La querella de las cabezas cercenadas

La querella de las cabezas cercenadas

 

Francisco González Crussí

Emeritus Professor of Pathology, Northwestern University Medical School.


Una máquina puede ser demasiado eficiente

Poco tiempo después de haber sido inaugurada, empezaron las dudas sobre la guillotina durante la Revolución Francesa. No solo en cuanto a detalles técnicos, sino algo peor: parecía como si la máquina tuviese voluntad propia y quisiese eliminar al género humano. Enloquecido por el fanatismo político y los resentimientos largo tiempo reprimidos, el pueblo cayó en una espiral de muerte. La sangre pide más sangre. ¿El comerciante no declaró la cantidad exacta del valor de su inventario? ¡Córtenle la cabeza! ¿El cochero se detuvo a charlar con unos amigos y habló con nostalgia de los buenos tiempos del ancien régime? ¡Arrástrenlo a la degollina! ¿A una pobre vieja senil, un tanto entrada en sus copas, se le ocurrió gritar ¡Viva el rey!? Pues, ¡a la guillotina con ella! ¿Se oyó a aquel otro vecino refunfuñar quejándose de lo mal que están los tiempos y de lo bien que estaban antes de la revolución? Es un traidor: ¡a la guillotina!

No había ciudad importante en el país que no tuviera su guillotina ostentosamente erigida en la plaza central. Las listas de los condenados a muerte se publicaban en avisos que se fijaban en sitios conspicuos, y los pregoneros los anunciaban con un macabro sentido del humor: “los ganadores de la lotería de nuestra Santa Guillotina …” En un episodio increíble, tan retrógrado que recordaba la Edad Media, se llegó a ejecutar a animales por delitos contrarrevolucionarios. Un oficial del ejército llamado Saint-Prix, gruñón y frustrado, fue oído quejándose de lo mal que estaban las cosas en comparación con la paz de la monarquía. Una mañana de noviembre del año 1793, se aparecieron en su casa varios guardias para arrestarlo. Debía comparecer ante magistrados del nuevo régimen para dar cuenta de sus comentarios. Sucedió que su perro mordió al jefe de los gendarmes que venían a detenerlo. Saint-Prix fue guillotinado y su perro, en la misma ceremonia, muerto a golpes para escarmiento de futuros caninos contrarrevolucionarios. 1

La espiral de muerte parecía no tener fin. En julio de 1794, un habitante de la bella ciudad de Burdeos, a orillas del Río Garonne, diseñó un nuevo modelo de guillotina provisto de cuatro cuchillas. Ganó el aplauso de sociedades patrióticas: su ingenio permitiría a la patria deshacerse de cuatro malhechores contrarrevolucionarios al mismo tiempo. Esta guillotina corregida y aumentada se construyó, pero no llegó a usarse: las ruedas y engranajes de la burocracia giran muy lentamente. La máquina estuvo lista para funcionar cuando ya los vientos políticos soplaban en otra dirección. A principios de 1795, un empleado del gobierno de la ciudad la encontró armada a medias, abandonada en un rincón de una bodega, Las autoridades, a tono con la nueva orientación del gobierno, declararon que el artefacto era contrario al humanitarismo civilizado propio de la nación. El armatoste fue quemado en la plaza pública del centro de Burdeos, con gran regocijo de la gente (misma gente, dicho sea de paso, que antes se había regocijado a la vista del modelo precedente en plena función).

París no se iba a quedar atrás. En la Ciudad Luz un mecánico de nombre Guillot (nada que ver con Guillotin) presentó al Comité de Salud Pública una propuesta para la construcción de una guillotina de nueve cuchillas. ¡Nueve enemigos del pueblo serían aniquilados en un abrir y cerrar de ojos! El proyecto se aprobó y el inventor progresó hasta el punto de construir un modelo preliminar que podía someterse a pruebas. Obtuvo el permiso de probar su máquina en cadáveres en el hospital-prisión Bicêtre. Las pruebas se llevaron a cabo, y la nueva máquina resultó ser un artilugio defectuoso, nada fidedigno e incapaz de superar la eficiencia del modelo a hoja única. La ironía es que el señor Guillot, tiempo después, fue acusado y convicto de falsificar assignats, es decir, notas de banco emitidas por el gobierno de la Asamblea Nacional. El castigo de un falsario era la pena de muerte. Así fue como Guillot terminó guillotinado, pero no con su nueva invención, sino a la vieja usanza, con el modelo tradicional “monocortante.” 2

Da la impresión de que la sociedad francesa de esos tiempos se había vuelto insensible a la crueldad, acostumbrada al espectáculo reiterativo y casi ubicuo de muerte y decapitación. Así sucede en todas partes: cuando la violencia se generaliza, la visión repetida de los actos de barbarie parece embotar el sentido moral; enerva y debilita los más genuinos impulsos de compasión y misericordia. A los niños que se portaban bien, se les regalaban pequeñas guillotinas de juguete, acompañadas de muñequitos que hacían la parte del “ejecutado.” Todavía hoy en los Estados Unidos se puede comprar una guillotina de juguete, hoy hecha de plástico, para armarse en casa. (Este juguete mal puede competir con otros que representan jets supersónicos equipados de misiles, o proyectiles autopropulsados con bombas nucleares). Los niños de hoy se divierten jugando a oprimir el botón que desencadena explosiones capaces de pulverizar a todo un regimiento. Pero en tiempos de la Revolución Francesa, las ceremonias de decapitación y su ritual parafernalia inficionaban todo el entramado de la cultura popular. El lenguaje cotidiano incorporaba expresiones humorísticas. La guillotina era “la Rasuradora Nacional,” o “el Recortador Patriótico,” o “la Viuda.” Ser guillotinado era “asomarse por la gatera” (la chatière, es decir, la portezuela para el gato), o “pedirle la hora al tragaluz” (demander l’heure au vasistas), o “estornudar en el saco.”

