El yo del discurso y la reflexión: formas y funciones de la primera persona

El yo del discurso y la reflexión: formas y funciones de la primera persona

 

José Luis Díaz Gómez

Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina, UNAM y Academia Mexicana de la Lengua.


La palabra yo, pronombre y sustantivo

Cuando era muy pequeño escuchaba hablar en gallego a mi padre con su sobrino, ambos inmigrantes en México. Recuerdo vivamente una ocasión cuando, al percibir en su diálogo con frecuencia la palabra eu, les pregunté qué quería decir. Me respondieron que eu en español era yo. Había detectado un fenómeno claro y llano de toda lengua natural: la palabra yo (Ich, Je, I, Io, Ja, , etc) es eje, referente y factor constante e indispensable del discurso y del pensamiento humano. Y al citar este recuerdo asumo con naturalidad que aquel niño y este escribano son el mismo yo; una certeza que al ser explorada titubea, como veremos en este ensayo.

El Corpus de Referencia del Español Actual (CREA) de la Real Academia Española, ha identificado las palabras más frecuentes en español en 140.000 documentos y textos producidos entre 1975 y 2004 en todos los países hispanoparlantes. Las más frecuentes son los monosílabos elementales y constantes del discurso como de, la, que, el, en, y. El infinitivo más frecuente es ser en el lugar 39, seguido por sus derivados: son en el 40, fue en el 43 y era en el 45. En el lugar 51 está mi y en el 56 yo. De esta forma, la expresión más habitual de la lengua podría ser yo soy, fundamento de un sinfín de locuciones de identidad personal, que pueden confluir en la rotunda declaración inversa: soy yo.

Es necesario distinguir dos usos de la palabra “yo”: el pronombre que constituye la primera persona en singular, con sus variantes me, mi, conmigo, y el sustantivo que se refiere a uno mismo como una persona distinta de sus semejantes. A finales del siglo XIX, William James (1898) había planteado una distinción entre el yo (I en inglés) y el mi (me en inglés). El primero sería el yo pronombre que conoce, el self en tanto sujeto de experiencia, y el segundo el self en tanto objeto, el yo que es conocido, usado como sustantivo. Poco después, en su célebre Del sentimiento trágico de la vida de 1912, Miguel de Unamuno expuso estos dos usos con su distintiva y entrañable contundencia:

Y yo, el yo que piensa, quiere y siente, es inmediatamente mi cuerpo vivo con los estados de conciencia que soporta. Es mi cuerpo vivo el que piensa, quiere y siente. ¿Cómo? Como sea.

El primer yo es un pronombre que atañe a la subjetividad, en tanto que el segundo es un sustantivo (“el yo”), una entidad que el filósofo vasco define de un plumazo relámpago: un cuerpo vivo y consciente. Pero no se trata un cuerpo cualquiera, sino de uno en particular: el que posee o es esa persona llamada Miguel de Unamuno, algo de su exclusiva propiedad e identidad. En unas cuantas frases este admirado pensador pone sobre la mesa los platillos que debemos digerir en referencia al yo del discurso y del pensamiento: yo pronombre y sujeto, yo sustantivo y objeto, yo posesivo y propietario, yo nombre propio, a los que se sumarán el yo lírico, el yo onírico y varios yoes más. Son los interlocutores de un escenario dramático –a veces cómico– que remite a Seis personajes en busca de autor de Luigi Pirandello publicado en 1925 y que puede verse como el hallazgo de un yo sextuplicado.

El yo como objeto fue tratado por Jean Paul Sartre (1936) en su primer libro, La trascendencia del Ego. Para el existencialista francés el yo no es el centro de la conciencia ni tampoco se puede identificar con ella, más bien es un objeto que solo puede ser analizado como una proyección de la conciencia, ese cuerpo vivo que piensa quiere y siente de Unamuno, aunque para Sartre la proyección es más mundana y social. El problema está en estipular la naturaleza de ese yo y para solventarlo se ha planteado un abanico de posibilidades que van desde el extremo metafísico o espiritual, cuando se considera una esencia perdurable y nuclear de cada persona, como sería la noción religiosa y dualista de alma inmortal, pasando por un principio incierto y polémico llamado sujeto, hasta un ser individual tangible y empírico, como lo manifiestan diversos pensadores a partir de Sartre y recientemente varios teóricos desde la cognición situada.

En relación a la diferencia entre el yo usado como pronombre y como sustantivo, el filósofo polaco Mateusz Wozniak (2018) ha intentado afianzar la distinción planteada por William James entre las dos formas en inglés: I y me. Wozniak argumenta que la distinción surge de otra más básica: la diferencia tácita entre un yo metafísico que se refiere a la naturaleza de la subjetividad y un yo fenomenológico cuando el sujeto relata contenidos de su conciencia. Aquello que se investiga como el yo metafísico, el sujeto de la experiencia que siente y piensa, ha sido un pantano filosófico, un dilema psicológico y, para Benveniste (1966), un “avispero semántico” que no se ha disipado, pero que no deja de fascinar, en tanto que el yo es más tratable si se aborda como objeto de la experiencia.

Una manera de aproximarse al yo fenoménico es por el camino de la semántica, pues los diversos usos del pronombre en primera persona hasta cierto punto revelan la estructura cognitiva del self o del yo. En este punto adopto la propuesta de Wittgenstein de que el significado de una palabra es su uso para mencionar que el pronombre yo en muchos enunciados se refiere al cuerpo del hablante (yo choqué con la puerta); en otros, al propietario del cuerpo o de sus partes (yo tengo dos manos); al director del movimiento voluntario (yo decidí venir al pueblo y aquí estoy). El yo también puede aparecer como un punto de vista (yo pude ver la ciudad desde esa cumbre), el piloto de atención (yo me fijé en el sonido de su voz) o el protagonista de sueños y fantasías (yo soñé/imaginé que estaba en la playa). El yo del discurso a veces revela una facultad de la conciencia capaz de observar el propio proceso mental, una conciencia de sí mismo (yo estoy pensando en tí). En otras ocasiones el yo no parece señalar a la persona como una entidad viva y su conciencia inherente, sino a un elemento más esencial (yo soy un alma inmortal).

