Otto Doerr-Zegers
Departamento de Psiquiatría Oriente de la Universidad de Chile. Director del Centro de Estudios de Fenomenología y Psiquiatría de la Universidad Diego Portales.
Una discusión actual sobre el tema de la enseñanza y la educación requiere reflexionar primero sobre la forma como ha sido concebido este proceso a lo largo de la historia de Occidente. Dos conceptos aparecen aquí como fundamentales: la paideia griega y la Bildung alemana.
La Grecia Clásica dio una importancia capital a la educación o paideia. Y esa extraordinaria civilización, que representa probablemente el momento más alto de toda la historia de la humanidad, es impensable sin la paideia. El concepto fundamental de la educación griega fue la areté o virtud. Esta palabra griega no tenía solo la connotación moral que adquirió después en el mundo cristiano, sino que contenía también el ideal caballeresco, las buenas formas y el heroísmo guerrero. Este concepto estuvo vinculado en el mundo homérico a la aristocracia. La areté era el atributo propio de la nobleza. Señorío y areté se hallaban inseparablemente unidos. De hecho, la etimología de la palabra demuestra una raíz común con “distinguido” y “selecto”. La educación consistía en formar al niño hacia la areté y en despertar en él el sentido del deber y el sentido del honor. Esta enseñanza rigurosa del período heroico va a cambiar en las proximidades del siglo de Pericles, cuando se agrega a la educación el ideal de abarcar lo humano en su totalidad. La nueva imagen del hombre perfecto incluía entonces, además del valor en la acción (del guerrero), la nobleza del espíritu. Solo en la unión de ambas virtudes se hallaba el verdadero fin de la educación. Un papel importante jugaba también la elocuencia, el saber expresarse bien. En la Grecia Clásica “el dominio de la palabra significaba la soberanía del espíritu”, nos dice el gran helenista Werner Jaeger (1957, p. 24). Ahora bien, mientras en la Grecia homérica no había mucha conciencia de sí mismo y el hombre estaba orientado más bien hacia el grupo, el pueblo, el estado, hasta el punto que la consumación de la areté era la muerte del héroe en aras de la comunidad, ya en la época de Aristóteles surge el amor propio como un elemento central: “Solo el más alto amor a este yo, en el cual se haya implícita la más alta areté, es capaz de apropiarse de la belleza”, afirma Jaeger (1957, p. 28), remitiéndose a Aristóteles, el que también afirma: “Quien se estima a sí mismo debe ser infatigable en la defensa de sus amigos, sacrificarse en honor de su patria, abandonar gustoso dinero, bienes y honores para así entrar en posesión de la belleza” (citado por Jaeger, 1957, p. 28).
En Esparta la educación era fundamentalmente militar. El fin de la educación es aquí superar el individualismo y formar a los hombres de acuerdo con normas obligatorias para toda la comunidad. Plutarco describe el mundo espartano con las siguientes palabras: “La educación se extendía hasta los adultos. Ninguno era libre ni podía vivir como quería. En la ciudad como en un campamento (guerrero) cada cual tenía reglamentadas sus ocupaciones y su género de vida en relación con las necesidades del Estado y todos eran conscientes de que no se pertenecían a sí mismos, sino a la patria” (Jaeger, ¿1957?, p. 89). En suma, para los espartanos el fin mismo del Estado era la paideia, pero en el sentido de una estructuración sistemática y por principios de la vida individual de acuerdo con normas absolutas. Todas estas normas estaban contenidas en la famosa constitución de Licurgo, a la que siempre se consideraba como lo opuesto a las leyes puramente humanas y relativas de las sociedades democráticas.