Las damas portaban pequeños adornos en forma de guillotina en collares alrededor del cuello, donde antes se llevaban crucifijos. También los aretes reproducían la forma del terrible instrumento. En la cocina, había guillotinas en miniatura de caoba, diseñadas para cortar fruta. Una fábrica de porcelana produjo platos en los que se había pintado, de manera burda y muy poco hábil, la escena de la ejecución del Rey Luis XVI (figura 1). Se cuenta que años después, un príncipe heredero de Alemania visitaba un museo de cerámica en la ciudad francesa de Rouen, y le enseñaron un plato de ese tipo. El príncipe examinó con atención el objeto, y pronunció algunas palabras en alemán. Un francés que relataba esta anécdota escribió que no entendió exactamente lo que el ilustre visitante había dicho, pero que fue algo así como “¡Solo un francés podría comer en semejante servicio de mesa!” 3

Plato con la escena de la  ejecución de Luis XVI (De G. Gouellain Céramique Révolutionnaire. Paris, Jouaust, 1872)

Figura 1. Plato con la escena de la  ejecución de Luis XVI (De G. Gouellain Céramique Révolutionnaire. Paris, Jouaust, 1872)

 

La compasión, la benevolencia y el sentido de fraternidad humana no habían desaparecido del todo. Junto con el sarcasmo del público y las burlas inmisericordes a las víctimas, se levantaron algunas protestas contra la crueldad y los excesos permitidos por la ley. Las autoridades prohibieron la producción de guillotinas de juguete, argumentando que fomentaban el desarrollo de la crueldad y el sadismo en la mente infantil. Se dio la orden a la policía de confiscar esos juguetes todas las veces que se vieran niños jugando con ellos. Es de notar que entre las que se recogieron, había algunas en las cuales la cuchilla tenía manchas de sangre o fragmentos de plumas o pelos: evidencia de que los niños habían usado el juguete para decapitar animales pequeños, como pájaros y ratones.

El sufrimiento humano causado por la ley, altamente visible, claramente desproporcionado con respecto a la magnitud del delito y, a veces infligido a seres inocentes, se hacía intolerable. Las mujeres siendo arrastradas a la muerte formaban un espectáculo desgarrador. Algunas subían al patíbulo con prestancia , de un porte digno y firme. Pero no todas tenían ese valor. Madame Du Barry, quien había sido la amante del Rey Luis XV, famosa por su deslumbrante belleza, iba pálida, despeinada, envejecida: torcía las manos, sollozaba, lloraba a gritos, daba verdaderos alaridos implorando piedad y pidiendo ayuda.

No era fácil presenciar todo esto. Ni siquiera para los creadores de las leyes punitivas. En París, la guillotina se colocó en mitad de la Plaza del Carrusel, frente al palacio de las Tullerías (palacio que fue destruido en el último cuarto del siglo XIX). Precisamente en ese lugar se reunían los miembros de la Convención Nacional, nombre que recibió la Asamblea Nacional una vez que la nación quedó oficialmente disociada de la monarquía y organizada como república. Las sesiones regulares de este grupo se hacían en un soberbio salón que había sido construido bajo el reinado de Luis XIV, el “Rey Sol,” cuya afición por el lujo ostentoso es bien conocida. Los legisladores no podían pedir más en cuanto a comodidad y majestuosidad. Tenían todo lo necesario para ejercer sus funciones de gobernantes de la mejor manera posible… excepto por un pequeño detalle. Habían olvidado que la guillotina les quedaba directamente enfrente y plenamente a la vista. Tenían que ver, día con día, los sangrientos horrores realizados con el siniestro instrumento.

El primer día de sus labores en ese sitio, 10 de mayo de 1793, les tocó ver una doble ejecución. Dos hombres, convictos de mandar dinero a sus parientes, aristócratas emigrados, fueron guillotinados. Los miembros de la Convención no tuvieron más remedio que presenciar el sangriento evento completo. Incapaces de resignarse a tener que contemplar semejante barbarie todos los días hábiles, inmediatamente decretaron que las ejecuciones debían hacerse en otra parte. Una semana más tarde, el 17 de mayo, el nefario aparato ya se encontraba en la llamada Plaza de la Revolución (hoy Place de la Concorde), sitio donde se había llevado a cabo la ejecución de Luis XVI. En ese lugar la guillotina continuó operando con su acostumbrada indefectible eficacia; ahí llegó a cortar 1,221 cabezas.

La dificultad en contemplar de manera sostenida un alto grado de sufrimiento humano y derramamiento de sangre puso de manifiesto una pregunta que venía incubándose en las mentes desde tiempo atrás. La ejecución por guillotina ¿era realmente la medida altruista y humanitaria que los legisladores habían proclamado? Habían suprimido las torturas que acompañaban a las ejecuciones; habían afirmado que la ejecución debía ser tan expedita e indolora como fuera posible; Guillotin llegó a asegurar que la máquina privava de la vida en una fracción de segundo, y sin más sensación que la de un “leve soplo fresco.” Pero ahora, después de haber visto tantas ejecuciones, no parecía que ese loable fin se hubiera logrado. Las llorosas imploraciones; el indescriptible horror que se pintaba en los ojos de las víctimas; los chorros de sangre que bañaban los objetos y las personas que se encontraban cerca del ejecutado; todo parecía replantear la pregunta con ineludible insistencia: ¿Era la guillotina realmente más piadosa, más compasiva y bondadosa que las otras maneras de administrar la pena capital? Y más específicamente: ¿no podría ser que la cabeza separada del cuerpo siente todavía ‒aunque fuese por brevísimos instantes‒ dolor y sufrimiento tan horrendos que nada en la experiencia humana puede compararse con ellos? Si la respuesta a esta última pregunta era afirmativa, la pena de muerte tendría que abolirse.

Ningún país civilizado podría estar en desacuerdo con esta conclusión. Pero se trata de una pregunta que no tiene respuesta posible. Los humanos somos, por naturaleza, curiosos. Quisiéramos saber. Pero hay problemas esencialmente insolubles, y este es uno de ellos. No hay manera de saber ‒con absoluta certidumbre‒ si la cabeza de un decapitado es capaz de sufrir, aunque sea por un cortísimo tiempo, así sea una infinitesimal fracción de segundo.

Entran los científicos médicos

Los médicos del pasado, sobre todo durante el siglo XIX, adoptaban una actitud optimista ante los enigmas de la vida. Muchos pensaban que el problema de la sobrevida de la mente tras la decapitación podía tener solución, con tal que se abordase desde un punto de vista fisiológico. Confiaban en la omnipotencia del espíritu científico: ese era el nuevo credo. Pronto se dividieron en dos campos. Unos pensaban que, durante un efímero lapso de tiempo, la cabeza separada del cuerpo podía sentir y tener conciencia de lo que le sucedía. Otros opinaban que esto es imposible, que la conciencia cesa inmediatamente con la decapitación.