José Luis Bermúdez (2011 y 2016), diligente filósofo de la cognición situada y la autoconciencia, considera que los enunciados con el término yo requieren comprender que su significado va más allá de la obvia referencia al hablante del pronombre. Expresan un pensamiento subyacente y necesario sobre el objeto que es el hablante, lo cual precisa que éste tenga en mente de manera implícita pero efectiva que es una entidad concreta, ubicada en el espacio y el tiempo. Quien formula la palabra yo se sitúa a sí mismo y a sus acciones particulares en el mundo siguiendo un trayecto literalmente “egocéntrico”. Tal situación no es una noción subjetiva, que se reduciría hasta un punto o una imagen abstracta, sino el claro entendimiento de ser una persona concreta, carnal y consciente que se ubica y se define por sus intercambios con el mundo. Esta propuesta afianza el factor situado, espaciotemporal y activo de toda persona que se define por su ubicación y actividad; sin embargo, no queda claro si los sentidos más intimistas del vocablo yo se conforman necesariamente a esta noción más externa, objetiva y situada de la persona. Sería el caso del “¿dónde estoy?” que típicamente expresa una víctima de amnesia general transitoria y que en ese momento sabe de sí, pero no cómo y a dónde se encuentra (Hodges, 1991).

Los diversos usos del término yo se refieren a las funciones y facetas de la autoconciencia y avalan la noción de un sistema que las unifica o integra: la persona humana. En efecto, los diversos usos del pronombre “yo” indican que el referente es el individuo que lo pronuncia: una persona viva, consciente de sí e interactiva, de quien es posible predicar –y a quien es posible atribuir– estados y procesos de orden biológico, mental, conductual y moral (Strawson, 1959; Kind, 2015).

Mi y mío: posesión, control y propiedad

El profesor de psicología de la Universidad Emory, Philippe Rochat, es un investigador de origen suizo entrenado por Jean Piaget, el legendario psicólogo del desarrollo. En su notable libro Orígenes de la posesión, Rochat (2014) afirma que, si bien existen múltiples estudios y teorías sobre el dinero, la propiedad, la territorialidad y los derechos sobre las cosas, escasea el análisis psicológico de la posesión, en especial sobre sus orígenes tanto filogénicos o evolutivos como ontogénicos o del desarrollo. Sostiene que, por ser autoconscientes, los seres humanos adquieren una intensa relación afectiva y cognitiva con los objetos del mundo, en especial con los que poseen y sobre los que tienen control y dominio. Son objetos a los que se apegan y que atesoran en diferentes grados, de tal forma que son capaces de pelear para conservarlos, pero también de compartirlos o de regalarlos y ser desposeídos de ellos por la fuerza, el engaño o, fatalmente, por la muerte.

Para explicar los orígenes de la posesión recurre a dos evidencias. La primera se refiere a los condicionantes de este tipo de mentalidad y conducta en la evolución de los seres vivos, particularmente de los humanos, y la segunda a su desarrollo durante el crecimiento de los infantes. Para empezar, afirma que el restringido hábitat terrestre ha obligado a los individuos de todas las especies a competir o cooperar para controlar los recursos vitales. El sentimiento y el hecho de poder manejar elementos tan valiosos como el alimento, el territorio, la morada, la familia o la pareja sexual han sido condiciones problemáticas para las criaturas humanas que viven en nichos de recursos limitados y de cara a la muerte. Eventualmente afloraron requerimientos morales para evitar conflictos, para mantener cierta armonía y en último término para sobrevivir: surgió así la posibilidad de resolver conflictos de propiedad mediante acuerdos, normas o leyes. Rochat propone que el sentido moral del bien y del mal puede provenir de los conflictos sobre la posesión y que esta facultad se sitúa en los orígenes normativos de la convivencia humana, como lo manifiesta de manera flagrante el hecho de que seis de los diez mandamientos judeocristianos se refieran a la posesión y al control de las cosas y las personas.

La profunda raíz de la posesión también se puede observar en la territorialidad de la mayoría de los vertebrados. Muchos de ellos marcan el hábitat con olores de su orina, sus heces, o con vocalizaciones tan contundentes como el rugido de los felinos o tan elaboradas como el canto de los pájaros. Además de estos y otros hechos de la historia natural, los estudios de Rochat a lo largo de la infancia han mostrado que las crías humanas aprenden rápidamente las ventajas que representa el control sobre las posesiones y el ponerlas en disposición de intercambio. Al canjear propiedades de acuerdo con ciertas reglas, los infantes pronto aprenden principios elementales de lo que es justo y lo que no. La sensación de lo propio y lo ajeno se afianza con la adquisición del lenguaje, en especial de los pronombres personales, particularmente la diferencia entre el pronombre “mi” sin acento (por mi parte), o el adjetivo posesivo “mí” o “mío” siempre acentuado (esto es mío/para mí). Se conoce que el auto-reconocimiento y el uso de los pronombres se inicia en los primeros dos años de vida en relación cercana con la maduración de la corteza temporo-parietal y frontal medial del cerebro (Carmody y Lewis, 2006), áreas involucradas en la autoconciencia.

Es patente que la intensa motivación para poseer viene de lejos y que, como consecuencia de esta comprensión, muchas propuestas para mitigar los males humanos derivados de la posesión se han dirigido a contrarrestarlas. Muchas veces se ha afirmado que la invención de la propiedad podría ser el origen de los males humanos. En un conocido pasaje de su Discurso sobre la desigualdad de 1754, el ilustrado enciclopedista Jean Jaques Rousseau exclamó lo siguiente:

El primer hombre a quien, cercando un terreno, se le ocurrió decir esto es mío y halló gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos!; cuántas miserias y horrores habría evitado al género humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o cubriendo el foso: «¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!»

Muchas de las teorías políticas desde la Revolución Francesa lidiaron con la posesión, tanto en términos personales como sociales y por ello trataron el tema de quién posee y controla los bienes, el porqué y el cómo. A los diagnósticos sobre la inequidad se agregaron como remedios necesarios diversas propuestas sobre quién o quiénes deberían poseer y controlar los bienes para lograr mayor armonía y justicia social. Quizás la manifestación más radical de esta tendencia fuera lanzada hacia 1843 por el teórico anarquista francés Pierre-Joseph Proudhon: “la propiedad es robo.” La teoría marxista se basa en gran medida en un análisis de la propiedad de los bienes y medios de producción, así como en una propuesta de su abolición por etapas para desterrar la inequidad humana y el conflicto de clases. Las teorías igualitarias en general se han opuesto a la noción de que la propiedad y la posesión tienen elementos evolutivos por considerar que sería difícil erradicar o paliar sus causas y sus efectos. La investigación sobre la psicología de la posesión adquiere una gran relevancia.

