Resistir: el camino del poeta Rainer Maria Rilke para superar la melancolía

Resistir: el camino del poeta Rainer Maria Rilke para superar la melancolía

 

Otto Doerr-Zegers

Departamento de Psiquiatría Oriente, Facultad de Medicina de la Universidad de Chile y Centro de Estudios sobre Fenomenología y Psiquiatría de la Universidad Diego Portales.


La melancolía de los genios

Como es conocido, Hubertus Tellenbach, primero en su estudio “Gestalten der Melancholie” (1960) y luego en su trascendental obra “La melancolía” (1961) ‒y remitiendo en ambos casos al famoso Libro XXX de los Problemata de Aristóteles‒ describe una forma de depresión propia de los genios, que él llama Schwermut, y que sería distinta a la depresión patológica. Él fundamenta su descripción en el estudio tanto de personajes literarios como Hamlet o Werther, como de la biografía de poetas y filósofos como Hans Grillparzer, Soeren Kierkegaard y Charles Baudelaire. De las auto-descripciones de cada uno de estos autores concluye Tellenbach que la melancolía consiste en el fracaso de la capacidad de trascender hacia la obra creadora. “Melancolía es estar dominado por la torturante sensación de no poder liberar (de una suerte de encierro) a la propia capacidad” (Tellenbach, 1984). La diferencia entre la melancolía y la depresión patológica radica entre otras cosas, según este autor, en el hecho que esta última compromete mucho más la corporalidad y los ritmos vitales que aquélla.

Con el objeto de acercarnos a la comprensión de este concepto de melancolía de los genios, nos detendremos un momento en el conocido texto aristotélico. Él parte preguntándose “por qué todos los hombres extraordinarios son melancólicos”. Y luego agrega: “... y hasta tal punto lo son, que muchos de ellos sufren de manifestaciones patológicas cuyo origen está en la bilis negra”. Esto significa que él distinguió claramente entre una melancolía “genial” y otra “patológica”, sugiriendo incluso la posibilidad de que un hombre genial que sufre de esos episodios que le son de algún modo propios, pueda transformarse en un enfermo. No es improbable que esta teoría se la haya inspirado el trágico caso de Empédocles de Agrigento, ese hombre universal, discípulo de Parménides, que se destacó como filósofo, físico, médico, literato, político e incluso místico y predicador. Empédocles fue admirado por sus contemporáneos como una especie de semi-dios, pero un día, e inesperadamente, se retiró de la vida pública para refugiarse en las montañas y más tarde se lanzó al cráter del volcán Etna, transformándose su muerte en uno de los suicidios más famosos de la Antigüedad. Tres siglos más tarde el escritor romano Luciano se refería a este acto como la consecuencia de una profunda melancolía. Es sabido también que Friedrich Hölderlin escribió tres diferentes tragedias inspiradas en la muerte de Empédocles.

Pero hay que recordar que los griegos también hacían la diferencia entre depresión y euforia en el sentido de una enfermedad y otras oscilaciones del ánimo más o menos permanentes, que eran propias de un tipo de personalidad, llamado tipo bilioso. Esta distinción, que ya se insinúa en Platón, tiene para Aristóteles incluso un fundamento biológico. Según él y su discípulo Teofrasto, a quien se le adjudica en parte el capítulo sobre la melancolía en el tipo o temperamento “bilioso”, habría un predominio de la bilis sobre los otros humores, pero su temperatura se mantendría en equilibrio. Y esto es lo que garantizaría la creatividad de la obra genial, ya que un exceso de temperatura llevaría a las manifestaciones patológicas que hoy conocemos como fases de euforia o manía, mientras que un enfriamiento excesivo conduciría a la depresión como enfermedad.

