El monólogo del loco que cree que Lobo Antunes robó sus historias

El monólogo del loco que cree que Lobo Antunes robó sus historias

 

Rafael Medina


Soy el psiquiatra, voy a matar a inyecciones al sexto
enfermo de la tarde, y a recoger miradas, rabo y salida
a hombros del hospital en el próximo concurso, frente a
una plaza llena de médicos.

Antonio Lobo Antunes

 

Dos advertencias antes de que acepte mi invitación y decida escucharme: solo soy un loco más de este manicomio y nunca, jamás, he sido tratado por el Dr. António Lobo Antunes. Las dos circunstancias, como usted comprenderá, son ajenas por completo a mi voluntad. Nadie, contra lo que pudieran pensar algunos románticos, decide enloquecer y mucho menos elige pasar el resto de sus días en un lugar como estos. Sobre lo segundo, le puedo asegurar que hice todo lo que estuvo a mi alcance para ser atendido por ese psiquiatra que seguramente lo trajo a usted hasta el San Miguel Bombarda. Lobo Antunes, el ahora famoso escritor, orgullo de todo Portugal, de toda Lisboa y de todo este espantoso centro de torturas. Ya no soy psiquiatra, tal vez nunca lo fui, es todo lo que me dijo el cínico en la única oportunidad que pude cruzar palabra con él. Pese a que soy el único loco que sabe de memoria toda una de sus novelas y grandes fragmentos de muchas otras de su supuesta autoría. ¿Lo anterior no es motivo suficiente para ser atendido por tan distinguida figura? Para él no, se lo puedo asegurar, amigo mío.

Vamos, pida una silla, cualquiera de los enfermeros le pueden conseguir alguna. Siéntese un rato y tan sólo escúcheme. A cambio de un par de cajetillas de cigarrillos puedo decirle algunas cuantas cosas que le puedan interesar si en verdad quiere saber algo sobre ese seudopsiquiatra. A él será difícil que lo vea, que se deje hacer algunas preguntas. Es hosco, receloso, está siempre metido en sí mismo, rumiando historias y diálogos que, si él no fuera él, le llamarían a sus excentricidades de otra manera: ensimismamiento, autismo esquizofrénico, actitud alucinada, soliloquios, sordera histérica. No, él tiene la impunidad que brinda la bata y como si faltara algo, ahora es toda una celebridad. Ni siquiera lo intente, perderá su tiempo. Al fin y al cabo usted está aquí seguro, el alambrado lo protege de mi peligrosa intolerancia a la frustración y mi terrible impulsividad, no corre riesgo alguno. Obtendrá más de un enfermo que desde hace más de treinta años conoce a ese médico que finge renegar de la psiquiatría y que sin embargo viene a diario al hospital, mañana a mañana. ¿Me pregunto qué sería de él sin la inmaculada bata de la impunidad? ¿Por lo menos reconocería al verdadero autor de sus obras?

Porque en verdad, se lo juro, señor, todas, cada una de sus mañanas, con una disciplina militar, se presenta el Dr. Lobo al psiquiátrico San Miguel Bombarda. Se dice, porque él así quiere que se diga, que lo hace para escribir en su viejo consultorio y para conversar un poco con sus antiguos colegas. No amigo, el Dr. Lobo atiende pacientes, como cualquier otro loquero de este sitio, como cualquier otro burdo carcelero. Pero no son muchos, la lista de pacientes es selecta y yo nunca he pertenecido a ella pese a todos mis intentos. Pese a las cinco ocasiones en que fuera de su consultorio he dicho, palabra a palabra, grito a grito, llanto a llanto, toda su novela Conocimiento del infierno. Yo en verdad estoy en ese infierno que usted ve desde fuera doctor, le grité. Tiene que escuchar un poco a uno de sus habitantes, a uno más de los que usted se valió para construir esa novela que ya estaba en mi cabeza y usted robó de manera tan impune como grosera. Y nunca respuesta de esa puerta, ni siquiera un sonido, sólo enfermeros expertos en someter cualquier gesto de insurgencia y suficiente haloperidol en mis nalgas y hombros como para sofocar todas las revoluciones del mundo.

