Cristina Sacristán
Instituto Mora, Centro Público de Investigación Conacyt, México, correo electrónico: csacristan@mora.edu.mx
El 7 de febrero de 1873 dio inicio un juicio de incapacidad por enfermedad mental en la ciudad de México contra un abogado cuya trayectoria política en varios gobiernos de corte conservador le llevó a desempeñar cargos del más alto nivel, entre ellos el de Ministro de Justicia. La notoriedad del demandado junto con la sorpresa de que en cuestión de horas el juez ordenara su ingreso en el muy conocido Hospital de San Hipólito para hombres dementes, en pleno centro de la capital, despertó la incredulidad de la opinión pública que siguió con mucho interés, y algo de morbo, el inicio del proceso. Que el litigio se extendiera durante cuatro años y participaran 16 médicos en la misión de auxiliar a los jueces a trazar la delgada línea que separaba la locura de la cordura, lo convirtió en una de las causas de interdicción más célebres del siglo XIX mexicano (Juicio, 1873: 14-15; Rivera, 1904: 135-136). I
Este procedimiento jurídico, establecido en el Código Civil francés de 1804 e incorporado al primer Código Civil del Distrito Federal de 1870, se instrumentó para proteger a quienes fueran incapaces de dirigir su vida y administrar sus bienes mediante la intervención de un tercero que asumía el encargo de tutor. Pero además, abrió un espacio a la medicina de la mente en un terreno tan crucial como el de los derechos civiles, ya que establecer la capacidad jurídica de un sujeto implicaba evaluar si sus facultades mentales lo hacían apto para continuar en el ejercicio de su profesión, educar a sus hijos, administrar sus bienes, litigar por su propio derecho, hacer testamento e incluso, cohabitar con su mujer (Código Civil, 1879: art. 466). Para los primeros médicos decimonónicos interesados en la patología mental, colaborar en un mecanismo dirigido a determinar la aptitud para adquirir derechos y contraer obligaciones tuvo una gran trascendencia, ya que los códigos civiles formaron parte del nuevo orden jurídico del Estado moderno basado en la división de poderes como fundamento de un sistema garantista que aseguraba los derechos y las libertades de los individuos (Grossi, 2003).
Si bien antes de la codificación los médicos podían ser llamados por los jueces para pronunciarse sobre la locura en causas civiles y penales, su participación no estaba formalizada y rara vez adquiría más peso que las declaraciones de otros testigos como la familia o los vecinos. Tampoco en los hospitales el médico tenía un papel preponderante ya que los establecimientos que acogían fatuos, lunáticos, simples de espíritu o frenéticos, estuvieron motivados por valores cristianos como la misericordia hacia los pobres y desvalidos, por cuestiones de orden social para preservar la tranquilidad pública y, en menor medida, por razones terapéuticas (MacDonald, 1981; Peset, 1983; Tropé, 1996). El punto de inflexión en el carácter de estas instituciones lo encontramos durante la segunda mitad del siglo XVIII, en el contexto de la Ilustración, cuando los tribunales penales comenzaron a mostrar una mayor confianza en el testimonio experto de los médicos y atribuyeron al hospital una función muy significativa: observar el curso de la enfermedad, sobre todo ante un posible caso de simulación de la locura. México participó de este proceso, documentado en los libros de admisión de los hospitales para dementes de la ciudad de México, que registraron por primera vez en 1755 ingresos motivados por una certificación médica y ya no sólo por razones de pobreza, necesidad o peligrosidad, como se acostumbraba cuando párrocos, miembros notables de la comunidad o las propias familias remitían enfermos sin ningún tipo de diagnóstico médico (Sacristán, 1994; Ballenger, 2009; Ramos, 2015).
Esta tendencia hacia la “medicalización de la locura” se afianzó en el siglo XIX en los dos frentes donde los primeros alienistas fueron llamados: los hospitales y los tribunales. Así, cuando en 1861 la secularización de las instituciones de beneficencia introdujo la figura del médico-director en los hospitales para dementes, en sustitución de los antiguos administradores-directores, se comenzaron a reglamentar los procesos de admisión y alta de los pacientes, la práctica clínica, los tratamientos y la enseñanza bajo criterios científicos (Ballenger, 2009). Por otro lado, el Código Civil de 1870 otorgó por primera vez un lugar preponderante a la medicina, ya que el juez no sólo estaba obligado a interrogar al demandado, escuchar a los testigos y valorar las pruebas. Para probar “el estado de demencia” del supuesto incapaz, el magistrado debía obtener los dictámenes de dos médicos, número que aumentó a tres a partir del Código de Procedimientos Civiles de 1884, además de las pruebas periciales que cada una de las partes quisiera presentar, de manera que la cantidad de facultativos podía incrementarse de forma muy notable (Código Civil, 1879: arts. 458-459; Código, 1886: art. 1394). En el campo de lo penal, la opinión del médico claramente podía desviar una futura sentencia condenatoria y “salvar” a un presunto delincuente, incluso entre aquellos considerados peligrosos para la sociedad. Así, el primer Código Penal para el Distrito Federal de 1871 hizo patente la colaboración del médico con el juez al encomendarle la tarea de averiguar el estado mental del “acusado que, padeciendo locura intermitente, viole alguna ley penal durante una intermitencia” (Código Penal, 1879: art. 34). Esta intervención del médico en el orden social y familiar por la vía de los hospitales y de los tribunales, dotó a la incipiente medicina de la mente de una visibilidad pública inédita que puso en conocimiento de la sociedad un conjunto de inesperadas patologías y sus formas de tratamiento. Por ello, para los primeros alienistas, dejar constancia de la existencia de una enfermedad que coadyuvara a esclarecer la capacidad civil en los juicios de interdicción, la responsabilidad penal en la comisión de un delito o la admisión en los manicomios, significó el reconocimiento de su competencia médica como expertos frente a voces menos doctas, lo que contribuyó a su legitimación profesional (Wright, 1998).