La educación ateniense estaba orientada, en cambio, hacia el cultivo de las artes y en particular, de la poesía y la música. La poesía y la música eran hermanas inseparables, hasta el punto de que una sola palabra griega abarca los dos conceptos. Esto no significa en absoluto relajación en las normas o ausencia de disciplina, sino solo que el acento de la paideia estaba puesto en el desarrollo del espíritu de cada cual, mientras en Esparta se privilegiaba la educación militar y la total sumisión del sujeto a la comunidad y al Estado. Por razones de tiempo, no nos será posible adentrarnos en la infinita riqueza de la paideia griega en su versión no espartana y particularmente ateniense. Sí nos detendremos un momento en el tema de la educación musical. En Platón, pero también en Aristóteles, encontramos páginas notables sobre el papel de la música en la educación griega. Platón se plantea incluso el problema de si es legítima o no la primacía de la música sobre las otras artes, que mostraba desde siempre la paideia griega y llega a la conclusión de que esta idea está perfectamente justificada, puesto que el ritmo y la armonía “son los que más hondo penetran en el interior del alma y los que con más fuerza se apoderan de ella, infundiéndole y comunicándole una actitud noble” (Rep. 401 D). Pero no solo por esto la música es superior a las demás artes, según Platón, sino porque “educa al hombre para percibir con precisión incomparable lo que hay de exacto o de defectuoso en una obra de belleza y en su ejecución” (Rep. 401 E). Una persona educada en la música desde su juventud tendrá una “seguridad infalible en su goce de lo bello y en su odio a lo feo” (Rep. 402 A). Platón va a fundamentar con palabras incomparables lo que venía ocurriendo en Grecia desde antiguo y que había alcanzado su máxima expresión un siglo antes con Pitágoras y el movimiento órfico. Fueron ellos los que sostuvieron la idea que la trascendencia de la música para el hombre derivaba del hecho que ella reproducía la perfección del movimiento de las estrellas. Su aprendizaje precoz era entonces una forma de integrarse a la armonía del universo. Junto con la música se enseñaba a los niños en los primeros años la poesía; después venía el aprendizaje de la aritmética y de la geometría, luego la filosofía y la política, para terminar con el estudio de la tragedia, género literario que mostraba las contradicciones de la naturaleza humana y el misterio del destino.
Por razones de espacio no podremos referirnos aquí al tema de la educación en el mundo romano y en la primera Edad Media. Diremos solo que esta última estaba muy centrada en los monasterios y era de algún modo inseparable de la educación teológica. Es en la alta Edad Media donde surge la idea de universidad y el concepto de Bildung que hoy nos ocupa en particular. La traducción al castellano que estimamos más próxima al sentido original de esta palabra es “formación”, pero también se la ha traducido como educación, cultura, cultivo (como cuando se habla de una “persona cultivada”) y erudición. En inglés se la traduce habitualmente como “education”, concepto que contiene a su vez tanto lo que en alemán se llama “Erziehung” (enseñanza) como la idea de “Bildung” (formación). El origen etimológico de la palabra es el antiguo vocablo germano “bildunga”, que tiene al menos tres significados: Schöpfung (creación), Bildnis (cuadro, retrato, efigie) y Gestalt (forma, figura). La formación o Bildung es el concepto clave de todo el clasicismo alemán y del Romanticismo del siglo XIX, alcanzando su máxima expresión en la obra de Wilhelm von Humboldt, que llevó a la creación de la “nueva universidad alemana”. Según Gadamer (1965, p. 7) el concepto de Bildung va a contribuir al desarrollo de ese enorme cambio que ocurre en el siglo XVIII y que nos hace sentir hoy al período anterior, el barroco, casi como una prehistoria.
La idea de Bildung aparece por primera vez en el místico alemán Meister Eckhart von Hochheim (1260-1328). Él la definió como “un aprendizaje de la serenidad”, pero la consideró no como un aprendizaje cualquiera, sino como algo divino. Y esto por la siguiente razón: la palabra Bildung deriva de Bild, que significa imagen. Según Meister Eckhart, entonces, la educación del niño y del joven en el mundo medieval consistiría en un proceso por el cual el educador procura formar el alma del educando en dirección a la imagen según la cual fue creado por Dios. En la Biblia aparece en varias oportunidades la afirmación de que los humanos hemos sido creados “a imagen y semejanza de Dios”. Y cumplir con ese designio sería el significado más profundo de la educación en el sentido de la Bildung (Gadamer, 1965, pp. 7-16; Tellenbach, 1981). Si uno quisiera prescindir de esta referencia a la divinidad, podría decir que la Bildung es formar a alguien con respecto a su esencia.
El reemplazo en el mundo de la educación de la palabra “Form” (forma) por Bildung (formación) no es casual, por cuanto la segunda contiene –como veíamos– la idea de imagen (Bild), con las consecuencias que esto tuvo para la concepción medieval de la educación. Bild (imagen) implica una duplicidad, porque contiene simultáneamente el concepto de Nachbild (imagen imitada o reproducción) y de Vorbild (modelo a imitar). Este concepto sobrepasa con mucho el de “formación natural”, como cuando se habla de la formación de un organismo o de una geografía. La Bildung está esencialmente vinculada a la cultura y designa en último término “el modo específicamente humano de dar forma a las disposiciones y capacidades naturales del hombre” (Gadamer, 1965, p. 8). El mero cultivo de una disposición es el desarrollo de algo dado, de modo que el ejercicio de ella es un medio para un fin. En la Bildung, en cambio, uno se apropia por entero de aquello en lo cual y a través de lo cual uno se forma. En la formación alcanzada nada desaparece, todo se guarda y en esa medida, Bildung es un concepto fundamentalmente histórico.