¿Cómo entender a un psiquiatra que reniega de ser psiquiatra y considera a los manicomios como perfectos infiernos mientras continúa siendo uno de sus más sofisticados demonios? ¿Cómo comprender a un hombre que abjura de lo que es y no dejar ser? ¿Cómo justificarlo si reniega ante el mundo de nosotros, si su carrera de escritor se ha cimentado en una escritura basada en el lenguaje y el pensamiento de nosotros los locos? Perdone, perdóneme por favor, tal vez me alteré un poco, recuerde donde estoy. Vuelva a su lugar y escúcheme tan sólo un poco más. Seguro usted es reportero o un admirador de ese hombre, quiero aclararle que yo no soy ni enemigo o detractor, mucho menos un escritor envidioso o resentido. Ser enemigo de Lobo Antunes es ser enemigo de mí mismo, atacar la literatura realizada por ese hombre es atacar la literatura que surgió, antes que en ningún otro sitio, en mi cabeza. Lo admiro tal vez más que usted, porque en él veo el yo que en este momento debería estar allá afuera, recibiendo laureles y reconocimientos. Pero eso sí, jamás renegando de lo que en verdad soy: psiquiatra o loco, o las dos cosas a la vez.

¿Sorprendido de lo que he dicho? ¿Acaso no es notorio que su famoso lenguaje literario es el lenguaje de nosotros los locos? ¿Maestro del estilo? Permítame reír un poco. La narrativa de Lobo Antunes es el idioma, es el pensamiento de un loco. En su escritura se conjugan y condensan todos los tiempos porque al igual que para muchos de nosotros no hay presente, pasado o futuro, todo es una amalgama dolorosa y confusa, donde el tiempo es una enredadera de púas saliéndote por el culo. ¿Polifonía? Métase amigo a la cabeza de cualquiera de estos hombres, tan sólo un mísero instante y sabrá lo que es un concierto horroroso de voces, sonidos y murmullos. Entenderá como el dolor verdadero se canta a tantas voces como fue esculpido. Benditos ustedes que guardan silencio y el silencio es todo, que la música del improperio y el insulto no taladra instante a instante sus cabecitas amantes de la buena lectura. Y aún así ese médico se atreve a decir que estudió psiquiatría sólo porque era más fácil que la dermatología, él, que como nadie ha usufructuado nuestra desdicha.

Está bien, admito que en ocasiones la víscera me gana y tal vez lo esté asustando. O simplemente ya le aburro. Sólo le pido que reflexione un poco lo que le acabo de decir. Tal vez decidió sentarse porque ya ha sido rechazado en muchas ocasiones por el gran maestro y le cayó en gracia el loquito que ha memorizado una de sus novelas. Seguramente hasta es de su agrado, de sus favoritas. Puedo, a cambio de otro par de cajetillas, recitarla desde el inicio al final si a usted le parece justo el precio, o tiene el tiempo suficiente. Puedo hacerlo en otra ocasión si lo que quiere es que lo haga frente a un grupo de sus amigos: La cuota subirá un poco, pero le aseguro que valdrá la pena. Esa novela, Conocimiento del infierno, una de las más tristes que se han escrito sobre los locos y los loqueros, sólo puede ser cantada dentro de un manicomio, por uno de sus rapsodas verdaderos. Y si es su verdadero autor qué mejor. Le aseguro, amigo, que será una experiencia inolvidable para todos sus amigos. Aunque les tendrá que avisar que soy un demente rabioso y resentido, que por momentos pierdo el control y que me da por desenmascarar a ese bribón que no nos da el mérito que nos merecemos en su obra. Bastan un par de pequeños fragmentos en que cree resumirnos y que enseguida canto para usted:

…Son hombres, pensaba yo, hombres destruidos por las pastillas, por la miseria, por sus tristes fantasmas, hombres que poco a poco se parecen a extraños animales, a desesperados, obedientes, extraños bichos girando tras la cerca a la manera de los animales tras las verjas del Jardín, con expresiones trituradas por el desinterés y por el miedo…
…las medicinas del hospital capan a todo un ejército, transforman a las personas en tristes bueyes castrados y pacientes, mugiendo en la cerca su manso pesar. Tal vez les apetecería gemir, aullar, ladrar, estrangular a los enfermeros, romper los vidrios de las ventanas. Tal vez les apetecería morir, pero las medicinas capan hasta la simple, rabiosa, natural, casi agradable voluntad de morir, paran la sangre en las arterias, suspenden los gestos, fruncen las sonrisas, reducen los pasos a un tambaleo vacilante de niño: los manicomios no son otra cosa que huertas de repollo humanos, de miserables, grotescos, repugnantes repollos humanos, regados con un abono de inyecciones.

¿No le parece lo suficientemente tierno?, van un par más de sus bellas perlas:

…puedo hacerles lo que me dé la gana a estos tipos sin que ningún dedo se levante para protestar; puedo lobotomizarlos, robarles la potencia, prohibirles que coman, olvidarme de ellos. Puedo no venir varias semanas seguidas al hospital. Puedo interrogarlos acerca de los asuntos más íntimos de un hombre, de sus secretos, de sus vergonzosas miserias, puedo endilgarles más certidumbres de plástico, mi retorcida visión del mundo, la grandiosa pompa hueca de mis discursos... Arrojarles al escritorio encima como a chinches.
…el tiempo y las distancias: un lujo que los asilados no se pueden permitir porque los amputamos del pasado y del futuro y los reducimos, por medio de inyecciones, de electrochoques, de comas de insulinas, a animales obedientes con expresiones trituradas por el desinterés y por el miedo…

Por el desinterés y por el miedo, estimado oyente, seres sin pasado y sin futuro, así nos ve su querido maestro, como repugnantes y capados repollos humanos. Pero no, no todo se limita a eso, donde en verdad se detiene, y entretiene, con las ideas y sentimientos que con toda impunidad me ha robado, es en sus iguales, en sus colegas, los carceleros más refinados y poderosos del mundo, los psiquiatras. Si lo anterior le pareció triste, escuche lo que dice de ellos, el cínico, el bribón cínico. A fin de cuentas, creo que usted prefiere escucharlo a él, aunque sea a través de mi persona, al que le fue robado toda su demoledora poesía, lo crea o no. Por lo menos entreténgase escuchando a esta humilde bestia cantando esta prosa triste, tristísima. Qué le parece que continuemos con su definición de los loqueros y otras sutilezas más:

Los psiquiatras son chiflados sin gracia, payasos ricos que tiranizan a los payasos pobres de los pacientes con bofetadas de psicoterapias y pastillas, payasos ricos enharinados con el orgullo necio de los policías, con el orgullo sin generosidad ni nobleza de los policías, de los dueños de las cabezas ajenas, de los rotuladores de los sentimientos de los otros: es un obcecado, un fóbico, un fálico, un inmaduro, un psicópata: clasifican, etiquetan, hurgan, remueven, no entienden, se asustan por no entender y sueltan de las encías en descomposición, de las lenguas hinchadas sucias de coágulos y de costras, de los labios amoratados de livideces de ázoe, sentencias definitivas y tristes. Porque el infierno son los tratados de Psiquiatría, es la invención de la locura por los médicos, el infierno es esta estupidez de comprimidos, esta incapacidad de amar, esta ausencia de esperanza, esta pulsera japonesa para conjurar el reumatismo del alma con una cápsula por la noche, una ampolla bebible con el desayuno y la incomprensión desde afuera hacia adentro de la amargura y del delirio…