No obstante la posición tan relevante que la medicina de la mente jugó en la esfera de la justicia, los estudiosos de la historia de la psiquiatría han focalizado su mirada en la institución manicomial, cuya creación a principios del siglo XIX ‒de la mano del tratamiento moral‒ ha sido analizada desde muchas perspectivas y enfoques teóricos como un espacio para la producción de conocimiento, el ejercicio de la clínica, la práctica terapéutica y la defensa social (Sacristán, 2009; Engstrom, 2012; Doroshow, Gambino & Raz, 2019). Así, la atracción por el asilo descuidó la importante actuación de los primeros alienistas decimonónicos en los tribunales, sobre todo en el campo civil. Pese a ello, hoy comenzamos a saber que durante el siglo XIX e incluso las primeras décadas del XX, la certificación de la locura en el contexto latinoamericano supuso una ardua encomienda para la incipiente psiquiatría, aún en proceso de formación como especialidad. Establecer la locura en el medio forense quedó en manos de médicos de muy distintas trayectorias y experiencias y no sólo de alienistas o médicos legistas, ya que estos constituían una auténtica minoría, lo que dificultó el trabajo pericial. Aunado a ello, los incipientes conocimientos de la época en torno al cerebro y la conducta humana, llevaron a los médicos a apoyarse en los testimonios de la familia, en un inevitable diálogo entre saberes expertos y legos. Se sabe también que los vacíos legales en los primeros códigos civiles no abonaron a la construcción de un peritaje certero y confiable y que, en el caso de la interdicción, por tratarse de un escenario donde se disputaba la conservación del patrimonio familiar, algunos miembros de la familia tenían derecho a iniciar el procedimiento si detectaban un comportamiento inusual, pero también podían desvirtuarlo para despojar de sus bienes a un miembro incómodo sin probar plenamente su falta de capacidad (Di Liscia, 2003; Correa, 2013; Maya González, 2015). Para contribuir a llenar esta laguna historiográfica, en este trabajo pretendemos mostrar la complejidad que supuso certificar la enfermedad mental en el entramado judicial, particularmente en el contexto de los juicios de interdicción, ya que numerosas variables podían interferir en la actuación de la medicina de la mente, desde el nivel de los conocimientos existentes sobre una gran diversidad de padecimientos, cuya nosología estaba construyéndose, hasta presiones de las familias, pretensiones de los jueces e incluso, los propios intereses de la profesión, en un momento en que apenas estaba despuntando como especialidad. Lo haremos mediante un estudio de caso, el juicio contra Felipe Raygosa, emprendido en un primer momento por el Ministerio Público en su calidad de defensor de la sociedad, y luego por su mujer Manuela Moncada, y analizaremos cómo la pericia médica se vio influida por el poder de la familia Moncada y los intereses profesionales del alienismo. Pero vayamos a los hechos que se desencadenaron esa tarde de invierno del 7 de febrero de 1873 en la ciudad de México. II
En la petición que dirigió el representante del Ministerio Público Joaquín Eguía y Lis al juez tercero de lo civil Carlos Escobar, sostuvo que se vio obligado a entablar “demanda de interdicción por demencia” ante la omisión de las personas autorizadas por la ley:
hace algunos meses llegó a mi noticia que el Lic. D. Felipe Raigosa se encontraba atacado de enajenación mental, teniendo accesos de furor que ponían en peligro la seguridad de las personas que componen su familia, y principalmente la de su cónyuge la Sra. Da. Manuela Moncada. Me abstuve, sin embargo, de promover el juicio de interdicción, tanto porque a los parientes toca, según el art. 456, hacerlo antes que al Ministerio Público, como también porque no se me presentaron los certificados que justificasen la enfermedad de dicho Sr. Raigosa. Actualmente D. José Moncada, hermano político de aquel, me ha ratificado las noticias que tenía, y me ha exhibido las adjuntas certificaciones, firmadas por facultativos de conocida ciencia y honradez. En consecuencia, y con fundamento del artículo 457 citado, provoco en forma el juicio de interdicción por incapacidad mental respecto del Lic. D. Felipe Raigosa.