En las últimas décadas numerosos autores han intentado dilucidar la misteriosa relación existente entre la genialidad y las enfermedades del ánimo, en particular la enfermedad bipolar. Fuera de los conocidos trabajos de Nancy Andreasen (1987) y de Kay R. Jamison (1993), de corte más bien empírico, habría que destacar los recientes trabajos de Pies (2007) y Akiskal (2007). Ambos, al igual que Tellenbach, parten del análisis del famoso texto aristotélico. El primero sostiene que Aristóteles ya había descrito el espectro bipolar, como lo conocemos hoy y luego, apoyándose en el detallado análisis del mismo texto, realizado por la filósofa Heidi Northwood (1998), llega a la conclusión de que habría un tercer tipo de melancólicos ‒fuera de los mono- y bipolares‒ que son capaces de controlar las variaciones del humor y que serían más creativos que el promedio. Akiskal, por su parte, reconoce en las descripciones del filósofo griego no sólo el espectro bipolar, sino también las analogías con su propia teoría de los temperamentos. Por último, y coincidiendo en cierto modo con el concepto de Schwermut de Tellenbach, Akiskal sostiene que no es la clásica enfermedad maníaco-depresiva o Tipo I, sino más bien el Subtipo II, caracterizado por los temperamentos ciclotímicos e hipertímicos, el que estaría vinculado a la creatividad y a la genialidad (“intellectual and/or artistic eminence”). Él postula incluso ‒siguiendo a Ludwig‒ que la enfermedad maníaco-depresiva sería un reservorio genético de genialidad.

Rilke y la melancolía

El poeta Rainer Maria Rilke (Praga, 1875 - Valmont, Suiza, 1926) representa una de las cumbres de la poesía alemana del siglo XX, pero tuvo además una gran importancia en el desarrollo de la filosofía existencial. Su influencia sobre Heidegger y Gadamer es innegable y otros dos notables filósofos, Romano Guardini (1996) y Otto Friedrich Bollnow (1956), dedicaron extensos libros a analizar su obra.

Como hemos tratado de demostrar en otro trabajo (Dörr, 2001), el caso Rilke corresponde sin duda a la Schwermut de Tellenbach, pero también al temperamento melancólico con elementos hipertímicos de Akiskal. Recordemos que él no sólo sufrió de períodos de angustia y depresión, sino también de momentos de gran exaltación, como el que él mismo describe en una carta a la Princesa Marie von Thurn und Taxis, al terminar de escribir las Elegías:

“Por fin, Princesa, por fin el día bendito [...] en que puedo anunciarle la conclusión de las Elegías: ¡Diez! [...] Todo en algunos días; fue como una tempestad incontenible, un huracán en el espíritu (como entonces en el Castillo del Duino); todos los ligamentos y tejidos han crujido en mí. Me olvidé incluso de comer. Sólo Dios sabe quién me alimentó. Pero ahora está. Está. Está. Amén.” (11 de Febrero de 1922).

Curiosamente sus biógrafos más conocidos, como Hans Egon Holthusen (1968) y Wolfgang Leppmann (1981) no se detienen mayormente en la descripción de estos estados, aunque ambos coinciden en afirmar que durante un largo período previo a la Primera Guerra, entre 1910 y 1914 ‒e incluso hasta 1915 y con la sola excepción de ese breve rapto de inspiración que le permitió escribir, en Duino, las dos primeras elegías y partes de la tercera y de la sexta‒ el poeta vivió sumido en un estado de melancolía y de muy poca creatividad y mucho sufrimiento. Recordemos que Rilke fue un declarado antibelicista y partidario acérrimo de una Europa unida y que su extraordinaria sensibilidad le permitió intuir el desastre que significaría para la civilización y la cultura la mencionada guerra. Esta crisis coincide también con el agotamiento experimentado tras la publicación de su única novela, Los Cuadernos de Malte, en la que vuelca todos los dolores sufridos durante la infancia, la juventud y su primera madurez. Dos años después de la publicación todavía se pregunta en una carta a Lou Andreas-Salomé si el ocaso de su héroe no lo habría arrastrado consigo con una fuerza mayor de lo que entonces ‒mientras lo escribía‒ él mismo había querido suponer (carta del 28 de diciembre de 1911).

La mejor manera de acercarse a los períodos de “depresión” de Rilke es, sin duda, a través de sus propias descripciones, consignadas en su epistolario. En primer lugar, habría que decir que estas crisis las sufrió desde muy joven. Así, en una carta a Lou del 30 de junio de 1903, dice que:

“...en las fiebres que acompañaban a las enfermedades de mi infancia... me sobrevenían tremendas e indescriptibles angustias... miedos ante algo muy grande, muy duro, muy cercano, angustias profundas, inefables, de las que yo me acuerdo perfectamente. Estas mismas angustias han aparecido de nuevo, pero sin necesitar ni de la noche ni de la fiebre.”