El campeón de aquellos que creían que el suplicio de la guillotina aumentaba el dolor de la víctima, la cual seguía sufriendo por unos minutos o segundos después de la decapitación, era el sabio anatomista alemán Samuel Thomas von Sömmerring (1755-1830). Alemania era el enemigo tradicional de los franceses y pronto la disputa científica adquirió rasgos de rivalidad nacionalista. La decapitación, decía Sömmerring, era un procedimiento salvaje, independientemente del instrumento empleado, espada, sable, hacha, o lo que fuera. Escribió:

Afortunadamente este tipo de muertes ya no existe, salvo en países notables por la estupidez o la brutalidad de sus leyes [léase Francia]. En países más ilustrados, donde he tenido la fortuna de vivir, la pena capital ha dejado de aplicarse por aproximadamente treinta años, y yo espero que la horrible guillotina, ese atroz juego, ese abominable pasatiempo de verdugos y de populachos, sea eternamente desconocido ahí… No hay necesidad de hacer ver a las almas honestas cuánto deshonor trae a la humanidad esa clase de tortura. Quienes se complacen en ella y hablan de ella con gusto son monstruos a quienes un hombre razonable no va a tratar de convertir: mejor deportarlos para que vivan entre caníbales. 4

Como uno de sus argumentos, Sömmerring mencionaba los impresionantes movimientos faciales que ocurren inmediatamente después de la decapitación y que muchos observadores fidedignos confirmaban: la espantosa mirada, los movimientos de los labios, la boca que se abre y se cierra, los dientes que rechinan; todo esto le parecía indicar la persistencia de alguna forma de “fuerza vital” en la cabeza separada del tronco. “Estoy convencido,” decía, “de que, si el aire pudiera circular libremente a través de los órganos de la fonación, esas cabezas hablarían.” Pero aun en ausencia de movimientos faciales, el sabio alemán estaba seguro de que la aptitud de sentir persistía. Una metáfora reflejaba su manera de pensar: Así como el frío intenso entumece los dedos de las manos hasta el punto de hacer imposible el acto de escribir, y sin embargo los dedos todavía sienten, así la sensibilidad permanece en la cabeza seccionada del tronco cuando toda acción se ha vuelto imposible.

También argumentaba Sömmerring que el corte producido por la guillotina, contrariamente a lo que sus defensores decían, distaba mucho de ser “nítido” o “limpio,” ya que la cuchilla debía encontrar estructuras óseas sumamente duras. Éstas, en lugar de ser cortadas, eran rotas, aplastadas, resquebrajadas. Por tanto, se podía concluir que el resquebrajamiento masivo, el despedazamiento y fractura total del cuello tenían que ser una de las sensaciones más indescriptiblemente dolorosas que un ser humano podría jamás experimentar. De nada vale decir que esa sensación es de brevísima duración (lo cual aún nadie ha probado). Porque ¿quién puede afirmar que la transitoriedad compensa suficientemente la horrible intensidad del dolor provocado? Pero al angustioso dolor físico habría que agregar el inenarrable terror que una cabeza todavía consciente puede sentir al verse separada del cuerpo y contemplar, por así decirlo, su propia horrenda destrucción.

Los seguidores de Sömmerring, (que eran muchos, dentro y fuera de Francia) aportaban observaciones en favor de la tesis de su líder. Georg Wedekind (1761-1831), antiguo colega de Sömmerring en la Universidad de Mainz, ponía el énfasis en los gestos faciales. Caía la hoja cortante de la guillotina con un silbido escalofriante; caía la cabeza cercenada en el cesto que la recogía; y todo aquel que tenía suficiente estómago para contemplar la testa derribada escudriñaba sus facciones y les atribuía un significado. ¿Estaban los ojos desviados hacia arriba? Quiere decir que había sentido dolor. ¿Temblaban los labios? Es que quería hablar. Para Wedekind, los movimientos convulsivos de la cara eran prueba de que la facultad de sentir (sensibilidad) y de reaccionar con contracciones musculares (irritabilidad) persistía.

Ahora bien, en esos tiempos (siglo XVIII y principio del XIX) se pensaba que existe una parte especial del cerebro a donde llegan las sensaciones y se originan las acciones. A esta zona altamente especializada se le llamaba el sensorium commune. Supuestamente era como la estación terminal a donde los nervios conducían las sensaciones y, al presentar éstas a la mente, ahí mismo se originaban las acciones voluntarias. 5 Este centro de unificación y coordinación de las funciones neuropsíquicas ‒impulsos y reacciones‒ era, para muchos investigadores, lo mismo que “el alma.” Descartes localizaba esta zona en la glándula pineal. Otros pensaban que no tenía una localización específica, sino que era una función de la totalidad del sistema nervioso. Casi todos, sin embargo, coincidían en afirmar que el sensorium commune residía en el cerebro. Pero la cabeza no era tocada durante la decapitación; la herida se hacía en el cuello. De ahí que muchos expertos podían decir que “el alma” permanecía incólume y suficientemente activa para mover los músculos de la cara. Para ellos, incluyendo Sömmerring y Wedekind, no había duda: la capacidad de sentir se conservaba en la decapitación. Solo quedaba por definir por cuánto tiempo.

Wedekind citaba el trabajo de investigadores alemanes que habían podido reproducir los horribles gestos del rostro de un decapitado estimulando la parte de la médula espinal que protruía de la superficie de corte del cuello en un ejecutado. Interpretaba este hallazgo como prueba de que objetos del exterior todavía podían afectar el sensorium commune en una cabeza separada del cuerpo. Y concluía que, si el cerebro en esas condiciones es capaz de responder moviendo los músculos de la cara, era indudable que también la capacidad de sentir se había conservado.

El campeón del punto de vista contrario fue el eminente fisiólogo y filósofo Pierre-Jean-Georges Cabanis (1757-1808), amigo de Mirabeau y precursor de Darwin. Fue autor de una enérgica y clara respuesta a los argumentos enunciados por Sömmerring y sus partidarios. 6

Cabanis comienza su refutación diciendo que “honra” el sentimiento que había dictado la opinión de sus adversarios, porque también él se declara opuesto a la pena capital. Pero no comparte sus conclusiones. Los movimientos convulsivos de los músculos de la cara no son prueba de dolor, declara Cabanis; como tampoco los movimientos ordenados indican sensación. La experiencia clínica demuestra que en algunas enfermedades los pacientes pueden mover sus extremidades y, al mismo tiempo, no sienten estímulos tales como pinchazos de aguja u otros estímulos dolorosos. Por el contrario, hay padecimientos en los que la motilidad está seriamente comprometida sin que exista perturbación alguna de la sensibilidad.

Como la mayoría de los médicos de entonces, Cabanís posee una vasta cultura humanística y cita ejemplos históricos en apoyo de su tesis. El emperador romano Cómodo Antonino (161-192), hijo de Marco Aurelio, se divertía en el circo disparando flechas con punta en forma de medialuna a avestruces que corrían. Cuando daba en el blanco, los avestruces eran decapitados, pero así seguían corriendo. Científicos de épocas sucesivas hicieron experimentos del mismo tipo. Herman Boerhaave (1668-1738) relataba que, habiéndole cortado el cuello a un gallo que se dirigía hacia el grano que era su habitual alimento, el cuerpo descabezado del ave siguió corriendo en la misma dirección por una distancia considerable. Otros experimentos en animales vivos demostraron que cuando se interrumpe la relación de una parte corporal con el resto del cuerpo, como seccionando o ligando los nervios que van a esa parte, el animal pierde la sensibilidad, aunque sigue siendo capaz de ejecutar una variedad de movimientos, idénticos a los que ejecuta “durante sus hábitos normales de vida”.

