por el entrevistador. Una nueva elaboración del tema, que destaca la trascendencia de este tipo de intuiciones fenomenológicas se la debemos a los autores norteamericanos Michael Schwartz y Osborne Wiggins (1987a, 1987b).

A partir del año 1979 (y 1980, 1993, 2002) nosotros hemos intentado describir en los depresivos un fenómeno semejante al que encontrara Rümke en los esquizofrénicos y que llamamos “sensación melancólica” o más precisamente, “sensación de lo melancólico”. La diferencia con el trabajo de Rümke radica en que nosotros no nos contentamos con solo aludir a la existencia de un tal fenómeno específico, sino que intentamos profundizar en sus características. Antes de proceder a su descripción, haremos una breve reflexión sobre un tema central para la cuestión que estamos tratando y en cierto modo para la psiquiatría en general, cual es el de la diferenciación entre síntoma y fenómeno.

II. Síntoma y fenómeno

La palabra “fenómeno” deriva de un verbo griego que significa “mostrarse”. Fenómeno es entonces “lo que se muestra”, lo que aparece, lo que se hace evidente, patente, ostensible. Para los griegos los fenómenos constituían la totalidad de lo que está o puede ponerse a la luz y a veces simplemente los identificaban con “ta onta” (los entes). Heidegger (1927, 1963) plantea también la posibilidad de que un ente se muestre “como lo que no es” y a esta forma de mostrarse la llama “parecer”. Para los griegos “fenómeno” tenía ambas significaciones, pero en rigor la segunda presupone la primera, puesto que solo en la medida que algo pueda mostrarse en sí mismo es que también puede mostrarse como algo que no es, como algo que solo “tiene aspecto de”. Ninguna de estas dos significaciones de fenómeno mencionadas debe confundirse empero con la “manifestación” o “síntoma”. Este se refiere, al menos en el campo de la medicina, a determinados cambios corporales o psíquicos que son meros indicios de procesos internos que no se muestran. En palabras de Heidegger: “En la manifestación se anuncia algo que no se muestra en sí mismo [el fenómeno] a través de algo que se muestra [el síntoma]” (op. cit., p. 29). Si bien una manifestación o síntoma no es nunca un fenómeno, solo es posible sobre la base de un mostrarse algo. Toda manifestación necesita de un fenómeno que la subyace. El síntoma sí se muestra él mismo, pero su sentido es irradiar, anunciar lo que no es patente, el fenómeno. Ahora, el síntoma también puede engañar. Así, por ejemplo, la ictericia es un clásico síntoma que remite a un proceso patológico que afecta al hígado, pero alguien puede “parecer” ictérico visto con una luz artificial, sin serlo realmente. De ahí que lo importante es el poder ver a través de la manifestación, del síntoma, aquello no patente, que subyace, y poder así abrirse al horizonte del fenómeno. Según Heidegger, detrás del fenómeno “no hay nada”, nada se oculta tras “lo que se muestra en sí”. Para Sartre (1943) el concepto de fenómeno permite superar una serie de dualismos que pesaban sobre el pensamiento occidental, como por ejemplo el dualismo interior-exterior. Para él ya no hay un exterior del ente que oculta una verdadera naturaleza, sino que el ente es sus manifestaciones. El problema es que hay que saber “leer” en las apariencias la totalidad del fenómeno al que ellas remiten. En la psiquiatría esto es muy importante, porque el orientarse solo hacia las apariencias en una ciencia que en su mayor parte carece del correlato anatomopatológico, conduce inevitablemente al error, a un conceptualizar sobre meras ilusiones.

Un buen ejemplo psicopatológico de un procedimiento que se queda detenido en el síntoma y saca conclusiones que terminan en el engaño y el error es lo que ha ocurrido por décadas con las alucinaciones auditivas de los pacientes esquizofrénicos. Se pensó durante mucho tiempo que, si alguien escuchaba voces objetivamente inexistentes, debía tener una perturbación del sistema auditivo. De hecho, se realizaron muchas investigaciones en busca de esa perturbación acústica y todas fueron en vano: ninguna alteración en la fisiología del sentido del oído ha podido ser comprobada en estos pacientes. El vincular la esquizofrenia con el sistema auditivo se vio reforzado por el hecho de observación de que los esquizofrénicos oyen voces, pero no ven visiones. ¿Por qué esa preferencia por el sentido del oído? La neurología tiene claros ejemplos de vinculación causal en el campo de las percepciones engañosas. Así lesiones focales en la región occipital dan origen a alucinaciones en el campo hemianóptico. ¿Por qué no buscar lesiones auditivas temporales en los esquizofrénicos?