Un poco más, por favor, no se vaya amigo, por la expresión que veo en su rostro me da la impresión de que usted es un verdadero admirador del escritor. Me parece que por lo menos la obra de que extraigo mis cantos no le es familiar, no la conoce, no la ha leído. No se preocupe, no se apene siquiera. La gran mayoría de sus admiradores no lo han leído; vienen, lo buscan, lo quieren por lo que dicen de él. A ese hombre loco que reniega de ser psiquiatra lo leen pocos, muy pocos. Su literatura es un reto, el acceso tiene una cuota de dolor, de esfuerzo. Y eso por la lectura ya nadie lo paga. Me sorprende su intempestiva fama, si serán tan pocos los que se atrevan a navegar por sus aguas, por sus dolorosos recuerdos de atormentado. Es uno de esos escritores que están destinados a vender mucho y a ser poco leídos. Por lo menos eso me reconforta, su fama, que debería ser mía, está hueca. Tanto como esta cabeza de donde fue robado ese tesoro. Y ya me imagino al bandido allá afuera, burlándose de todos aquellos que le besan la mano sin siquiera entender una sola de sus novelas, sin ser capaces de traspasar el segundo capítulo, temerosos del precipicio que bordean, de la locura a que son invitados. Estoy seguro de que disfrutará mucho de esos otros locos que dicen ser sus lectores y que no son nada, más que otra especie de alienados que pueden andar allá afuera fingiendo ser normales.

Pero déjeme mostrarle un poco más de su infierno que es mi infierno, permítame cantar un poco más de ese averno, que la gracia es la del loquito que la sabe de memoria porque es de él, más que de nadie:

...El sueño de esos tipos es ser psiquiatras por derecho divino, tener razón por infalibilidad papal, imponer su pomposo y melancólico orden al desorden ajeno, determinar ellos mismos, con trazos de cal, los volátiles límites del sufrimiento y la alegría. Si yo lanzo una dentellada a la pierna que preside, ladrando a cuatro patas mi indignación rabiosa, el canónigo se limitará a tocarme el hombro con una palmada amable y a sugerir Usted no está bien: ¿por qué no se psicoanaliza?, con la amistosa comprensión de los verdugos.

No, no se vaya, cálmese, que ya tocamos el tema del psicoanálisis, vea lo que les corresponde a esos especímenes, le devuelvo unos cigarrillos y sólo escúcheme, que a estos les toca la mejor parte. Es divertidísimo. Ya me dirá su opinión:

…de todos los médicos que he conocido, los psicoanalistas, congregación de curas laicos con Biblia, oficios y fieles, forman la más siniestra, la más ridícula, la más enfermiza de las especies. Mientras que los psiquiatras de la píldora son personas simples, sin atajos, meros verdugos ingenuos reducidos a la guillotina esquemática del electrochoque, los otros surgen armados de una religión compleja con divanes como altares, una religión rígidamente jerarquizada, con sus cardenales y sus obispos, sus canónigos, sus seminaristas ya precozmente graves y viejos, ensayando en los conventos de los institutos un latín torpe de aprendices. Dividen al mundo de las personas en dos categorías irreconciliables, la de los analizados, o sea la de los cristianos y la de los impíos, y nutren por la segunda al infinito desprecio aristocrático que se reserva a los paganos, a los aún no bautizados y a los que se niegan al bautizo, a tumbarse en una cama para narrarle a un párroco callado sus íntimas y secretas miserias, sus vergüenzas, sus miedos, sus disgustos. No hay para él en el universo nada más que una madre y un padre titánico, gigantesco, casi cósmico, y un hijo reducido al ano, al pene y a la boca, que mantiene con estos dos seres insoportables una relación insólita de la que se han excluido la espontaneidad y la alegría. Los acontecimientos sociales se limitan a los estrechos sobresaltos de los primeros meses de vida, y los psicoanalistas continúan obstinadamente aferrados al antiquísimo microscopio de Freud, que les permite observar un centímetro cuadrado de epidermis mientras el resto del cuerpo, lejos de ellos, respira, palpita, late, se sacude y se mueve.