Corría entre la gente un relato horripilante. Carlota Corday, la joven mujer que apuñaleó mortalmente al revolucionario Marat, fue guillotinada en castigo a su crimen. Fue versión común decir que durante su ejecución tuvo lugar un incidente que después fue acaloradamente discutido por los científicos. Cuando la cabeza de la joven cayó inerte, separada del cuerpo, un hombre de apellido Legros la tomó por los cabellos, la mostró al pueblo y tuvo la salvaje y cobarde ocurrencia de asestarle una bofetada. 7 Añade esta versión que la cara de Carlota Corday, si bien era parte de una cabeza separada del cuerpo, enrojeció visiblemente; ambos carrillos enrojecieron en reacción al bofetón recibido. Quienes creían en la persistencia de vestigios de sensibilidad y conciencia, decían que este fenómeno, ‒el bochorno o enrojecimiento pasajero‒ era una prueba más de que la cabeza podía sentir vergüenza o ira estando separada del tronco. Según, Sömmerring, todavía quedaban, “en el cerebro, un resto de juicio, y en los nervios un resto de sensibilidad.”

El contraargumento de Cabanis fue tajante:

En lo que respecta al rasgo de Carlota Corday, aquí declaro perentoriamente que no lo creo. Yo no asistí a la ejecución de Carlota Corday ni a ninguna otra; mi vista no puede soportar ese espectáculo. Pero varios de mis conocidos siguieron [a esa mujer] desde la prisión hasta el patíbulo. Un médico amigo mío no la perdió de vista ni por un solo instante, y en cuanto al enrojecimiento que algunos pretenden haber visto, él no vio nada, aunque es un observador sumamente atento. 8

Fidedignos e imparciales observadores que presenciaron la ejecución coincidían en este particular. El ajusticiamiento de Carlota Corday tenía elementos novelescos. Se trataba de una mujer joven y bella. El pueblo se impresionó con la serenidad y dignidad que mantuvo la dama cuando ascendía al patíbulo. No la dejaban de observar; no perdían uno solo de sus movimientos. Pero nunca vieron el tan comentado enrojecimiento de la mejilla en reacción al infame sopapo.

Sömmerring pretendía que la decapitación por guillotinamiento tenía que ser extraordinariamente dolorosa porque infligía una herida que era más triturante que cortante. A esto, Cabanis responde recordándonos que la guillotina fue cuidadosamente designada por expertos planificadores, incluyendo médicos versados en anatomía; construida por artesanos sumamente hábiles y ensayada en animales y en cadáveres humanos antes de ser usada en las ejecuciones; todo lo cual aseguraba que el instrumento produjera un “corte limpio.” Aun cuando no se añadía un peso suplementario de 30 libras a la cuchilla, las cabezas caían instantáneamente y los huesos eran seccionados en forma perfectamente nítida.

Cabanis cierra su argumentación recordando al público que el centro al cual convergen casi todos los nervios más grandes es el tallo cerebral (parte del sistema nervioso que continúa hacia arriba la médula espinal y que corresponde al bulbo raquídeo, el puente y el cerebro medio o “mesencéfalo”). Para Cabanis esto significa que el tallo cerebral es, si no el sitio donde reside el “principio vital,” ‒el cual pudiera no tener una localización específica‒ al menos el lugar de reunión de la mayoría de las sensaciones de la vida, y un lugar donde la más leve perturbación es siempre fatal, pero esto sin dolor. Bien sabían los antiguos que hundir un puñal en la parte trasera del cuello, inmediatamente abajo del hueso occipital, a modo de lesionar el bulbo raquídeo, hace que hasta los animales más grandes, como toros y caballos, caigan muertos en el acto, como fulminados. La menor conmoción del tallo cerebral, particularmente del bulbo, puede ser fatal. Es así como un golpe muy violento al occipucio o a las vértebras cervicales causa la muerte. Si el golpe no es lo suficientemente violento para provocar la muerte, pero solo la inconciencia, el paciente, al recobrar sus sentidos, dirá que no recuerda lo sucedido y que no sintió nada.

Tras estas consideraciones, Cabanis hace breve alusión a los efectos de la hemorragia masiva producida por la decapitación. El cerebro es privado de sangre oxigenada, de la cual depende para funcionar adecuadamente. Pero, además, las vísceras del tórax y del abdomen tienen una influencia en la percepción de las sensaciones: su conexión con el sistema nervioso central no es indiferente al estado consciente. La interrupción súbita de todas las funciones fisiológicas mencionadas bastaría por sí sola para producir un verdadero síncope o pérdida de la conciencia.

En conclusión:

un hombre guillotinado no sufre ni en sus extremidades ni en su cabeza: su muerte es tan rápida como el golpe que recibe; y si notamos ciertos movimientos, sean regulares o convulsivos, en los músculos de los brazos, las piernas, y el rostro, no es ello prueba de dolor ni de sensibilidad; dependen solo de un residuo de facultad vital que la muerte del individuo, la destrucción de su ser, no aniquila inmediatamente en esos músculos y esos nervios. 9

No se necesita una sagacidad extraordinaria para ver que el problema de la persistencia de la conciencia en la cabeza de un guillotinado es imposible de aclarar en forma definitiva. Obviamente, la decapitación es una experiencia irreversible. Pero la imposibilidad de lograr una respuesta definitiva nunca descorazonó a la curiosidad humana. Los esfuerzos por descifrar el enigma continuaron. Solo que, debido al rudimentario estado del conocimiento en las ciencias pertinentes a esta averiguación, la forma en que se verificaron las investigaciones fue extraña, heterodoxa, perturbadora, y hoy podríamos decir, morbosa.

Muchos médicos, aun sin la formación necesaria para llevar a cabo una seria investigación científica, se sintieron impelidos a tratar de indagar la fisiología de la cabeza dividida del cuerpo. Como la guillotina funcionaba activamente en toda Francia, hubo investigadores “amateurs” tanto en la capital como en la provincia. Narra uno de estos que convenció a las autoridades de entregarle la cabeza del ejecutado inmediatamente, sin dilación, para sus “experimentos.” Oigámoslo describir esas experiencias.