Una magistral descripción de su gran crisis de 1911 la encontramos en una carta a la misma Lou del 28 de diciembre de ese año:

“Querida Lou: Han pasado casi dos años y sólo tú podrás comprender cuan [...] penosamente los he pasado [...] Despierto cada mañana con los hombros helados, esperando una mano que me tome y me sacuda. ¿Cómo es posible que yo, una persona preparada y educada para la expresión (artística), me encuentre aquí sin vocación, (completamente) de sobra? [...] ¿Son éstos los síntomas de esta larga convalecencia que es mi vida? ¿O son los síntomas de una nueva enfermedad?” (Briefe, Band I, pp. 369-371).

Pocos días más tarde (10-01-12) le vuelve a escribir, diciendo:

“Lo que más me angustia no es tanto lo largo de la pausa (creativa), sino quizás una suerte de embotamiento, de envejecimiento [...] Puede ser que el estado de permanente falta de concentración en que vivo tenga quizás una causa física, como una delgadez de la sangre (por ejemplo) [...] Me levanto cada día con la duda si me resultará hacer algo y esta desconfianza crece ante el hecho que pueden pasar semanas y meses en los cuales yo, y con el mayor esfuerzo, apenas soy capaz de escribir cinco líneas de una carta indiferente [...]” (op. cit., p. 373).

Ante esta dramática situación, su esposa, la escultora Clara Westhoff, quien se encontraba en tratamiento psicoanalítico con Viktor von Gebsattel, le recomendó contactarse con él para ver la posibilidad de encontrar algún alivio en esa terapia. Curiosamente Lou Andreas-Salomé, que por ese entonces frecuentaba los círculos freudianos y se transformaría ella misma más tarde en psicoanalista, se opuso a tal tratamiento para el poeta, decisión que fundamentó más tarde en un trabajo suyo titulado “Narcisismo y doble orientación” (1921), citado por E. Pfeiffer (1976), con las siguientes palabras:

“Con respecto al psicoanálisis aplicado a artistas que se encuentran en proceso de creación, creo que hay que ser sumamente cuidadoso y distinguir estrictamente dos posibles efectos sobre ellos: un efecto liberador de las potencias creativas a través de la sublimación de inhibiciones y de tensiones y otro efecto que puede ser peligroso, porque puede tocar ese lado oscuro del artista, allí donde está germinando el fruto.”

En todo caso, en su carta del 14 de enero de 1912 le describe a von Gebsattel su estado psíquico con las siguientes palabras:

“Usted...está enterado de cómo yo, desde hace dos años, estoy aquí tendido y no hago nada, como si intentara incorporarme, agarrándome de uno o de otro que pasa por mi lado y viviendo del tiempo y de la capacidad de escuchar de aquellos a los que induzco a permanecer a mi lado. Es propio de este estado el que se transforme en una total enfermedad si es que dura demasiado...” (op. cit., p. 383).

En otra carta a Lou Andreas-Salomé del 20 de enero de 1912, aparecen nuevas descripciones sobre su estado de salud:

“Sigue existiendo el hecho de que incluso corporalmente me siento muy mal... La hipersensibilidad de los músculos es tan grande que (basta) algo de gimnasia o alguna postura exagerada (por ejemplo, al afeitarme) para que tenga consecuencias inmediatas como dolores, hinchazones, etc., fenómenos a los que luego vuelven a asociarse angustias, temores y sensaciones de todo tipo [...]” (op. cit., pp. 384-385).

Más adelante, en marzo de 1913, lo encontramos otra vez sufriendo. Y así continuará por períodos hasta su muerte. “¿Qué tendría que pasar para que yo sintiese algo?”, le escribe a la Princesa Marie von Thurn und Taxis (op. cit., p. 456). Y poco más de un año después, en otra carta a Lou Andreas-Salomé (08-06-14) dice: “...después de estos meses de sufrimiento he tenido que darme cuenta que nadie me puede ayudar, nadie...” (op. cit, p. 532).

Dejaremos de lado las profundas reflexiones que hace Rilke sobre el tratamiento psicoanalítico y las razones que tuvo para rechazarlo. Este tema lo hemos desarrollado in extenso en otra oportunidad (2001). Lo que nos interesa en este contexto es destacar, a través de estas citas, el hecho incuestionable de que Rilke sufrió de repetidos y profundos períodos de angustia y depresión, pero que, en nuestra opinión, no corresponden a la enfermedad depresiva, sea ésta mono o bipolar. Nosotros pensamos que, además de las diferencias planteadas por Tellenbach (1960, 1961, 1984) y Akiskal (2007), estos cuadros difieren en lo que dice en relación con la actitud hacia el futuro: en la enfermedad depresiva, según la intensidad del cuadro, el futuro está más o menos cerrado, mientras que el genio, durante su melancolía, anhela en todo momento recuperar el flujo de la temporalidad y consecuentemente, su capacidad creativa. Con otras palabras, su futuro permanece abierto.