Revisemos ahora la historia de este concepto en la modernidad. El primero que lo vuelve a usar expresamente es Kant, pero no en el sentido que va a adquirir a fines del siglo XVIII y sobre todo durante el siglo XIX, que de algún modo resucita la concepción medieval. Pero sí habla de la responsabilidad que tiene cada cual de desarrollar sus propios talentos (Gadamer, 1965, p. 8). Esta misma idea la encontramos en la predicación de Cristo recogida en los Evangelios y muy en particular en la Parábola de los Talentos (Mt. 25: 14-30; Lc. 19: 11-27). Aquí es aún más claro el carácter ineludible de la tarea de desarrollar las disposiciones y capacidades naturales del hombre, pues el que no lo hace será castigado: “… y a ese siervo inútil echadle a las tinieblas exteriores…” (Mt. 25: 30).
Hegel (1832, 2010, pp. 579 ss.), al referirse a lo planteado por Kant acerca de las “obligaciones para consigo mismo” (Gadamer, 1965, p. 8), también habla de Bildung, pero le da a este concepto una connotación diferente. Según Hegel el hombre es un ser caracterizado por la ruptura con lo inmediato y lo natural y no es, por ende, lo que debe ser, como ocurre con los animales. Es por esta razón que él necesita de la Bildung, de la formación. Es interesante la correspondencia que existe entre esta idea de Hegel y los resultados obtenidos por la ciencia moderna. Así, Konrad Lorenz (1963, pp. 151 ss.) demostró la existencia en el reino animal de reflejos automáticos que inhiben la agresividad intraespecífica, vale decir, dentro de la misma especie. Es sabido que la conducta agresiva más generalizada en los animales es aquella vinculada a la defensa del territorio. Como esta aumenta desde la periferia hacia el centro, el cual podría identificarse con el nido o la guarida, Lorenz se preguntó cómo era posible que las aves –que no son seres inteligentes– no atacaran a sus polluelos al aparecer estos de pronto en el centro de su territorio. Después de largas observaciones y experimentos, tuvo la intuición de que eran las crías las que de alguna manera inhibían la agresividad territorial de su progenitora. Cortó entonces ambos nervios auditivos a una pava que empollaba y se encontró con la sorpresa de que no bien salían los polluelos del cascarón, eran asesinados por la madre. Vale decir, era el piar de las crías lo que, vía nervio auditivo, inhibía los centros basales del cerebro desde donde surgía la agresividad territorial de la pava. En cada especie animal existe una forma específica de inhibición de la agresividad entre sus miembros. Ejemplos de ello serían el inclinar la cabeza en el caso de los ciervos, el ofrecer la parte anterior del cuello al rival más poderoso en el caso de los lobos o simplemente, como ocurre en la mayoría de los carnívoros, el dar vuelta las espaldas y retirarse de la lucha. Basta uno de estos actos para que al animal agresor o más poderoso se le inhiba su conducta agresiva. Ahora bien, esto no significa que no existan luchas entre animales de la misma especie. Sí que las hay cuando dos machos se disputan una hembra, por ejemplo. Pero estas tienen un carácter lúdico y ritual, lo que ha hecho decir al etólogo van Sommers (1976, p. 145): “El carácter ritual de la agresión dentro de la especie hace suponer que entre las funciones de la agresividad no está implicada la destrucción del animal atacado”.