Los tres certificados médicos que exhibió el Ministerio Público coincidían en que Raygosa estaba “afectado de enajenación mental” y debía ser separado de su familia “para su curación”, pero uno de ellos abundó en la patología que lo caracterizaba al señalar que:
está atacado de enajenación mental clasificada por los autores con el nombre de monomanía ambiciosa, que aunque tiene intervalos lúcidos, presenta muy frecuentemente exacerbaciones con conatos de violencias, hacia las personas de su familia; por cuyos motivos creo necesario que se le coloque en posición de que no pueda perjudicarse a sí mismo o a las personas de su familia en los momentos de exacerbación de su mal. Por las mismas razones creo también que no debe administrar sus bienes.
Ante ello, Eguía y Lis le pidió al juez que citara a José Moncada, cuñado de Raygosa, para ratificarse en su dicho, a los médicos Francisco Ortega y Lázaro Ortega para reconocer sus firmas en los dictámenes entregados y para que declararan sobre el estado actual del supuesto incapaz; solicitó también el nombramiento de tutor interino, un requisito exigido por la ley. A excepción de José Moncada, esa tarde Felipe Raygosa compareció ante los dos médicos, el tutor, el representante del Ministerio Público y obviamente, el juez. Frente a ellos, Raygosa develó lo que, a su juicio, escondía esta demanda, no sin antes asegurar que se hallaba en pleno uso de sus facultades mentales y que tanto la querella como los certificados de los facultativos “eran una calumnia” urdida por su cuñado porque “he dicho alguna vez que reclamaré ciertos derechos hereditarios que importan más de un millón de pesos, pertenecientes a mis hijos, intermediando mi mujer como hija de don Agustín Moncada; y como ésta es una suma de importancia, ya se deja entender por qué se quiere mi interdicción”. El representante del Ministerio Público le preguntó si se había “dedicado a algunos estudios especiales, y comprado obras de teología y medicina”, a lo que Raygosa respondió haber “comprado muchos libros de distintas ciencias, a muy buen precio”, pero sin haberlos leído “por razón de que había padecido una fiebre cerebral, y necesitaba robustecer y vigorizar su cerebro” antes de enfrascarse en su lectura. A pregunta del juez respecto a las “cantidades exorbitantes” que había invertido en “obras inútiles a un abogado”, Raygosa le espetó que “ninguna obra científica puede llamarse inútil” y que había “comprado con ventaja”, negando cualquier posible acusación de prodigalidad o derroche, causal también de incapacidad (Código Civil, 1879: art. 432).
Aunque la lucidez de Raygosa dejó un poco perplejos a los médicos, sostuvieron que el “perfecto acuerdo de las contestaciones que ha dado en las presentes diligencias”, pudiera obedecer a sus “intervalos lúcidos, y sería necesario sorprenderlo en uno de sus accesos”, por lo que no era posible inferir el “perfecto goce de sus facultades intelectuales”. En consecuencia, se ratificaron en sus primeras certificaciones, concluyeron no encontrarlo apto para administrar sus bienes y creyeron necesario conducirlo “a la casa de dementes” para “la seguridad de la familia y para procurar su mejor asistencia”. Con no poca sorpresa, el tutor Miguel T. Barron, presente en la escena, señaló que
Raigosa ha dado señales inequívocas en la exposición que acaba de hacer, del perfecto uso de su razón, puesto que discurre y habla sin desmentir el concepto que tiene de persona ilustrada: que además acaba de tener una conferencia detenida con él, y en obsequio de la verdad tiene que decir que no ha notado el menor extravío ni aun en los conocimientos profesionales que aquel señor posee; de suerte que si por esto hubiera de juzgar, tendría que sostener que su encomendado es persona perfectamente hábil. Pero que supuestas las afirmaciones de la ciencia, no puede por ahora suplicar al juzgado sino que difiera la declaración de estado, ínterin averiguaciones más detenidas y escrupulosas vengan a convencer su ánimo.
Y, en efecto, eso sucedió. El juez determinó aplazar la declaración del estado de interdicción, pero resolvió que “supuesta la incapacidad de la que hablan los facultativos, para administrar el Sr. Raigosa sus intereses, así como el peligro a que se expondría la familia con que dicho señor volviera desde luego a su casa, se determina que ese señor sea conducido al Hospital de dementes”, dando por concluida la diligencia. Para ese entonces, habían transcurrido dos horas. Se dispuso entonces, el traslado de Raygosa y aunque el hospital estaba cerca del Palacio de Justicia, casi frente a la Alameda, tras algunos altercados en el trayecto, cruzó el umbral de su puerta al caer la noche, alrededor de las ocho y media. Ahí permaneció durante siete días, fue sometido a interrogatorios prolongados “científicamente dirigidos” y observado sin advertirlo por parte de cuatro médicos. Los galenos se afanaron en descubrir en Raygosa diversas formas delirantes (delirio de persecución, delirio de grandezas, locura religiosa), alucinaciones e incluso un cuadro clínico conocido en ese momento y curiosamente denominado “locura razonada”, pero sin éxito alguno. Ante ello, concluyeron que “está en la actualidad gozando del pleno uso de su razón” y no veían motivo para retenerlo por más tiempo. Frente a tales hechos, los tres médicos que originalmente encontraron a Raygosa aquejado de enajenación mental, comunicaron al juez que lo habían atendido por dicho padecimiento casi un año antes del inicio del juicio, y que los certificados para el juicio de interdicción los extendieron cuatro meses antes de la demanda “a petición de la familia del mencionado paciente, informados por ella de la persistencia de la enfermedad”, pero sin un nuevo reconocimiento. Añadieron también que durante la diligencia judicial Raygosa se encontró en estado de lucidez y que, no habiéndolo visto desde entonces, apoyaban las certificaciones de los facultativos que lo examinaron en el hospital por tratarse de “personas instruidas y muy competentes en la materia” aunque “con las reservas que son de hacerse en casos tan difíciles y delicados como el presente”.
