Identidad somática y corporalidad: sobre el sentir, ver, tocar, pensar, imaginar, situar, mover, reconocer, mostrar, adornar y evaluar el propio cuerpo
  • Mente y Cultura
  • Volumen 2, Número 2, Julio-Diciembre 2021
  • Artículo Original
  • DOI: 10.17711/MyC.2021.006

Identidad somática y corporalidad: sobre el sentir, ver, tocar, pensar, imaginar, situar, mover, reconocer, mostrar, adornar y evaluar el propio cuerpo

 

José Luis Díaz Gómez

Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina, UNAM y Academia Mexicana de la Lengua.


Conciencia somática, imagen corporal

Las palabras corporalidad y corporeidad comparten la raíz latina corpo (cuerpo) y se usan indistintamente porque provienen de corporal y corpóreo, dos adjetivos sinónimos. Si bien corporalidad y corporeidad son conceptos relativos a la comprensión del cuerpo, implican bastante más que su estructura orgánica y su función biológica, a saber: la vivencia humana de ser o tener un cuerpo, la construcción o representación que una persona posee de su cuerpo y la noción que una sociedad asume sobre el cuerpo humano. Un reto que surge en referencia a la corporalidad es el de establecer las ligas y los puentes entre el aspecto orgánico-biológico y el aspecto vivencial-psicológico del cuerpo bajo la premisa de que conforman la unidad existencial propia de la persona humana.

En efecto, un cuerpo humano viviente se manifiesta de dos maneras: como un objeto físico tridimensional que opera en el mundo y como un sujeto que siente y vive a su organismo como la parte más sustancial y concreta de sí mismo. La relación entre el cuerpo objetivo y su representación subjetiva es complementaria, sin que esto suponga dos entidades sustancialmente diferentes; por el contrario, si no existiera el cuerpo material, espacial y operacional no podrían darse las nociones, imágenes y representaciones internas de su estructura y su estado, de su sitio, sus movimientos y sus acciones actuales y posibles en el nicho ambiental. No sólo el cuerpo está representado de estas y otras formas por la mente, sino que la conciencia necesita de un cuerpo biológico operativo para surgir y expresarse, razón por la cual asumo la siguiente premisa: además de constituir una admirable escultura móvil de carne y hueso, el cuerpo también es corporalidad, es decir, el conjunto de sensaciones internas que genera el cuerpo, así como el concepto, la idea o la representación que de él se forja la persona, lo cual contribuye a su autoconciencia y a su identidad somática. Parto entonces de una idea central: la persona humana es objeto y sujeto a la vez, una perspectiva asumida y preconizada desde mediados del siglo pasado por el fenomenólogo francés Maurice Merleau Ponty (1945) y por el filósofo británico Peter Strawson (1959). En 1995 un conjunto de pensadores bajo la coordinación de José Luis Bermúdez, Anthony Marcel y Naomi Eilan publicaron un volumen de ensayos indispensables sobre el cuerpo y el yo intitulado The Body and the Self.

Resulta verosímil suponer que la experiencia consciente requiere de un cimiento corporal implícito pues, aunque los sujetos no tengan en todo momento a su cuerpo en mente, la corporalidad subyace a todos los actos mentales y conductuales, y es condición necesaria para la conciencia. De esta manera, en la integración de la autoconciencia corporal intervienen no sólo percepciones del propio cuerpo y sus estados, sino también múltiples mecanismos fisiológicos que, sin necesidad de hacerse conscientes, actúan continuamente para el adecuado funcionamiento del sujeto (Salomon, et al. 2017). Se ha denominado pre-reflexiva a esta forma mínima o básica de autoconciencia y se plantea que constituye el rasgo subyacente de la cognición que se manifiesta como el self o el sujeto (Legrand, et al., 2007).

En los seres vivos dotados de cerebro, la integración de información proveniente de los órganos de los sentidos es un factor necesario para construir una representación coherente del propio cuerpo y de su medio circundante. La conciencia corporal se basa en la integración de señales derivadas de los sistemas propioceptivos e interoceptivos del interior del propio cuerpo, acoplados a los sentidos exteroceptivos. Éstos últimos incluyen a la visión, cuando el sujeto mira su propio cuerpo directamente o a través de un espejo, al tacto, que proporciona información de partes del cuerpo cuando la persona se toca a sí misma, y el sentido vestibular del equilibrio, que monitorea continuamente la posición del cuerpo en referencia a la gravedad. Ahora bien, la sola integración de estas sensaciones internas y externas no es suficiente para constituir la autoconciencia somática que fundamenta la corporalidad, pues para ello la información sensorial integrada en el momento presente requiere cotejarse con la representación del cuerpo que el sujeto ha construido por experiencia y conserva en su memoria. Sólo así se construye y reconstruye la forma elemental de autoconciencia gracias a la cual el cuerpo se experimenta como algo propio, entero y singular.

Pasemos ahora a otro aspecto de la corporalidad: la forma, la estructura y la expresión. El cuerpo tiene una forma tipo para cada especie animal y una forma particular para cada ejemplar o individuo de esa especie. El cuerpo de toda criatura viviente es una maravillosa estructura orgánica, consecuencia de un proceso evolutivo de prolongada trayectoria y de las metamorfosis de cada individuo desde la etapa fetal hasta la forma adulta y la vejez (González Crusí, 2020). Como resultado de su dotación genética, de su crecimiento, su diferenciación y su historia, cada individuo adquiere una morfología particular que conserva rasgos reconocibles a pesar de los cambios de su cuerpo a través del tiempo. Esta singularidad que combina figura, fisionomía, actitud y expresión corporales, es otro de los fundamentos de la autoconciencia y de la identidad personal. Esta misma particularidad permite a una persona decir “yo soy esa” al mirarse en un espejo, en una fotografía, o al escuchar su voz en una grabación, y se ratifica por quienes la conocen: “tu eres esa.”

Además del auto-reconocimiento, los sujetos adquieren y desarrollan una valoración privada y supuesta de su fisonomía, su figura, su apariencia y su proyección social. En conjunto, estas capacidades cognitivas y afectivas habilitan una función cognitiva de alto nivel de integración que se denomina “imagen corporal” (Campbell, 1995; Aguado Vázquez, 2004). Se trata de la representación mental del propio cuerpo, su forma completa y detalles múltiples de sus partes, a veces en escalas milimétricas. En la integración de la imagen corporal intervienen varios procesos cognitivos: (1) el perceptual se refiere a la precisión con la que se advierte el tamaño, el peso, la forma, la textura y el color del propio cuerpo y de sus partes, (2) el calificativo, consistente en los pensamientos, juicios, emociones o actitudes que el sujeto alberga sobre su cuerpo, (3) el conductual en referencia a los actos y acciones derivados de esa valoración y (4) el proyectivo en referencia a como siente y cree que los demás lo perciben, la cual corresponde en buena medida a lo que hacia 1902 el sociólogo estadounidense Charles Cooley denominó el “yo espejo:” el juicio imaginado que los otros tienen acerca de uno. La imagen corporal tiene una dimensión social e intersubjetiva porque los rasgos del rostro, la figura del cuerpo y las pautas de postura y movimiento son elementos relevantes para la formación de vínculos y para la selección de parejas sexuales y afectivas. Esto en alguna medida se debe a que los rasgos individuales acarrean información en referencia a parámetros biológicos, estándares históricos y estereotipos culturales.

