* Correspondencia: Prof. Francisco López-Muñoz, Vicerrectorado de Investigación, Ciencia y Doctorado, Universidad Camilo José Cela, C/ Castillo de Alarcón, 49, Urb. Villafranca del Castillo, 28692 Villanueva de la Cañada, Madrid, España. Correo electrónico: flopez@ucjc.edu
Es conocido el hecho de que un mecanicista de manual, incluso fundacional, como lo fue René Descartes (1596-1650) (figura 1), admitió la existencia de una mente inmaterial o alma -res cogitans-, liberada por completo de las leyes de la mecánica y a cuyas percepciones íntimas llamó “pasiones” en la línea del pensamiento de la época (López-Muñoz & Álamo, 2010; López-Muñoz & Álamo, 2011). Unida a esta res, y subordinada a ella, existiría una realidad material, regulada por principios enteramente mecánicos, un cuerpo animal –o res extensa-. Dicha unión es a su parecer perfectamente armónica, en la medida que constituyente de esa entidad dual y perfecta que es el ser humano (Laín Entralgo, 1966).
Para Descartes, la plácida armonía existente entre la voluntad de la mente y el movimiento del cuerpo precisaría una perfecta comunicación, que correría necesariamente a cargo de los galénicos spiritus animalis (López-Muñoz, Álamo & García-García, 2010). Sin embargo, la naturaleza de tales espíritus es bastante oscura en la obra cartesiana. Descartes considerará que no se trata de una sustancia propiamente líquida, sino de sutiles fluidos que ocupan el interior de los ventrículos cerebrales y de los nervios, a modo de pequeñísimas partículas en rápido movimiento; en suma, una especie de “quintaesencia” originada por la rarefacción del líquido sanguíneo al calentarse en el interior del corazón. Pero sería necesario, para que la relación armónica entre cuerpo y psique sea factible, que la res cogitans -o alma humana en sentido estricto- tuviera, en última instancia, un asiento corpóreo y físico desde donde le fuera posible esa misteriosa comunicación con el cuerpo, hacia la que empuja irremisiblemente el dualismo de carácter interaccionista que se pergeña ya en la propuesta de partida. De esta forma, Descartes fija la sede del alma en “la más interior de las partes del cerebro”, es decir la glándula pineal –o epiphysis cerebri en los autores clásicos (figura 2) (López-Muñoz & Boya, 1992; López-Muñoz, Rubio, Molina & Álamo, 2012; López-Muñoz, Marín & Álamo, 2016):
“…me parece haber reconocido con evidencia que la parte del cuerpo en la que el alma ejerce inmediatamente sus funciones no es de ningún modo el corazón, ni tampoco todo el cerebro, sino solamente su parte más interna, que es cierta glándula muy pequeña, situada en el centro de su sustancia…” (Capítulo XXXII de Las Pasiones del Alma; Descartes, 1997, p. 103).
Esta postura mecanicista y dualista recibió severas críticas en su tiempo, pero también concitó el interés de muchos especialistas que, por lo común, eran también mecanicistas de reconocido prestigio. Tal es el caso del suizo Leonhard Euler (1707-1783), hombre de profunda religiosidad que, más allá de sus reconocidas y valiosas aportaciones a la física, la matemática o la astronomía, era un profundo creyente y lector de la Biblia que, incluso, rechazaba por demasiado “paganas” las interpretaciones conciliadoras de este asunto elaboradas por otros racionalistas, como Gottfried Leibniz (1646-1716) o Christian Wolff (1679-1754) (Arana, 1994).