Resistir: el camino de Rilke para superar la melancolía

En un conocido artículo de los años 60, Tellenbach (1963) analiza la historia de Job desde una perspectiva novedosa e iluminadora. Él se pregunta cómo es posible que Job no haya caído en una melancolía, en una profunda depresión, habiendo sufrido tantas pérdidas y desgracias y, sobre todo, habiéndose percatado de que ellas provenían en último término de su mismo Dios, Yavé, a quien adoraba y de quien había sido su más fiel servidor. Debemos recordar además que muchos de sus lamentos tienen un aire claramente melancólico: “¿Por qué no expiré en el seno de mí madre? ¿Por qué no perecí al salir de sus entrañas?” (III, 11). “Lo que temo, eso me llega y lo que me atemoriza me alcanza. No tengo tranquilidad, paz ni descanso, porque a cada momento se adueña de mí una nueva adversidad.” (III, 25-26). “Mi piel, ennegrecida, se desprende y mis huesos se han secado por la fiebre” (XXX, 29). Y sin embargo, Job no se deprime y lucha hasta el final, incluso exigiéndole justicia al mismo Dios. Tellenbach encuentra la respuesta en lo que él llama capacidad de trascender de Job. A diferencia del typus melancholicus, de algún modo preso en los distintos órdenes de la existencia y que vive en un mundo de lo fijo, lo constante, lo reglado, lo seguro, etc., Job, “desde la limitación sin esperanzas, se escapa hacia el preguntar de la desesperación, vale decir, hacia el espíritu. De todas las caídas volvió Job a levantarse gracias a los ruegos incansables por una manifestación más profunda de la divinidad y se salvó porque buscó un modo de relación con Dios más auténtico que en los tiempos felices.” (op. cit., p. 15).

La pregunta es si Rainer Maria Rilke, quien, como Job, también sufrió de repetidas pérdidas y privaciones, así como de estados de desesperación, tuvo alguna actitud particular que le permitiera enfrentar esas pérdidas y esos estados de angustia y sequía creativa y no caer en la desesperanza y en el suicidio, vale decir, en la depresión patológica. Recordemos que sus sufrimientos no fueron menores: su madre, quien no quiso aceptar la muerte temprana de su primera hija, vistió al poeta de mujer hasta los 7 años ‒algo que él siempre vivió como una gran humillación‒ y luego lo abandonó a los 9. Su padre, militar retirado, nunca comprendió la sensibilidad de su hijo y apenas cumplidos éste los 11 años, lo ingresó a una academia militar, donde permaneció casi 5 años. Su tío y protector, Jaroslaw von Rilke, lo obligó a estudiar primero economía y luego derecho, estudios que el poeta interrumpió, por cierto, precozmente, pero que significaron inútiles esfuerzos y sufrimientos. Su fundamental desarraigo y su condición, en cierto modo, de apátrida, lo llevó a vivir en un permanente exilio. Esta situación llegó al extremo al final de la guerra del 14, cuando se derrumba el Imperio Austrohúngaro, queda él sin pasaporte y Suiza se opone durante meses y años a otorgarle la residencia. Su relación con las mujeres, a quienes mucho amó, fue también una constante pérdida, al no aceptar ninguna de ellas el necesario segundo plano en el que Rilke, desde su absoluto compromiso con la obra de arte, las colocaba. Por último, su larga y dolorosa enfermedad ‒la leucemia‒ que por ese entonces se diagnosticaba tardíamente y no tenía tratamiento alguno y que transformara los últimos meses de su vida en un verdadero calvario.