Con los tres primeros dictámenes mostrados al inicio de la demanda que lo creyeron loco, cuatro presentados a raíz de su estadía hospitalaria en favor de su buen juicio, otros tres algo dubitativos que se retractaron y aceptaron una posible mejoría, y la promesa de que “no pisaría su casa”, Raygosa salió del Hospital de San Hipólito y se dirigió al domicilio de su hermana Rita, casada con Trinidad García de la Cadena, quien documentó la secuencia de hechos que acabamos de narrar (Juicio, 1873). El calvario de Raygosa cesó sólo para cobrar nuevos bríos. Aunque el Ministerio Público se desistió de la demanda, de inmediato doña Manuela Moncada hizo valer el artículo 456 del Código Civil, que le daba derecho a pedir la interdicción de su cónyuge, en un escrito dirigido al juez que encabezó así:
No quedándome otro camino ocurro a usted y en toda forma de derecho entablo el juicio de interdicción para administración de bienes por incapacidad legal en que se encuentra mi referido esposo el señor Raygosa, a causa de la enfermedad que por desgracia le afectó la cabeza y le perturbó la razón; sobre lo cual con sobrada pena rendiré las pruebas suficientes. III
En esta segunda demanda, fueron llamados otros cuatro médicos ‒ninguno alienista‒, quienes en un plazo de seis días (entre el 28 de julio y el 2 de agosto de 1873), reconocieron e interrogaron a Raygosa en su domicilio. Aunque fue parco en muchas de sus respuestas, los médicos pudieron reconstruir su historia clínica, conocer algunos rasgos de su temperamento y averiguar detalles sobre su vida familiar. Además, tuvieron acceso al expediente judicial, con los testimonios y las pruebas documentales presentadas por doña Manuela, y con esta suma de evidencias, entregaron al juez sus dictámenes periciales. Coincidieron en que Raygosa mostraba una clara predisposición a la locura por haber sufrido desde hacía veinte años una variedad de episodios que calificaron como “ataque de cerebro”, “reblandecimiento”, “debilidad de cerebro” y “afección cerebral grave”, y que sus profusas concepciones delirantes comprometían el libre goce de las facultades afectivas e intelectuales. Salvo uno de ellos que lo encontró restablecido, los otros tres coincidieron en la persistencia de su mal (Alegato, 1873). Al año siguiente, un nuevo juez tomó la causa y apoyándose en estos peritajes dictó sentencia de interdicción absoluta que fue recurrida hasta la tercera instancia, dando oportunidad a que nuevos médicos participaran. El fallo definitivo consideró a Raygosa parcialmente incapaz, le reconoció el ejercicio de algunos derechos y le privó de otros. Podía continuar con su profesión y educar a sus tres pequeños hijos, pero quedó impedido para vivir bajo el mismo techo y cohabitar con su mujer por su peligrosidad, así como vender o gravar sus bienes muebles e inmuebles y litigar por su propio derecho, actos que podría llevar a cabo con el consentimiento ‒según el caso‒ del juez, de su esposa o de su tutor (Interdicción, 1874, 1876, 1877).
Multitud de preguntas afloran tras este apretado relato. ¿Qué formación debían tener los médicos para certificar en un tribunal el estado mental de un individuo?, ¿quién los escogía y cuántos podían ser requeridos?, ¿qué tipo de examen correspondía realizar al supuesto incapaz?, ¿qué características habrían de reunir los dictámenes periciales para ser válidos?, ¿cómo debía proceder el juez si los médicos mantenían posiciones encontradas?, ¿cabía suponer la peligrosidad de Raygosa con los elementos que aportaron?, ¿les constaba que no era apto para administrar sus bienes?, ¿actuaron bajo la presión de la familia Moncada?, ¿por qué el tutor le dio más crédito a la ciencia que a su propia percepción sobre Raygosa en quien no atisbó el menor extravío?, ¿podría él o la defensa haber impedido su ingreso en el hospital de dementes?, ¿qué tratamiento recibiría en San Hipólito con miras a su curación?, ¿entre quienes se negoció su salida del hospital si a cambio se le impidió volver a su casa?, ¿acaso el señalamiento de don Felipe respecto a una supuesta herencia no fue atendido porque la palabra de un loco ‒concediendo‒ no era digna de crédito alguno?, ¿en qué circunstancias podía intervenir el Ministerio Público?