Desde hace tiempo, el aspecto más analizado y subrayado de la imagen corporal en diversas culturas concierne a esta última acepción, en particular a cómo la persona percibe, considera y valora la apariencia que cree y quiere proyectar a los demás en términos estéticos, así como a los sentimientos que experimenta al respecto. La naturaleza proyectiva de esta función es muy patente, en especial porque los esfuerzos emprendidos para rectificar la apariencia y el comportamiento se ven reforzados o inhibidos por las respuestas reales o supuestas de los demás. Un factor muy relevante en la valoración de la imagen corporal implica al deseo y la atracción sexual, lo cual puede explicar su complejidad e importancia tanto en términos biológicos, como afectivos y sociales.

La atribución que hace la persona en referencia a su propio cuerpo como un objeto estético y erótico se suele calificar de dos formas opuestas: la imagen corporal es positiva, cuando la valoración es satisfactoria, de agrado o conformidad, y es negativa cuando el sujeto considera su aspecto como insatisfactorio, desagradable o inadecuado. Esta valoración puede y suele ser diferente de la que los demás tienen o expresan al sujeto sobre cómo perciben su apariencia, fisonomía y comportamiento. Una imagen corporal positiva usualmente se relaciona a confianza y seguridad, en tanto que una imagen negativa se correlaciona con una autoestima deficiente, con inseguridad, depresión, ansiedad y trastornos alimentarios, muchas veces relacionados al peso corporal (Rudiger y Winstead, 2013; Tiggeman, 2015). Los niveles altos de insatisfacción con el propio cuerpo implican sesgos del juicio y de la memoria, por ejemplo, para evaluar si uno mismo u otras personas son “feas” o “guapas”, están “gordas” o “flacas”, lo cual revela que en la construcción de la imagen corporal intervienen centralmente factores cognitivos y sociales. Una imagen corporal en extremo negativa es síntoma de padecimientos psiquiátricos como la anorexia nerviosa, la bulimia y el trastorno dismórfico corporal o dismorfofobia: la preocupación obsesiva por un supuesto defecto físico que los demás no perciben o juzgan como menor (Brogna y Caroppo, 2010).

Los espléndidos escritos del ensayista y patólogo mexicano, Francisco González Crussí (2020) enseñan que es imposible disociar los componentes orgánicos, las formas aparentes y los elementos simbólicos del cuerpo, porque la múltiple condición humana siempre está detrás de la máquina corporal. Tomando en cuenta esta propiedad inabarcable del cuerpo, en lo que sigue de este ensayo recorreremos la corporalidad desde sus elementos fisiológicos más básicos hasta sus componentes cognitivos y afectivos más elaborados.

Sentir la postura y el movimiento

Para comprender el profundo anclaje somático de la autoconciencia y la identidad corporal es ilustrativo esclarecer dos sugerentes términos de la neurofisiología: somestesia y somatognosia. Los dos contienen la raíz soma, que en griego significa “cuerpo;” la primera agrega aisthesia, que quiere decir “sensación”, en tanto la segunda suplementa gnosia, que implica “conocer.” De esta forma, la somestesia indica el sentir el propio cuerpo y la somatognosia el conocimiento del propio cuerpo. La somestesia es el conjunto de los sistemas sensoriales del propio cuerpo y comprende el tacto y presión sobre la piel, la sensación de temperatura, la del dolor y las propiamente llamadas propiocepción e interocepción, fundamentos somáticos de la conciencia sí.

El estupendo término de propiocepción fue acuñado por el neurofisiólogo inglés y premio Nobel, Sir Charles Sherrington, en su clásico “The integrative action of the nervous system” de 1906 para designar el tipo de percepción del propio cuerpo que se integra a partir de neuronas sensoriales situadas en sus músculos y articulaciones, llamadas en la neurofisiología “receptores,” palabra proveniente del latín recipere: recibir (Burke, 2007). La propiocepción implica lo siguiente: aparte de los cinco sentidos clásicos, todas las criaturas móviles dotadas de cerebro poseen un sentido de su cuerpo que se origina en señales enviadas desde los músculos, tendones y articulaciones hacia el sistema nervioso central por múltiples receptores sensoriales muy especializados. Los receptores despachan información al cerebro sobre la posición, orientación y movimiento de las diferentes partes del cuerpo, la cual, junto a las otras sensaciones somáticas, adquiere sentido y significado como la percepción integrada del propio cuerpo.

Los receptores que sirven a la propiocepción se denominan propioceptores y son diferentes neuronas especializadas. Los husos musculares se ubican en las fibras de los músculos que se mueven voluntariamente. Sherrington descubrió que son responsables de un reflejo que protege al músculo de un tirón brusco, pues cuando esto ocurre el músculo se contrae de manera automática y evita su lesión o desgarre. Tienen también una función durante el movimiento de tal suerte que, cuando un músculo se contrae, su descarga inhibe a la musculatura antagonista y estimula a la que coadyuva al movimiento efectuado para que este se realice de manera precisa y eficiente. En todo momento, el huso informa al sistema nervioso central sobre el grado de estiramiento del músculo y contribuye así a sentir la posición del segmento corporal y a la percepción de la postura global del cuerpo. Otros propioceptores son los tendinosos de Golgi, situados en el segmento donde el músculo se convierte en los tendones que lo fijan a un hueso. Estos se activan cuando el individuo contrae voluntariamente ciertos músculos para moverse y automáticamente informan al cerebro sobre la ejecución formando un circuito de retroinformación y modulación. Además, existen cuatro tipos de receptores estratégicamente situados en las cápsulas de las articulaciones que notifican al cerebro sobre su posición y su desplazamiento en el espacio. Finalmente, hay otros receptores situados en la cabeza que tienen un papel central en la conciencia corporal. Se trata de los receptores vestibulares ubicados en los tres canales semicirculares del oído interno, que informan sobre la posición y los movimientos de la cabeza en las tres dimensiones espaciales y en referencia a la gravedad. Son fundamentales para guardar el equilibrio y su disfunción se manifiesta como vértigo, esa ilusión rotativa que surge normalmente cuando el individuo gira repetidamente sobre su propio eje y que los derviches mevlevi de Konya emprenden para alcanzar estados extáticos de conciencia desde los tiempos de su fundador Rumi en el siglo XIII.

Estas funciones propioceptivas usualmente ocurren sin llegar a ser conscientes, pero junto a toda la información somestésica, construyen una representación tácita y sigilosa del propio cuerpo necesaria para la autoconciencia y disponible a voluntad (O’Shaugnessy, 1995). Es sencillo comprobar esto mediante un ejercicio muy simple: en este mismo momento y sin necesidad de usar la mirada, la lectora puede notar la posición de su pie derecho. Además, le será posible darse cuenta de las diversas sensaciones provenientes de esa y cualquier otra parte del cuerpo a la que dirija su atención encubierta. De hecho, esta práctica deliberada y ordenada constituye parte fundamental del ejercicio de meditación Vipassana, propio del budismo Theravada, diseñado para acrecentar la autoconciencia (Goldstein y Kornfield, 1995).

La función más general de los propioceptores es informar al cerebro sobre la posición de todas las partes de su cuerpo para conseguir la ejecución más eficiente de la conducta voluntaria. Estos receptores intervienen en el ajuste del cuerpo a la gravedad del planeta mediante la manutención del equilibrio, en particular en el desplazamiento automático del individuo hacia la postura y la situación de mayor apoyo posible. Otra función que coordina al cuerpo con circunstancias del entorno se refiere al sentido del ritmo, la capacidad para reproducir la fuerza y velocidad de los movimientos en el espacio-tiempo, capacidad que es crucial en la danza y la música. La relación entre el sentido de la vista y el sentido vestibular juega un papel central en la percepción de la forma y el movimiento del propio cuerpo. Más aún: el cerebro humano procesa e integra todas las sensaciones provenientes del cuerpo en movimiento para construir un sentido cenestésico de la operación y velocidad de la acción, es decir, para construir y emplear un esquema dinámico del cuerpo. En los últimos lustros han tenido lugar importantes hallazgos de cómo acontece esta notable realización en el cerebro (López, 2015).