¿No es suficiente?, para él y para mí no lo es, va un poco más estimado y ya desesperado amigo:

Me reía de los psicoanalistas detentadores de la verdad jugando al ajedrez en la cabeza de las personas con el seno de la madre y el pene del padre, y el seno del padre y el pene de la madre, y el seno del pene y la madre del pene, y el peno del sene y el madre de la padre, me reía de los que curan a los homosexuales con diapositivas de chicos desnudos y descargas eléctricas, de los que tratan al temor a las arañas con arañas de alambre parecidas a insectos de carnaval, de los que se juntan en círculo para disertar sobre la angustia y cuyas manos tiemblan como hojas de ciclamor, blandidas por el enfado del viento. Me reía de pensar que éramos los modernos, los sofisticados policías de ahora, y también un poco los curas, los confesores, el Santo Oficio de ahora, me reía de pensar en los untuosos psiquiatras obesos que endilgaban sesiones musicales a sus pacientes en nombre de técnicas oscuras, de los barrigudos, deshonestos, asexuados psiquiatras obesos, de los budas repelentes seguidos por una corte de feos discípulos extasiados, con perilla de macho cabrío y el pelo sucio, segregándose en las orejas inanidades rotundas.

Creo que es mejor ya no quitarle el tiempo. Tal vez si continúo termine por decepcionarse de su escritor, del psiquiatra por el que ha venido. O quizás sólo acabe por decepcionarse de mí, de este pobre demente con el que planeaba divertirse y que lo único que aspira en la vida es ser atendido por el hombre que le venido robando sus pensamientos en los últimos treinta años. ¿Pero quién es ese hombre? ¿Quién es António Lobo Antunes? ¿En verdad es un gran escritor, alguien que ha revitalizado a la novela contemporánea llenándola de rigor, poesía y tristeza? ¿O un psiquiatra que simplemente ha dado en el clavo contando historias con el lenguaje de sus pacientes? ¿Un antipsiquiatra o un psiquiatra renegado? Para algunos, aquellos que desconocen mi historia, el robo del que he sido víctima, creen que él es más psiquiatra que ninguno, que es él más psiquiatra de todos los psiquiatras. Que es de los pocos que entiende y revoluciona la psiquiatría desde un verdadero humanismo. Que es de los pocos que reconoce los errores y no quiere ser cómplice de ellos. Yo no lo sé, reconozco que el hombre me desconcierta. Para mí seguirá siendo un ladrón, alguien que finge no ser lo que es, que simula ser lo que no es, así de simple.

Soy un loco más de este hospital San Miguel Bombarda. Nunca he sido tratado por el Dr. Lobo Antunes. Tengo una marcada inestabilidad emocional, una peligrosa intolerancia a la frustración y una impulsividad terrible. Para mi médico tengo algunas cosas más. Creo cosas que para él son falsas, mentiras. Como eso de que en mi cabeza surgió cada una de las novelas del médico que se ha negado a atenderme. Soy capaz de recitar de memoria, palabra a palabra, toda la novela Conocimiento del infierno. Cinco veces se la he gritado fuera del consultorio a su supuesto autor. Tantas veces que me arrojó su silencio y su horda de enfermeros represores. Haloperidol en mis hombros y nalgas para suprimir cualquier insurgencia, para capar a todo un ejército de lujuriosos. Aquí llevo un poco más de treinta años. Aquí voy a morir. Mi única tarea es contar mi historia y cantar la historia más brutal y triste que jamás se haya escrito sobre los locos y los loqueros. Por unos cuantos cigarrillos estoy dispuesto a recitarla o a cantarla a usted y sus amigos o familiares. Atrás del alambre, cómodamente sentados, estarán seguros. Al escritor, al psiquiatra que ha venido a buscar siempre será difícil sacarle una palabra. Me despido con una caravana, agradecido por su atención, con el canto de un último fragmento:

−No quiero entrar en el hospital −dijo mi hija apretando contra mi vientre los rizos asustados de su pelo−, no quiero entrar en el hospital porque me dan miedo los enfermos.
Por la puerta vi deslizarse por el pasillo las ollas de aluminio del almuerzo, oscilando en una especie de carrito con ruedas con un sirviente tuerto, encorvado como un arco, empujaba como un arado complicado. Un tintinear de cubiertos vibraba a lo lejos. Una absurda atmósfera familiar, un entorpecimiento agradable, un soñoliento cansancio comenzaba a invadirme por dentro, insinuándose en el cuerpo en reposo, cuando la carcajada de la yegua normanda estalló de súbito, detrás de mí, en una explosión carnívora, casi brutal, de júbilo.
−Me dan mucho más miedo los psiquiatras− le respondí.