Pensamos que Rilke, al igual que Job, también fue capaz de trascender las situaciones de includencia y remanencia ‒incluidos los períodos de apagamiento de la creatividad, con la angustia consiguiente‒ que podrían haberlo hundido en la más absoluta desesperanza y en una depresión psicótica. Pero a diferencia de Job, con su actitud esténica, que llega hasta el extremo de desafiar al mismo Dios, Rilke se enfrenta a los sufrimientos y al tantas veces terrible destino con una actitud en apariencia más pasiva, pero de una perseverancia sin concesiones. El filósofo Otto Friedrich Bollnow (1956, 1963), en su estudio sobre la obra de Rilke, llama en un momento dado la atención sobre la frecuencia con que el poeta emplea, tanto en su obra como en su epistolario, verbos que tienen todos la connotación de la resistencia: aushalten (resistir, aguantar), ertragen (soportar, sobrellevar), bestehen (tener éxito frente a una prueba, resistir) überstehen (sobreponerse, superar). En nuestra opinión, se trata de categorías fundamentales bajo las cuales Rilke intenta comprender la vida.

Así es como para el poeta haya que saber resistir {aushalten} desde las “largas comidas” hasta los abandonos, pasando por todo tipo de dolores. Pero también la vida misma, como lo expresa en los versos finales del Réquiem para el Poeta Suicida Wolf von Kalckreuth (1908):

“No te avergüences si los muertos te rozan
los otros muertos, los que resistieron hasta el fin”.

Y poco antes Rilke le había reprochado al joven suicida haber interrumpido su vida y su labor creadora antes de tiempo, antes de que su obra hubiese madurado:

“¡Que tú hayas destruido! ¡Que se tenga que decir
esto de ti hasta el fin de los tiempos!”

Pero no sólo la vida hay que resistirla, sino también la inspiración. Para él la labor poética no era un acto voluntario, sino una recepción pasiva y dolorosa. Su biógrafo W. Leppmann afirma muy acertadamente que “Rilke no se sentía como el creador (de su obra), sino como su receptor, como un recipiente en la que ella fuese vertida o como un prisma contra el que los rayos de la inspiración se quiebran y dispersan” (1981, p. 340). Notable es la descripción que hace la Princesa Thurn und Taxis del momento exacto en que Rilke recibió la inspiración de la Primera Elegía: “De pronto, en medio de sus cavilaciones, se detuvo, como si una voz hubiese hablado desde el ruido de la tormenta. Él permaneció atento escuchando y luego susurró en una forma apenas audible: ‘¿Qué es esto? ¿Qué es lo que viene ahora?’” (1966).

Otro modo de expresar esta particular forma de enfrentar la vida que nos propone Rilke es a través del uso frecuente del verbo ertragen (soportar, sobrellevar). En el Soneto № 4 de la Primera Parte de los Sonetos a Orfeo (2002) el poeta nos dice:

“No temáis sufrir y lo que pesa devolvedlo pues al peso de la tierra;
pesados son los montes y los mares.
Incluso esos árboles que plantasteis siendo niños,
hace tiempo que también ellos son pesados
y no podréis ya transportarlos. Pero los aires...,
los espacios...”

Se soporta todo lo que pesa, todo lo que se opone al vuelo del espíritu. Pero no sólo pesan los sufrimientos, los “pesares”, la “pesadumbre”, sino también la soledad, la noche, la conciencia de la muerte e incluso Dios. Y así, en la Primera Elegía (2001), el poeta nos dice:

“No es que puedas soportar la voz de Dios ni mucho menos”.

Pero quizás si el ejemplo más impresionante de la importancia que tiene en la vida la actitud de soportar (en el sentido de ertragen) sea ese famoso verso del comienzo de la Primera Elegía (2001), que dice:

“Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, ése que todavía podemos soportar”.

E inmediatamente después afirmará que ese ser bello, perfecto e inalcanzable, que es el ángel, también “es terrible”, afirmación que se va a repetir al comienzo de la Segunda Elegía (2001): “Todo ángel es terrible”. La experiencia de la belleza y de la perfección puede hacerse insoportable, y por ende terrible, como le sucedió al Príncipe Myshkin de Dostoievski, en busca de ayuda médica en Suiza, la primera vez que contempló el lago Lucerna.

Hay que resistir las dificultades, hay que soportar los sufrimientos, pero también hay que superarlos, hay que sobreponerse a todo lo que nos pasa y pesa. Hay que superar la infancia (“Ellos han superado la infancia”, dice a propósito de unos jóvenes que hacían la Confirmación), los viajes (recordemos que Rilke permanecía poco tiempo en los lugares y estaba siempre de viaje), “los veranos en las grandes ciudades” (experiencia descrita magistralmente en su única novela, Los Cuadernos de Malte). Se supera la enfermedad, pero curiosamente también el amor (“Déjanos superar la noche. Y luego la enfermedad y luego el amor”). Y con respecto a éste, el poeta nos enseña que hay que sobreponerse a él desde un comienzo:

“Y, sin embargo, cuando resistís el terror de las primeras miradas y la nostalgia en la ventana y el primer paseo juntos, una vez, por el jardín; amantes, ¿seguís siéndolo entonces todavía?”