Existe evidencia de que el esquema del cuerpo involucra la actividad de la corteza motora primaria del cerebro situada en el lóbulo frontal y que hasta hace poco tiempo se consideraba exclusivamente motriz (Naito, Morita y Amemiya, 2016). Además, para consumar un modelo postural del cuerpo y lograr la asombrosa coordinación, adaptación y flexibilidad que despliega el movimiento humano, el esquema motor se integra con las sensaciones provenientes de brazos, piernas y cabeza, de tal forma que todas las señales convergen en las cortezas somato sensoriales ubicadas en los lóbulos parietales del cerebro. Gracias a la actividad coordinada de los sistemas motores del lóbulo frontal, los sistemas somato sensoriales del lóbulo parietal y las redes fronto-parietales que conectan a estos dos sistemas, el cerebro genera un modelo dinámico del cuerpo en movimiento que permite una regulación “en línea” o sobre la marcha de la postura y el movimiento. Dado que esta misma red se recluta cuando el sujeto identifica los rasgos de su propio cuerpo, se puede inferir con bastante certeza que forma parte de los fundamentos neuronales de la autoconciencia somática y de la imagen corporal (Naito, Morita y Amemiya, 2016).

El procesamiento conjunto de las señales provenientes de los propioceptores situados en los músculos, los tendones, las articulaciones, las del aparato vestibular del oído interno y las sensaciones visuales originadas en las dos retinas integran una representación espaciotemporal de la estructura y dinámica del propio cuerpo ubicado en su espacio peripersonal (Cléry et. al, 2015). La información propioceptiva en su conjunto se utiliza para articular tres sensaciones de alto nivel de integración: el sentido de las proporciones del cuerpo, el sentido de tener un cuerpo y el sentido de estar en el cuerpo. En pocas palabras: las capacidades propioceptivas constituyen un anclaje fisiológico básico de la corporalidad y de la identidad corporal (Shusterman, 2008).

Sentir la faena interior

El frecuente y muy difundido verbo sentir se usa en primera persona (siento, me siento) en tres circunstancias aparentemente distintas. La primera es notar una sensación mediada por los sentidos, (siento calor, frío, dolor, etc) excepto por la vista; la segunda es tener cualquier emoción o estado de ánimo (me siento alegre, triste; siento miedo, ira, etc) particularmente lamentar algo (lo siento mucho), y la tercera es el juzgar, opinar, tener un parecer (siento que eso es verdad), o bien presentir (siento que va a llover). A pesar de estas diferencias, los tres significados tienen en común perfilar cursos de acción porque sentir y sentido están ligados por etimología y por acepción. En efecto: una sensación suele evocar una respuesta a un estímulo; una emoción tiende a un movimiento en respuesta a eventos relevantes, y una opinión marca un curso preferente a la conducta, pues una creencia no sólo supone una afirmación como cierta, sino obrar en consecuencia. Otro significado general del verbo sentir se expresa coloquialmente en cómo se siente la persona y este sentir tan propio de la conciencia de sí implica a la fisiología corporal en términos del equilibrio funcional que se denomina homeostasis. Las señales provenientes de las vísceras hasta el cerebro y las de regreso que modulan sus actividades fisiológicas constituyen una contraparte orgánica de la sensación subjetiva de bienestar o malestar de la persona y forman parte de la autoconciencia somática, como veremos ahora.

Los intrincados mecanismos psicofísicos o psicofisiológicos que permiten la comunicación entre los órganos internos del tronco y el cerebro es capital en la vida humana y la de muchos animales. La liga entre el equilibrio fisiológico y la emoción fue estudiada en los años 30 por Walter Cannon, eminente fisiólogo de Harvard que acuñó el término homeostasis como el rango de funcionamiento normal y favorable de órganos y sistemas. Una emoción saca al organismo de su homeostasis y los procesos de desbalance y restauración del equilibrio involucran funciones viscerales y endocrinas que forman parte del curso de la emoción. Reacciones corporales tan conocidas como suspiros, sofocos, llanto, palpitaciones, sonrojos, escalofríos, náuseas, vahídos o “nudos en el estómago” forman parte de este correlato (causa, contraparte o efecto) de la emoción. De esta forma cobra sentido el que las emociones sean las actividades mentales más ligadas a funciones corporales, en especial a la actividad visceral modulada por el sistema nervioso autónomo y que por esa misma vía nerviosa informa al cerebro de su estado funcional (James, 1890; Damasio, 2000).

El término de interocepción fue introducido por Sherrignton en su “Integrative action of the nervous system” de 1906, al mismo tiempo que el de propiocepción (Burke, 2007). El gran fisiólogo inglés definió la exterocepción como toda percepción de estímulos situados “fuera del cuerpo” e incluye a los cinco sentidos tradicionales, cuyos estímulos son usualmente externos. En cambio, los músculos y las vísceras están “dentro del cuerpo” y su percepción conforma la propiocepción y la interocepción, respectivamente. La distinción entre las dos últimas tiene una base anatómica, pues el sistema nervioso periférico posee dos ramas, una “somática” de los nervios que terminan en los músculos del cuerpo que se mueven intencionalmente, y otra “autónoma” cuyos nervios modulan la actividad visceral, vascular y endócrina de forma usualmente involuntaria. El caso del dolor es especial, porque, si bien Sherrington lo consideró exteroceptivo, porque muchos estímulos lacerantes provienen del exterior, otros muchos provienen del interior: la delimitación entre externo e interno no es tajante.

Durante décadas, el término de interocepción se restringió a las sensaciones que provienen de las vísceras, pero en los últimos lustros ha adquirido un significado más incluyente al señalar a toda experiencia fenomenológica del estado corporal. En muchos vertebrados la condición fisiológica del cuerpo se capta gracias a las entradas de información hacia el cerebro provenientes de las vísceras y se asocia al control que el sistema nervioso autónomo ejerce sobre múltiples funciones orgánicas. Concebida así, la interocepción tiene una relevancia decisiva en las ciencias de la salud, la medicina y la psicología clínicas, pues fenómenos como el dolor, los síntomas subjetivos de toda enfermedad, la vida emocional, la toma de decisiones, los trastornos alimentarios, las adicciones, la vida sexual, o la empatía son manifestaciones ligadas a facultades interoceptivas (Craig, 2002 y 2003; Ceunen, Vlaeyen, Van Diest, 2016).

En su hipótesis conocida como “marcadores somáticos de la emoción,” el neurocientífico Antonio Damasio (2000) propuso que el vigoroso componente somático que tienen las emociones sirve para tomar decisiones racionales (aunque no razonadas), pues están basadas en la experiencia previa del organismo en situaciones similares. El marcador somático conlleva a una preselección de alternativas que luego son evaluadas cognitivamente para llegar a una decisión. Si bien la hipótesis necesita un respaldo empírico más extenso, la idea es interesante y clarificadora porque liga los usos afectivos y cognitivos del verbo sentir con base en un mecanismo fisiológico interoceptivo.