La cabeza del ejecutado cayó a las 7:58 a.m.; para las 8:03 a.m., ya la estábamos examinando. La colocamos sobre una mesa donde habíamos puesto compresas en previsión de recoger la sangre y evitar su salida excesiva. La cara estaba exangüe, un poco amarillenta, la mandíbula algo colgante, la boca medio abierta. La expresión del rostro era “de estupor, más que de dolor.” Los ojos entreabiertos, fijos, dirigidos hacia adelante; las pupilas dilatadas; la córnea empezaba a perder su lisa tersura y su transparencia. Limpiamos cuidadosamente el oído externo, y “colocándonos tan cerca de la oreja como fue posible, pronunciamos tres veces, en voz alta, el nombre del ejecutado.” Pero esta maniobra no causó ningún efecto. No hubo ningún movimiento en los ojos, ni en los músculos de la cara. Pusimos un tapón de algodón empapado en amoniaco bajo la nariz del guillotinado; no se observó una contracción en las alas de la nariz, ni en el rostro. Tocamos los labios con el mismo algodón, y el rostro siguió impertérrito. “Pinchamos repetidamente los carrillos, sin obtener ninguna contracción de los músculos faciales.” Cauterizamos varias veces la conjuntiva de ambos ojos, con un lápiz de nitrato de plata. Siguió la misma ausencia de reacción. Aproximamos la vela encendida con que se alumbra el “laboratorio”; pero por mucho que la acercásemos a los globos oculares, no hubo contracción de los párpados ni de las pupilas. “Los órganos de los sentidos no respondieron a las solicitudes que se hacían a sus funciones.

Entonces decidieron los investigadores aplicar una corriente eléctrica, y esto sí produjo fuertes contracciones de los músculos donde se ponía el electrodo. Pero las contracciones musculares obtenidas no convencieron a estos investigadores de que el cerebro del ejecutado sintiera dolor.

No lo creemos,concluyen estos osados investigadores,por dos razones: primero, cuando aplicamos la electricidad al lado izquierdo de la cara, los músculos del lado derecho siguieron en su estupor original, aun cuando las contracciones del lado opuesto electrificado eran lo más expresivas que pueda darse; segundo, los músculos electrificados recaían nuevamente a su impasibilidad cadavérica en cuanto la corriente cesaba de darles una excitación transitoria. Pero en América se han hecho otros experimentos en ejecutados ahorcados, y se han obtenido curiosos resultados, si es que los periodistas están diciendo la verdad… 10

A pesar del primitivismo y aire macabro de estas experiencias, no puede uno menos que admirar la curiosidad, el coraje, y el deseo ‒la obsesión‒ de saber de “investigadores” que a toda costa buscaban conocer lo incognoscible. Congregados en algún mal ventilado recinto improvisado cerca del patíbulo, colocaban una cabeza humana recién cercenada sobre una mesa y, a la luz de una vela escudriñaban con ansiedad y tensa expectación cualquier cambio que pudiera suscitarse en el tétrico rostro mientras le gritaban en el oído, le aproximaban amoniaco a la nariz, le pichaban los carrillos, y qué sé yo cuántas fútiles maniobras más se les ocurrían. Todo en vano. Un artista contemporáneo dibujó tal “experimento” (figura 2).    

Cabeza de decapitado (1888). Grabado por Henri Guérard. Cortesía de la Biblioteca Nacional de Francia.

Figura 2. Cabeza de decapitado (1888). Grabado por Henri Guérard. Cortesía de la Biblioteca Nacional de Francia.

El caso Campi

Un “sujeto experimental” notable entró en forma novelesca al mundo científico del último cuarto del siglo XIX. Se trató de un delincuente ejecutado por asesinato cuyo nombre figuró en los encabezados de revistas y periódicos por muchos meses. Este hombre apareció el 10 de agosto de 1883 en la modesta casa de un abogado retirado, de nombre Ducros de Sixt, preguntando por éste. Matilde, la hermana del abogado, le abrió la puerta. El desconocido, sin más prolegómenos, sacó un poderoso martillo que llevaba escondido y le asestó un terrible golpe que la tendió por tierra, aunque aún consciente. Malherida, la mujer lanzó grandes gritos pidiendo ayuda. Su hermano, el abogado, acudió a toda prisa de la habitación vecina. Pero en cuanto lo vio el malhechor, lo golpeó con el martillo tan violentamente que el mango del instrumento se rompió. El pobre hombre cayó muerto en el acto del severísimo trauma cráneoencefálico. Su hermana sobrevivió, pero con secuelas de daño cerebral tan serias que nunca más pudo valerse por sí misma. El asesino intentó huir cuando los vecinos acudieron atraídos por el escándalo. Trató de esconderse, pero la policía lo aprehendió. Dijo llamarse Michel Campi y haber venido para hurtar objetos supuestamente valiosos propiedad de la familia Ducros de Sixt; pero fue imposible hacerlo confesar cómo había obtenido esa información.

Lo que dio un giro de gran sensacionalismo a esta “nota roja” fue la inusual personalidad del delincuente. Múltiples interrogatorios de la policía, cuyas técnicas no eran entonces más blandas de lo que hoy se estila, nada lograron. Mandó a los detectives en pos de varias pistas falsas. Duro, inflexible, desafiante, provocador, su resistencia sorprendía al numeroso público que acudía a las audiencias preliminares de su proceso judicial y se admiraba del temple férreo, inconmovible del delincuente, de su fiereza y de sus bravuconadas. 11 Por ejemplo, la sirvienta de muchos años de la familia Ducros lo encaró durante una audiencia y exclamó “¡Miserable! Mejor me hubieras matado a mí que no a mis patrones, que eran seres inocentes…” A lo cual Campi respondió: “Ah! Sí, señora mía. Si hubiera usted estado ahí, con mucho gusto la habría complacido.”

Más tarde, los abogados de la parte acusadora recapitularon este incidente para intimidar al reo. Hubo un murmullo de indignación generalizada en la sala de audiencias. Campi, cuando le tocó responder, dijo: “Si dije eso fue para mostrar claramente que ella no fue cómplice, como muchos creían. En esa forma la dejé libre de sospechas. Todavía tengo buenos sentimientos.” Nuevo murmullo cundió por toda la sala.

Su verdadera identidad nunca se supo. Su respuesta invariable fue:

“No tengo por qué decirles a ustedes quién soy. Mi nombre no tiene nada que ver con este asunto. Yo perdí, ustedes ganaron. Cóbrense. En cuanto a mi familia, ya le causé suficientes penas para que pueda yo ahorrarles una desesperación más. Yo moriré bajo pseudónimo.”