Pero también hay que sobreponerse a la ausencia del amado, como lo lograron en el Renacimiento las poetisas Gaspara Stampa y María Alcoforado, la famosa monja portuguesa.

Pero la gran tarea es sobreponerse al miedo, al terror, a la angustia, algo que el poeta expresa dramáticamente en la segunda parte de Los Nuevos Poemas, a propósito de un santo:

“Él conocía angustias, cuya aparición
era ya como un morir, casi imposible de superar”.

Otro claro ejemplo de esta concepción de la vida como peso y como sufrimiento a superar, lo encontramos en el conocido Soneto № 13 de la Segunda Parte de los Sonetos a Orfeo, aquél donde comienza aludiendo al dolor de las despedidas:

“Anticípate a toda despedida, como si ella estuviera
detrás tuyo, como el invierno que recién termina.
Porque entre los inviernos hay uno tan infinitamente invierno
que si lo pasas tu corazón al fin resistirá”.

La imagen del invierno que nunca da paso a la primavera nos está advirtiendo que en la vida hay sufrimientos que no ceden y amenazas que nunca se transforman en seguridades. Por ende, sólo queda resistir, sobreponerse. ¿Significa esto que no tenemos salida y que nunca podremos librarnos de la angustia, puesto que ella constituye el núcleo de la vida misma? La solución que nos ofrece Rilke tiene dos aspectos, uno vinculado a su convicción de que siempre es posible que sobrevenga un cambio y el otro, a una profunda paradoja que es esencial a la vida y cuya aceptación podría ser la gran fórmula para evitar el caer en la depresión y en el suicidio.

El primer camino para afrontar la existencia (bestehen) y para sobreponerse a ella es esperar el vuelco (Umschlag). En las cartas a un Joven Poeta nos dice:

“Si edificamos nuestra vida con arreglo a aquel principio que nos aconseja que debemos mantenernos siempre en lo difícil, entonces esto que nos parece tan extraño se convertirá en lo más fiel e íntimo para nosotros. ¿Cómo podríamos olvidarnos de aquellos antiguos mitos que aparecen en el comienzo de todos los pueblos? El mito, por ejemplo, de los dragones que en el último momento se transforman en princesas; quizás son todos los dragones de nuestra vida princesas que esperan tan sólo vernos valientes y hermosos. Quizás todo lo terrible no sea en rigor más que lo inerme que pide nuestro auxilio”.

Otro ejemplo de este vuelco o viraje que es necesario esperar siempre, lo encontramos en un esbozo escrito en París en el invierno 1913/1914:

Oh vida, vida, tiempo milagroso
que avanza de contradicción en contradicción.
A menudo es tu paso tan torpe, tan lento y tan pesado;
pero entonces, de repente, abres tus alas, de indecible anchura,
como un ángel.
Oh tiempo de la vida, ¡tú incomprensible!

En un fragmento preparatorio para las Elegías, el poeta expresa esta concepción en forma aún más clara y decidida: “El peligro, la total y pura peligrosidad del mundo se transforma en protección en la misma medida en que tú la experimentes”. Pero como muy bien observa Bollnow (1956), este vuelco que en algún momento debe sobrevenir no significa una transformación permanente ni tiene lugar una sola vez en la vida. Por el contrario, en cada oportunidad habrá que conseguir ese Umschlag de nuevo, para lo cual será necesaria una actitud de resistencia sostenida hasta el límite.

El segundo camino de superación que el poeta nos propone es la aceptación de las contradicciones y paradojas de la existencia. Esta idea la manifestó Rilke en distintas formas y lugares, pero en ninguna parte de un modo más categórico que en una dedicatoria que escribiera en un ejemplar de su novela “Los cuadernos de Malte” a su amigo Lucius von Stoedten algún día de junio de 1924. En rigor no se trata de una simple dedicatoria, sino de un poema y de los más profundos que se han escrito en lengua alguna. No podemos en este contexto reproducirlo en su totalidad ni menos aún pretender interpretarlo en el misterio que encierra y sus infinitas resonancias. Quisiera sólo detenerme en la primera parte y en uno de los versos finales, puesto que ellos tienen que ver directamente con nuestra argumentación. La primera parte reza así:

Así como la naturaleza abandona a los seres al riesgo de su oscuro deseo y no protege a ninguno ni en el suelo ni en las ramas, así tampoco nosotros somos muy queridos por el fundamento de nuestro ser; él nos arriesga. Sólo que nosotros, a diferencia de la planta y el animal, caminamos con este riesgo, lo queremos, y a veces somos más arriesgados que la vida misma (y no por conveniencia propia), etc.