A diferencia de lo que ocurre en los animales, en el ser humano no existen estos mecanismos de inhibición de la conducta agresiva dentro de la especie y de ahí los episodios de violencia, guerras y asesinatos que han acompañado a la historia del hombre desde sus comienzos. El relato mítico de Caín y Abel es una demostración de cuán temprano aparece en la historia la violencia de unos con otros. Ha habido varios intentos de explicación de este fenómeno, a los cuales no es el caso de referirnos ahora. En otra oportunidad (Doerr, 1996) intentamos interpretar el mito aludido y a través de él asomarnos a la razón profunda de este misterioso paso evolutivo. No podemos detallar aquí estas ideas, pero sí mencionar su conclusión: la pérdida del control automático de la conducta agresiva sería el precio de la libertad. Solo podemos decidirnos por el bien cuando existe la alternativa del mal. Mucha razón tenía Hegel entonces al afirmar que el hombre necesita absolutamente de la formación, de la Bildung porque, por naturaleza, “no es lo que debe ser”. Ahora, Hegel no se queda en este aserto, sino que integra la formación en su filosofía del espíritu absoluto. Para él, entonces, la Bildung es en su esencia el ascenso a la generalidad; quien se abandone a la particularidad (a los intereses particulares) es ungebildet, vale decir, no formado, inculto, como quien se deja llevar por la ira o por cualquier instinto, por ejemplo. En otras palabras, la Bildung requiere sacrificar la particularidad en aras de la generalidad, es decir, inhibir o controlar el instinto o el deseo, lo que va a permitir, en consecuencia, una mayor libertad frente al objeto. Y resulta que toda la evolución de la vida, como afirma Pelegrina (2006, pp. 162 ss.), podría concebirse como una progresiva independencia con respecto al medio, la que es nula en los unicelulares, relativa en el reino animal con excepción del hombre y casi total en éste: así es como podemos superar el frío y el calor, las tempestades y las inundaciones, gran parte de las enfermedades y hemos llegado a una casi prescindencia del tiempo y del espacio a través de la computación, internet y los medios de transporte de alta velocidad. Entonces la formación no es prescindible, en primer lugar, porque es la única manera de controlar nuestra conducta y evitar la destrucción del otro y en último término de uno mismo. En segundo lugar, porque nos permite independizarnos del medio ambiente y poder así desarrollar el espíritu.
Pero Hegel ahonda aún más en el tema. Él distingue entre una formación práctica y una formación teórica. La formación práctica está vinculada al trabajo. Este es para Hegel “deseo inhibido”. La conciencia, formando a la cosa, se forma a sí misma. El sentimiento de sí ganado por la conciencia que trabaja contiene ya todos los momentos de aquello que constituye a la Bildung en cuanto formación práctica: distanciamiento respecto a la inmediatez del deseo, de la necesidad personal y del interés privado y, como decíamos antes, ascenso a la generalidad. La esencia de la formación práctica consistiría entonces, según Hegel, en atribuirse a sí mismo una generalidad. Gadamer (1965, p. 10; 1984, p. 42) da un ejemplo que podría iluminar este contexto: el ser humano formado (gebildet) es capaz de tener mesura en la satisfacción de sus necesidades y en el uso de sus fuerzas físicas con un objetivo: preservar su salud, vale decir, en aras de una idea, de una generalidad. La formación teórica, por su parte, es siempre una enajenación, porque lleva al hombre más allá de lo que él sabe y experimenta directamente y, al mismo tiempo, lo obliga a aceptar la validez de otras cosas y encontrar puntos de vista distintos y más generales, que no dependan del provecho e interés propios. Ahora bien, reconocer en lo extraño lo propio es, según Hegel (1952, p. 148), el movimiento fundamental del espíritu, cuyo ser no es sino un retorno a sí mismo desde el ser del otro. Cada individuo que asciende desde su ser natural hacia lo espiritual encuentra en el idioma y en las costumbres e instituciones de su pueblo una sustancia dada que debe hacer suya. Y este proceso ya es Bildung, ya es formación.
En suma, para Hegel la formación sería un movimiento permanente de enajenación y apropiación. Dejamos de ser pura naturaleza para entregarnos al conocimiento de algo general, pero eso que hemos logrado conocer nos determina y vuelve a nosotros, transformándonos. Dicho en la forma más simple y resumida posible, la formación es mantenerse abierto hacia lo otro, pero también un proceso que no termina nunca.
Otro aporte fundamental al concepto de Bildung lo hizo, también en el siglo XIX, el famoso médico fisiólogo y filósofo, Hermann von Helmholtz. Este autor, con gran originalidad, relaciona la formación con dos fenómenos humanos de la mayor importancia: la memoria y el tacto. La memoria no es una habilidad más, ella tiene que ser “formada”. Se tiene memoria para unas cosas y para otras, no (Gadamer, 1965, pp. 12-14). A la capacidad de retener y de recordar propias de la memoria habría que agregar otra función trascendental, el olvido, que para Nietzsche es “una condición fundamental de la vida del espíritu” (Gadamer, 1965, p. 13). Solo por el olvido logra el espíritu su total renovación, la capacidad de verlo todo con nuevos ojos. La persona debe ser entonces “formada” en este juego sutil e imperceptible de recordar y olvidar. El otro elemento al que Helmholtz le da una gran importancia es el tacto. El tacto no es solo la capacidad de percibir con exactitud la situación que nos rodea y de comportarnos en forma adecuada con respecto a ella. La persona que tiene tacto sabe en cada caso distinguir y valorar con plena seguridad, aunque no pueda dar razón de ello. Y por esto el tacto tiene una íntima relación con la dimensión estética y la histórica. “El que tiene sentido estético sabe separar lo bello de lo feo, la buena de la mala calidad, y el que tiene sentido histórico sabe lo que es posible y lo que no lo es en un momento determinado”, afirma Gadamer (1965, p. 14; 1984, p. 46).