La explicación de esta discrepancia solo podrá ser encontrada a través de un análisis fenomenológico de las alucinaciones, yendo más allá de esa mera manifestación o anuncio que es el oír voces o en otro caso, el ver visiones. ¿Cómo se procede fenomenológicamente? En primer lugar, debemos renunciar a toda teoría o preconcepto previos, a la teoría organicista en el caso de la búsqueda de lesiones del nervio auditivo o a la psicoanalítica en el caso de una interpretación psicodinámica. Luego hay que ir desprendiendo lo observado en el paciente de todos los elementos contingentes, anecdóticos e individuales, hasta quedarnos con aquello que está siempre presente, lo permanente, lo “invariante”, en el lenguaje de Husserl (1962). Este procedimiento lo llamó Husserl reducción o epoché (1963). Concretamente, en el caso del paciente esquizofrénico que escucha voces, debemos ir poniendo entre paréntesis su nombre, su origen, su profesión, su historia vital e incluso la situación pre-psicótica. Pero también debemos excluir otros datos contingentes, como por ejemplo si la voz es clara o confusa, si la escucha dentro o fuera de la cabeza, si es de hombre o de mujer, si la voz se presenta a una determinada hora del día o a cualquier hora, etc. ¿Qué es lo que no cambia, lo permanente, lo que queda después de todas las reducciones posibles en el oír voces del esquizofrénico? En este punto del análisis habría sido muy útil hacer una fenomenología diferencial con respecto al alucinar exógeno, el de los pacientes alcohólicos, por ejemplo. Pero esto nos llevaría mucho tiempo, de manera que pasaremos de inmediato a la alucinación esquizofrénica misma. Dos observaciones de autores clásicos pueden ayudarnos a captar este fenómeno. Una es de Gruhle (1932), quien manifestara en una oportunidad que una característica del alucinar esquizofrénico era la vivencia simultánea de ser invadido, avasallado. La otra fue hecha por Erwin Straus (1960), quien intentó explicar la preferencia de esta enfermedad por el sentido del oído a través de un argumento etimológico: en alemán el verbo “oír” (hören) tiene una raíz común con obedecer (gehorchen), de lo que Straus desprende que el esquizofrénico, que es un ser patológicamente afectado por el mundo en torno, tiene que oír voces, porque la pasividad frente al estímulo pertenece más al sentido del oído que a ninguno de los otros sentidos. Si mencionamos estos aportes de Gruhle y de Straus es porque en ambos se está aludiendo a un mismo rasgo del alucinar esquizofrénico, que nos parece muy central, permanente y definitorio con respecto a otras formas de alucinar. Solo que ellos no llegaron a “des-encubrir” el fenómeno en su totalidad, como lo hará Zutt años más tarde (1963).

Efectivamente, todo paciente esquizofrénico se siente avasallado, dominado, paralogizado ante la voz alucinada. De ahí su perplejidad, por lo demás, otro síntoma característico de esta enfermedad y que no aparece en el alcohólico que alucina, quien, al vivir la alucinación como un activo percibir, es capaz de identificar (“es la policía”), de ubicar (“ya van a entrar a la casa”) y de actuar (“se esconde debajo de la cama”) (Dörr-Zegers, 1992). El esquizofrénico, en cambio, no identifica, ni localiza en tiempo y espacio, ni tampoco actúa. Quiere decir entonces que él no realiza propiamente el acto de escuchar y que ni siquiera, al alucinar, está percibiendo, sino que es mero objeto de la acción de otro; de ahí su pasividad, su indefensión y su perplejidad. Si quisiéramos llevar esto a una fórmula tendríamos que decir: el paciente esquizofrénico no escucha voces, sino que es hablado o se siente hablado. Y no bien hemos llegado a esta fórmula, caemos en la cuenta de que la discrepancia que preocupaba a los autores clásicos ha desaparecido, vale decir, esa preferencia de los pacientes esquizofrénicos por el sentido del oído no existe porque, así como es hablado, es mirado y con menor frecuencia, tocado. La alucinación auditiva esquizofrénica no pertenece entonces al mismo orden de fenómenos que la visión del alcohólico, puesto que, como dijera Zutt (1963), la correspondencia no es voz-visión, sino voz-mirada.