Hasta hace poco tiempo se consideraba que el sistema límbico del cerebro era el responsable anatómico y fisiológico de la vida emocional. El sistema límbico es un grupo interconectado de zonas olfatorias muy antiguas de la corteza cerebral y de núcleos profundos del cerebro que incluyen a una porción del hipotálamo, el centro rector del sistema nervioso autónomo y del sistema endócrino. De esta forma se explicaba la afectación de vísceras y glándulas en la respuesta emocional. Aunque este sistema es ciertamente relevante para el procesamiento y la experiencia subjetiva de varias emociones básicas o primarias, como el miedo o la ira, otras partes del cerebro participan en cómo se sienten diversas emociones, más que en cómo se expresan. Las señales aferentes o de entrada al cerebro provenientes de las vísceras sirven como reguladores de las funciones cerebrales que producen sensaciones corporales vagas o difusas, como son el hambre, la sed o la náusea. Sin embargo, estas y otras sensaciones interoceptivas cardiacas y gastrointestinales son registradas por el sujeto en términos de localización, intensidad e identificación, variables evidentes de la autoconciencia corporal (Hölzl, Erasmus y Möltner, 1996).

Está bien establecido que la representación interoceptiva del interior del cuerpo en los seres humanos implica al lóbulo de la ínsula del cerebro, situado en la profundidad de la gran fisura de Silvio que separa al lóbulo frontal del lóbulo temporal. Esta representación se asocia a muchas sensaciones específicas como son, entre otras, el dolor, el frío, la fiebre, la comezón, los cólicos, el hambre, la sed o la necesidad de aire. “Bud” Craig, anatomista del Instituto Neurológico Barrow de Arizona, realizó en 2002 y 2003 revisiones muy detalladas de la interocepción como el sentido de la condición fisiológica del cuerpo y posteriormente propuso que existe una representación de esta condición en los lóbulos de la ínsula, la cual desemboca en la forma como se sienten el cuerpo y los sentimientos (Craig, 2010). El mismo autor se aventuró a sugerir que esta función constituye “the sentient self”, el ser o sujeto sintiente. Aunque la hipótesis es arriesgada por localizar y reducir una función compleja a una parte del cerebro, todo indica que este lóbulo de la corteza cerebral no sólo esté involucrado en la experiencia de diversos sentimientos, en especial de aquellos que conllevan sensaciones viscerales, sino en la representación de uno mismo a través del tiempo que suele denominarse como self.

Sentir dolor, percibir daño

Esta sección se basa en análisis previos sobre la conciencia del dolor (Díaz 2007 y 2020). Empecemos por una definición: “el dolor es una sensación desagradable usualmente referida, localizada y ligada a una lesión corporal.” Esta definición de la Sociedad Internacional de Estudio del Dolor es un punto de partida útil para abordar el dolor pues, aunque “sensación desagradable” es un concepto inespecífico, la definición acertadamente estipula que el dolor es una sensación consciente con una base somática de orden patológico. Este fundamento somático está bastante bien dilucidado por la neurociencia, pues se conocen los mecanismos responsables de la sensación de daño, llamados nociceptivos: los receptores, las vías nerviosas, sus relevos en el sistema nervioso central, los neurotransmisores y la decena de zonas del cerebro implicadas en el dolor. Ahora bien, aunque se sabe que la experiencia de dolor requiere un enlace funcional o neuromatriz de áreas sensoriales, cognitivas, afectivas y volitivas del encéfalo, no se comprende aún de qué manera su actividad conjunta engendra, corresponde o constituye la sensación de dolor. Todo indica que la actividad nerviosa de este sistema no genera un dolor puramente mental o descarnado, sino ese dolor que se siente se advierte y se confronta como un aspecto subjetivo de la matriz nerviosa en una coalición psicofísica por el momento inexplicable.

Es importante especificar la definición propuesta apuntando que, además de ser una sensación aversiva, en el ser humano habitual el dolor involucra la percepción y representación conscientes de una lesión corporal sujeta a diversos niveles de congoja y entendimiento. De esta forma el dolor forma parte de la autoconciencia somática y corporal. En efecto, como sucede con toda percepción, en el dolor pueden ocurrir ilusiones (como el dolor referido a una parte del cuerpo no lesionada; por ejemplo: durante un infarto cardíaco suele doler el brazo izquierdo), alucinaciones (dolor en un miembro amputado o “fantasma”), influencias cognitivas (la analgesia del efecto placebo, del deportista o del soldado), referentes semánticos (conceptos, ideas y expresiones verbales sobre el dolor) y patologías mentales donde se disocia la lesión de la sensación en ciertos cuadros de psicosis. Estas características, en especial el dolor del miembro fantasma, indican que la matriz cerebral del dolor no sólo se activa por las señales provenientes de los receptores periféricos, sino intrínsecamente, pues para sentir un dolor no siempre se necesita una lesión, ¡ni tampoco se requiere la parte del cuerpo que duele!

En un sujeto normal, la representación mental de una lesión corporal es una percepción compleja que incluye al menos seis componentes: (1) el sensitivo (cómo siente el estímulo dañino no sólo una persona hablante, sino los bebés humanos que gritan de dolor y los animales que responden con alarma y escape a estímulos dañinos), (2) el afectivo (la emoción aversiva y de congoja que normalmente se funde con el componente sensitivo), (3) el cognitivo-reflexivo (la identificación, localización, reconocimiento y evaluación de la lesión y de su causa), (4) el volitivo (la disposición para remediar el dolor y la lesión), (5) el conductual (los lamentos, interjecciones, locuciones y acciones para expresar la dolencia, contender con el daño, comunicar el sufrimiento y solicitar ayuda) y (6) el cultural (la modulación de la experiencia y de la expresión dolorosa por la ideología y el aprendizaje social).

Hasta aquí hemos tanteado la definición y los constituyentes del dolor para proponer una teoría perceptual y representacional que no sólo abraca al cerebro, sino que incluye a la parte lesionada y al comportamiento. Revisemos ahora cuáles son las estrategias para conocer al dolor bajo la premisa de que, como todo proceso consciente, el dolor puede ser abordado desde perspectivas en primera, segunda y tercera persona. El dolor se conoce en primera persona y directamente por el “yo” pues constituye una experiencia que ocurre como el sentir privado de alguien. Aunque la sensación del dolor es en cierta medida inefable e intransferible, es posible para el sujeto describir y analizar la experiencia mediante recursos fenomenológicos, introspectivos, narrativos y expresivos propios de la autoconciencia.

Un ejemplo palmario del dolor en primera persona es el Diario del dolor publicado en 2004 por María Luisa Puga, escritora mexicana ya desaparecida, víctima de una artritis reumatoide muy severa. Ella muestra de manera lúcida que no sólo intervienen los aspectos descritos en la percepción y la autoconciencia del dolor, sino otras percepciones, recuerdos, imágenes, deseos o intenciones. Describe al dolor como un elemento ajeno e intruso que le produce terror y condena al no poder habituarse a la congoja y de estar pendiente de la sensación aflictiva. Relata las múltiples estrategias de enfrentamiento que surgen; por ejemplo, conceptuar al dolor como un enemigo al que es necesario comprender y con el que se puede dialogar y negociar. Como la existencia se vuelve insípida e insustancial, le es preciso lidiar con el desánimo, la depresión y la derrota. Ciertos aspectos de su autoconciencia se deterioran: la narradora se desconoce ante el espejo y siente que ha perdido su pasado y su futuro. El dolor persistente se revela como una vivencia lacerante y agotadora que enciende facultades insospechadas, demanda recursos extraordinarios y escenifica costosas batallas en la conciencia. Aprendemos de este impresionante testimonio que la experiencia privada y solitaria de dolor que la persona enfrenta echando mano de todas sus habilidades autoconscientes puede desembocar en notable dignidad y sabiduría. Como lo expresó Concepción Arenal, pionera del feminismo español, en El visitador del preso: “el dolor, cuando no se convierte en verdugo, es un gran maestro.”

