José Luis Díaz Gómez
Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina, UNAM y Academia Mexicana de la Lengua
En español, el prefijo auto se aplica en conceptos que denotan actividades mentales ejecutadas por y hacia uno mismo. Son nociones duales y se suelen escribir con un guión intermedio, como sucede en autoconciencia, autorreferencia, autodeterminación, autoimagen, autoestima o autocrítica, equivalentes de aquellos que en inglés ostentan el prefijo self-, como self-consciousness, self-reference, self-determination, self-image, self-esteem, self-criticism. Dado que el guion implica una relación sujeto-predicado, en estas nociones surge una duda tradicionalmente espinosa: ¿a qué se refiere exactamente el auto o el self? A través de los tiempos se han propuesto diversos candidatos para concretar a ese yo, a ese sí mismo, sujeto o self, y, entre otras conjeturas, podremos detectar a un yo narrado y autobiográfico, a un yo cognitivo y afectivo, a un yo cerebral o corporal, a un yo social y cultural. La configuración, precisión y validez de estos conceptos sobre el yo, el self o el sí mismo dependen en buena medida de si sus proponentes o sus analistas pertenecen al ámbito filosófico o literario, al psicológico o neurobiológico, al de las disciplinas clínicas, las ciencias sociales o las humanidades. Dado que todas estas plataformas académicas acarrean tanto dosis de verosimilitud como dificultades y dilemas de sentido, se vislumbra que un soporte transdisciplinario, como el que intentaré adoptar y aplicar en este ensayo, quizás permita una concepción más acertada y cabal de ese complejo, dinámico y cambiante proceso autoconsciente al que se refieren los prefijos auto o self.
El multifacético sustantivo self del inglés usualmente se ha traducido al español como “sujeto” o como “sí mismo”, aunque se utiliza la palabra inglesa cada vez más porque no siempre se ubica su sentido original. En muchas ocasiones la traducción más acertada de self al castellano es la palabra ser en su forma gramatical de sustantivo para indicar a un organismo temporal que tiene vida, existencia y conciencia propias. Por ejemplo: ¿cómo se explica que una persona particular sea la misma, a pesar de que cambien los componentes físicos de su cuerpo, se transformen sus rasgos estructurales o funcionales y varíen sus circunstancias existenciales? Si los vemos en secuencia cronológica, podemos reconocer al mismo individuo de cara regordeta y nariz bulbosa en las docenas de autorretratos que dejó Rambrandt, pero difícilmente si observamos sólo los primeros y los últimos. La vertiginosa paradoja de la subsistencia, la metamorfosis y la fugacidad humanas se hace patente en Everyday, un vídeo de dos minutos de duración, disponible en la red, que incluye 7777 autorretratos diarios, equivalentes a 21 años en la vida de Noah Kalina, fotógrafo estadounidense.
Una inferencia convincente para explicar la ipsiedad o continuidad espaciotemporal del individuo es considerar que, más que la composición o la morfología del cuerpo, lo que mejor define y constituye el ser o el self es su duración. En un extenso trabajo al respecto, Stanley Klein (2014) psicólogo de la Universidad de California en Santa Bárbara, llama “diacronicidad personal” a esta continuidad, y aplica el concepto de “diacrónico” en su significado preciso: la evolución de un objeto, fenómeno o circunstancia a través del tiempo. Si bien a lo largo de mi vida han variado mi aspecto, carácter y personalidad, reconozco diacrónica o históricamente esos rasgos como propios. Dentro de un particular contorno de “genio y figura”, yo he cambiado y sigo cambiando. Estipulo que mi rostro ha variado (más bien empeorado) bastante, pero me identifico con esa evolución facial porque mantiene un patrón y un proceso reconocibles. Pero ocurre algo más elemental: no necesito razonar, deducir o convencerme de que soy el mismo a lo largo de mi vida, simplemente lo siento así; es una certeza dada en todo momento por un ingrediente de autodetección intuitiva que se ha denominado “autoconciencia mínima” y que examinaremos más adelante.