Y así, al sacar a la luz el fenómeno anunciado en esa extraña manifestación o síntoma del “oír voces”, se nos abren nuevas perspectivas para la comprensión de lo esquizofrénico propiamente tal. La perturbación de quien se siente mirado y hablado, de quien ha llegado a ser un mero vasallo de la otredad, de quien ha perdido la capacidad de hacer frente al mundo y a los otros, no puede encontrarse en los órganos de los sentidos, ni tampoco en las estructuras cerebrales responsables del estado de conciencia y de su correlativo, el campo perceptual y/o la situación inmediata. Es el binomio persona-mundo lo que está alterado o, dicho en el lenguaje analítico-existencial, es la radical manera de ser-en-el-mundo o más precisamente, de ser-uno-con-otro (Miteinandersein) de Heidegger (1927, 1963, p. 117) lo que se encuentra distorsionado.

III. El problema del diagnóstico de la depresión

Ahora bien, si como afirmara Rümke (op. cit.), todos los síntomas primarios de la esquizofrenia son inespecíficos y es necesario salir a buscar “lo esquizofrénico”, los síntomas o manifestaciones habituales que caracterizan a la depresión son muchísimo más inespecíficos todavía. La falta de ánimo, la angustia, el insomnio o los sentimientos de culpa se pueden dar en muchas patologías y, sobre todo, en las personas normales que no están sufriendo de enfermedad alguna. ¿En qué basarnos para hacer este diagnóstico y proceder luego a prescribir los fármacos necesarios que, como sabemos, no son en absoluto inofensivos? Una investigación empírico-fenomenológica (Dörr-Zegers, Enríquez, Jara, 1971) realizada en el Hospital Psiquiátrico de Concepción entre 1966 y 1970 nos permitió describir un “síndrome depresivo nuclear”, que estaría compuesto esencialmente por tres fenómenos fundamentales: 1) un cambio específico en la experiencia del cuerpo (la “Befindlichkeit” de los alemanes), que se expresa a través de síntomas como decaimiento, angustia, falta de energía, sensación de frío, dolores, etc.; 2) un cambio en la relación del cuerpo con el mundo, que se expresa como una alteración de todas las funciones que nos conectan con el exterior, como la capacidad de atención, concentración, ejecución, decisión, etc. (“das Nicht-Können”, el “no-poder” de Binswanger, 1960); 3) un cambio en la temporalidad del cuerpo, que se expresa como alteración, inversión o suspensión de los ritmos vitales. Un ejemplo de alteración sería el insomnio o la pérdida del apetito, de inversión sería lo que ocurre con el ritmo circadiano y de suspensión, la pérdida del carácter rítmico de las emociones, la interrupción de la menstruación, etc.

Estas intuiciones que pudimos comprobar empíricamente a través del estudio de todos los casos de depresión hospitalizados en ese establecimiento durante cinco años se han ido confirmando a lo largo de los más de 40 años transcurridos desde entonces. Pero el problema no quedó ahí. Trabajando después como jefe del Policlínico de la Clínica Psiquiátrica de la Universidad de Chile (1970-1976), se nos fue configurando un nuevo fenómeno, que estaría en cierto modo por detrás de los otros tres ya descritos y que llamamos “cosificación” o “crematización” y que sería el más específico de todos. La experiencia ocurrió del siguiente modo: al final de cada mañana hacíamos una reunión de equipo, donde estudiábamos en conjunto un promedio de cinco de los pacientes nuevos más interesantes que habían consultado ese día. Muy pronto se nos hizo evidente que una de las tareas más urgentes debía ser la clarificación conceptual, la definición del síndrome y el establecimiento de claros criterios diferenciales en el marco de la diversidad de cuadros depresivos que ofrece la práctica clínica. De esta experiencia surgieron algunos criterios claves, que enunciaremos en forma sucinta:

  1. No había una diferencia esencial entre las llamadas depresiones endógenas y las reactivas. Solo existe una depresión, que corresponde a la “melancolía” de Tellenbach (1961) y/o al “síndrome depresivo nuclear” (Dörr-Zegers et al, 1971).

  2. En estas depresiones genuinas pudimos constatar casi sin excepción la existencia de una estructura de personalidad correspondiente al typus melancholicus descrito por Tellenbach (1961) y de situaciones desencadenantes específicas, tales como fueran descritas por este mismo autor.

  3. En la mayoría de los casos atípicos, timoléptico-resistentes y estructuralmente alejados del typus melancholicus de Tellenbach, pudimos comprobar otra etiología que diera razón de los síntomas depresivos presentes, por lo general, un trastorno de personalidad.