Pero esta controversia, dicho sea de paso, nunca ha sido del todo superada y ha llegado incluso al presente, pues algunos prestigiosos autores contemporáneos, como el neurólogo Antonio Damasio (n. 1944) se han molestado en confrontar la postura dualista de Descartes, incidiendo en la completa separación entre el pensamiento o la inteligencia y el cuerpo humano, y valiéndose de los postulados cartesianos como punto de partida desde el que construir una visión actual de la actividad cerebral (Damasio, 1994). A su parecer, el hecho de que la actividad mental se entienda como separada de la estructura cerebral y de su funcionamiento íntimo supone un craso error, pues el cerebro constituiría, junto con el resto del organismo, un ente indisociable formado por múltiples vías neuronales y bioquímicas que relacionan al sujeto con el ambiente exterior. Así pues, según Damasio -y muchas otras interpretaciones actuales-, la actividad mental surgiría de dicha interacción, de suerte que, en términos anatómicos y funcionales, es factible que exista un hilo conductor que conecte a la razón con los sentimientos y el cuerpo. Una tesis, por cierto, que ya defendió originalmente Sigmund Freud (1856-1939) en su Proyecto de Psicología, publicado de manera póstuma en 1950, pero redactado originalmente en 1895 (Freud, 1988; López-Muñoz & Pérez-Fernández, 2020).
Por otro lado, el principio del dualismo cartesiano también ha sido criticado desde diferentes corrientes actuales de pensamiento médico, que van desde las posiciones más reduccionistas hasta los planteamientos más abiertamente psicosomáticos (Duncan, 2000). Sin embargo, tal vez estas críticas resulten apresuradas, pues el dualismo era para Descartes antes una hipótesis de trabajo que un hecho en sí, y en su última obra publicada en vida -Las Pasiones del Alma (1649)- (figura 3), esbozó un nuevo planteamiento que ponía de manifiesto que la relación entre el alma y el cuerpo era, a su juicio, algo más que la mera suma o agregado de ambas entidades (Clarke, 1986). Por tal motivo, algunos autores hablan de “triadismo” en relación con los postulados cartesianos defendidos al final de su vida, ya que se intuye una “tercera distinción” o “cualidad”, que se correspondería a la interacción entre las dos substancias que integran al ser humano, y que justificaría la experiencia de unidad entre ambas que advertimos en la vida diaria (Kennington, 1978).
De hecho, independientemente de que el alma ejerciera de manera más particular sus funciones en determinadas estructuras anatómicas, Descartes especificó con meridiana claridad que el alma estaba unida a todo el cuerpo y que, por consiguiente, no se podía decir que lo estuviera solo en alguna de sus partes con exclusión de las demás, ya que era una e indivisible (Descartes, 1989). Es por ello que, asumiendo este punto de vista, algunos autores han criticado la postura de Damasio como una incomprensión manifiesta del pensamiento cartesiano, aludiendo a ella con un “or Damasio’s Error” (Brunod, 2006).
La psicofisiología cartesiana, sin duda, ejerció una enorme influencia en la forma de entender al ser humano durante todo el siglo XVII. De hecho, dos de las consecuencias científicas inmediatas del pensamiento de Descartes fueron las corrientes iatromecánica e iatroquímica (López-Muñoz & Pérez-Fernández, 2020). Todos los grandes seguidores de estos movimientos científicos continuaron explicando el funcionamiento del sistema nervioso con la teoría de los espíritus animales, adicionando, en cierta medida, los parámetros de la nueva física emergente (Montiel, 1998). Es más, los movimientos científicos del siglo XVIII tampoco escaparon a la influencia del cartesianismo, y prueba de ello es el principio de la “fuerza vital” que inspira la corriente vitalista de la Ilustración (Brazier, 1984), aunque durante este periodo, el declive del concepto científico del alma racional fue ya muy evidente.
Pese a todo, y aun cuando las propuestas cartesianas en torno al dualismo se consideraban intelectualmente saldadas, en la primera mitad del siglo XX surgió una corriente paracientífica de carácter filosófico-mitológico que, al hilo de los planteamientos cartesianos del control de los “espíritus humanos” por parte de la glándula pineal y de las corrientes evolucionistas imperantes desde finales del siglo XIX, asimilaron a la epífisis con el “Tercer Ojo” de las culturas indostánicas (López-Muñoz, Marín & Álamo, 2010): la “Puerta de Brahma” por la que el espíritu de las personas puede fusionarse con el alma del universo, o el tercer ojo del dios hindú Shiva (figura 4). Estas corrientes, partiendo de la teosofía propuesta por la controvertida Helena Blavatsky (1831-1891) (figura 5A), alcanzaron su máxima expresión con la denominada antroposofía: un intento de asimilación entre el misticismo y la ciencia moderna desarrollado por Rudolf Steiner (1861-1925) (figura 5B), y que perpetuó este tipo de mitos al relacionar la glándula pineal, por ejemplo, con el único ojo del cíclope Polifemo de las obras homéricas o con la práctica medieval de la tonsura de la región parietal por parte de los monjes cristianos.