William James propuso sagazmente que el sentido psicológico de la posesión se deriva de una conflagración entre el pronombre mi y el posesivo mío. Por su parte Rochat apuesta que el problema jurídico y político surge del poder que entraña la posesión, lo cual se expresa en los múltiples usos del pronombre mi para abarcar la propiedad en niveles de la realidad que van desde lo íntimo y microscópico (mis genes, mis células), pasan por los órganos y capacidades del cuerpo (mis manos, mi cerebro, mis pasos) o de la mente (mis emociones, mis pensamientos, mis creencias), por las posesiones (mi casa, mi vida), por las personas preciadas (mi madre, mi esposo, mis hijos), hasta lo supra-personal y colectivo (mi pueblo, mi lengua, mi patria).

Es decir: además de los fundamentos y motivaciones ancestrales, la fuente consciente de la posesión está en que la persona siente su cuerpo y estados mentales, en especial las emociones, como algo propio, algo que poseen. Por extensión de estas propiedades, la posesión de objetos materiales, funcionales o ideológicos entraña una incorporación simbólica de tal forma que las propiedades “materiales” vienen a formar parte del yo y de la identidad del poseedor. Muchos de los objetos preciados por las personas, llamados significativamente bienes y valores, se toman y se tratan como si fueran parte de sí mismas: tierras, casas, vehículos, prendas, productos, obras. De esta manera, la expansión del ego mediante la acumulación de propiedades de todo tipo ha sido tema central e ineludible en la historia humana.

En el núcleo de la psicología de la posesión está el poder de poseer y de pertenecer, y esa misma entraña de propiedades y pertenencias conforma parte de la identidad personal. La posesión y la pertenencia son tendencias y características humanas que tienen largas raíces evolutivas y profundas motivaciones psicológicas, pero también son elementos maleables y modificables de la autoconciencia, lo cual constituye una posibilidad adaptativa, educativa y política para la especie y sus integrantes. Esta maleabilidad depende crucialmente de la reflexión y es necesario explorar esta capacidad.

Reflexión y diálogo interno

En su libro “Cómo pensamos” de 1913, John Dewey, el erudito y pedagogo pragmatista de Nueva Inglaterra, distinguió varios tipos de pensamiento con base en su eficacia. Otorgó la mayor eficiencia al pensamiento reflexivo como una sucesión de ideas donde cada una se deriva de la anterior y da origen a otra para llegar a conclusiones, valorar creencias o tomar decisiones. El pensamiento reflexivo sería un proceso consciente y racional que tiene una meta y esa meta impone una tarea congruente con la intención; es una actividad deliberada en la que interviene, como agente generador de los conceptos y creencias que se evalúan, un yo: un yo que se hace cargo de sí mismo (Serrano Castañeda, 2005).

Hannah Arendt, la incisiva pensadora sobre el imperialismo y el totalitarismo en la última posguerra del siglo pasado, señaló que el pensamiento útil y creativo suele acontecer en soledad mediante un diálogo interno donde uno se hace compañía a sí mismo y que caracteriza gráficamente como dos en uno (Forrero Pineda, 2015). Este dos en uno remite a la definición que ofreció Platón del pensamiento como el diálogo del alma consigo misma, aunque a diferencia del griego y en afinidad con el ruso Lev Vygotsky, la pensadora alemana no postula una esencia inmortal, sino una función cognoscitiva por la cual se interioriza y se ejerce la función social del diálogo.

Ahora bien, en su libro The voices within (Las voces internas) de 2016, Charles Fernyhough, profesor de Psicología de la Universidad de Durham, observa que el discurso interno no está restringido a las reglas del diálogo social, pero tampoco ocurre como un monólogo literario. Para empezar, el discurso y el diálogo internos no están coartados por el aparato fonador de la laringe, la lengua y la boca, lo cual permite y establece otra temporalidad y otra estructuración. Explica que el discurso interno se instala con un notable ritmo de hasta 4 mil palabras por minuto, unas 10 veces más veloz que el lenguaje articulado. Además, no es necesario formular frases completas porque el pensamiento se desenvuelve a partir de un significado intuido de tal manera que las personas saben lo que quieren decir y luego desmadejan este núcleo de sentido en una cadena de palabras. Por otra parte, el discurso interno suele ocurrir acoplado con la imaginación cuando la persona visualiza un escenario donde personajes, lugares y espacios mutan de acuerdo con las circunstancias y propensiones del agente. El yo imaginado en estas situaciones no tiene una manifestación singular, constante, ni sencilla. Por ejemplo, puede estar representado como su imagen corporal, o bien puede observar la escena desde un punto de vista subjetivo. Fernyhough, considera que no existe un yo o un self unitario, pues, durante el diálogo interno, la persona crea, momento a momento, la ilusión de un yo o un mi.

El diálogo interno se ha vuelto tema frecuente de la literatura de autoayuda porque se supone que su ejercicio es útil para resolver problemas, tomar decisiones razonadas, establecer objetivos, fortalecer la memoria y guiar la conducta. Aunque estos beneficios pueden ser verosímiles, es difícil obtener evidencia directa de su eficacia, pues no hay forma fehaciente de registrar directamente el diálogo interno, ni de evaluar sus efectos. Esto remite a un asunto medular de las ciencias cognitivas: cuando se trata de funciones subjetivas e internas el método de estudio y análisis se vuelven cruciales. Por ejemplo, una pregunta formulada al interior de la persona en referencia a sus posibles conductas se asocia a una mejor ejecución, pero sólo cuando el individuo había reportado darse cuenta del impacto del diálogo interno sobre su proceso de pensamiento (Puchalska-Wasyl, 2015). La “técnica dialógica de silla temporal” (Hermans, Kempen, & Van Loon, 1992) es un método usado para activar voces internas de manera secuencial. Se solicita al sujeto que construya un diálogo interno cambiando de una silla a otra y adoptando en cada una un punto de vista ajeno. La técnica permite al sujeto analizar formas diferentes de pensar, sopesar mejor sus propios discursos y al investigador vislumbrar formas de diálogo interno.