  4. En los casos genuinos se presentó con regularidad una cierta emanación atmosférica que se tradujo en los entrevistadores en una percepción de una suerte de “sensación de lo melancólico” (“Melancholie Gefühl”), experiencia análoga a la descrita por Rümke (1942, 1958) con respecto a la esquizofrenia.

En trabajos posteriores (1979, 1980) intentamos nosotros describir este fenómeno más en profundidad, en el convencimiento de que su captación podía significar la intuición de algo esencial de esta enfermedad y que, por ende, tendría que estar siempre en algún grado presente. Antes de proceder a analizar el fenómeno, nos parece necesario hacer una breve digresión sobre el tipo de acto psíquico que permite llegar a ese conocimiento.

IV. La intuición fenomenológica

Desde antiguo se ha sostenido que cualquier conocimiento se lleva a cabo a través de la percepción sensorial. El procedimiento de la ciencia natural es dividir al objeto o al proceso observado en sus componentes. Y así, solo se considera que algo es conocido científicamente si se lo ha logrado explicar desde sus elementos o funciones. Cada paso en el conocimiento científico tiene que estar fundamentado en nuevas percepciones. Sin embargo, nadie podría negar la existencia de otro tipo de conocimiento más directo, inmediato y totalizador. Es el caso de los conocimientos que logran en sus poesías o en sus novelas los grandes escritores. La descripción del comienzo de una psicosis que aparece en la novela El Doble, de Dostoievski, es un ejemplo de cómo se puede captar la esencia de la locura sin que los detalles de esa psicosis “literaria” correspondan exactamente a la realidad clínica.

Ese conocimiento directo, que es capaz de captar la esencia de lo observado, es la intuición fenomenológica y, como se desprende del ejemplo dado, alcanza mucho más allá que la mera percepción sensorial. ¿Cómo reducir la esencia de una persona a las meras percepciones que tenemos de ella? Lo mismo vale para realidades tan complejas como las enfermedades mentales y, particularmente, la esquizofrenia. No basta con percibir la desconfianza en la mirada o un movimiento estereotipado. La enfermedad es mucho más que eso y esas formas o configuraciones que la constituyen son las que podemos captar a través de este conocimiento directo, que es la intuición. Ella es capaz de captar “lo esquizofrénico” mismo y como veremos luego, también “lo depresivo”. Husserl (1962) habla en este contexto de “Wesenschau” (captación de esencias, intuición categorial o fenomenológica). Ahora bien, esta intuición se sirve por cierto de la percepción sensorial, aún más, se construye sobre la base de ella, pero, como ocurre con las obras de arte, transporta al observador a la esencia de lo intuido. El que la esencia o eidos no tenga una existencia concreta no significa en absoluto que sea una mera irrealidad. No, las esencias de la fenomenología están más allá de la polaridad real-ideal, que es propia de la teoría del conocimiento. La fenomenología se coloca más allá o más acá de toda teoría, incluso de la del conocimiento. Ella no es una ciencia empírica o de hechos, sino una ciencia eidética o de esencias. Y en este sentido se parece más a la geometría o a la aritmética pura, cuyas conclusiones pueden ser totalmente independientes de la experiencia.

Raimer Maria Rilke pintado por su cuñado Helmuth Westhoff (1903).

Raimer Maria Rilke pintado por su cuñado Helmuth Westhoff (1903).

El problema es ahora la pregunta: ¿cómo llega el ser humano a tales intuiciones de esencias? ¿Cuál es el camino, cuál es el método? Del ejemplo de algunos artistas sabemos cuánto les costó el captar esas esencias y expresarlas en la obra de arte en forma adecuada. Pero aún cuando en ella reconocemos no solo al genio que “descubre”, sino también la “técnica aprendida” con esfuerzo, no hay en ese tipo de obras la aplicación de un método exacto que pudiéramos llamar “científico”. Incluso se observa a veces en ellos la ejecución rápida y casi violenta de la obra genial, como es el caso de Händel, que compuso su oratorio El Mesías en dos semanas y de Rainer Maria Rilke, que escribió la mitad de sus diez Elegías del Duino y todos los 55 Sonetos a Orfeo en solo tres semanas en febrero de 1922 (Dörr-Zegers, 2007). Eso es lo que se llama inspiración. La fenomenología científica, a diferencia de la creación artística, es un procedimiento un tanto fatigoso, que avanza paso a paso y que a veces requiere años y décadas e incluso el esfuerzo de varios autores. También sus descubrimientos pueden caer en el olvido y ser rescatados después de milenios. Es el caso de la relación descubierta por Aristóteles entre la genialidad y la melancolía, fenómeno descrito en el Libro XXX de su obra Problemata (2004), olvidada por siglos y redescubierta y reelaborada recién por Tellenbach en 1961.