Ambas vertientes constituyen una curiosa síntesis de filosofía, ciencia y religión que, en líneas generales, defiende que todas las religiones procederían de un tronco común, una doctrina originaria única, que ha quedado oculta y pervertida tras las elaboraciones de los diferentes dogmas y teorías científicas. Consecuentemente, existiría una única verdad eterna, cósmica, que podría ser alcanzada racionalmente, sin necesidad de intervención divina en forma de revelación, por la vía, entre otras cosas, del autodesarrollo espiritual. Siguiendo esta corriente, Dietrich Boie (1923-2001) acabó definiendo al órgano pineal como “la consolidación física de un centro etéreo” (Boie, 1968). Aunque es de rigor mencionar que muchos de estos planteamientos cayeron en un profundo descrédito, ello no se debió tanto a su genuina refutación –que quizá no sea posible por la propia naturaleza incontrastable de estas teorías-, como, entre otras cosas, por sonados fraudes.
De entre ellos merece una mención especial el protagonizado por Tuesday Lobsang Rampa, seudónimo con el que un escritor esoterista británico llamado Cyril Henry Hoskin (1910-1980) (figura 6) publicó tres libros superventas a lo largo de la década de 1950. Textos que, en realidad, constituían una falsa autobiografía espiritual, en la que el autor trataba de hacerse pasar por un genuino místico tibetano. El fraude de Rampa sería desenmascarado por el explorador austriaco Heinrich Harrer (1912-2006), quien se haría mundialmente famoso gracias a la película biográfica Siete años en el Tibet (1997), obra del cineasta Jean-Jacques Annaud (n. 1943). Lo cierto es que Harrer sospechó de la honestidad de Rampa, al punto de que, valiéndose de un detective privado, demostró que era Hoskin, que había nacido en Inglaterra y que no solo no había estado jamás en el Tibet, sino que además no hablaba una sola palabra de tibetano. La justificación del fraude por parte del acusado resultó de todo punto rocambolesca: Hoskin no negó ser quien Harrer decía, y afirmó a continuación que en realidad Lobsang Rampa era el espíritu de un genuino monje tibetano que se habría encarnado en él (López, 1988).
Lo interesante es que el movimiento teosófico-antroposófico, que logró alcanzar una importante influencia, se encontró inopinadamente en el epicentro del surgimiento del arte abstracto moderno, hecho que supuso una readmisión inesperada del dualismo cartesiano, sostenido sobre estas percepciones místico-científicas dualistas asociadas a la función de la glándula pineal en la cultura contemporánea. Así, a finales del siglo XIX, muchos artistas trataron de expresar en sus producciones una conciencia más elevada de la verdad cósmica. El arte abstracto moderno se convertía, de este modo, en manifestación de ideales espirituales, de suerte que los artistas trataban de operar como transmisores de una realidad cósmica inaprensible a las palabras y que excedía los márgenes de la explicación científica convencional (Hall, 2002).
Esta corriente comenzó a desarrollarse alrededor de la década de 1890, apoyada sobre los dos grandes éxitos editoriales de Helena Blavatsky -Isis sin velo (1877) y su texto más conocido, La doctrina secreta (1888)-, que insuflaron nuevos aires sobre estas cuestiones en el fin de siècle, junto con la también exitosa, e infinidad de veces reeditada, obra de Allan Kardec (1804-1869). Profesor discípulo del célebre pedagogo suizo Johann Heinrich Pestalozzi (1746-1827), Kardec, cuyo nombre real era Hyppolite-Léon-Denizard Rivail, llegó a estas cuestiones tardíamente y tras una vida dedicada a la enseñanza y la traducción. Tras asistir por mera curiosidad, en 1855, a una sesión de mediumnismo, quedó tan impresionado que decidió dar un giro radical a su vida, hasta entonces centrada en la enseñanza, la pedagogía y la traducción. Con la publicación de su exitoso Libro de los espíritus (1857), sistematizó el espiritismo del presente, así como muchos de sus dogmas y prácticas tal y como hoy se conocen, a la par que lo convirtió en un movimiento harto influyente y popular durante la segunda mitad del siglo XIX, incluso entre muchos científicos e intelectuales (Kardec, 1976; López-Muñoz & Pérez-Fernández, 2020).