Un grupo de investigadores utilizaron la estrategia de examinar la activación cerebral durante momentos no especificados (Hurlburt et al., 2017). Para ello enviaron un pitido a volutarios sometidos a una resonancia magnética del cerebro y registraron la actividad cerebral en esos momentos. Para que los sujetos detectaran y describieran su experiencia utilizaron un “Muestreo Descriptivo de la Experiencia” (Descriptive Experience Sampling) y examinaron estos momentos pareando la imagen cerebral con la experiencia reportada. Concluyeron que la inusual estrategia es viable y digna de ser explorada, porque hay una correlación entre lo que los sujetos expresaban sobre su experiencia y la pauta de activación de su cerebro. Encontraron además que pedir a los sujetos que expresaran su diálogo interno se acompaña de una activación cerebral diferente a los momentos en los que expresaron su experiencia de forma espontánea. Dos regiones cerebrales, la circunvolución de Heschl (área auditiva primaria) y la circunvolución frontal inferior izquierda, se activaron de manera opuesta en las dos condiciones. Se conocía ya que la circunvolución frontal izquierda del cerebro es un área crucial para la autoconciencia y la toma de decisiones, y que se recluta durante las tareas de diálogo interior (Morin y Michaud, 2007).

Si bien la reflexión en forma de diálogo interno es una de las actividades más privadas y no tiene indicadores fisiológicos seguros, existen evidencias de que resulta en una mejor ejecución en comparación con el discurso declarativo. La actividad mental reflexiva cumple funciones propias del conocimiento, tales como fundamentar nociones, evaluar experiencias confusas, redefinir vivencias pasadas, tomar decisiones o definir las acciones futuras. De esta manera, el diálogo interno participa en la formulación de la identidad personal en especial durante los periodos de reflexión. Aprender a pensar reflexiva y críticamente sería una meta fundamental de la autoconciencia, de la enseñanza y de la propia filosofía: “pensar y enseñar a pensar” recomendaba Eduardo Nicol, el añorado maestro hispano-mexicano de filosofía.

Examinemos más de cerca el tema de la reflexión y el diálogo interior como recursos literalmente dramáticos o teatrales de la autoconciencia.

La polifonía interior

Sócrates enseñó que el diálogo puede ser una valiosa herramienta de conocimiento y su discípulo Platón puntualizó que un diálogo no sólo implica la comunicación entre dos personas concretas en sus encuentros cara a cara o epistolares, sino también se ejecuta entre dos o incluso más voces internas: una polifonía interior. Se trata del pensamiento dialógico, una de las capacidades más elaboradas y sorprendentes de la mente humana que se emplea como una forma particular de razonamiento. Durante la segunda infancia es usual que se mantengan conversaciones, incluso en voz alta, con compañías imaginarias y Vigotski planteó que estos diálogos anteceden al pensamiento adulto, que suele tomar un formato similar.

Basados en las ideas de William James y Mikhail Bajhtin, los psicólogos holandeses Hermans, Kempen y van Loon (1992) propusieron un self dialógico estructurado por una multiplicidad de yoes relativamente autónomos que pueden tomar distintas posiciones, perspectivas, voces y repertorios de acuerdo con las circunstancias y las demandas de la tarea. El primero de estos autores, Hubert Hermans, ha elaborado una Teoría del Self Dialógico según la cual las distintas voces del diálogo interno funcionan como personajes en una narrativa y establecen conversaciones que resultan en una pieza de corte escénico que en conjunto constituye al yo más abarcativo: un yo o self dialógico (Hermans & Hermans-Konopka, 2010). En el curso del diálogo interno, el sujeto suele tomar una posición y su contraria para discernir creencias y conductas. La conversación interna no siempre ocurre entre una voz crítica y primitiva y otra más asentada y oficial con la cual el sujeto se identifica, sino que puede ocurrir entre dos voces de la misma jerarquía, por ejemplo, cuando se evalúa un dilema difícil, y se le da la palabra a dos opiniones encontradas tomando dos puntos de vista distintos o incluso imaginando escenarios distintos.

La investigadora polaca Maugorzata Puchalska-Wasyl (2015), del Departamento de Psicología de la Universidad Católica Juan Pablo II en Lublin, se ha dedicado a estudiar el diálogo interno, especialmente a indagar sus diversas formas y a caracterizar a los interlocutores virtuales. Ella coincide con Hermans en postular que el self es dialógico por naturaleza en el sentido de que está constituido por coloquios encarnados en personajes o yoes distintos que no necesariamente se restringen a dos voces, como sería un fiscal y un defensor en una querella legal, sino de una multiplicidad de voces relativamente independientes en el ámbito psicológico interno. Ella cita al célebre crítico literato ruso Mikhail Bajhtín quien, en su análisis de Los hermanos Karamazov de Dostoiewski, detecta que no hay un solo narrador de la novela, sino una multiplicidad de voces que ofrecen otras tantas perspectivas de lo que ocurre en la trama.

Esta psicóloga ha intentado darle a la teoría dialógica un fundamento empírico en diversos protocolos donde solicita a los sujetos que elaboren posiciones particulares desde varios puntos de vista, o bien realiza una cuantificación de términos afectivos obtenidos por agrupación estadística a partir de autoinformes cualitativos de diálogos internos en voluntarios. En varios trabajos iniciales identificó siete funciones del diálogo interno: soporte, sustitución, exploración, cohesión, mejora personal, insight y autoguía (Puchalska-Wasyl, 2015). Realizó luego una cuantificación de términos afectivos obtenidos por agrupación estadística en los contenidos de estos informes y encontró que los interlocutores identificados del diálogo interno se encuadraron en cinco tipos emocionales que le parecen otros tantos arquetipos: Amigo Fiel, Padre Ambivalente, Rival Orgulloso, Niño Impotente y Optimista Sereno (Puchalska-Wasyl, 2016). Los resultados sugieren que el diálogo interno no se realiza como un encuentro virtual del yo con otro yo duplicado o con personajes indefinidos o aleatorios, sino entre personajes virtuales con características particulares; algo que se puede concebir como un elenco psicodramático. En ciertas circunstancias una de las voces se vuelve dominante y articula ciertas posibilidades y conductas, pero esto puede cambiar y ser reevaluado. Ocurre entonces una continuidad entre el diálogo interno y el externo, pues la evaluación de opiniones ajenas puede introyectarse y continuar en el escenario interno. El self dialógico consiste en elementos en interacción constante, donde cada uno de ellos representa el polo de una estructura dinámica. Estas y otras aproximaciones conciben al self como un sistema dinámico y multifacético, una entidad heterogénea y descentralizada, lo cual está en franca oposición con la idea del yo como un elemento nuclear, coherente y congruente de la persona.