Ciertamente, el Código Civil de 1870 y el Código de procedimientos civiles de 1872 establecieron un procedimiento para iniciar la demanda de interdicción y designar a los médicos que debían certificar la locura, y algunas de estas preguntas pueden ser contestadas tras una lectura atenta de tales instrumentos jurídicos, pero otras definitivamente carecen de respuesta porque tampoco estuvieron resueltas en su tiempo. No obstante, parece cierto que la familia Moncada se atrevió a llevar hasta sus últimas consecuencias la demanda contra Raygosa con el indudable apoyo de varios médicos, acaso del Ministerio Público y por supuesto del primer juez, quien dio entrada a un juicio de incapacidad por enfermedad mental nutrido de irregularidades procesales. Analicemos entonces qué médicos colaboraron con la familia en un primer momento y qué lazos los unían para ver cómo reaccionó la medicina frente a los apremios de la familia Moncada por incapacitar a Raygosa.
Como ya dijimos, el Código Civil de 1870 obligaba al juez a solicitar el parecer de dos médicos y dado que aún no existía formalmente la figura del “perito médico-legista”, introducida en 1880, cualquier médico podía ser llamado para ejercer esta función (Ley, 1886). Si bien tocaba al juez la designación de dichos médicos y que el reconocimiento del presunto incapaz se hiciera ante él, la familia Moncada se anticipó y recabó los dictámenes, los entregó al Ministerio Público y este los presentó al juez para iniciar la demanda. Aunque el Código Civil le autorizaba a exhibir pruebas o testigos de la demencia, pero no dictámenes periciales, el licenciado Eguía y Lis no tomó la ruta que le brindaba la ley y optó por apoyarse en médicos “de reconocida ciencia y honradez”, aunque tuvo la precaución de solicitar al juez Escobar que los citara para que reconocieran sus firmas y se ratificaran en su dicho (Código Civil, 1872: arts. 457-458). Posiblemente, tal estrategia confió en el prestigio de los médicos, en la no menos poderosa familia Moncada y en la complicidad del juez para lograr el propósito que finalmente se alcanzó, la reclusión de don Felipe en San Hipólito.
La elección del médico de la familia, Francisco Ortega ‒don Pancho, como le conocían en la casa‒, parece ir en ese sentido, ya que atendió a Raygosa un año antes de la demanda cuando contrajo erisipela, una infección de la piel que, según su parecer, se complicó y cursó con “un delirio furioso durante el tiempo de su evolución”. Con este antecedente, cedió a la petición de la familia de extender la certificación que permitiera dar curso a la demanda sin reconocerlo de nuevo, confiando ‒suponemos‒ en que la enfermedad persistía (Informe, 1876: 86; Interdicción, 1874: 162-163). Más extraña resulta la participación de Lázaro Ortega, hermano de don Pancho, a quien Raygosa aseguró no haber visto nunca, y del cuñado de ambos, el doctor Rafael Lucio, que lo consideró violento e incapaz de administrar sus bienes, aunque tampoco lo reconoció (Juicio, 1873: 20). Ninguno de los tres califica como alienista, pero dos de ellos ocuparon posiciones de primer nivel en las instituciones médicas nacionales y mantuvieron vínculos muy cercanos con las élites políticas mexicanas, entre ellas, los Moncada.
En efecto, doña Manuela descendía de una familia cuya genealogía podía hacerse llegar hasta los primeros conquistadores del siglo XVI, continuarse en ricos mineros de Zacatecas para terminar en grandes propietarios de haciendas agrícolas y ganaderas en vísperas de la Independencia. Nieta del último Marqués del Jaral, participó del ceremonial cortesano al ser nombrada dama de palacio de la emperatriz Carlota entre 1864 y 1867, durante el Imperio de Maximiliano, años turbulentos para México. También Raygosa colaboró con los invasores desde sus inicios, ya que formó parte de la Junta de Notables, donde se convino adoptar la monarquía como forma de gobierno con un príncipe europeo a la cabeza, por lo que tanto él como su esposa se movían en ese pequeño mundo que reunía al poder político y económico, y al que también pertenecieron los médicos escogidos para dirimir esta causa (Ladd, 1984: 68; Sánchez-Navarro y Peón, 1951: 250; Márquez, 1904: 390, 419; Pani, 2001: 368).