Este gran filósofo alemán contemporáneo (1900-2002), en su obra capital Verdad y Método (1965) - donde pretende elaborar un método riguroso para las ciencias del espíritu o humanas - relaciona la Bildung también con otros dos fenómenos específicamente humanos: el sentido común y el buen gusto. En lo que dice relación con el primero de ellos, se apoya en las ideas planteadas en el siglo XVIII por el gran filósofo italiano Giambattista Vico (1668-1744). Para este autor el sentido común era lo que funda la comunidad. Lo que orienta la voluntad humana no es, según Vico, la generalidad abstracta de la razón, sino la generalidad concreta que representa la comunidad de un grupo, pueblo o nación determinada. El hombre con sentido común es aquel que vive con la seguridad de la existencia de una profunda solidaridad con el otro. Ahora, esta capacidad no la tienen todos los hombres en forma natural y es una virtud más del corazón que de la cabeza, y por eso necesita ser “formada” (Gadamer, 1965, p. 18). En el segundo caso, Gadamer remite a la obra del famoso pensador español del siglo XVII, Baltasar Gracián (1601-1658). Este autor parte considerando que el gusto sensorial, que es el más animal de nuestros sentidos, contiene ya el germen de las distinciones que es capaz de hacer la persona cultivada entre las cosas de buen gusto y las de mal gusto. “El gusto sensorial se caracteriza precisamente porque con su elección y juicio logra por sí mismo distanciarse respecto a las cosas que forman parte de las necesidades más urgentes de la vida” (Gadamer, 1965, p. 67). El ideal del hombre culto, que Baltasar Gracián llamaba “discreto”, es “aquel que alcanza en todas las cosas de la vida y de la sociedad la justa libertad de la distancia, de modo que sepa distinguir y elegir con superioridad y conciencia” (Gadamer, 1965, p. 67). Lo decisivo del juicio en el ámbito del gusto es su pretensión de validez absoluta. “El buen gusto está siempre seguro de sus juicios”, afirma Gadamer (p. 68). Y esto vale tanto para lo que el hombre cultivado considera de buen gusto como –y casi con mayor certeza aún– para lo que estima de mal gusto.
Vemos entonces que la formación tiene que ver primero con la capacidad del hombre para tomar distancia respecto a sus instintos y necesidades básicas y ganar con ello libertad; en segundo lugar, con la necesidad de trascenderse a sí mismo, en un ir más allá de lo que sabe y experimenta directamente, en reconocer en lo extraño lo propio, como dice Hegel. En tercer lugar, la Bildung tiene que ver con el tacto, pero no solo en el sentido de saber estimar adecuadamente las situaciones interpersonales, sino también de la capacidad de distinguir lo bello de lo feo, la buena de la mala calidad, vale decir, con el sentido estético. Por último, la Bildung está esencialmente relacionada con el sentido común y con el buen gusto, vale decir, con la ética y con la estética.
Es con esta tradición con la que se encuentra el gran filólogo y humanista alemán, Wilhelm von Humboldt, cuando refunda la universidad alemana en el siglo XIX, institución desde la cual surgieron los más grandes genios y creadores tanto en el campo de la medicina como de las ciencias naturales y de las ciencias del espíritu también llamadas ciencias humanas. Humboldt no rechaza la concepción de Bildung que tenía Hegel; más aún, en cierto modo él parte de ella, aunque sin identificarse con toda la doctrina filosófica del máximo representante del Idealismo Alemán. En su tiempo la fuerza con que se desarrollaban las ciencias naturales era incontenible y la universidad no podía estar al margen de ello. Por esta razón él le agrega al concepto de Bildung la necesidad expresa de transmitir un saber, pero sin desconocer en ningún momento su carácter formador. También él sugiere una diferencia de significado entre formación y cultura y así manifiesta: “Pero cuando en nuestra lengua decimos ‘formación`, nos referimos a algo más elevado e interior, vale decir, al modo del sentir que surge del conocimiento y del sentimiento de toda la vida espiritual y ética y que se derrama armoniosamente sobre la sensibilidad y el carácter” (1852/2011, Tomo VII, Capítulo 1, p. 30).