Surge con cierta frecuencia una voz interna negativa que se genera automáticamente en forma de autocríticas mordaces o incluso degradantes en primera persona (soy un tonto), en segunda persona (eres un tonto) o en tercera (este es un tonto). Los pensamientos negativos pueden seguir un formato de distorsión o de trampa cognitiva formulados de forma elemental. Algunas de estas cavilaciones parecen surgir de una expectativa de perfección, de tal manera que la voz crítica y mordaz aflora porque la persona rara vez logra total competencia y éxito en sus tareas mediante una actuación prístina, libre de fallas o errores. En otras ocasiones la voz critica la imagen supuestamente proyectada hacia los demás, o compara al sujeto con otros, usualmente en desfavor del propio pensante. También ocurre una voz destructiva para predecir el fracaso de un plan. Las voces internas pueden exagerar o magnificar ciertos rasgos de la personalidad y suelen focalizar un aspecto, detalle o frase de una situación para desbancar o cuestionar todo un evento o a la persona en su totalidad. Una emoción intensa puede manifestarse en juicios o conclusiones tajantes o primitivos acerca de ciertas circunstancias, de otras personas o de uno mismo. El problema principal de este tipo de pensamientos sobre uno mismo es que el sujeto se identifique con los contenidos de una voz negativa al no darse cuenta de que no se genera deliberadamente, sino de acuerdo a un programa que puede ser analizado y cuestionado porque remite a un conjunto de creencias sobre lo que debe ser. Por esta razón es importante que el sujeto pueda detectar y evaluar tanto las voces críticas como las favorables tomando una distancia que impida la identificación y permita la reevaluación de creencias y motivaciones. Varios sistemas de meditación metódica tienen este objetivo (Goldstein & Kornfield, 1995).

En la psicoterapia cognitivo-conductual y en obras de autoayuda se ha escrito sobre la necesidad de contravenir esta voz negativa con una positiva mediante procedimientos de varios pasos. En primer lugar, darse cuenta o detectar que una voz negativa está ocurriendo en la mente; a continuación evaluar y contradecir los juicios con evidencias realistas de la propia experiencia y finalmente generar pensamientos positivos de manera deliberada. Si bien este proyecto se contrapone al modelo psicoanalítico que intenta hacer conscientes y desenraizar las supuestas causas de la angustia, ha mostrado tener alguna eficacia para modificar ciertos síntomas, como estos pensamientos repetitivos y negativos sobre la propia persona. El proceso clave para todo ello es el de autorreflexión, como veremos ahora.

Autorreflexión: reforma del yo

En el acervo de labores que implican a la reflexión mental hay una que es propia de la autoconciencia, se trata de la autorreflexión, la consideración que el sujeto hace sobre sí mismo, sobre sus características, sus acciones, sus dificultades o sus posibilidades. La autorreflexión es una modalidad del discurso y del diálogo interno que se usa con frecuencia para lidiar con situaciones novedosas, inciertas o complicadas y para resolver problemas. Suele acontecer en un formato de preguntas y respuestas, como cuál es el mejor curso de acción, cuáles pasos implica, cuáles alternativas admite o excluye y cuáles consecuencias puede tener. El sujeto reflexivo también se suele preguntar si el proyecto que valora es posible, cuál es su utilidad, qué tan agradable o desagradable puede ser y, en especial, qué tan deseables, peligrosas, beneficiosas o dañinas pueden ser las rutas y las consecuencias de sus posibles acciones en términos personales y colectivos.

En ocasiones no es necesario formular y responder estas dudas porque los objetos, hechos o situaciones que surgen son conocidos y el camino se toma de forma automática o intuitiva, aunque está siempre fundamentado en la experiencia previa y en un cálculo asumido de probabilidades. Pero en coyunturas novedosas o cruciales la persona conscientemente se cuestiona y reflexiona sobre posibilidades, cursos de acción y objetivos. El jesuita canadiense Bernard Lonergan propone que la reflexión consiste en una actualización de la autoconciencia racional porque el sujeto es consciente de que está indagando, formulando, buscando y juzgando no sólo las circunstancias de la situación, sino sus propias motivaciones, inclinaciones y capacidades para poder decidir en consecuencia: “La autoconciencia racional exige conocer lo que nos proponemos hacer y las razones que tenemos para hacerlo” (Lonergan, 2017, pp. 704-706).

Por su parte, el neuropsiquiatra gaditano Carlos Castilla del Pino (2004) propuso que hay tres formas o tipos de reflexión: retrospectiva, prospectiva y actualizada. La reflexión retrospectiva reconsidera lo ya vivido, lo que se ha hecho, porqué se ha actuado así y las consecuencias que tuvo. Las actuaciones se evocan y se reflexiona sobre ellas con el objeto de aprender de la experiencia, sea para hacerlo mejor, para tomar otra ruta o para abstenerse de actuar. Es una operación deliberada que requiere de la memoria biográfica o episódica pues el razonamiento opera sobre el recuerdo. Por otro lado, la reflexión anticipada o prospectiva permite al sujeto inferir lo que puede suceder, la situación en la que se puede encontrar y el cómo lidiar con ella. En este ejercicio no sólo opera el razonamiento verbal, sino formas activas de imaginación cuando la persona vislumbra un curso de acción, imagina otras viabilidades y compara sus trayectorias y posibles resultados como preludios a una decisión. Finalmente, la reflexión actualizada ocurre al mismo tiempo que la acción, pues la persona advierte lo que está haciendo, percibe el efecto que tiene su actuación y controla o corrige su ejecución sobre la marcha.