Lo cierto es que la teosofía, dotada por Blavatsky y sus seguidores de una pátina “científico-filosófica” más convincente y de largo alcance, obró una profunda influencia entre las clases cultas, a la par que se filtraría con notable facilidad en la gestación del arte abstracto moderno, especialmente entre algunos de los fundadores del movimiento: Wassily Kandinsky (1866-1944), Frantisek Kupka (1871-1957), Piet Mondrian (1872-1944) y Kazimir Malevich (1879-1935), entre otros (figura 7). En general, estos artistas, pese a su singularidad, compartían ciertos criterios escolásticos: creían ser capaces de ver no solo el mundo natural, sino también, más allá de él, su propia estructura metafísica. Esto era posible mediante la comprensión intrínseca de la dualidad cuerpo-mente, de lo físico-psíquico, que posibilitaría tal acceso, en la medida que, dadas ciertas condiciones, podría producirse un “desprendimiento” o “separación” controlada de ambas entidades. De tal modo, el mundo ofrecido a los sentidos, adecuadamente observado con la mirada del espíritu, se ofrecería como expresión directa de las sabidurías antiguas -como la asociada al “Tercer Ojo”-, así como de los principios cósmicos de la existencia humana.
El hecho es que, ubicado en esa posición espiritual estratégica, el artista podía elevarse por encima de las preocupaciones mundanas, a fin de alcanzar una visión privilegiada, divina, tanto de éste como de otros mundos posibles. Tal perspectiva, y en ello radican principios elementales del arte abstracto como los de simplificación, descomposición y recomposición de la forma, debía presentarse al espectador en términos simples y relevantes, inspiradores, que más tarde, toda vez que se trabajaran adecuadamente los principios sensoperceptivos básicos, podrían desarrollarse y expandirse para constituir complejas estructuras pictóricas capaces de estimular determinados patrones psíquicos, e incitar a la remoción espiritual activa del espectador (figura 8). En cierto sentido, las propias explicaciones fisiológicas de la visión aportadas por Descartes, que hubo de conjugar con el hecho de que res cogitans termina “viendo” lo que al principio solo es físico, llevan implícita esta perspectiva dualista. Precisamente, este magma de ideas, de uso común en la época, se convertiría en uno de los variopintos elementos intelectuales que inspirarían, apenas iniciado el siglo XX, los trabajos psicológicos pioneros de los fundadores de la Escuela de la Gestalt, así como la posterior formulación de las leyes de la percepción (Vílchez, Ávila, Moreno & Reyes, 2018).
Para los fundadores de la abstracción moderna, profusos conocedores de los conceptos espirituales en boga, era común expresarse en términos teosóficos y antroposóficos al tratar de explicitar públicamente el contenido de sus obras. Esto los indujo, en un primer momento, a trabajar por la vía del simbolismo para, después, a medida que empezaron a explorar el uso de color como medio de proyectar la esencia de un objeto de apariencia visible, ir reduciendo la forma a simples contrastes de líneas y colores que trataban de significar la unidad entre contenidos simbólicos, emocionales y sentimentales opuestos: masculino y femenino, estático y dinámico, espíritu y materia (figura 8). Ello se manifiesta de manera muy clara en las obras de arte de Mondrian, con quien las formas geométricas y los colores primarios acabarían por transformarse en una marca de fábrica personal que trataba de mostrar, en términos de simplificación extrema, icónica, la compleja estructura espiritual del Universo (Holtzman, 1982; Hall, 2002).