Por un tiempo pretendió ser un soldado catalán que había combatido en España en las guerras Carlistas. Fue muy convincente en este sentido. Tenía una cicatriz de herida de sable en la cabeza, lo cual inclinó a los policías a creer en su versión. A gran costo del gobierno, se trajeron tres soldados que habían sido parte del regimiento en el que Campi supuestamente había servido. Éste los trató con sorna y no pudieron establecer su identidad fuera de toda duda. El acusado entonces no perdió tiempo en burlarse de la ingenuidad de la policía. También pretendió haber sufrido la herida de sable en el Medio Oriente; después dijo haber combatido en Italia. Cuando lo confrontaron con sus previos testimonios, simplemente respondió: “Puras mentiras.”

No habló nunca de su pasado. El periódico Le Voleur Illustré, en su número de marzo 27, 1884, publicó transcripciones de partes de un interrogatorio que se le hizo durante el proceso legal. La conversación entre el agente judicial y Campi siguió el curso acostumbrado:

Quién es usted?
Un desconocido
Durante esta instrucción ha permanecido usted como el asesino anónimo, el autor misterioso del drama de la calle Regard. Pero aquí no tiene usted por qué seguir escondiendo sus antecedentes. Buenos o malos, en nada van a cambiar su situación.
Desconocido. ¡Desconocido!
Sí, para proteger a su familia, pretende usted… Si realmente fuera su familia lo que lo preocupa ¡cómo no pensó en ella antes de cometer el crimen! El ministerio público se lo va a decir con toda la autoridad de su lenguaje.
Si el ministerio público quiere mi cabeza, pues que la tome. Yo no diré nada.
¿Es usted francés?
Puede ser.(Risas en la sala).

El interrogatorio continúa siempre en este tono.

Los periodistas lo describieron como un hombre fuerte, robusto, moreno, “ancho de hombros, resuelto, feroz, de modales elegantes, bestial y seductor a un tiempo.”

La incertidumbre sobre la verdadera naturaleza y origen del criminal persistió hasta el término de su juicio por asesinato. En su alegato final ante el jurado, el fiscal dijo que el acusado estaba lejos de ser un hombre de misterio y una figura romántica, como algunos pretendían. No era más que un vulgar asesino, un payaso jactancioso, sangriento, feroz, que se burlaba de las autoridades y que lamentaba no haber matado a la señorita Ducros, la hermana sobreviviente del abogado. No era un hombre de misterio, porque, dijo el fiscal, era asunto averiguado que Campi era un vago sin domicilio fijo, que dormía a la intemperie en el campo y en la ciudad se asociaba con bandas criminales en busca de una presa fácil. Su verdadero nombre poco importaba; lo esencial era que su crimen merecía la pena de muerte.

En contraste, el abogado defensor, llamado Georges Laguerre, empezó su elocuente alegato diciendo que él ya conocía la verdadera identidad del acusado, pero que no podía revelarla, porque había jurado mantenerla secreta. Estaba obligado a no violar un secreto profesional, pero sí podía decir que Campi era miembro de una familia honesta e irreprochable. Si había cometido un crimen, era en venganza de serias ofensas recibidas que se negó a describir. Pero los oyentes podían estar seguros de que “su honorabilidad era tal, que antes del día fatídico en que ocurrió el asesinato, tanto el señor fiscal como yo, lo habríamos recibido gustosos como invitado a cenar en nuestros respectivos hogares.” Y cerró su discurso con estas palabras:

Señoras y señores del jurado, antier vino a mi oficina una pobre viuda, a quien tuve que informar que su hijo, que ella creía estar en un país extranjero, estaba aquí prisionero en la Cárcel de la Seine, y había estado ahí recluido ya tres meses, como asesino. Esta infeliz mujer me comunicó que tenía otro hijo, un oficial en nuestro ejército, y que si Campi fuese condenado bajo su verdadero nombre, ese otro hijo se tiraría un balazo en la cabeza. ¡He aquí por qué Campi no ha querido confesar su verdadera identidad! 12

Después de los alegatos del fiscal y la defensa, el jurado deliberó por solo media hora para llegar a la sentencia: ‒culpable‒. Campi fue condenado a muerte. Los guardias se lo llevaron sin que él hubiese pronunciado una sola palabra, y, de acuerdo con un reporte periodístico, “sin que su salvaje fisonomía manifestase la más leve emoción” (figura 3).    

Retrato de Michel Campi para un periódico, por un artista contemporáneo.

Figura 3. Retrato de Michel Campi para un periódico, por un artista contemporáneo.

Llegó el día fatal. Desde la noche anterior un grupo de guardias republicanos y un destacamento de caballería vinieron a ocupar la plaza frente a la prisión donde Campi estaba recluido. Dos carros se estacionaron a la orilla de la plaza: uno de ellos serviría para transportar el cuerpo del ejecutado; en el otro venía el verdugo y sus asistentes. Desde las dos de la mañana, los asistentes se dedicaron a ajustar los maderos de la guillotina; terminaron a las tres y cuarto. Mientras tanto, un pelotón de policías municipales formaba una valla para proteger la siniestra máquina. A las cuatro de la mañana se dispusieron, montados a caballo, a mantener el público a cierta distancia. El juez de instrucción, delegado del procurador de la República y dos comisarios de la policía entraron en la prisión buscando al director de la misma.

Media hora más tarde, el director, seguido de un sacerdote católico, tocaba la puerta de la celda de Campi. El misterioso reo dormía; despertó cuando el director le puso la mano sobre un hombro. Se le hizo saber que su hora había llegado. El prisionero se estremeció, pero se levantó con firmeza y se vistió con calma mientras el director le leía el decreto de su condena, hecho por un oficial de la corte de apelación. Se le informó que el juez de instrucción estaba presente y podría venir en caso de que Campi quisiera hacer alguna revelación de última hora. La respuesta fue, como siempre, desdeñosa: “No, gracias, a los magistrados ¡ni mirarlos!” Se le preguntó entonces si deseaba alguna otra cosa. Campi contestó que solo pedía que no se hiciera la autopsia en su cuerpo.

Entraron unos asistentes a asearlo y rasurarlo; terminaron pronto, porque ya antes lo habían rasurado cuando recibió su condena. Tomó un poco de tiempo cortarle el cuello de la camisa. En seguida, lo ataron. Teniendo en cuenta su carácter agresivo y su fuerza física, se le sujetó más estrechamente de lo habitual. En lugar de atarlo solo de las muñecas, con las manos juntas en la espalda, las ligaduras se le enrollaron hasta los codos. En estas condiciones salió a las cinco de la mañana al patio de la prisión, sostenido de un lado por el sacerdote y del otro por un asistente del verdugo. Ya brillaba el sol. No se oyó ni un solo grito de la multitud que se concentraba en la calle vecina. Solo un rumor sordo recorrió el gentío cuando los gendarmes desenvainaron sus sables, los cuales parecieron lanzar un destello. Antes de cruzar la gran puerta metálica de la prisión, Campi se detuvo y pidió estrechar la mano del carcelero, un tal Bayard, quien había estado jugando a los naipes con él la noche anterior. Este guardia tomó una de sus manos, atadas en la espalda, y la estrechó calurosamente.