Como se puede suponer por estas características, la autorreflexión no sólo hace posible elegir o modular acciones posibles y venideras, sino por ese mismo cauce, transforma al sujeto de esa actuación: la propia persona que reflexiona. Esto sucede porque el recuerdo o la previsión pertenecen al sujeto y el usarlos como medios de aprendizaje implica el conocimiento y la modulación de sí mismo. Una de las funciones de la autorreflexión es la construcción de significados sobre uno mismo y ésta forma parte de la identidad narrativa del sujeto. Se conoce que los cambios en el funcionamiento reflexivo se asocian a cambios en el concepto de sí (Dishon et al., 2017).

El sociólogo inglés y Premio Princesa de Asturias 2002, Anthony Giddens, afirma que el individuo de la sociedad moderna tiene mayores posibilidades de decidir qué persona quiere llegar a ser y de construir su propia historia de manera reflexiva. Esto es así porque las tradiciones autoritarias se han debilitado y ya no tienen la tracción o el arrastre que hasta hace poco tenían. Esta modernidad reflexiva constituye una oportunidad de doble filo pues por un lado proporciona mayor libertad, pero por el otro mayor vulnerabilidad e incertidumbre: el yo se vuelve más frágil y la existencia más angustiosa, signos de una evolución posible, pero nada segura (Giddens, 1991). En una entrevista para Letras Libres publicada en marzo de 1999 Giddens da este ejemplo, a primera vista trivial:

(Cada decisión) …forma parte de un proceso dinámico de construcción del yo. La decisión de vestirse de tal o tal otra manera supone mirar a nuestro alrededor, informarnos sobre la moda, hacer elecciones... Todo eso forma parte de la naturaleza reflexiva del yo en las sociedades contemporáneas.

La investigación empírica sobre la autorreflexión se ha basado en pruebas que evalúan algunos de sus aspectos más accesibles y fundamentales. Por ejemplo, un instrumento experimental se basa en presentar adjetivos o frases sobre características particulares a voluntarios y preguntarles si los conceptos los describen apropiadamente o no lo hacen. Para responder, el sujeto debe emprender una autorreflexión que implica el concepto de sí mismo. Este tipo de métodos ha permitido estudiar las zonas del cerebro involucradas en la tarea y se ha encontrado que se activa un grupo de estructuras corticales de la línea media del encéfalo y que, cuando estas regiones sufren una lesión neurológica, los pacientes tienen problemas para evaluarse y sobreestiman sus capacidades y su ejecución (Van der Meer et al., 2010). La corteza prefrontal medial está involucrada en estas capacidades de autorreferencia (Wagner et al., 2012). En este caso, el concepto de sí mismo, que es una de las acepciones del término self, obra como un ancla que sesga la toma de decisiones y, como ocurre con todas las funciones que involucran a la autoconciencia, requiere de la intervención de la corteza prefrontal ventromedial (Sui et al., 2017).

Recientemente ha resurgido el dilema de si la reflexión conduce a tomar mejores decisiones. Algunos han planteado que no necesariamente encamina hacia decisiones adecuadas porque las personas expertas no se paran a reflexionar, sino que actúan por intuición derivada de una extensa experiencia previa ya incorporada en su sistema cognitivo y por un adiestramiento para hacer inferencias preconscientes (Bortolotti, 2011). De hecho, la autoevaluación se suele enfrentar a sesgos y resistencias, pues los sujetos tienden a identificarse con el modelo asumido de sí mismos y temen que sufra objeción o devaluación. No parece fácil decidir sobre esta alternativa en especial porque la reflexión varía en sus dimensiones, particularmente la que se refiere a qué tan consciente es, lo cual es relevante en su eficiencia. No se trata de dos opciones incompatibles ya que las personas en algunas circunstancias obran por intuición y en otras reflexionan y deliberan para decidir. Ambos procedimientos tienen diferentes márgenes de error y probabilidades de éxito de tal forma que será la prudencia la que defina el curso de acción. En este sentido resulta interesante valorar una actividad mental relativamente olvidada de la investigación psicológica: la plegaria.

Plegaria: diálogo con el Otro

La oración o plegaria religiosa es un discurso que realiza una persona en silencio o en voz baja en tono de súplica, petición, orientación o adoración dirigido hacia una potencia transcendental o sobrenatural en la que cree. En el abordaje y tratamiento de la autoconciencia y del yo interesa la plegaria como una forma particular de diálogo interno donde el interlocutor del sujeto es usualmente la divinidad, tratada como el Otro con mayúscula por algunos pensadores teístas, particularmente por Martin Buber (1923). Evidentemente, no se trata de un interlocutor ordinario, aunque los enunciados de la oración se establecen con la familiaridad de la segunda persona, usualmente mediante el uso del pronombre tú que suele escribirse con mayúscula. “Oye mi ruego Tú, Dios que no existes” es el primer endecasílabo del soneto “La oración del ateo” de Miguel de Unamuno, para quien la fe no consiste en creer en aquello que no se puede verificar, sino en el deseo vehemente de creer, lo cual es el eje de su sentimiento trágico de la vida. Para este beato del existencialismo, la lengua castellana es una oración inmensa que de forma sorprendente incluiría a la blasfemia tomada como… ¡una forma extrema de jaculatoria!

Independientemente de si el académico o el intelectual cree o no en un ámbito sobrenatural, el hecho es que la oración y la plegaria, como muchas manifestaciones religiosas, son prácticas ancestrales y generalizadas en las más diversas culturas humanas y requieren un abordaje formal y sistemático si se intenta conocer mejor la psicología propia de las criaturas y las comunidades humanas. Una importante diferencia cognitiva de la plegaria con otras formas de discurso o de diálogo interno estriba en que el creyente toma una perspectiva de reverencia ante el magno poder al que se dirige y desde esa posición de sumisión suplica, glorifica o simplemente se dirige a la deidad adoptando muchas veces posturas y ademanes corporales de postración y petición, la antítesis misma de las actitudes de arrogancia y autosuficiencia que la persona humana suele adoptar ante sus prójimos.