En la primera parte del poema Rilke nos muestra que la esencia del hombre es el riesgo, el vivir en peligro y esto en dos sentidos: en primer lugar, porque compartimos con el resto de los seres ‒plantas y animales‒ el abandono al que nos entrega la naturaleza y en segundo lugar, porque nosotros, a diferencia de la pasividad de ellos, al asumir voluntariamente nuestra condición, llegando incluso a amar ese peligro, al ser más osados que la vida misma, estamos creando un espacio de libertad que nos va a permitir luego acceder a “lo abierto” (das Offene) y a la “pura relación” (der reine Bezug), vale decir a la trascendencia. No podemos detenernos ahora en estos dos conceptos fundamentales de la metafísica rilkiana.

Los otros versos son muy breves, pero representan en cierto modo el clímax de la poesía toda y la consagración definitiva de lo que hemos llamado antes la paradoja de la existencia:

“Porque lo que en definitiva nos cobija es nuestro desamparo...”

En primer lugar, habría que recordar la analogía existente entre estos versos y ese famoso de Hölderlin, que se encuentra en la poesía “Patmos”, escrita en algún momento entre 1800 y 1803 (1999, p. 350) y que dice:

“Ya que donde está el peligro, ahí crece también lo salvador”.

Así como el Evangelio nos enseña que el hombre pierde su vida cuando intenta conservarla y protegerla a toda costa y, en cambio, la gana cuando se olvida de sí mismo, en forma de algún modo análoga Rilke y Hölderlin nos proponen que sólo encontraremos seguridad y en último término salvación justamente en su contrario, en el peligro, en la inseguridad, en el desamparo y en la angustia. Desde esta concepción de la vida humana, tan próxima a la de la filosofía de la existencia, se nos hace comprensible el llamado de Rilke a resistir hasta el fin y a sobreponerse a todos los sufrimientos que la vida pueda depararnos. Fue sin duda su propio camino para evitar la depresión y el suicidio, pero también el que nos señala a todos y cada uno de los mortales.

Quisiera terminar reproduciendo aquí los versos finales del Réquiem para Wolf von Kalckreuth (2001), el poeta suicida, versos que ‒según me contara mi maestro HubertusTellenbach en mis años de formación en Heidelberg (1962-1966) y que más tarde viera confirmado en unas declaraciones del escritor Gottfried Benn (H. Holthusen, 1968)‒ constituyeron el lema de los jóvenes, tanto civiles como militares, que participaron en la resistencia contra la tiranía nazi:

“Las grandes palabras de esos tiempos, cuando
el acontecer aún era visible, no son para nosotros.
¿Quién habla de victorias? El resistir lo es todo”.

REFERENCIAS

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Rilke, R. M. (1991). Brief an Lou Andreas-Salomé von 28.12.11. En: Briefe. Band I, (pp. 367-372). Frankfurt am Main: Insel Verlag.

Rilke, R. M. (1991). Brief an Marie Thurn und Taxis vom 11.02.22. En: Briefe. Band I. Frankfurt am Main; Insel Verlag.

Rilke, R. M. (1991). Brief an Marie von Thum und Taxis vom 11.02.12. En: Briefe. Band II, (pp. 217-218). Frankfurt am Main: Insel Verlag.

Rilke, R. M. (1991). Brief an Marie von Thum und Taxis vom 21.03.13. En: Briefe. Band II, (p. 456). Frankfurt am Main: Insel Verlag.

Rilke, R. M. (1991). Brief an Viktor von Gebsattel von 14.01.12. En: Briefe. Band I, (p. 383). Frankfurt am Main: Insel Verlag.

Rilke, R. M. (1994). Nuevos poemas. Tomo II. Traducción de Federico Bermúdez-Cañete, (p. 95). Madrid: Hiperión.

Thum und Taxis, M. von. (1966). Citada por W., Leppmann. (1981). Rilke. Bern und München: Scherz Verlag.