Se abrieron entonces los grandes paneles de la pesada puerta de la prisión, quedando a la vista el pavoroso patíbulo con la máquina destructora enhiesta. Reportaron los periódicos que Campi no se arredró. Se detuvo a tres pasos de la guillotina, y sin aire de balandronada, pero con una sonrisa nerviosa, dijo con cierto dejo de resignación: “Así que… ¡esto es todo!

En efecto, esto fue todo. Minutos después, se oyó un golpe seco y Campi dejaba su existencia terrenal

Termina aquí la parte novelesca de la vida de Michel Campi, pero empieza su carrera postmortem como sujeto experimental en la macabra empresa de averiguar la existencia o ausencia de vida consciente después de la decapitación.

La cabeza de Campi

La disputa entre los partidos encabezados por Sömerring y Cabanis, respectivamente no logró un acuerdo unánime. Muchos médicos estaban obsesionados con la idea de que la conciencia y la sensibilidad podían persistir, aunque fuera por un período muy breve, en un decapitado. Los abolicionistas de la pena de muerte siguieron usando esta idea como un argumento poderoso contra la guillotina. Porque si esa persistencia ocurría, entonces sería imposible concebir un castigo más cruel, despiadado y sádico para un ser humano. Al terrible dolor físico de la decapitación, el guillotinado tendría que agregar el inimaginable dolor moral de ver su ser dividido, su cabeza desprendida de su tronco. El más elemental sentido humanitario exigiría abolir la decapitación en todo el mundo.

Un médico de apellido Petitgand, residente en Annam (lugar que hoy día corresponde a Vietnam central) cuando esa región era un protectorado francés, reportó un episodio relevante al tema. Unos piratas fueron condenados a muerte por sus fechorías. Petitgand presenció la ejecución de uno de ellos. El doctor fijó su mirada intensamente en el delincuente desde que empezó la terrible ceremonia de ejecución. Para su sorpresa, el reo, a pesar de encontrarse en tan extrema situación, reciprocó esa mirada; parecía querer establecer un mutuo contacto humano con los ojos. El médico lo miraba y él regresaba esa visión con marcada intensidad y gran fijeza. Llegó el momento en que el reo tuvo que arrodillarse frente al bloque de decapitación, pero antes de inclinar su cabeza, intercambió una última mirada intensa con el médico. En seguida flexionó el cuello; un asistente detuvo su cabeza por los cabellos, que en esas latitudes los hombres llevan largos, y el verdugo descargó un golpe con el sable. Los franceses todavía no habían importado la guillotina en todo el imperio galo. La cabeza cayó de un solo golpe. Cayó sin rodar, porque la ejecución se hacía sobre terreno arenoso. Escribió Petitgand:

Estaba yo espantado viendo los ojos del ejecutado claramente fijos en mí […] rápidamente describí un medio círculo alrededor de la cabeza que yacía a mis pies, y tuve que confirmar que los ojos me siguieron durante este movimiento. Regresé a mi posición original, pero ahora más lentamente, los ojos me siguieron por un corto instante, y súbitamente me dejaron. En ese momento la cara expresaba gran angustia, la conmovedora angustia de una persona en asfixia aguda […] Solo 15 a 20 segundos habían pasado del momento de la decapitación. 13

Concluye el médico que “la cabeza separada del cuerpo está en posesión de todas sus facultades con tal que la hemorragia no exceda ciertos límites.” Prevalecía la idea de que la presencia de sangre oxigenada irrigando el cerebro era el factor determinante de la persistencia de percepción y sensibilidad en un guillotinado. En el caso descrito por Petitgand, la cabeza cayó en la arena, y esto impidió que la sangre se derramara súbitamente. Un punto práctico se colegía de esas observaciones: era recomendable no usar aserrín, ni arena, ni ninguna otra substancia que impidiera a la sangre derramarse al exterior, en la superficie que recibía la cabeza de un decapitado. Con esa precaución, supuestamente se evitaría al guillotinado el horrible suplicio adicional de sentir un dolor intensísimo y tener conciencia de su desgracia, por efímera que fuese tal experiencia.

Estas nociones eran comunes en el mundo médico cuando Campi fue ejecutado. En esta ocasión le tocó a un fisiólogo respetado, el doctor J.-V. Laborde, hacer experimentos con la cabeza del guillotinado. El investigador tenía ya todo preparado para hacer una transfusión de sangre arterial, comunicando la arteria carótida de un perro “vigoroso” (de 22 kilos de peso; no se nos dice de qué raza) con una de las carótidas del cuello de Campi, Pero la cabeza y el cuerpo de Campi llegaron fríos a su laboratorio. Laborde no esconde su indignación ante el retardo que medió entre la ejecución y la entrega de la cabeza, ‒una hora y veinte minutos‒ a su laboratorio. Todo porque en Francia, nos dice el fisiólogo sin disimular su enojo, subsiste la anticuada y singular costumbre de llevar los cadáveres de los ejecutados al cementerio para simular un entierro. La iglesia no permite que el cuerpo de un criminal sea inhumado en terreno sagrado. Los restos mortales de esos infortunados eran llevados primero hasta la puerta del cementerio, donde se hacía una ceremonia de inhumación puramente simbólica y después eran transportados a donde se permita el entierro.

Con todo, los experimentos se llevaron a cabo en la cabeza y el cuerpo del guillotinado. La principal finalidad era determinar el estado de excitabilidad del sistema nervioso central y periférico. Mientras unos asistentes trataban de transfundir la sangre del perro a la cabeza de Campi, Laborde aplicaba corriente eléctrica a la médula espinal al nivel del corte de la decapitación. No se produjo ningún movimiento ni en las extremidades superiores ni inferiores. Tampoco se obtuvo respuesta cuando los electrodos se pusieron directamente sobre el bulbo raquídeo, o sobre grandes nervios, como el nervio frénico en el tórax, o el nervio radial en el antebrazo. En cambio, los músculos se contrajeron vivamente cuando la corriente eléctrica, aun de baja intensidad, se aplicaba directamente a ellos, o a través de la piel. Conclusión: “Hay completa pérdida de la excitabilidad del sistema nervioso, tanto central como periférico, una hora y media después de la decapitación.” 14

Apenas habían pasado unos segundos, a lo más un minuto de haber conectado la circulación del perro con la arteria carótida del lado derecho del ejecutado, cuando la cabeza, que antes tenía la lividez cadavérica, se coloreó paulatinamente, y con intensidad creciente. Los investigadores observan lo siguiente: “La frente y los pómulos enrojecen fuertemente, con marcada predominancia del lado derecho (el lado por donde llega la sangre); los labios se purpuran, se inflan y se comprimen; las aperturas pupilares, que estaban en semidilatación (midriasis) se contraen manifiestamente, y los párpados superiores, que estaban semiabiertos, se cierran con un movimiento de descenso lento y progresivo, que parece ser el resultado de una contracción muscular activa. Ligeras contracciones fibrilares… bajo la influencia del contacto con la sangre nueva, ocurren en diversos puntos de la cara, especialmente alrededor de la boca, dando lugar a ligeros temblores de la piel … Al abrir la boca, era fácil ver que la lengua, las encías y en general toda la mucosa bucal estaba perfectamente inyectada.”