Un problema central del ser o del self cuando se concibe como una entidad abstracta es que la persona no la ubica en sí misma, tal y como lo relató David Hume de manera célebre en la autoexploración relatada hacia 1739 y mediante la cual detectó en su propia mente “haces” o “manojos” de sensaciones, emociones o pensamientos, pero ningún self. Esto ha llevado a diversos pensadores a proclamar que el self es una ilusión y a otros, desde Kant hasta quienes proponen una autoconciencia mínima en la actualidad, a sostener que se requiere una forma elemental de subjetividad para que tenga lugar la experiencia consciente, como también lo había supuesto Avicena en el siglo XI (Smith, 2020). En efecto, para Kant, la conciencia de tener cualquier representación mental presupone una autoconciencia, o más concretamente, una apercepción (Stepanenko, 2005).
A partir de la seminal obra de William James, desde finales del siglo XIX se han planteado dos aspectos del self o del ser, uno es la representación mental que tiene un individuo o una persona de sí misma (de ahí la expresión “sí mismo” en referencia a tal autorrepresentación), y el otro es la subjetividad propiamente dicha: el qué se siente ser esa persona, o bien el cómo siente su propia existencia. Kline (2014) defiende que estos dos aspectos de autorrepresentación y subjetividad interactúan y que su integración constituye un prerrequisito de la experiencia de uno mismo, es decir, de la autoconciencia. Esta propuesta implica que no puede haber objeto sin sujeto, ni sujeto sin objeto, una noción aparentemente paradójica que revisaremos a partir de la próxima sección de este trabajo sobre los pioneros de la filosofía del yo.
Otra de las razones que se han esgrimido para defender la continuidad de la misma persona en el tiempo es decididamente objetiva y somática. Como el resto de los objetos del mundo, el cuerpo viviente es una entidad espaciotemporal que, a pesar de los cambios en su composición, en su forma y en sus funciones, permanece siendo el mismo por cierto tiempo. Sin embargo, el criterio resbala si los cambios son demasiado rápidos o modifican la estructura de manera importante o definitiva, como ocurre al caducar las funciones autónomas del cuerpo con la muerte. Si bien partes de mi cuerpo se pueden perder o ser reemplazadas sin que pierda mi identidad, una de ellas parece crucial para mantenerla y esa es, desde luego, mi cerebro. Si me amputan las piernas o se me hace un trasplante de riñón o de corazón me seguiré sintiendo yo mismo, pero ya no si se trasplanta mi cerebro, algo espeluznante de imaginar y de concebir como técnica quirúrgica. Aún si en la ciencia ficción se plantea la macabra posibilidad de esta transferencia, como sucede en Frankenstein, el moderno Prometeo, la novela pionera del género escrita por Mary Shelley en 1818, se ha dicho que se trasplantaría un cuerpo a un cerebro, pues en este reside la identidad personal. Pero encuentro esta noción demasiado restrictiva y nada convincente, pues estoy seguro que en otro cuerpo no sería yo, porque mi cuerpo es fundamental en mi identidad. En efecto, el yo no es trasplantable, a pesar de plantearse como posible en el trillado género cinematográfico llamado body-swap (intercambio de cuerpos), en el cual la conciencia de un personaje, con todo su bagaje de memoria e identidad, se aloja por arte de magia en el cuerpo de otro personaje o incluso de algún animal. Más que ciencia ficción, cuyo requisito es una verosimilitud factual y potencial, el planteamiento constituye una forma de fantasía ingenua, toscamente dualista. Ejemplos paradigmáticos de este género, son las películas Big (de la directora Penny Marshall, 1988) donde la conciencia de un niño de 12 años se encarna en su propio cuerpo de joven adulto (Tom Hanks) o Being John Malkovich (del director Spike Jonze, 1999) en el que se plantea un “portal” para acceder a la conciencia del actor del título. El género siempre incurre en inescapables absurdos lógicos, pero funciona a veces como espectáculo para plantear enredos, situaciones graciosas y moralejas ilusas.