En aparente disparidad con esta perspectiva fenomenológica en primera persona, se ubica quien trata de analizar y resolver el dolor como problema médico y científico. En estos casos, el dolor se conoce indirectamente desde una perspectiva en tercera persona mediante el interrogatorio, la exploración corporal y la correlación clínico-patológica para llegar a un diagnóstico y con ello a una terapéutica específica y eficaz. A través de la publicación de casos y de manera acorde al método científico, las observaciones, descripciones y datos pueden ser contrastados por otros y conducen a nociones fisiopatológicas, categorías médicas y recursos terapéuticos sujetos a corrección constante. De esta forma, las observaciones sistemáticas han permitido a la medicina formular un amplio catálogo de clases naturales de dolor, como son, entre otros muchos, los siguientes conceptos: “angina de pecho”, “migraña”, “cólico biliar”, “neuralgia del trigémino”, “ciática”, “lumbago”, “metatarsalgia” o “dolor radicular.”

Ahora bien: no hay una contraposición irremediable entre las perspectivas en primera y tercera persona, pues en la interacción cara a cara sucede su amalgama natural. Esta constituye la perspectiva en clave de “tú” o de “usted,” propia de la segunda persona singular. En otras palabras: usualmente el dolor deja de ser un suceso privado para adquirir una dimensión comunicativa, expresiva, empática y ética que se basa en la solicitud de ayuda, consuelo, misericordia y beneficio por parte de la persona doliente y en la provisión de atención, compasión, alivio y clemencia por parte del personal de salud. La relación clínica y terapéutica se basa en la estimación, el respeto y la confianza por parte del paciente, así como en la empatía, el servicio y la comprensión por parte del personal de salud, en particular de la o el médico tratante. De esta manera, el dolor se conoce desde una perspectiva en segunda persona mediante una interacción humana que adquiere especial significado en la consulta y en la clínica.

En referencia a la investigación científica, es conveniente que, en ciertos protocolos de estudio del dolor, los datos neurofisiológicos y fenomenológicos sean obtenidos simultánea y paralelamente. De esta manera, las correlaciones reiteradas entre contenidos sistemáticos del informe verbal y eventos fisiológicos específicos pueden llegar a constituir leyes psicofísicas del dolor.

Tocarse y retocarse

Además de entrañar sensaciones particulares de textura, forma, tamaño, peso, vibración o temperatura, el tacto contribuye a revelar los objetos que entran en contacto con la piel, en especial aquellos que el sujeto deliberadamente toca, palpa, explora y manipula. Muchas veces se trata objetos empleados con fines específicos, como sucedió con la preparación y el uso de aquellas herramientas que jugaron un papel esencial en la evolución de los homínidos y en la conformación de la especie. Otras veces el tacto constituye una forma de comunicación íntima entre personas de tal manera que sus múltiples sensaciones, variedades y significados configuran una categoría de interacciones sociales hápticas relevantes a la otredad. Además, el tacto en general y el tocarse a sí mismo en particular, constituyen formas de conocer y reconocer el propio cuerpo y por ello son elementos básicos de la corporalidad.

La percepción táctil, junto con la información propioceptiva proveniente de los músculos y articulaciones, viaja por los nervios y luego por vías específicas de la médula espinal hasta alcanzar la región llamada post-central o somatosensorial de la corteza cerebral situada en el lóbulo parietal del cerebro. En esta región las partes del cuerpo están representadas en relación inversa y de cabeza: la parte izquierda del cuerpo está representada en el hemisferio derecho, y la parte derecha del cuerpo en el hemisferio izquierdo, en tanto que ambas figuras funcionales están con la cabeza en la porción inferior de la circunvolución y los pies en la superior. Esta topología anatómica y funcional constituye una representación y proyección del cuerpo muy bien estudiada por los neurofisiólogos y se denomina mapa somatotópico o bien homúnculo sensorial. El término de homúnculo (literalmente “hombrecillo”) se había tomado para suponer que los procesos conscientes requieren a un yo interno haciendo el papel de observador de las actividades motoras, sensoriales y mentales. Si bien no se encuentra tal entidad en el cerebro, ciertamente existe este mapa u homúnculo sensorial del cuerpo que se complementa con el homúnculo motor localizado inmediatamente delante en el lóbulo frontal y es el centro de comando de los movimientos voluntarios. Otros sitios cerebrales están involucrados en la representación del cuerpo. Por ejemplo, las funciones tanto motrices como sensoriales del cerebelo parecen tomar parte en el desarrollo de la auto-representación corporal (Ceylan, Dönmez y Ülsalver, 2015).

Las representaciones o mapas somatosensoriales primarios del cerebro son respuestas plásticas y dinámicas a la información proveniente de todo el cuerpo sobre postura movimiento y tacto. De acuerdo con Frédérique de Vignemont (2013), filósofa parisina de la mente, las sensaciones táctiles y otras formas de percepción somatosensorial se constituyen en cualidades conscientes crudas (qualia) de “esto es mío.” La cualidad propuesta no significaría que el objeto manipulado por alguien sea sentido como algo de su pertenencia, sino que la parte del cuerpo empleada en esa manipulación se sienta implícita y directamente como una parte de su cuerpo, de sí mismo. En vista de que José Luis Bermúdez (2015) ha ofrecido argumentos en contra de que exista una cualidad consciente de pertenencia del cuerpo, un quale de posesión, parece factible que haya eventos donde las sensaciones de tacto brinden un sentido de posesión de partes del cuerpo, cuando otras no lo hacen. Posiblemente esto dependa del grado o del tipo de autoconciencia que muestre un sujeto durante una experiencia táctil. Lo que está cada vez más claro es que el sentido del tacto tiene una gran relevancia para integrar una impresión somática y la imagen del propio cuerpo.

Medina y Branch Coslett (2010) afirman que el esquema del propio cuerpo entraña tres pasos progresivos. El primero consistiría en las sensaciones somáticas primarias por medio de las cuales el sujeto no sólo percibe un objeto táctilmente, sino al mismo tiempo percibe la parte de su cuerpo que lo palpa. En segundo lugar, esta representación primaria se recompone en un mapa de la disposición y la estructura del cuerpo que denominan forma corporal y que corrige a la representación primaria de acuerdo con un esquema elaborado a largo plazo y almacenado en la memoria. Finalmente, un tercer nivel de representación corporal integra la vista, la propiocepción y la información vestibular para adquirir una configuración del cuerpo en el espacio y en el tiempo, representación que puede corresponder a la imagen corporal.

Pasemos ahora al tocarse a uno mismo, es decir, a toda actividad táctil dirigida al propio cuerpo y que tiene una larga raíz evolutiva a juzgar, por ejemplo, por el comportamiento de auto-aseo de muchas especies animales. Hace años estudiamos la estructura del auto-aseo en roedores de laboratorio para encontrar que la secuencia de actos de limpieza que ponen en contacto una parte aseadora del cuerpo con otra parte aseada, como manos-cara, boca-manos, boca-cola, etc, siguen una secuencia ordenada y pautada de posturas activas que semeja una sintaxis somática de auto-acceso y auto-referencia (Díaz, 1994). Estas acciones en su conjunto se presentan en sesiones rituales que se reconocen en muchas especies animales, como en los pájaros al “bañarse” o en los gatos domésticos al limpiarse. Estas actividades posturales auto dirigidas no sólo mantienen la piel limpia de basuras y parásitos, sino que proporcionan información táctil y propioceptiva del propio cuerpo que en muchas especies primates se extiende al aseo de otros miembros de la tropa, una forma compleja de comunicación amistosa.