Laborde y sus ayudantes se libran a una serie de investigaciones secundarias sobre la movilidad del cerebro con los cambios de posición de la cabeza, sobre la presencia de musculatura contráctil en los conductos biliares, la contractilidad del corazón bajo estimulación eléctrica, la excitabilidad por estímulos directos a la substancia cerebral y varias otras cuestiones. Se trata de preguntas no exentas de interés, pero da la impresión de que se abordan en buena parte por frustración, al no poder conducir a buen término la materia central de la investigación en la cabeza de Campi.

Pero esta interrogante sigue en pie, y atormenta a todos los espíritus científicos de la época. ¿Hay o no persistencia de sensibilidad consciente en la cabeza separada del tronco, así fuese por un milésimo de segundo (¡en este caso un siglo!) durante el cual un guillotinado percibiría su horrible situación? Laborde comenta que ya pasó el tiempo de leyendas y relatos dramáticos que surgieron a partir de las ejecuciones de la revolución, y se apoderaron de la imaginación sobreexcitada de seres sensibles o filantrópicos. Finalmente, era hora de dejar hablar a la ciencia. Porque las numerosas investigaciones de neurofisiólogos habían “reducido todas las conjeturas, las hipótesis y las imaginaciones más o menos conmovedoras que habían corrido a propósito de esa torturante pregunta a su justa proporción de hecho fisiológico.” En otras palabras, había una respuesta, que solo se encontraría si se buscaba en el marco conceptual de la fisiología moderna.

Laborde se da cuenta de que “la única causa” del fracaso experimental reside en el demasiado tiempo transcurrido entre la decapitación y el experimento. Y termina su reporte citando unas palabras del ilustre neurofisiólogo Brown-Séquard, (1817-1894):

Tal vez se me acusará de temeridad al proponer que este experimento podría tener éxito en el hombre. Si un fisiólogo intentase este experimento en una cabeza de guillotinado instantes después de la muerte, tal vez asistiría a un grandioso y terrible espectáculo … Tal vez podría devolver a esa cabeza las funciones cerebrales y despertar en los ojos y en los músculos faciales los movimientos que, en el hombre, son provocados por las pasiones y los pensamientos que se alojan en el cerebro. Ni qué decir que, si esta hipótesis se realizara, los labios podrían, cuando más, figurar las articulaciones labiales, porque esta cabeza estaría separada del aparato necesario a la articulación de sonidos.
¿Por qué no tendría éxito este experimento? Dejo de lado, por supuesto, las dificultades prácticas; pero busco en vano cuáles pueden ser las dificultades teóricas. Aquí se trata de fisiología general, y me parece evidente que lo que vale para las funciones cerebrales de los mamíferos valdría también para las del hombre.

Estas palabras de Brown-Séquard formularon claramente la idea que germinaba en la mente de los científicos de entonces, y que continuó viva hasta en sus sucesores de hoy: no hay razón teórica que impida restituir sentimientos, pensamientos ‒en una palabra, vida‒ a una cabeza humana separada del cuerpo. Hay solo dificultades técnicas que pronto se superarán. A su debido tiempo, habrá científicos que logren realizar el experimento exitosamente, y cuando esto suceda, los atónitos investigadores contemplarán “un grandioso y terrible espectáculo.”


1   Jacques de la Rue. Le Métier de Bourreau Du Moyen Age à Aujourd’hui. Paris. Fayard. 1979, p.168.

2   Paul Bru. Histoire de Bicêtre: Hospice, Prison, Asile: D’après des documents historiques. Paris, Lecrosnier & Babé. 1890, p.88.

3   Gustave Gouellain. Céramique Révolutionnaire. L’Assiette Dite à la Guillotine. Paris. Imprimerie Jouaust. 1872.

4   Citado en: Paul Loye. La Mort par la Décapitation. Paris. Lecrosnier et Babé, 1888. pp.15-17.

5   El sensorium commune es difícil de definir, en gran parte porque quienes propusieron este concepto no tenían sus ideas perfectamente claras y bien acotadas. Véase: Figlio, K. M. (1975). Theories of Perception and the Physiology of the Mind in the Late Eighteenth Century. History of Science, 12, 177-212.

6   Pierre-Jean-Georges Cabanis: “Note adressée aux auteurs du magasin encyclopédique, sur l’opinion de Messieurs Oelsner et Sömmerring et du citoyen Sue, touchant le supplice de la guillotine, par le citoyen Cabanis” Magasin encyclopédique ou Journal des sciences, des lettres et des arts, 5, 155-174, 1795.

7   Louis Jourdan. «Charlotte Corday», Capítulo 5. En: Les Femmes Devant l’Echafaud (2da. edición). Paris. Michel Levy, Frères. 1863, pp. 159-161.

8   Pierre-Jean-Georges Cabanis. “Note adressée aux auteurs du magasin encyclopédique, sur l’opinion de Messieurs Oelsner et Sömmerring et du citoyen Sue.” (Loc. cit., p. 165). Vide supra, nota 6.

9   Ibid, p. 170.

10   Félix Hément: “Après la Décapitation.” En: Maurice Lachâtre: Nouvelle Encyclopédie Nationale. Paris. Docks de la Librairie. 1870, p. 520.

11   Una nota periodística que resume varios interrogatorios hechos a Campi apareció firmada por Albert Bataille en la primera y segunda páginas del periódico Le Figaro del sábado marzo 24, 1884 (Año 36, 3ª serie, número 82).

12   Ibid.

13   El reporte de Petitgand apareció en una revista de Saigón, y después, en 1875, en la Revue Scientifique. Ambas fuentes originales me fue imposible localizar, pero varias publicaciones las citan. Yo usé un artículo
periodístico por Jean Frollo: “Après la Décapitation.” Le Petit Parisien. Vol. 12, No. 3811, Tuesday , April 5, 1887.

14   J.V. Laborde: «Recherches expérimentales sur la tête et le corps d’un supplicié (Campi).» Número de junio de la revista Revue Scientifique de 1884, pp. 777-786.