En el terreno empírico, nos interesa valorar la identidad personal a la luz de la investigación reciente en las neurociencias. Si bien el cerebro parece ser la fracción biológica fundamental de la identidad personal, se ha dicho que su actividad es más definitiva que su morfología y se ha propuesto a la información manejada y procesada por este órgano como la función identitaria primordial (Markus y Kitayama, 1991). En la neurociencia cognitiva han tenido lugar avances espectaculares para definir zonas, redes y mecanismos cerebrales correlacionados con operaciones cognitivas de autorreflexión y autorreferencia: se trata de aspectos objetivos del self, estudiado y considerado en su nivel reflexivo y de autorrepresentación (Kircher y David, 2002). ¿Constituyen mi self o mi ser estas partes y funciones de mi cerebro? Esta idea reductiva es problemática pues parece coincidir o complementarse con la identificación del self o del ser con ciertas funciones cognitivas, en particular con la memoria, equivalencia expresada por Jorge Luis Borges como “somos nuestra memoria”. Pero acontece que, al valorar esta noción, pronto caemos en un razonamiento circular: si la memoria episódica presupone que el objeto del recuerdo es la propia persona, no lleva a mayor claridad decir que la memoria de la persona es su identidad. Sin embargo, no puedo negar que mis recuerdos evocados constituyen piedras miliares que identifican mi trayecto vital y por ello corresponden e alguna medida a mi ser.
Ahora bien, además de los recuerdos de mi vida, hay otras características que me hacen sentir el mismo a través del tiempo. Los conocimientos que he aprendido y utilizo también son parte de mi ser e indican que mi identidad no se restringe a la memoria episódica e incluye a la memoria semántica de hechos y conocimientos. Sin embargo, en el trabajo mencionado arriba, Klein describe casos de pacientes que han perdido sus memorias episódicas y semánticas, pero mantienen un sentido de ser las mismas personas en el tiempo. Parece inescapable concluir con John Locke y con William James que la conciencia provee un fundamento temporal necesario para mantener la identidad personal porque mantiene una continuidad subjetiva a pesar de que cambien el cuerpo, las creencias, los objetivos o las circunstancias objetivas. Hace unos 330 años en el libro II, capítulo 29, sección 9 de su Ensayo sobre el entendimiento humano, Locke lo formuló de esta manera: “consciousness alone (…) constitutes the inseparableself” que traslado al castellano de esta forma: “la conciencia por sí misma constituye el ser inseparable.” Entonces, cuando digo que soy yo mismo ahora y antes, me baso en un sentir directo, intuitivo y prerreflexivo. No me cabe duda de que me siento subjetivamente el mismo: mi self o mi ser se basa en ese sentir y no necesariamente en una representación, en una memoria, en un saber proposicional o en una argumentación racional.
En el resto de este ensayo analizaré cómo la identidad temporal se fundamenta en una sensación vital básica o primaria y es por eso firme y segura; es algo fenoménicamente dado, una certeza inmediata y subjetiva sobre la que se construyen representaciones, ideas y creencias sobre uno mismo. Este sentimiento prerreflexivo de existir es lo que determina la intuición de que el self o el ser tiene una duración temporal pues constituye un sentir inmediato que no requiere indicadores ni evidencias suplementarias. El ser o el self no sólo es un contenido de la experiencia, sino que constituye una experiencia elemental y primordial.
En el drama Pigmalión, escrito por Jean-Jaques Rousseau en 1762, la soberbia escultura de Galatea, ya terminada, cobra vida con el último golpe de cincel del artista Pigmalión y lo primero que dice es “yo”. Su creador repite extasiado “¡Yo!” Galatea se toca y exclama “Soy yo”, da unos pasos, toca otra escultura y dice “no yo.” Va entonces hacia Pigmalión, pone una mano sobre él y revela “otra vez yo”, como si estuviera ante un espejo. Aunque el mito del artista que se enamora de su creación data de las Metamorfosis de Ovidio y resuena a través de George Bernard Shaw hasta la película musical Mi bella dama de George Cukor (1964), la noción de la estatua que al cobrar vida expresa un yo se había plasmado ya en una sugerente alegoría propuesta por un contemporáneo y buen amigo de Rousseau: el abad y filósofo Étienne Bonnot de Codillac. Unos años antes del Pigmalión, en su Tratado de las sensaciones publicado en 1754, este sacerdote católico y empirista radical imagina una estatua humana sentiente en la que se van abriendo uno a uno los sentidos, desde los más sencillos del gusto y el olfato hasta los más complejos del tacto, el oído y la vista, con cuya asociación se va conformando su mente consciente. Pero, para que los sentidos funcionen y la mente se desarrolle, la estatua debe estar previamente dotada de conciencia de sí, de un yo (véase Falkenstein y Grandi, 2017).