Otra conducta auto dirigida es la masturbación. Aunque se ha reportado en varias especies de primates y en algunos otros mamíferos, su incidencia es mucho mayor en los humanos, probablemente porque se asocia a deseos, memorias y fantasías eróticas. La sexología considera que esta conducta contribuye a formar un mapa sensual del propio cuerpo y un catálogo de acciones placenteras que resultan de importancia para el desarrollo y la expresión de la sexualidad, el conjunto de percepciones multisensoriales y actos deleitables mediante los cuales se acoplan los sujetos implicados en una actividad mutua sensual/sexual.

En los humanos las acciones de un sujeto sobre su propio cuerpo se multiplican y cumplen no sólo funciones de higiene necesarias para el buen funcionamiento vital o funciones placenteras para el goce sensorial, sino se agrega una función estética cuyos orígenes son muy remotos a juzgar por la aparición de cosméticos, tintes y afeites usados en el acicalado personal. El acicalado del propio cuerpo adquiere en los humanos una función social de gran relevancia, pues obedece al intento de proyectar una imagen corporal hacia los prójimos con el objeto de llamar su atención, de seducir o generar admiración y con ello establecer una interacción efectiva y una relación social ventajosa y satisfactoria.

En todos estos casos, la experiencia del tacto se asocia a otras facultades cognoscitivas de tal manera que la representación táctil influye y modula de manera dinámica y eficiente la representación estructural del propio cuerpo en la mente (Schütz-Bosbach, Musil y Haggard, 2009). Como veremos a continuación, las manos juegan un papel fundamental en esta representación y expresión.

Manos a la obra

En los reveladores términos de los verbos derivados del prefijo man-, las manos mandan, manejan, maniobran, manipulan, manosean, manotean, manufacturan y así ayudan a organizar y adecuar la inteligencia y la conciencia. Las manos son un órgano privilegiado de la autoconciencia no sólo porque contribuyen a integrar la imagen corporal, sino porque en momentos claves actúan en el mundo por voluntad cabal de la persona viviente, consciente, laboriosa y creadora.

En un boceto del célebre artista holandés M. C. Escher una mano derecha y una izquierda brotan de un papel fijado con tachuelas y se dibujan mutuamente. El pensador cognitivista Douglas Hofstadter (1979) advierte un “extraño bucle” en esa imagen, porque la mañosa figura esboza una auto-referencia especular. Aunque en el dibujo las dos manos realizan idéntica labor, en las manualidades de las personas la mano derecha y la izquierda juegan roles adjuntos, interdependientes y complementarios, gracias a que son estructuras quirales, o sea: imágenes especulares una de la otra. En efecto, en 9 de cada 10 humanos, la mano derecha es diestra en habilidades refinadas, metódicas o certeras, pero de poco servirían si la izquierda no la asiste en la palpación, el agarre o la manufactura. En los diestros tanto como en los zurdos, las dos manos tientan y manipulan los objetos, construyen la herramienta o la escultura y usan o tocan el instrumento musical comportándose como un estupendo órgano dual, sensorio y cinético a la vez, pues las manos sienten al tocar y obran al sentir, palpan moviendo y mueven palpando. Y si bien el refrán dice “una mano lava a la otra y juntas lavan la cara,” no son las manos las que se enjuagan y lavan la cara; es la persona quien se lava con sus manos.

Las manos conforman un instrumento singular de diez apéndices digitales y por ello son heraldo de la aritmética decimal y sus diez “dígitos”; lo son también de la geometría cuando tientan un volumen entre ellas, y de las artes o los oficios gracias a incontables acciones coordinadas y refinadas que transforman materiales crudos en estructuras o instrumentos aprovechables, tantas veces hermosos. En los albores de las culturas humanas, manos ancestrales fabricaron y operaron utensilios e instrumentos cada vez mas pulidos y útiles, verdaderas extensiones o prótesis del agente. Cada artefacto de cultura humana, desde los petroglifos del neolítico hasta la escritura de estas ideas, pasando por toda vianda, ropaje o morada, por toda máquina, instrumento, arma o pintura, han surgido gracias a operaciones manuales. No hay otro animal capaz de hazañas similares en este planeta, aunque se puede prever que la preparación y la enseñanza de herramientas elementales observados en algunas sociedades de chimpancés (Goodall, 1986) podría ser heraldo de máquinas y artes póngidas en cien mil o más años. Pero surge aquí una comparación primatológica muy significativa: las diferencias anatómicas entre las manos humanas y las manos chimpancés no son muy grandes y esto quiere decir que un proceso funcional clave en la transición entre primates superiores y los seres humanos durante la evolución proveyó a las manos humanas de innumerables funciones (McGinn, 2015). Esta habilidad consistió en poder hacer usos ilimitados con recursos limitados, porque la mano humana se amolda a las tareas que se imponen los sujetos al manipular los materiales que tienen disponibles (Tallis, 2003).

La inteligencia manual específicamente humana depende de los múltiples modos de asir, agarrar, empuñar, disecar, coser, delinear, esculpir, acariciar, operar, enlazar y en general de guiar intencionalmente los movimientos de las manos de acuerdo con la obra imaginada, con las demandas de la tarea, con las posibilidades del material y con el diseño de la herramienta. De esta manera se ligan un plan cognitivo con una secuencia de operaciones manuales para transfigurar la materia prima y con el resultado: la obra, el utensilio o el artefacto que plasma a la mente humana en el mundo y es índice, fuente y fruto de cultura. Esta liga operacional entre la cognición y la manufactura fue seguramente uno de los prefacios del pensamiento. El neurólogo Frank R. Wilson fue enfático sobre el papel de la mano en la emergencia de la cognición humana:

Sostengo que cualquier teoría de la inteligencia humana que ignore la interdependencia entre la mano y la función cerebral, los orígenes históricos de esa relación, y el impacto de esa historia sobre la dinámica del desarrollo de los humanos modernos, será toscamente engañosa y estéril.(Wilson, 1998. Citado porMcGinn, 2015, p3. Traducción mía).

El original y agudo pensador mexicano Gabriel Zaid realzó a los oficios manuales como actividades inteligentes, aunque menospreciadas por los criterios y valores de la educación reciente y la cultura elitista. Lo estipula así:

La inteligencia de las manos favorece el desarrollo social y personal. En el tacto y la destreza, los ojos, los oídos, el cerebro y los dedos se coordinan. Producen resultados, y más que eso: autoconciencia. Las manos inteligentes hacen que el ser humano se vuelva más.(Letras Libres, 2016, subrayado mío).

El hecho que las manos sean partes del cuerpo muy conscientes para la persona se comprueba por su exagerado tamaño en el homúnculo de la corteza sensorial y motora del cerebro humano o por su profusa aparición en pinturas rupestres, como ocurre en una cueva de Borneo dibujada hace 40 mil años. La liga de las operaciones manuales con la autoconciencia es patente en los consagrados ejercicios para realizar con dedicación y atención plena operaciones manuales tan esmeradas y simbólicas como son la caligrafía y la iconografía.