V. La sensación de lo melancólico

Un caso paradigmático tomado de trabajos anteriores (1979, 1980) nos va a permitir aproximarnos a este fenómeno de la crematización que hemos anunciado:

Se trata de una mujer de 55 años, con una biografía muy llena de pérdidas y desarraigos, que vivió antes de enfermar tres situaciones típicamente desencadenantes de depresión: la muerte del marido, un conflicto laboral en la empresa familiar en la que fue demandada injustamente ante los Tribunales del Trabajo y, por último, el cierre del negocio. En los días que siguieron a este último acontecimiento, ella empezó a sentirse inquieta, no dormía ni comía, tenía una angustia insoportable, caminaba sin rumbo dentro del departamento, se aferraba a la hija pidiendo ayuda, etc. Esta lo interpretó como una reacción tardía, pero comprensible, a la muerte del marido un año atrás, pero cuando la oyó manifestar ideas que consideró “absurdas”, como que la venta del negocio había sido ilegal, que la policía le seguía los pasos por encargo de Impuestos Internos, etc., la llevó a la Clínica Psiquiátrica de la Universidad, donde la paciente fue internada en un estado de inmovilidad y mutismo absolutos. Le diagnosticamos un estupor depresivo y la tratamos con infusiones de clomipramina, con lo cual la paciente se recuperó por completo.

El tema de hoy no es, por cierto, la evolución ni tampoco las interesantes conexiones entre su enfermedad y su biografía, sino simplemente lo que ocurrió entre ella y el médico que la entrevistó (en este caso el que escribe) durante ese primer encuentro en la clínica: Ella permanece sentada frente a mí, silenciosa e inmóvil. Su mirada es opaca, carece de brillo, no nos transmite ningún mensaje, no hay en ella ningún asomo de vida interior, su rostro es pálido, amarillento y seco. Su persistente silencio no lo sentimos como un activo negarse a un diálogo, por la razón que sea, sino más bien como un no estar presente. Es curioso, pero ella no me provoca un sentimiento de pena ni de compasión. Hay algo en ella desagradablemente ajeno, inhóspito (en el sentido de la palabra alemana “unheimlich”). Pero no es la ajenidad que experimentamos frente a un esquizofrénico y que deriva de su manera tan diferente de interpretar el mundo, sino del hecho de experimentar un vacío, allí donde uno estaba preparado a encontrarse con una persona más o menos comunicativa, familiar, abierta, o lo que sea. Tratemos de penetrar más en profundidad en ese sentimiento de desagradable extrañeza. Lo primero que se me impone es una sensación casi corporal que me inunda y que difícilmente se deja expresar en palabras, pero que quizás se aproxima a la náusea. Sensaciones similares se experimentan, por ejemplo, frente a un cadáver en la mesa de autopsias. Y de pronto caigo en la cuenta de que la opacidad de su mirada, su inmovilidad y su silencio tienen algo cadavérico. Hay en todo su ser algo cósico, material, que imposibilita el surgimiento de una reciprocidad entre su existencia y la mía. No hay un ir y venir del flujo personal, no hay un intercambio entre su mirada y mi mirada, entre su acontecer y el mío. En lugar de un encuentro interpersonal auténtico, lo que se ha producido entre ella y yo es apenas un “chocarme” yo con ella, un encontrar algo y no un encontrarme-con. Este carácter de cosa que irradia la presencia casi puramente material de la paciente se hace evidente también en su disponibilidad. Ella no está sentada o de pie frente a mí, sino solo puesta ahí como un utensilio a mi servicio. De hecho, la someto a un examen neurológico y no ofrece ninguna resistencia, como tampoco ayuda. Y vuelvo a la impresión original de examinar un cadáver, aunque menos rígido.