Ciertamente, Francisco Ortega tuvo a su favor el haber nacido en el seno de una de las “mejores familias” de la capital. Su padre, el conocido poeta Francisco Ortega y Martínez, fue regidor del ayuntamiento de la ciudad de México, diputado y senador, quien procreó además a otro médico, el doctor Aniceto Ortega, considerado el “primer especialista en obstetricia de sus tiempos” y a un famosísimo abogado, el licenciado Eulalio Ortega del Villar, quien fuera presidente del ayuntamiento en 1858, magistrado del Tribunal Superior de Distrito y de la Suprema Corte de Justicia, por lo que esta familia perteneció a un círculo muy selecto de políticos y juristas que sabía moverse en los tribunales (Macedo, 1988: 32; Ortega y Pérez Gallardo, 1908-1910: I.55-57). Concretamente, el médico de la familia Raygosa-Moncada, Francisco Ortega, presidió la Academia de Medicina en dos ocasiones ‒1871 y 1873‒, justo cuando inició la demanda de interdicción, y durante doce años tuvo a su cargo la dirección de la Escuela de Medicina, donde impartió la cátedra de Anatomía por casi cuatro décadas (Álbum, 1933; Ruiz, 1963: 55). IV Rafael Lucio, cuñado del anterior como dijimos, atendió al presidente de México Benito Juárez durante sus últimos años de vida y de hecho, le tocó certificar su muerte el 18 de julio de 1872 comunicando este deceso al presidente de la Suprema Corte, Sebastián Lerdo de Tejada, como correspondía. Anteriormente, el emperador Maximiliano de Habsburgo lo había condecorado con la Cruz de la Imperial Orden de Guadalupe en agradecimiento por asistirlo exitosamente en varios padecimientos. Fue presidente de la Academia de Medicina en dos ocasiones ‒1869 y 1881‒ y por un corto tiempo tomó la dirección interina de la Escuela de Medicina en sustitución del doctor Francisco Ortega, donde impartió las cátedras de medicina legal y de patología interna ‒esta última durante 35 años‒, por lo que el trato entre ambos médicos no podía ser más cercano, tanto desde el punto de vista académico como político, aunado al parentesco ya mencionado (Ortega y Pérez Gallardo, 1908-1910: I.81; Álbum, 1933; Fernández del Castillo, 1956: 207; Ruiz, 1963: 55; Cárdenas de la Peña, 1979: II.399; Martínez Guzmán, 2003).
Muy probablemente, la solidez profesional de estos médicos llevó al Ministerio Público a promover la demanda de interdicción con la seguridad de que los certificados exhibidos y el poder político de las rúbricas al calce, probarían de manera consistente la enajenación mental de don Felipe. Sin embargo, sabemos que se obtuvieron al margen de los procedimientos legales ya que los facultativos no fueron designados por el juez y no interrogaron al supuesto incapaz en su presencia ni en la del tutor, aunque la ratificación sí tuvo lugar aquella tarde invernal de 1873. Meses después, esta falta de pulcritud motivó que un segundo juez designado en la causa los desechara por carecer de las formalidades estipuladas en el Código Civil. Para entonces, la vida de Raygosa había dado un vuelco inesperado y sin retorno tras su ingreso en el hospital para dementes de la ciudad de México en tan solo unas horas, como ya se dijo. Apenas permaneció una semana, pero al salir descubrió con sorpresa que durante su encierro su mujer había obtenido la anuencia judicial para irse con sus tres hijos a casa de su hermana, permiso que nunca se revirtió (Interdicción, 1874: 163). De manera que estos primeros diagnósticos, realizados fuera del marco legal y por médicos afines a la parte demandante, determinaron de forma irreversible el futuro del supuesto incapaz pese a las constantes quejas de Raygosa que clamaba por sus pequeños vástagos y su mujer (Linares, 1873: 55-56; Lombardo, 1876: 56-57). Así, estos médicos, comprometidos con la familia Moncada ‒al grado de suscribir los dictámenes meses después de la erisipela y sin un nuevo reconocimiento‒, unidos por lazos de parentesco y aspiraciones políticas, desataron el litigio contra Raygosa y lograron su reclusión. Pero también fueron médicos los que con nuevos diagnósticos lo liberaron. Por ello, nos preguntamos ¿qué movió a los médicos en el Hospital de San Hipólito a no retener por más tiempo a don Felipe?
Cuando los hermanos Ortega y el doctor Lucio dieron un paso atrás y admitieron una posible mejoría de Raygosa, aceptaron el parecer de sus colegas en el Hospital de San Hipólito por considerarlos competentes, pero enfatizaron que se pronunciaban “con las reservas que son de hacerse en casos tan difíciles y delicados como el presente”, como ya se dijo (Juicio, 1873:12). Sin hacer a un lado la dificultad propia del diagnóstico que los primeros alienistas mexicanos plasmaron una y otra vez en libros de medicina legal, tratados médicos, artículos científicos y tesis de medicina, y que podía derivar en apreciaciones distintas sobre un mismo sujeto por la complejidad que representaba lograr un diagnóstico preciso o determinar la futura evolución de una enfermedad mental, sobre todo frente a cuadros clínicos poco definidos, ante los llamados “intervalos de lucidez”, los delirios focalizados en un solo punto o simplemente que un mismo síntoma habitara en distintas variedades de locura, analizaremos aquí cómo los intereses que el alienismo mexicano defendía en esos momentos pudieron encauzar la vida de Raygosa (Hidalgo y Carpio, 1869; Parra, 1895; Olvera, 1895; Sosa, 1895; Peón Contreras, 1898).