Esta reformulación en clave mística del dualismo sensoperceptivo y fisiológico-corporal propuesta por estas corrientes artísticas, a partir de las reelaboraciones esotéricas de la obra cartesiana, aunque legítima, muy posiblemente habría sido considerada “extravagante” por el propio Descartes. Ha de recordarse que el filósofo era un mecanicista convencido, cuyo problema fundamental no consistía en la comprensión de lo fisiológico-corporal, que era máquina regulada mediante causalidad eficiente sin más, sino en entender cómo encajaba lo pensante dentro de ese mecanismo y cuál era su función intrínseca dentro del mismo. Es decir, el mecanicismo cartesiano no sólo era ontológico, sino también epistemológico y gnoseológico. No era solo un mecanicismo del ser, sino también un proceso metodológico y una forma de conocimiento (Clarke, 1986; Doffi, 2013). Ahora bien, como se ha comentado previamente, la propia naturaleza dual del pensamiento y la ciencia cartesianas indujo, dada su indiscutible influencia, muchas de sus reinterpretaciones históricas: encontradas, controvertidas e incluso, como se indicó, cismáticas.
De hecho, en la Dióptrica -obra concluida en 1637, pero comenzada seis años antes- (figura 9), René Descartes reflexionó sobre el ojo como órgano, prestando especial atención, en el Discurso V, a la cuestión de cómo las imágenes se formaban en su interior. La propuesta, por supuesto, trataría de ceñirse a los preceptos del mecanicismo. Así, la vista no sería otra cosa que una máquina de representación que funcionaría de forma análoga a una cámara oscura (figura 10), cuyo principio se conocía desde la Antigüedad, siendo un instrumento de uso habitual entre los artistas de su tiempo, que la llevaron a su máximo desarrollo. De hecho, la nomenclatura del artilugio como “cámara oscura” es coetánea a Descartes, pues se debe a Johannes Kepler (1571-1930), quien denominó así al aparato en su libro Ad Vitellionem Paralipomena…, de 1604 (Dupre, 2008). Debe reseñarse, por lo demás, que el Discurso del Método de Descartes, aunque publicado en solitario y de suerte anónima en Leiden en 1637, se concibió originalmente como un prólogo a la Dióptrica, Meteoros y Geometría, textos que se publicarían luego bajo el título general de Ensayos Filosóficos. Es decir, que la Dióptrica formaría parte intrínseca de la almendra central de la inspiración metodológica cartesiana (Descartes, 1996).
El ojo, de forma análoga a la cámara oscura, proyecta sobre la pared de la retina una imagen bidimensional e invertida que Descartes denomina, muy gráficamente, “pintura”. Esta idea conexiona con las experiencias de la pintura holandesa del siglo XVII en torno al trabajo con la cámara oscura, que realizarían artistas como, entre otros, Johannes Vermeer van Delft (1632-1675) y Gabriël Metsu (1629-1667). La pintura, desde este punto de vista, pasa de ser un procedimiento tecnológico, a convertirse en una actividad conceptual. Ya no es mera copia facilitada por el aparato, sino otra cosa, teoría que provocó severas disputas intelectuales entre los artistas de la época: la idea es que el ojo, al igual que la cámara, no se limita a reflejar el mundo real, sino que establece, por su propia mecánica, un proceso de alteraciones y restituciones que determinan lo que se ve o, por mejor decir, cómo se ve lo que se ve. Ontológicamente, el mundo reflejado por el ojo, como el reflejado por la cámara oscura, no es el mismo mundo de ahí fuera, sino un mundo reconstruido por el artista-observador (Schuster, 2009). Un mundo reflejo -o reflejado- que permitirá a Descartes defender que las ideas no son “lo real”, sino sus imágenes reconstituidas psicológicamente, y que se convierte en uno de los pilares fundamentales del dualismo. Es decir, en el pensamiento cartesiano la idea de separar mente y cuerpo para luego buscar sus conexiones no es un prejuicio religioso o metafísico, sino el producto de un elaborado análisis técnico-mecánico.