Pero la universidad alemana del siglo XIX, también llamada universidad humboldtiana, tiene además otra característica fuera del cultivo de la ciencia y la formación del carácter y esta es la importancia que le da a la relación maestro-discípulo, algo que persiste en cierto modo hasta el día de hoy y que yo viví personalmente durante mis años de formación en Alemania. El aprendizaje de las materias y el diálogo en torno al objeto a investigar continuaba en la tarde o el fin de semana junto a un vaso de buen vino, donde se conversaba de literatura, arte y poesía. Y con el tiempo esta relación maestro-discípulo se transformaba en una profunda amistad, que solo terminaría con la muerte. Así, uno se formaba en el trabajo, como sostenía Hegel, pero también en el estudio, la investigación y, sobre todo, en el vínculo con el maestro. La universidad alemana del siglo XIX y con excepción del período en que fue “secuestrada” por el nazismo, logró resucitar el antiguo “eros pedagógico” de los griegos, pero carente de ese matiz homo-erótico propio de la educación griega de los jóvenes de las clases acomodadas. Se podría perfectamente decir que la universidad humboldtiana logró reunir en sí todas las características de la educación en el sentido de la Bildung que hemos venido describiendo y al contemplar los resultados que tuvo esa universidad, por lo menos hasta la irrupción de los totalitarismos, no cabe sino reconocer que ella ha sido un ejemplo señero de la educación ideal.
Después de las convulsiones que acompañaron a las dos grandes guerras, ha surgido una sociedad diferente, también llamada postmoderna y que no es el caso de analizar aquí en detalle, aunque sí señalar algunos de los peligros que este estilo de vida encierra para el proceso educativo. Si quisiéramos llevar este complejo fenómeno a unas pocas palabras, podríamos decir que en la sociedad postmoderna se ha privilegiado ampliamente la instrucción sobre la formación. A lo más se transmiten algunos conocimientos y no siempre suficientes, pero no se aspira a formar el carácter del niño y luego del joven en el sentido de la Bildung de la que hemos estado hablando y que ha sido, por lo demás, tan determinante en la historia de Occidente; porque la educación en España, Francia o en Inglaterra ha tenido también características similares a la alemana y el alto desarrollo alcanzado por estos pueblos y la enorme cantidad de genios que han producido está demostrando que ese era el camino correcto para enseñar y educar. Ahora bien, si en todos los ámbitos del conocimiento práctico y teórico es la Bildung algo fundamental, más aún lo es en la medicina, que es mi campo. La formación del médico requiere mucho más que el aprendizaje de la anatomía y la fisiología o el conocimiento exhaustivo de las distintas patologías que pueden afectar al ser humano y sus respectivos tratamientos. El enorme poder que tiene el médico sobre su paciente y la indefensión de este frente a lo que aquel diagnostique o prescriba, obligan a formar el alma del estudiante de medicina hacia una maduración espiritual que disminuya al máximo la posibilidad del error, la negligencia y el abuso. Una medicina solo basada en y orientada hacia las ciencias naturales, como ocurrió en la Alemania de entre guerras, puede llegar a engendrar esos verdaderos monstruos que fueron los médicos nazis, capaces de hacer los más crueles experimentos con seres humanos indefensos, con la sola justificación ‒esgrimida por algunos de ellos en los juicios que se les hicieron‒ de “hacer progresar a la ciencia y a la medicina” (Tellenbach, 1980).
También se ha producido en nuestra época una caprichosa escisión entre las universidades que investigan, vale decir, que cumplen con al menos una de sus tareas fundamentales, y aquellas que se limitan a formar profesionales y técnicos, en nuestro país al menos con muchas deficiencias. El ingreso del mercado como factor regulatorio en la creación, crecimiento y calidad de las universidades no ha hecho sino pervertir aún más el sentido original de esta institución que, como vimos, surgió en la Edad Media con raíces que se hundían en la paideia griega y que aspiraba en lo fundamental a con-formar y aproximar el alma del niño y del joven con y hacia la imagen que Dios puso en él al nacer.
REFERENCIAS
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