En efecto, la misma unanimidad observada en los tres dictámenes médicos que abrieron la causa contra don Felipe, pudo apreciarse en los cuatro que lo redimieron de su encierro, pero en sentido contrario. Mientras unos lo consideraron falto de razón, incapaz de administrar sus bienes y peligroso para su familia, los otros lo encontraron razonable y sin motivo alguno para permanecer por más tiempo privado de su libertad. Hay un rasgo que se identifica rápidamente entre unos y otros facultativos. A diferencia de los primeros, tres de los cuatro médicos que observaron a Raygosa en San Hipólito contaban con experiencia en el campo de la medicina mental por haber sido directores de alguno de los hospitales para dementes de la ciudad de México. Tan importante distinción cobra mayor fuerza si la analizamos a la luz del momento histórico que atravesaba esta incipiente medicina de la mente en el México decimonónico, donde apenas despuntaba como un nuevo campo de conocimiento.
A partir de 1861, en el contexto de las llamadas Leyes de Reforma que establecieron la separación Iglesia-Estado, se procedió a la secularización de las instituciones de beneficencia para que todos los hospitales, hospicios y prisiones quedaran bajo la vigilancia del Estado y con cargo a los presupuestos públicos, ya que muchos de ellos se encontraban en manos de religiosos o de particulares. Aunque este propósito no se cumplió a cabalidad, propició que los médicos tomaran la dirección de los hospitales para dementes, giro que llevó a la exigencia formal del certificado médico como requisito para el ingreso, articuló reformas para implantar el tratamiento moral, produjo conocimiento especializado mediante la observación de los pacientes, la clasificación con criterios médicos y la realización de autopsias en busca de lesiones cerebrales, e introdujo la enseñanza, iniciando así la práctica de la clínica psiquiátrica en la capital del país. Sin embargo, esta transición no fue nada sencilla, ya que el esfuerzo de los primeros alienistas por afianzar su competencia profesional se enfrentó a viejas inercias, entre ellas, la recepción de pacientes por petición de las familias o por órdenes gubernativas sin certificado médico alguno. Por ello, esta incipiente medicina de la mente, que se jugaba su prestigio como ciencia, cuidó especialmente que se probara la existencia de algún trastorno y que su práctica ‒la de encerrar para curar‒ no se asociara con la privación indebida de la libertad, un bien muy preciado en ese siglo. Así, los reglamentos de estas instituciones establecieron que los procesos de admisión estuvieran regidos por criterios científicos y defendieron el valor del conocimiento experto para arribar a diagnósticos certeros. Si bien la experiencia de cada paciente en estos hospitales fue muy variable dependiendo de su estatus económico, la naturaleza de la enfermedad, los motivos de su confinamiento y de las condiciones sociales, políticas y económicas de ese momento, el esfuerzo de los alienistas estuvo encaminado a fines curativos y a ganarse la confianza de la sociedad (Ballenger, 2009; Sacristán, 2021). En este contexto y frente a un ingreso tan irregular como el de Raygosa, derivado de una orden judicial sin la declaratoria del estado de interdicción, que ordenaba su internamiento por considerarlo peligroso para sí y para su familia, ¿qué respuesta cabía esperar de unos médicos que habían perseverado en la medicalización de los antiguos hospitales coloniales y que ahora se veían ante el mandato de un juez que los instaba a recluir a don Felipe? La credibilidad de la profesión se jugaba en este ingreso, que muy pronto fue recogido por la prensa con encabezados como los de “escandaloso atentado” o “arbitrariedad” en alusión a la orden judicial señalada, pero que podía salpicar a los médicos si lo retenían sin causa justificada. V
En efecto, el más destacado de todos ellos, el doctor Miguel Alvarado, ha sido considerado el primer alienista mexicano por su constante impulso a las instituciones de atención médica. En 1865, por petición del presidente Benito Juárez, levantó “unos planos y presupuestos para el establecimiento de un hospital de enajenados de ambos sexos en el ex Convento de San Ángel”, a fin de contar con un lugar más propicio y alejado del bullicio de la ciudad, y que habría de dirigir al momento de su conclusión. Si bien este hospital nunca vio la luz, Alvarado fue director del Hospital de San Hipólito para hombres y del Hospital de la Santísima Trinidad para sacerdotes seniles y dementes y, tras el juicio a Raygosa, también encabezó el Hospital del Divino Salvador para mujeres. Años después, tuvo a su cargo la primera cátedra de enfermedades mentales, que desempeñó hasta su muerte (Cárdenas de la Peña, 1979, I.53; Rodríguez, Castañeda, & Robles, 2008: 60-61; Morales Ramírez, 2008: 70-74). El poeta, dramaturgo y médico José Peón Contreras también reconoció a Raygosa en San Hipólito, precisamente porque en ese momento era su joven director y, sin duda, le interesaba aplicar el reglamento. Años después sucedió en la cátedra a Alvarado y a fines del siglo XIX publicó un importante artículo sobre la clasificación de las enfermedades mentales según la responsabilidad legal (Peón Contreras, 1898; Enciclopedia de México, 1987: 6294-6295; Ríos Molina, 2016: 19-20). El tercer dictamen vino de la mano del doctor Francisco Montes de Oca, y aunque la importancia de su legado se encuentra en el campo de la cirugía, fundamental en un siglo convulsionado por las guerras, había sido director del Divino Salvador, por lo que su experiencia como médico de manicomio frente a los médicos de gabinete no era nada despreciable (Rodríguez, Castañeda, & Robles, 2008: 318-319). Con alguna incursión en la medicina de la mente, pero cuyo desarrollo mayor fue posterior al caso Raygosa, se encontraba Manuel Alfaro, quien publicó un informe sobre su experiencia en el hospital de mujeres dementes en 1880 y sobre su participación en otros juicios de interdicción en ese mismo año (Alfaro, 1880a, 1880b).