En un artículo publicado en 1874 el filósofo francés Paul Janet (tío del psiquiatra Pierre Janet, adversario de Freud sobre el inconsciente) consideró que el tema del yo había llegado tarde a la filosofía porque hasta el siglo XVIII se consideraba que la sustancia privativa y racional del ser humano era un alma inmaterial y perdurable. Mantiene Janet que los fundadores de “la filosofía del yo” fueron Fichte, un idealista alemán, y Maine de Biran, un empirista francés, pues no se contentaron con el sujeto o cogito de Descartes y cuestionaron sobre este cogito, el yo del "pienso y por lo tanto existo", el más célebre alegato cartesiano. Fue así como estos dos pensadores de la misma edad, significativamente contemporáneos de la Revolución Francesa, intentaron dar a la filosofía un punto de partida más sólido mediante argumentos notoriamente similares, a pesar de no haber tenido contacto entre ellos y de inscribirse en dos tradiciones muy distintas y aún rivales del pensamiento europeo.
Johann Gottlieb Fichte (Rammenau, 1762 - Berlín, 1814), promotor del idealismo alemán entre Kant y Hegel, llegó a ser la gran figura filosófica de Jena: su fama era dilatada, sus escritos muy leídos y comentados, sus lecciones copiosamente atendidas y aplaudidas. Sus planteamientos ceñidos alrededor de una noción fuerte del Yo y la consecuente exaltación del Sujeto fueron retomados por Hölderlin, Novalis y Schlegel, pioneros en Alemania del movimiento romántico que llegaría a difundirse por Europa a todo lo largo del siglo XIX. Esta pujante corriente filosófica y artística infundió la idea de la creación estética como expresión creativa del artista individual dotado e inspirado por una depurada sensibilidad. Fichte derivó su pensamiento inicial de Kant, a quien frecuentó en Königsberg, pues este formidable pensador prusiano había mantenido que un “yo puro” es condición necesaria de todo conocimiento, subyace a cualquier representación mental y es vehículo necesario de todo concepto, pues integra todas las percepciones en la totalidad de la experiencia consciente (véase, Stepanenko, 2005).
Se puede sintetizar una propuesta muy propia de Fichte en la idea de que la conciencia no necesita otro fundamento que ella misma y el Yo, en tanto sujeto, es lo que dota de cimiento y de sentido al proceso cognoscitivo, al acto mismo de pensar y de conocer: el Yo es precondición necesaria para toda representación mental. Fichte distingue al Yo como una instancia central que se constituye a sí misma y plantea a la autoconciencia como una derivación de esta que requiere del medio social porque el ser racional adquiere plena conciencia de sí sólo cuando es evocado como consciente por otro ser racional.
Estas propuestas colocan al Yo como un problema central de la filosofía y, para despejarlo, Fichte desarrolló la paradójica idea de que el Yo “en estado puro” realiza la acción de afirmarse y es el producto de esa misma acción, es decir: la acción y el hecho de afirmarse son una sóla cosa. En otras palabras: el Yo constituye una identidad de sujeto y objeto en el sentido que el yo se pone a sí mismo como un Yo. Esta idea de ponerse a sí mismo (setzen, en alemán) implica que el Yo es un principio activo, autogenerado y dialéctico, gracias a una subrepticia propiedad que denomina Thathandlung. Con este neologismo Fichte articula sagazmente dos conceptos semánticamente opuestos: un hecho (That) y una acción (Handlung). Según esto, el Yo no sería una cosa, ni una sustancia, ni una representación mental, sino la acción o función dinámica de ichheit o ipseidad: el Yo es actividad pura y libre porque su ser consiste en afirmarse o ponerse a sí mismo sin determinación alguna. Más tarde, en la Ciencia del conocimiento de 1804, el propio Fichte redesignaría a su Thathandlung con la palabra griega Genesis (James y Zöller, 2016). Hace bastantes años, al exponer la noción de procesos pautados como un posible fundamento isomórfico de la relación mente-cuerpo (Díaz, 1997) mencioné que uno de los nudos del problema mente-cuerpo es propiamente lingüístico porque existe una tajante separación de sentido entre los sustantivos que significan objetos, cosas o cuerpos y los verbos que denotan acciones, operaciones o actividades mentales: haría falta un vocabulario que uniera hechos y acciones, formas y funciones, cuerpo y mente, en una morfodinámica recursiva, una estructura-función que se autogenera y al hacerlo se autodetecta. Descubro ahora que esta proposición fuera prevista por Fichte en su Thathandlung… 200 años antes. Ahora bien, un problema con la noción de Fichte es que esta autoconciencia básica y reflexiva requeriría ser sujeto a su vez de otra autoconciencia más elemental, y así sucesivamente en una problemática regresión al infinito (Stepanenko, 2005). Dejemos por el momento a esta vertiginosa contracción de verse a uno mismo multiplicado y progresivamente reducido hacia un punto infinito (como sucede cuando veo mi imagen en el interior de un recinto forrado de espejos), para visitar al émulo francés, contemporáneo y alter ego de Fichte.