Las consecuencias intelectuales de este análisis en torno a la confrontación entre copia y reconstrucción, entre imagen exacta e imagen reflejada, como vemos, tienen largo alcance en el pensamiento cartesiano y se convertirán, de ahí su influencia, en elemento central del debate científico de la Modernidad. De hecho, y como se ha tratado de mostrar en este trabajo, una de las primeras cuestiones que la fisiología hubo de resolver a partir de Descartes fue, precisamente, en qué modo el sistema nervioso humano procedía a la elaboración de los datos sensoriales para (re)construirlos en el pensamiento. El empirismo trató de resolver el problema basando el fuero interno del individuo en mera experiencia -copia mental- del mundo externo, pero ello terminaba generando graves problemas en la comprensión de lo psíquico, e incluso del significado intrínseco de los trastornos mentales, su génesis y su etiología (López-Muñoz & Pérez-Fernández, 2020). Debates que permanecieron latentes en el mismo origen de las nosografías psiquiátricas contemporáneas, como la de Philippe Pinel (1745-1826).
El hecho es que, en la Dióptrica, Descartes entendió la visión como una reconstrucción tridimensional cómoda y ordenada del mundo externo reflejado como entidad plana e invertida en el interior del ojo, que por su propio funcionamiento ignora la realidad efectiva, ahí dada, y la sustituye por un orden nuevo, equivalente al que se obtiene en una cámara oscura. Sus gráficos sobre la disección del ojo son claros al respecto: el ojo y la vista son mecanismos, pero solo el pensamiento -res cogitans- experiencia la visión en todos sus matices. De tal modo, el individuo debe comprender que su ojo, en tanto que máquina, es algo ajeno a él mismo -res extensa- (Schuster, 2009). La tridimensionalidad, o estereoscopia, no es, por lo tanto, un producto del propio ojo, sino de la interacción correctora de ambos ojos mediada por la actividad mental, de suerte que la tridimensión se reelabora a partir de una corrección convergente de las imágenes que ambos ojos reciben. En cierto sentido, lo que Descartes estaría diciendo es que ver, hasta cierto punto, sería imposible sin la existencia en el sujeto de algo innato e interno que, de alguna manera, ya “sabe” cómo es el mundo y “cómo” debería verse. Y en la época esto solo podía resolverse recurriendo al dualismo, pues se implica la necesidad de un innatismo psíquico. Sin embargo, el alma cartesiana no es un alma religiosa en sentido estricto, sino un alma fisiológica, mecánica, automática, que trabaja como una pieza más del sistema. Desde finales del siglo XIX, y a lo largo del siglo XX, este debate entre la “mecánica de la visión” y el “acto de ver” se hizo recurrente en el ámbito de la teoría del arte, por la sencilla razón de que la naturaleza de la relación psicológica entre el sujeto y el mundo nunca ha sido resuelta de forma satisfactoria.
El propio René Descartes sostuvo en su Dióptrica que no habría mejor visión, más perfecta en términos absolutos, que la que posee un ciego. El ciego ve con el espíritu, con la res cogitans en sentido estricto, y por ello puede liberarse en su percepción visual del mundo -que sin duda alguna ha de existir, en tanto que el pensamiento se concibe como imagen- de toda interferencia. Puede, por consiguiente, desprenderse de lo accesorio, de lo accidental, de todos aquellos datos confusos dados en la experiencia sensorial que en nada ayudan y que permiten, precisamente, el célebre engaño de los sentidos (Giovannangeli, 1990). Por ello, el movimiento artístico de la abstracción buscó con denuedo la experiencia auténtica, primigenia, de lo real que solo puede conseguirse yendo más allá de lo sensorial. Tal y como haría el ciego de Descartes, que buscó, precisamente, alejarse de toda convención experiencial para, dudando de los sentidos, ver con los “ojos del alma”. Así pues, la conexión entre lo artístico y lo místico estaba servida. Es más: era algo “de suyo” y que se ha convertido en lugar común dentro de la representación y la crítica artística contemporáneas, en la que ya es tópica la diferenciación e interacción triádica entre “lo real”, la “visión del artista” y la “visión del espectador”.
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