Además de todas estas funciones sensorio-motrices y cognitivas, las manos humanas son órganos de comunicación muy eficaces: señalan, advierten, se hacen puño, insultan, toman otras manos, hablan el lenguaje de los sordomudos y adoptan un sinnúmero de gestos tan significativos como la “V” de la victoria esgrimida por Winston Churchill y adoptada por el movimiento estudiantil de 1968 como signo de esperanza en un mundo mejor. Múltiples gestos manuales acompañan al discurso y unifican forma, función, cognición, conducta y comunicación para modular y plasmar las maneras en que los humanos comparten ideas y organizan acuerdos mediante el pensamiento (Breckinridge Church, Alibali y Kelly, 2017). Las señas manuales comunican actitudes, disposiciones o emociones hasta alcanzar símbolos de orden espiritual tan complejos como son los mudras del budismo o los gestos litúrgicos del catolicismo. Hay una íntima relación entre mano y lengua, instrumentos de la faena y el discurso, y no es fortuito constatar que los principales centros del lenguaje se encuentren en el hemisferio cerebral dominante para la habilidad motora.

El elogio de la mano, ensayo del historiador del arte Henri Focillon (2006) cierra de manera exaltada y memorable:

El espíritu hace a la mano, la mano hace al espíritu (…) La mano arranca al tacto de su pasiva receptividad, lo organiza para la experiencia y la acción. Enseña al hombre el espacio, el peso, la densidad, el número (…) Se mide con la materia que metamorfosea, con la forma que transfigura. Maestra del hombre, lo multiplica en el espacio y en el tiempo.

Tener cuerpo, estar encarnado

Además de constatar que la autoconciencia somática utiliza como ingredientes elementales a las funciones sensoriales, cognitivas y motrices que representan al propio cuerpo y sus movimientos, se debe agregar que el ser humano siente que el cuerpo y todos sus sectores y componentes le son propios en el sentido que le parecen de su propiedad. De hecho, las personas no cuestionan si su cuerpo les pertenece: la experiencia directa los lleva a considerarlo en su conjunto y a todas sus partes como su propiedad (Braun et al., 2018). Esta posesión del cuerpo está ligada al movimiento voluntario que el sujeto ejecuta y que forma parte de la capacidad denominada agencia. Asociada a estas funciones, se encuentra la experiencia de toda persona de tener un cuerpo físico en una ubicación concreta del espacio, su “situación en el mundo” y otra más es el “punto de vista,” la perspectiva centrada en su cuerpo desde donde observa el medio circundante. Existen evidencias de que la posesión del cuerpo y la localización en el mundo tienen diferentes sustratos cerebrales: la primera involucra en especial a la corteza frontal premotora y la segunda a la zona de la unión temporo-parietal (Serino et al., 2013).

Desde hace un par de décadas muchos neurocientíficos cognitivos se han interesado en cuáles funciones cerebrales dan a la persona el sentido de poseer su cuerpo como algo único, exclusivo y privado (véase Longo y col., 2008 y 2009). Una de las formas de abordaje a esta cuestión ha sido el estudio experimental de un fascinante espejismo cognitivo que se denomina “ilusión de la mano de hule,” una figuración engañosa por la cual una mano prostética de hule se siente como una mano propia. Para producir la ilusión, una mano de hule y la verdadera se estimulan al mismo tiempo y sincrónicamente mediante un pincel, disponiendo que el sujeto tenga a la vista solo la mano de hule y no su mano real. La ilusión de sentir la mano de hule como la propia mano surge al ver que la de hule es estimulada sincrónicamente con la propia mano y no se produce cuando la de hule se estimula de manera asincrónica o desacompasada con respecto a la propia.

Una cuestión fundamental para comprender este peculiar fenómeno de la conciencia corporal corresponde a las condiciones necesarias y suficientes para que ocurra la ilusión de poseer la mano artificial. Inicialmente se postuló que la coordinación entre la mirada y el tacto, entre el ver y el sentir el estímulo sincrónico en la mano de hule y la propia, era suficiente para crear la ilusión. En este caso el sujeto pasaría por alto la discrepancia entre la posición de la mano que ve (la de hule) y la que siente (la propia). Lo relevante sería conocer el mecanismo mental de este “pasar por alto” que ocurre fuera de la voluntad del sujeto y se supuso que el estímulo sentido y el visto se ligan por aprendizaje perceptual, como sucede cuando se aprende a manejar un martillo y se coordinan precisamente las sensaciones visuales con las de tacto, posición y movimiento durante la acción de clavar un clavo, evitando darse un martillazo en el dedo. Es decir: el aprendizaje ilusorio ocurriría por el acoplamiento de los estímulos sensoriales de vista y tacto.

Ahora bien, hay evidencias de que el pareo entre la vista y el tacto, aunque necesario, no es suficiente para inducir la sensación de propiedad. En efecto, como parte de su autoconciencia, el sujeto tiene establecido un modelo o esquema implícito de su cuerpo con información sobre su figura anatómica, sus propiedades estructurales y sus capacidades de movimiento. Por ejemplo, sin tener que pensar o considerarlo racionalmente, el sujeto sabe tácitamente lo que su cuerpo puede hacer y lo que no. Debe entonces ocurrir una congruencia entre las señales sensoriales y el modelo ya establecido del cuerpo de tal forma que la sensación de propiedad en una ocasión particular aflora por la convergencia y la coherencia entre las sensaciones provenientes de los sentidos con la información almacenada y organizada del modelo o imagen corporal. Esta inferencia está de acuerdo con la idea de que la percepción en general no solo se debe a la entrada de información proveniente de los sentidos y a su recepción pasiva por el cerebro, sino resulta de una confección activa que predice cómo deben ser los eventos sensoriales; es decir: de una expectación y predicción de lo que cabe esperar de acuerdo con la experiencia. Pero hay algo más: la figuración de la mano de hule no se restringe a una mano o a otra parte del cuerpo, pues se ha documentado una “ilusión del cuerpo entero” (Full Body Illusion) cuando el voluntario ve que un cuerpo virtual distante es estimulado táctilmente al mismo tiempo que recibe un estímulo sincrónico en su propio cuerpo y entonces siente que aquél cuerpo virtual es el suyo, y algo aún más sorprendente: que el espacio peripersonal en el que se encuentra es el del cuerpo virtual distante (Noel et al., 2015).

Todo indica que la auto-atribución, sea de partes del cuerpo, de prótesis o de dobles virtuales, no sólo depende de características físicas, sino de la posibilidad de que esta entidad pueda cumplir las expectativas de acción asociadas con la parte del cuerpo que remplazan (Aymerich-Franch y Ganesh, 2016). Estas ilusiones demuestran que la vista puede sustituir al tacto para recalibrar en la autoconciencia corporal la posición de una parte del cuerpo o del cuerpo entero; es decir: donde se ve que ocurre el estímulo es donde el cuerpo se siente. En este sentido son muy reveladores los estudios de la incorporación de prótesis de miembros artificiales o de los estudios con avatares virtuales para establecer los requerimientos y restricciones anatómicas, volumétricas y espaciales asociadas con el sentido de posesión de todo el cuerpo o de sus partes.