La oración fue extensamente analizada a principios del siglo pasado por Marcel Mauss, uno de los pioneros de la etnografía moderna, en la escuela francesa de sociología de Emile Durkheim, quien era su tío materno. Como era característico del enfoque académico de esa época y aproximación, el trabajo fue exhaustivo en su descripción de la estructura y manifestaciones de la plegaria, definida ésta como un rito verbal de comunicación con el ámbito sagrado realizado con fines de petición, intercesión, adoración, o contemplación. Este rito es característico de lo que Mauss (1970) concibió como un hecho social total, en el sentido que ciertos procesos humanos conjugan aspectos económicos, sociales, materiales, psicológicos y corporales de manera indivisible.

El psicoanalista y pensador Carl Jung expresó el interés que tiene la oración para un psicólogo como él, que toma en cuenta la dimensión o circunstancia espiritual de la mente humana. En una carta lo pone así:

He pensado mucho acerca de la plegaria. Ésta es sumamente necesaria, pues hace que el Más Allá, sobre el que pensamos y hacemos conjeturas, sea una realidad inmediata, y nos hace transponer la dualidad del ego y el oscuro Otro. Uno se escucha hablar a sí mismo y no es capaz de negar que se está dirigiendo a ‘Eso otro’. (Citado por Fiona Gardner en 2017, traducción mía, 2009).

Jung afirma que, en la conciencia del creyente, la plegaria hace del mundo sagrado una realidad inmediata e íntima, lo cual le permite trasponer la barrera entre el Yo inmanente y el Otro trascendente habilitando un contacto entre la subjetividad personal y la objetividad trascendental. La plegaria es expresión de fe en una divinidad capaz de escuchar e intervenir que se emprende con toda deliberación y abarca al menos las facultades mentales de atención, pensamiento, afecto y voluntad. Dado que por prescripción ritual la plegaria requiere de recogimiento y devoción, desde un punto de vista cognitivo y afectivo se puede afirmar que la oración promueve el autoexamen, el cultivo de la atención, la concentración sostenida y el tipo de conocimiento de sí que estas facultades entrañan y permiten.

Karen Armstrong, especialista en religión comparada y Premio Princesa de Asturias en ciencias sociales 2017, afirma que la plegaria libera y permite aceptar la vulnerabilidad y fragilidad personal, asumir las fallas y las faltas para poder superarlas, pues abre la posibilidad de pedir perdón por ellas y también la posibilidad de perdonar. La oración otorga voz a necesidades, deseos y miedos haciéndolos más reales. Las personas suelen orar en episodios difíciles, cuando no encuentran otra fuente de consuelo que pueda comprender y aliviar su congoja. Dice Armstrong (2009):

A través de la auto-inspección conducida en la oración, somos honestos, abiertos y sinceros con nosotros mismos. La oración es una huida de las distracciones para ver donde somos débiles y dónde fuertes, allí entendemos nuestro papel en el mundo, es un camino de transformación. La oración es una manifestación de energía.

Por su parte, Malgorzata Puchalska-Wasyl propone que durante la oración la persona no sólo emprende una comunicación con la divinidad en su fuero interno, a lo cual denomina oración ascendente, sino también explora la relación consigo misma, la oración interior, y con otras personas, la oración exterior (Puchalska-Wasyl & Zarzycka, 2020). Usando varias escalas de evaluación en cerca de 200 voluntarios uno de sus estudios empíricos mostró que el diálogo interno sirvió como mediador entre estos tres tipos de plegarias y el bienestar de la persona. En efecto, otras investigaciones muestran que la plegaria devocional que involucra un diálogo íntimo con una divinidad asumida como benevolente se asocia con mayor bienestar, optimismo y funcionalidad, en tanto que la plegaria de súplica se asocia a mayor ansiedad y menor ejecución (Hollywell y Walker, 2009). Los procesos y efectos de la oración también se han emprendido y estudiado por medio de técnicas de meditación y contemplación que son típicas de ciertas tradiciones religiosas no occidentales, en especial del budismo, el induismo y el sufismo, en algunas instancias en el marco de investigaciones cerebrales. Por ejemplo, en un estudio sobre la actividad cerebral que acompaña a la intensa experiencia de practicantes del rezo islámico se observó una disminución de actividad en las cortezas cerebrales y un aumento en áreas subcorticales (Newberg et al., 2015).

En referencia a la plegaria me acontece a veces lo que a aquel grupo de judíos devotos confinados en el mortífero campo de concentración de Aushwitz quienes, según el relato de Karen Armstrong, hicieron un juicio a Dios por traición, abandono y por no responder a las súplicas de sus fieles en el trance más trágico posible de sufrimiento y muerte. No pudiendo encontrar excusas ni circunstancias mitigantes encontraron a Dios culpable y reo de la pena de muerte. El rabino que pronunció el veredicto y la sentencia dijo que el juicio había terminado y que… era hora del rezo vespertino.

Yo, tiempo y memoria

¿Cómo entender la relación entre el yo que persiste como identidad personal a lo largo de la vida, el yo que evoca y recrea un recuerdo de esa vida y el yo que ordena y narra su autobiografía? ¿Son varios yoes o uno sólo? ¿Acaso son espejismos? Cualquier respuesta implica necesariamente al tiempo, tanto a la flecha irreversible del tiempo objetivo del cosmos físico y del reloj, como al tiempo subjetivo que la persona percibe como el fluir de su conciencia y la fugacidad de su existir. En Tiempo y Memoria de 1896, Bergson (2006) hace una distinción temporal entre la memoria del pasado, un hecho “más espiritual que material”, y el presente, “más corporal que espiritual”.

La memoria es una función no sólo ligada al tiempo, sino propiamente temporal. La compenetración entre el yo, el tiempo y la memoria surge en todos los niveles de análisis. Por ejemplo, el modelo cognitivo actual de la memoria de trabajo, la que opera en el tiempo presente para actuar en el mundo y gestionar todo tipo de tareas, implica una “ejecutivo central” una facultad de la autoconciencia y de la voluntad dependiente del lóbulo frontal del cerebro (Baddeley, 1996) que coordina a varias regiones cerebrales para acceder a los archivos de la memoria (Andrés, 2003). Este modelo psicobiológico ayuda a comprender cómo una instancia o función cerebral ejecutiva puede acceder a la información almacenada en los sistemas de la memoria para actualizar y emplear múltiples datos en la solución de problemas o para reflexionar sobre posibles escenarios y tomar decisiones adecuadas en muchos momentos.