En sus inicios filosóficos, Marie-François-Pierre Gonthier de Biran, más conocido como Maine de Biran (Bergerac, 1766 – Paris, 1824), fue un seguidor de Condillac y se abocó a explorar la naturaleza del Yo incondicionado el cual, en su teoría, se requiere para que ocurra toda sensación. Mantuvo que el sentimiento de ser uno mismo es la apercepción, esa intuición que toda persona tiene de su propia existencia y que considera condición necesaria para que funcione la conciencia y ocurran sus contenidos. La apercepción no sería el percibirse uno a sí mismo como percibe su cuerpo o los objetos del mundo, sino una precondición previa (véase: Umbelino, 2019).
Con el tiempo Biran se alejó de Condillac y otros empiristas. Por ejemplo, rebatió a Hume en referencia a la noción de causalidad, pues esta no se derivaría de observar que los hechos del mundo se suceden unos a otros en cadenas de causas y efectos, como lo afirmaba el escocés, sino del sentir directo y elemental que poseemos los seres humanos de actuar sobre el mundo (causa) y que los objetos responden a esa fuerza (efecto). Biran cavila de esta forma que el movimiento voluntario del cuerpo revela directamente al Yo, pues el individuo siente sus actos deliberados como algo autogenerado y con ello descubre aquello que llama “el sentido del esfuerzo voluntario” y que revela una de las tesis esenciales del pensador francés: el yo es consciente de sí como causa. En palabras de Morera de Guijarro (1987, p 189): “Se trata, pues, de acceder al propio yo, a la propia dinámica del sujeto, a través de la constatación de aquellos datos que se me muestran en la experiencia que poseo de mí mismo.” Este Yo actuante constituye el campo de la experiencia humana y, por esta característica, Maine de Biran considera posible su estudio empírico y científico, lo cual parece revalidarse con las investigaciones neurofisiológicas sobre la acción, la agencia y el albedrío que he revisado en otro momento (Díaz Gómez, 2016) y con las que exploramos en este texto sobre la autoconciencia.
En Biran hay una fascinante revaloración en el sentido de que el Yo es el principio que configura la totalidad humana en la cual el cuerpo tiene un lugar fundamental e inescapable, pues, contrariamente a la tradicional idea de un alma puramente espiritual e inmortal, el Yo no existiría sin el cuerpo, concretamente sin la actividad corporal en todas sus dimensiones. Esto quiere decir que el yo no es un objeto ni una substancia, sino una actividad o una función que se hace consciente de sí misma gracias al cuerpo y a la sensación directa de su actividad y de su esfuerzo (para un análisis reciente, véase Canullo, 2000). El cuerpo y el Yo son una realidad entera o íntegra porque el yo está encarnado y es corporal, como lo reafirmarían tiempo después los fenomenólogos franceses Maurice Merleau-Ponty (1993) y Michel Henry (2007), quien elaboró una notable fenomenología vitalista que intentaré delinear en la próxima sección. Argumentaba Biran que ocurre una oposición entre el Yo como fuerza fundamental que se expresa en la decisión o en la voluntad, y el mundo que ofrece una resistencia a esa fuerza. Se trata de una tensa dialéctica entre dos ámbitos, el Yo y el No-Yo, idea central también para Fichte.