La formación de estos médicos en el campo de la medicina de la mente pudo hacer la diferencia en la valoración de Raygosa, pero tanto o más, su compromiso con el proceso de transformación de los antiguos hospitales motivados por fines caritativos y de defensa social en una nueva estructura institucional con fines terapéuticos. Antes de la demanda de interdicción, José Moncada, cuñado de Raygosa, había solicitado su ingreso en San Hipólito sin éxito alguno. Aunque no ha quedado constancia de esta petición, que seguramente fue verbal, es posible que estos médicos tuvieran conocimiento de ese hecho y por ello, a sus diagnósticos los guió la prudencia. Siempre cabía el riesgo de que una vez liberado, Raygosa pudiera poner en peligro a su familia, como el juez temía. Quizá por ello, se convino que don Felipe quedara bajo una especie de custodia familiar en casa de su hermana, al tiempo que se autorizó a su esposa a abandonar el hogar conyugal. Una solución a medias que no dejó contento a nadie porque, como sabemos, a los pocos días doña Manuela acudió nuevamente a los juzgados y durante los siguientes cuatro años don Felipe se vio envuelto en más diagnósticos médicos, interrogatorios de jueces y arreglos de abogados que no podemos analizar en este espacio.
Es bien sabido que las prácticas científicas no están aisladas de su tiempo y que el conocimiento no se construye al margen de consideraciones políticas, sociales o económicas. Siendo la psiquiatría un campo de la medicina que colabora con el derecho e incide en la impartición de la justicia, quisimos hacer énfasis en dos aspectos que complejizaron aún más la ardua tarea que tuvieron ante sí los primeros alienistas mexicanos decimonónicos en el proceso de certificación de la locura. Por lo regular, los juicios de interdicción venían precedidos por conflictos entre los parientes que estallaban en los tribunales donde se disputaba un patrimonio de cierta consideración y, en algunos casos, la seguridad de una familia. Pudimos advertir cómo los médicos se vieron expuestos a los fines perseguidos por la familia Moncada que participó muy activamente en los tribunales, proporcionando pruebas de la enfermedad, pero también defendiendo sus intereses por medios poco claros, con el ánimo de influir en el veredicto de los jueces y cayendo en irregularidades procesales muy notorias. Si estos juicios derivaban en el internamiento del supuesto incapaz, las consecuencias de una pericia médica poco clara eran aún más graves, sobre todo si el sujeto en cuestión gozaba de notoria fama, ya que la ciencia médica quedaba sujeta al escrutinio de la opinión pública. Aunque los médicos de hospital disponían de un mejor espacio de observación y quizá, de mayor libertad, lejos de las tensiones de las familias que demandaban, no pudieron eludir totalmente la fuerza de una orden judicial. No obstante, con los años, la certificación de la locura en el terreno forense y en el asistencial afianzaría a la psiquiatría como un conocimiento especializado. Ello le permitió establecer ciertos mecanismos de control para el encierro de un enfermo frente a secuestraciones arbitrarias o intentos de despojo de sus bienes, pero el momento crítico por el que atravesaba la medicina de la mente en la segunda mitad del siglo XIX en México estaba todavía muy lejos de lograrlo porque ni los conocimientos, ni la formación de especialistas lo permitían.
I Expresiones como demente o estado de demencia no aludían en la época a una entidad nosológica en particular, sino a la locura o la alienación mental en lo general, es decir, a la pérdida de la razón (Goldstein, 1987: 162).
II Si bien en la prensa y en otros documentos el apellido de nuestro personaje aparece escrito de diversas maneras (Raigosa, Raygoza, Raygosa), hemos optado por esta última en nuestra narrativa debido a que así se consignó en las diversas sentencias que tuvo este caso, pero hemos respetado la grafía original en las citas textuales.
III Certificación de haberse recibido en la Secretaría del Tribunal Superior de Justicia los cuadernos relativos a los autos promovidos por la señora doña Manuela Moncada de Raygosa, esposa del ciudadano licenciado Felipe Raygosa sobre interdicción legal por demencia, Ciudad de México, 1873, Archivo Histórico del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, Sección civil, Paquete Monc-Monrr, cuaderno 1.
IV Actas de sesiones, diciembre de 1864 a octubre de 1879, Archivo Histórico de la Academia Nacional de Medicina, vol. 1.
V “¡¡¡Escándalo!!! ¡¡¡Arbitrariedad!!!”, El Monitor Republicano, núm. 41, 16 de febrero de 1873, p. 4.
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