Una forma de resumir esta experiencia es diciendo que su mirada se esconde detrás de los ojos y su espíritu se ha hundido en el cuerpo. Si aceptamos la distinción entre cuerpo y corporalidad o quizás mejor, entre soma y cuerpo, o entre cuerpo-cosa y cuerpo-animado o vivido, como lo planteara originalmente Gabriel Marcel (1955) y lo aplicara a la psiquiatría antropológica Jürg Zutt (1963), podríamos prescindir de la palabra “espíritu”, llena de otras connotaciones, y hablar de un predominio del soma sobre el cuerpo vivido. “Yo soy mi cuerpo y tengo un soma”, dice Zutt (Leib bin ich, Körper habe ich). Y Kulenkampff (1964) agrega: “… el hombre en cuanto cuerpo animado (Leib), está presente en el mundo, vale decir, se erige, tiene una postura, aparece ante los otros… reducido a la condición de soma (cuerpo que tengo, Körper), no es más una presencia, un otro, sino solo un ser-a-la-mano (zuhanden) en el sentido de Heidegger (1963, p. 110). Según esto el melancólico, el verdadero depresivo y, en forma paradigmática, cuando se encuentra en estado de estupor, ya no está presente en la forma que corresponde al cuerpo animado y referido al mundo en torno, sino que en mayor o menor medida se encuentra reducido a la condición de soma, ahí puesto delante, a la vista, a disposición, como una cosa.

Pero todas las expresiones que empleamos en la descripción de nuestra experiencia con nuestra paciente pertenecen al lenguaje cotidiano. Binswanger (1957, 1960) se quejó en más de una oportunidad de que la psiquiatría carece de un lenguaje científico propio. Una posibilidad sería recurrir a la riqueza del idioma griego y entonces tendríamos que decir que su antikry (su estar enfrente) no es enantiótico, vale decir, que carece de reciprocidad, sino cremático. Chrema significa en griego objeto, cosa. Su existencia estuporosa permite tratar con ella, como decíamos, como con un ob-jeto, pero de tal modo que ella no es un ob, que significa al frente, ni un jeto, que significa lanzado ahí, pero de pie (Gegen-Stand). Chrema es lo contrario de physis. Esta última alude a la naturaleza humana en su pleno desarrollo espiritual. Y en ese sentido, está más próxima al cuerpo que soy de Gabriel Marcel, al Leib del idioma alemán. No hay duda de que la existencia cremática de la paciente con un estupor melancólico está más próxima al cuerpo que se tiene que al cuerpo que se es. Este estar el espíritu atrapado, hundido en el cuerpo, se muestra también en formas más leves que el estupor, como por ejemplo en los síntomas vitales de Schneider (1962), en los dolores como equivalentes depresivos, en ese permanente quejarse de temas corporales, tan propio de estos pacientes: la angustia, el estreñimiento, el insomnio, etc. En rigor, en todo paciente con una depresión genuina, con una melancolía, debería encontrarse algún grado de crematización.

Ahora bien, la única manera de comprobar la validez de una intuición fenomenológica es que ella resista el paso del tiempo. Al parecer esto ha ocurrido con nuestra intuición en torno a la esencia de la depresividad, porque en un trabajo publicado veintiséis años más tarde, el Profesor de la Cátedra Karl Jaspers de la Universidad de Heidelberg, Thomas Fuchs (2005) ‒que no conocía mis investigaciones, por haber estado publicadas en español y concretamente en las Actas Españolas de Psiquiatría, que en esa época no era bilingüe‒ llega a resultados muy similares, cuando dice, por ejemplo, que en la depresión el cuerpo perdería su carácter transparente, recuperaría su materialidad y se convertiría por ende en un obstáculo para la relación yo-mundo. Cito a Fuchs: “En la melancolía el cuerpo pierde la levedad, fluidez y movilidad propias de un intermediario [entre el sujeto y el mundo] y se transforma en un cuerpo pesado, sólido, que opone resistencia a las intenciones e impulsos del sujeto. Su materialidad, densidad y peso, normalmente suspendidos e inaparentes en el desempeño cotidiano, ahora se destacan y se sienten dolorosamente. Así, la melancolía puede concebirse como una reificación y corporalización del cuerpo vivido.” (p. 99). Y más adelante afirma: “Además, ocurre una falta de vitalidad en muchos de nuestros sistemas orgánicos, la cual restringe aún más el espacio del cuerpo vivido. Se inhibe el intercambio con el medio y cesan las excreciones; prevalecen los procesos de enlentecimiento, encogimiento y desecamiento. Todo esto significa literalmente una corporalización en el sentido de parecerse a un cadáver, a un cuerpo muerto.” (p. 99). Nos encontramos entonces frente al mismo fenómeno de la marchitez y en su grado máximo, la crematización, descrita por nosotros en 1979 y confirmada en investigaciones posteriores (Dörr-Zegers, 1980, 1993, 2002).

REFERENCIAS

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