Paul Janet (1874, p 17) concluye de la siguiente manera su artículo sobre estos dos pensadores: “Ambos ocuparán en la filosofía un puesto importante por haber introducido en ella la noción fundamental del yo, que no puede borrarse sin destruir la personalidad y la libertad.” En efecto, Fichte y Maine de Biran usan conceptos y argumentos análogos en referencia al yo. El idealista Fichte asienta que el Yo establece primitiva y absolutamente su propio ser, y el empirista Maine de Biran asevera que el Yo se constituye a sí mismo como producto inmediato de una fuerza que le es propia, cuyo carácter esencial es determinarse a sí misma y, al hacerlo, se advierte a sí misma. Como veremos a continuación, este tópico resurgió y se desarrolló con notable ímpetu en la muy biraniana obra del filósofo y fenomenólogo Michel Henry, en el tercer cuarto del siglo XX.
Michel Henry nació el año de 1922 en el Vietnam francés. Volvió con su familia a París en 1929, donde completó su maestría con una tesis sobre Spinoza en 1943, al tiempo que se unía a los maquis de la Resistencia antifascista con el seudónimo de “Kant.” Al acabar la guerra consiguió plaza como filósofo en el CNRS y en los años 60 completó una disertación doctoral de unas mil páginas bajo el título de “Filosofía y fenomenología del cuerpo. Ensayo de una ontología biraniana” en referencia a Maine de Biran, el pionero francés de la filosofía del yo que acabamos de visitar. Consiguió luego una posición en la Universidad de Montpellier, donde permaneció hasta su muerte en 1982. Además de filosofía, publicó varias novelas.
A lo largo de su extenso trabajo filosófico, Henry ajustó las doctrinas de Edmund Husserl, el padre de la fenomenología, y de Martin Heidegger, uno de sus exponentes más célebres y debatidos. La fenomenología clásica de estos autores ponía énfasis en la intencionalidad, la característica de los actos mentales de ser acerca de algo: aquello que la persona percibe, siente, piensa, imagina, recuerda, sueña, desea o realiza. En cambio, la fenomenología de la vida cultivada por Henry (2007) considera la intencionalidad como una propiedad de la conciencia que está enraizada en algo más fundamental y que indistintamente denomina afectividad, pathos o vida. Ese fundamento previo es una afectividad inmanente y propia de la vida; tema que adelanta al que se examina en la actualidad bajo el rubro de “autoconciencia mínima”.
Henry consideró que buena parte de la fenomenología tradicional se funda en las apariencias o fenómenos conscientes, es decir en la manera como los objetos ocurren o aparecen en la mente humana. Sostuvo así que el fenomenólogo clásico se aboca a estudiar algo “exterior” a la conciencia misma, a saber: su orientación hacia un objeto, su intencionalidad y sus contenidos. La cuestión esencial que intriga y motiva a este diligente pensador francés es aquello que hace posible la intencionalidad, lo cual concierne a la estructura misma e íntima de la conciencia: ¿cuál es la naturaleza de ese núcleo? Su respuesta es inequívoca y contundente: ¡la vida misma! La subjetividad humana está enraizada en la vida que es común a todos los seres vivos y los trasciende como condición inherente. Lejos de apoyar un idealismo que plantea a la subjetividad como evidencia de un espíritu inmaterial, esta aptitud tiene su base concreta en la vitalidad del cuerpo y en la carne viva, porque la vida es la condición que hace posible toda experiencia.
Como Maine de Biran, Henry considera decisiva la apercepción directa e inmediata que constituye la experiencia básica y elemental de un cuerpo viviente, a saber: la sensación directa de estar vivo. El cuerpo no es un instrumento del yo o de la subjetividad, ni la acción o la conducta sólo un medio por el cual el yo accede al mundo, sino que la subjetividad se identifica con ese sentir fundamental del ser viviente, una forma primaria de sufrimiento y gozo que concibe como pathos. El término pathos se refiere a una experiencia que no puede dejar de sentirse, porque la vida no escapa ni puede escapar de sí misma. A partir de esta base de subjetividad viviente se origina todo fenómeno consciente e intencional. Así, a diferencia de los fenomenólogos anteriores, Henry basa la intencionalidad de la conciencia en este proceso vital e inmanente de afectividad esencial, lo cual plantea una duplicidad entre un núcleo de la conciencia y las apariciones en forma de contenidos mentales. La afectividad inmanente sería la vida que se siente a sí misma como una forma de ipseidad o autoafección que se manifiesta en el poder de la subjetividad y de la agencia. En una entrevista traducida al castellano por Roberto Ranz, el propio Henry lo expresó de esta forma:
… aquello que soy en el fondo de mí mismo, mi vida, es algo en sí ajeno a este horizonte de visibilidad del mundo. Mi vida, tal como la experimento originalmente en mí mismo, jamás es un objeto, jamás es susceptible de ser vista en el “mundo”. Su esencia consiste precisamente en el hecho de experimentarse inmediatamente a sí misma, sin distancia, en una “autoafección” en sentido original.