Las investigaciones de Vilyanur Ramachandran, notable neuropsicólogo de origen hindú radicado en San Diego, han revelado la utilidad de una forma de terapia con espejo para personas amputadas que tienen la alucinación de “dolor fantasma” en el miembro faltante (Ramachandran, Rogers-Ramachandran, Cobb, 1995). La terapia consiste en que el amputado ve y mueve su brazo o pierna sanos frente a un espejo que, alineado con su plano sagital, bloquea la vista de su muñón. Al ver en el espejo la imagen de su miembro existente reflejado en el lugar del faltante, el amputado siente que realmente lo tiene y que puede moverlo. Lo notable de esta ilusión es que modera o quita el dolor fantasma, probablemente por una reintegración entre la visión y la propiocepción. El paciente aprende a “mover” su miembro faltante en su representación imaginaria sin ayuda del espejo y también así experimenta una disminución o desaparición del dolor fantasma: el miembro imaginario se constituye como una entidad real para el sujeto.

Espejo, reflejo, reflexión

Los espejos fascinan a los humanos porque los reflejan, porque la reflexión es una propiedad particular de la autoconciencia y porque se supone que el espejo devuelve la verdad, como debiera hacerlo la conciencia de uno mismo. De allí también su condición angustiosa. En su poema Los espejos, Borges (1974, p. 814) la pone de esta manera:

Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso nos alarman.

Ahora bien, más que alarma, el ser humano muestra una fascinación ancestral con las superficies reflejantes, en especial con los espejos. Concurren muchas razones para explicar el aliciente del reflejo y una muy ostensible es que el rostro constituye un elemento clave de la identidad personal y su reflexión en el espejo sería la faz que la persona supone presentar a los demás. En efecto, el fenomenólogo existencialista Maurice Merleau Ponty (1945) describió al espejo como un objeto que permite al sujeto percibir sus rasgos faciales y corporales de manera muy diferente a como siente o toca su cara. Ante el espejo el sujeto se vuelve espectador de su propia imagen en un sentido similar a como otros lo ven: la imagen en el espejo no sólo es un doble: es un doble desde un punto de vista ajeno.

Cuando me veo en el espejo, ¿cómo sé que soy yo? Parece evidente suponer que me reconozco en el espejo porque mis rasgos faciales están conservados en mi memoria y se van actualizando, con alguna reticencia, cada vez que los contemplo. Pero no sólo interviene la memoria renovada de mi rostro, sino los gestos que asumo como propios, las sensaciones que percibo al hacerlos y, en especial, la coreografía que realiza la imagen reflejada en perfecta sincronía con mis movimientos: la imagen en el espejo se toca la frente precisamente cuando me la toco y esta ley física me asegura que ese otro que veo frente a mí, soy yo mismo (Tsakiris, 2008). Por esto mismo, la falta de sincronía ante el espejo es motivo recurrente de la comedia cinematográfica, llevada al absurdo cabal por Groucho Marx en una delirante escena de “Sopa de ganso” (1937) e imitada por Tin Tán en “Calabacitas tiernas” (1949).

Como la sincronización perfecta del sujeto con su imagen debe constituir una pieza clave para el auto-reconocimiento, ésta fue utilizada experimentalmente de manera ingeniosa por Gordon Gallup en 1970 para averiguar si algunos animales tienen autoconciencia. Los investigadores del comportamiento animal ya habían observado que los chimpancés, como otros mamíferos sociales de gran desarrollo, reaccionaban inicialmente ante el espejo con agresión hacia la imagen, para luego habituarse a ella. Pero a diferencia de otras especies, algunos chimpancés ya habituados solían presentar conductas de curiosidad ante el espejo y gestos que sugerían un posible auto-reconocimiento, aunque esto parecía difícil de probar. A Gallup (1970) se le ocurrió marcar sus frentes con una mancha roja inodora y registrar sus conductas frente a un espejo con la propuesta de que, si el animal toca su frente reiteradamente al mirarse en el espejo, indica que se reconoce a sí mismo o al menos reconoce su cuerpo ante el espejo. Durante décadas se ha analizado ampliamente esta “prueba de la marca” y en la actualidad se conoce que miembros de varias especies animales la pasan, como chimpancés, orangutanes, delfines, elefantes y, sorprendentemente, urracas, con lo cual se supone que poseen la suficiente conciencia corporal como para reconocerse (Saidel, 2016).

Ahora bien, hay gran variabilidad individual en la respuesta de tal manera que más de la mitad de los chimpancés en cautiverio no pasan la prueba de la marca. Además, la prueba no necesariamente revela una capacidad innata, sino que ha sido posible inducir el comportamiento de tocar la marca en monos Rhesus (que no la pasan de manera espontánea), después de ser entrenados en tareas de asociación visual y propioceptiva en imágenes vistas en un espejo (Chang, et al, 2017). Esto implica que el reconocimiento del propio cuerpo podría presentarse en otras especies si tienen el entrenamiento con estímulos reflejados en el espejo y que la autoconciencia corporal se desarrolla paulatinamente durante la evolución de las especies (de Wall, 2019).

Es posible que la capacidad de usar un espejo para lograr ciertos fines, como tocar una marca en la propia frente, sea distinta de otra más avanzada o compleja como es el reconocimiento del propio cuerpo. Tampoco está del todo claro si fallar la prueba de la marca indica que el animal carece de auto-reconocimiento o bien de que la prueba no es plenamente confiable para revelar esta capacidad. Es razonable suponer que la prueba de la marca indica alguna capacidad de representar el propio cuerpo o su apariencia, pero no necesariamente otras facultades de la autoconciencia, como la identidad personal, la agencia o la introspección.

En los seres humanos el origen del auto-reconocimiento corporal se ha estudiado examinando la respuesta que muestran los infantes a su reflejo en el espejo (Anderson, 1984). En la década de los años 30 el psicólogo francés Henri Wallon observó que entre los 6 meses y los 2 años el infante humano desarrolla una fascinación con su reflejo en el espejo y que a veces requiere la validación de los padres para asegurar que el reflejo es él mismo. La teoría del psicoanalista Jacques Lacan (1949) postula que la etapa de reconocimiento ante el espejo constituye la conformación del yo entendido como una imagen de sí mismo que es fundadora de una serie de identidades ulteriores, aunque no se ha comprobado su inferencia de que esa identificación inicial se acompañe de una emoción jubilosa. La edad en la que el infante se reconoce en una imagen fija, como una foto, es difícil de establecer, como también lo son los correlatos cognitivos y afectivos necesarios para el auto-reconocimiento. La prueba de la marca de Gallup también fue estudiada en infantes humanos para establecer cuándo son capaces de usar su imagen reflejada para responder y tocar una marca en su cabeza que no puedan ver directamente. La respuesta a la marca empieza a aparecer hacia los 15 meses y se presenta claramente en la mayoría de los críos a los 24 meses (Anderson, 1984).

Más allá de las observaciones y los experimentos de auto-reconocimiento ante el espejo, se debe añadir que el reflejo especular es inquietante en varios sentidos expresados de maneras múltiples en mitos, cuentos de hadas o en la literatura universal. Escuchar la propia voz en una grabación o ver una película de uno mismo produce, sobre todo en las primeras experiencias, una reacción de sorpresa, de confusión o incluso de incredulidad. Esto sucede porque ocurre una discrepancia entre la imagen corporal subjetiva y la imagen visual o la sonoridad registrada y reproducida por un aparato.

Un elemento peculiar de la imagen devuelta por el espejo es que está invertida de derecha a izquierda, de tal forma que el otro yo en el espejo es un enantiomorfo, (del griego: forma opuesta) es decir, está invertido en su eje vertical, y en la imagen cuesta trabajo decidir cual es la mano izquierda y cual la derecha, en especial las de los otros. Borges (1974, p 815) lo versifica así en el poema “Los Espejos”:

Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como fantásticos rabinos
leemos los libros de derecha a izquierda.

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