El proceso vital de cada ser humano le permite articular una identidad personal coherente a lo largo del tiempo y que deriva de la continuidad de su cuerpo y su conciencia, la disponibilidad de sus recuerdos y la narración que realiza de su propia historia. Esta continuidad relatada corresponde a lo que Paul Ricœur (1996) llama ipsiedad, la sensación de ser la misma persona a lo largo del tiempo, la cual se complementa y refuerza por la alteridad: la percepción de los otros como otros yo, a la vez distintos y semejantes de uno mismo. Este self o ser fenoménico constituiría un común denominador para todas las formas de conciencia en las que un sujeto se percibe o se siente a sí mismo como una entidad particular que constituye su propio ser.

Ahora bien, a pesar de la continuidad aparente, no se puede concluir que este ser fenoménico sea una esencia estable o inmutable, similar al tradicional concepto religioso de alma, sino, más apropiadamente, a un proceso que se define por su continuidad temporal, como una pieza musical se define por su secuencia sonora y conlleva aspectos físicos, conductuales, mentales y ambientales. La experiencia subjetiva de ser el mismo a lo largo del tiempo constituye una unidad espaciotemporal en la forma de un proceso pautado. Esta unidad a lo largo del tiempo tiene un fundamento somático porque el cuerpo humano mantiene una continuidad morfológica y funcional a pesar de que sufre cambios de composición molecular y celular.

Mark Rowlands, filósofo galés de la mente y de la ética, actualmente en la Universidad de Miami, publicó en 2011 un libro sobre el self y la memoria desde una perspectiva fenomenológica. No trata al yo involucrado en la memoria como una entidad metafísica, sino como una experiencia mental: la forma como los humanos sienten su propio ser como algo más que la suma de sus creencias, valores, actitudes, deseos o recuerdos. En el caso de la memoria episódica y autobiográfica, más que la evocación de actos, lugares y personajes, le parece fundamental el hecho mismo de recordar, porque el pasado se presenta en un nuevo marco de referencia: la persona recupera algo que vivió, pero bajo las circunstancias del presente y lo reconstruye e interpreta de acuerdo con estas. Rowlands propone una hipótesis psicosomática sugerente: si bien los recuerdos juegan un papel importante en la identidad personal, sostiene que la merma de la memoria episódica, como acontece en la enfermedad de Alzheimer, no elimina por completo la identidad personal porque estas memorias, que llama “rilkeanas,” se han incorporado a la persona y tienen consecuencias afectivas y comportamentales, aunque ya no tengan el contenido cognoscitivo de un recuerdo. Vislumbro una relación entre este concepto de “memorias rilkeanas” que dejan su huella somática permanente y cambian la constitución de la persona y el de “marcadores somáticos de la emoción” de Antonio Damasio (1991) que moldean la toma de decisiones de acuerdo con la experiencia emotiva, pero de manera implícita.

Vale la pena analizar la liga temporal de la memoria y la identidad personal en referencia al concepto de duración de Henri Bergson. Según este filósofo y Premio Nobel francés, el tiempo subjetivo no es una noción de movimiento o de cambio en los objetos que se perciben, ni de causa o de historia detectadas por la razón, sino que es la intuición directa de un flujo irreversible: la sucesión de cambios y la duración de los eventos tal y como es experimentada (Deleuze, 1987). En otras palabras: dado que un proceso consciente es siempre una sucesión de estados particulares caracterizado por transformaciones fisiológicas y fenomenológicas, este desarrollo provee de una intuición directa de tiempo y duración. La experiencia mental no sólo es de cambios en el mundo o en el propio cuerpo, sino que es una experiencia cambiante en sí misma: una experiencia del tiempo. El yo duradero es un proceso que se conforma como una unidad que se mantiene en el tiempo (Díaz, 2007).

El politólogo argentino Gastón Souroujon (2011) argumenta que la relación entre la memoria y la identidad personal está claramente planteada en la monumental novela En busca del tiempo perdido de Marcel Proust pues, en afinidad con el pensamiento de su contemporáneo y coterráneo Bergson, la narración implica una pluralidad de yoes que escapan a la voluntad y se van sucediendo a lo largo de la vida de una persona. Esta idea coincide con la de Martin Conway (2005) de que existen entidades como esquemas, scripts, yoes imaginarios, valores y demás instancias cognoscitivas referentes a uno mismo que cambian con el tiempo. Se reviven estos yoes del pasado cuando ciertas sensaciones o estímulos sensoriales despiertan el recuerdo, como sucede de manera célebre con la ecforia que remite al narrador del tiempo perdido evocar su infancia a partir del sabor de una magdalena para resucitar la vivencia de un yo pasado. En cada recuerdo se recobra en tiempo presente un yo particular y efímero con una marca temporal que es central para definir la identidad personal. Tal identidad no sería una sucesión de yoes inconexos porque, de acuerdo a Souroujon, el tiempo perdido entre los recuerdos es recobrado mediante una reconstrucción narrativa de la identidad que dota de sentido y unidad a las sensaciones redescubiertas por la memoria. Proust vendría a ser un pionero de la idea de que la identidad personal es de índole narrativa y estaría constituida por la historia de su vida que organiza el propio sujeto que la ha vivido. Jonah Lehrer (2010) argumenta en Proust y la neurociencia que los descubrimientos en la neurociencia cognitiva fueron previamente intuidos de manera introspectiva y narrativa por literatos como Proust.

El más conocido de los pensadores modernos que preconiza la naturaleza narrativa de la identidad personal es Paul Ricœur, quien, en algún momento señala que si a alguien se le pregunta quién es, responde con su nombre y con historias de su vida. Y agrega una propuesta ontológica: “El tiempo narrado es como un puente tendido sobre el abismo que la especulación abre continuamente entre el tiempo fenomenológico y el tiempo cosmológico.” Esta identidad narrativa del sujeto individual es indudable, pero no aclara la naturaleza de quien narra. Por todo lo expuesto en el presente ensayo, la respuesta más razonable que podemos dar a este enigma es: la persona.

REFERENCIAS

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