La conciencia es entonces fruto del despliegue y evolución de la vida misma, una propiedad que, además de autoafección, Henry denomina auto-accroissement (autoincremento), término que me evoca a la autopoiesis, la cual revisaré en una sección venidera como un posible dispositivo biológico de la autoconciencia. La vida se constituye por dos características que le son inherentes: su movimiento y su crecimiento. Vivir conlleva el experimentarse y la naturaleza de la subjetividad es la inmanencia transcendental de la vida. Esto atañe de manera central a la corporalidad, al hecho de que la autoconciencia está encarnada en un cuerpo vivo porque éste se experimenta a sí mismo de manera directa e inmediata (Staudigl, 2012). De acuerdo con esta concepción, el yo no tiene un cuerpo ni está en un cuerpo; el yo es un cuerpo, pero un cuerpo viviente, vivido y por ello subjetivo. Será justo decir “yo soy mi cuerpo” si se implica a la vida de este cuerpo que soy yo, la vida que constituye la identidad diacrónica de cada persona, su proceso y trayectoria en el tiempo (Díaz-Erbetta, 2020). El yo de Descartes, este cogito que tanto ha preocupado y ocupado a los filósofos, no sería un sujeto o esencia espiritual insuflado en el cuerpo, sino un “yo puedo” que corresponde al cuerpo subjetivo o a la subjetividad corporal que está en la raíz de toda experiencia.
Dan Zahavi (2007) condensa la compleja filosofía de Henry en referencia al cuerpo de esta forma:
“Cuando estoy consciente de los movimientos y sensibilidad de mi cuerpo, entonces estoy consciente en virtud del cuerpo mismo, o, más precisamente, en virtud de la autoafección misma de la vida del cuerpo, y no porque el cuerpo se haya convertido en un objeto intencional.”(Traducción mía).
Si bien Zahavi acepta esta premisa, considera que la propuesta de Henry es puramente abstracta y no explica como esta subjetividad puede ser dirigida intencionalmente a otros objetos y a la división aparente que ocurre durante la reflexión. Sin embargo, en varias obras Henry afirma que el ser humano no se da la existencia a sí mismo, ni la mantiene por sí mismo: es la vida que se mantiene a través de cada ser humano. De esta manera Henry explica la necesidad humana de actuar, de ejercer el poder de la subjetividad. En este sentido estima que una idea central en la obra de Karl Marx es profundamente válida: la relación del ser humano con el mundo es una relación práctica, una praxis; sólo la vida manifestada a través de los individuos vivos y actuantes posee el poder, la fuerza y la eficiencia para transformar al mundo y adecuarlo a sus necesidades mediante el trabajo. Este factor determina la estructura de producción y de consumo propia de toda sociedad.
Henry caracteriza la “búsqueda de uno mismo” como algo típico de la modernidad y argumenta que esta tendencia sin rumbo o éxito posibles sólo puede ser rebasada mediante el “abandonarse a sí mismo en la vida”, olvidarse del ego que se cuida y se acrecienta a sí mismo en el mundo, para descubrir algo relegado pero esencial: la vida misma y el amor que despliega al mantenerse y expresarse. Este reconocimiento escapa a toda intencionalidad, es decir a toda representación mental, y sólo puede conseguirse a través de una mudanza de la acción y la praxis hacia la misericordia y la compasión. La búsqueda de uno mismo, tan característica de la modernidad, paradójicamente sólo puede lograrse mediante la renuncia de uno mismo, una noción que advertimos en el taoísmo y en el budismo.
Michel Henry coincidió con Kierkegaard en estimar que el yo aparente de la subjetividad humana no es su propio fundamento, sino la vida que no escapa de sí misma y que implica una liga entre cada ser viviente con la Vida absoluta. La religión (re-ligare) es el ámbito donde se ejerce la autotransformación de la vida, la expresión subjetiva de esa propiedad y su reciprocidad entre los seres vivientes, algo que no se conoce racionalmente a través del pensamiento, sino en el sentir directamente la vida. En sus últimas obras, Henry dijo encontrar en la enseñanza de Cristo una correspondencia con sus conceptos de afectividad inmanente y de entrega a la vida. Según su audaz interpretación, el cristianismo llama Dios a la vida, llama Padre a su feraz proceso de autogeneración y llama Hijo al ser viviente surgido por la encarnación y la autogeneración de la vida, donde se cumple su ipseidad o mismidad fenomenológica (Llorente Cardo, 2018).
La fenomenología de Michel Henry implica valorar y comprender a la vida como el verdadero ser de la persona, lo cual permite su relación con los objetos del mundo. Su propuesta depende de los posibles fundamentos del yo y la autoconciencia en procesos vitales básicos y constituye un reto para estipularlos. Como un ejercicio de neurofilosofía, ensayemos algunas incursiones por ese recóndito sendero fisiológico.
Se ha considerado que el yo, la subjetividad y la conciencia de sí son privilegios de la especie humana y por ello estarían ligados a la neocorteza, la parte del cerebro de más reciente desarrollo evolutivo. La actividad de esta porción cerebral permitiría a la persona una percepción y una reflexión de sí misma que, por ejemplo, la capacite para responder con verdadero insight a las preguntas cotidianas de ¿cómo estás? o ¿cómo te sientes? La tendencia a proporcionar una explicación neurológica del yo puede ejemplificarse con el libro Synaptic self (el yo o el ser sináptico) del neurocientífico y rockero estadounidense Joseph LeDoux (2002), cuya tesis central es que las sinapsis del cerebro codifican lo que es una persona. Para este autor la pregunta clave no es cómo la conciencia emerge del cerebro, sino cómo el cerebro construye a la persona o, mejor dicho, a la noción que la persona desarrolla y sostiene de sí misma. Sin embargo, como hemos visto en los filósofos arriba mencionados y seguiremos explorando ahora, estas propiedades parecen tener una raigambre más básica, remota y generalizada.
En lustros recientes ha resurgido un tema fascinante en la filosofía de la mente y en la neurociencia cognitiva denominado autoconciencia mínima o self nuclear. El asunto que se plantea en esta ráfaga de teorías y propuestas es una forma tácita y prerreflexiva de conciencia de uno mismo. Después de Fichte y de Biran, filósofos del yo que acabamos de revisar, el pionero de la psicología académica, William James, había planteado a finales del siglo XIX que la conciencia sólo puede desarrollarse sobre una forma primitiva de subjetividad. Por ejemplo, su conocida teoría sobre la emoción indicaba que la captación y representación tácita de los estados somáticos y viscerales del propio cuerpo constituye la base fisiológica para que se experimenten emociones. En el mismo sentido, las evidencias y los modelos actuales proponen que los eventos psicológicos poseen un tinte afectivo implícito: cada percepción, sensación, pensamiento o imagen conlleva una carga emocional de agrado o desagrado, de activación o relajación.
A finales del siglo pasado, varios neurocientíficos cognitivos tan destacados como Jaak Panksepp (1998) y Antonio Damasio (2000) postularon un self nuclear como una forma elemental y ancestral de subjetividad, la cual dependería de la actividad de ciertas estructuras arcaicas del cerebro responsables de regular la homeostasis corporal, las emociones básicas, las conductas alimentarias, sexuales y agonistas necesarias para sobrevivir, así como aquellas que integran la percepción y modulan la acción. Estas propuestas tienen un necesario supuesto evolutivo pues plantean que la identidad de un organismo surge de procesos básicos que muchas especies animales disfrutan como parte de su fisiología (Legrand, 2007; Northoff, 2011 y 2013). Estas teorías implican un self estratificado, con un centro o núcleo a partir del cual se producen estados más complejos que desembocan en procesos plenamente autoconscientes. Panksepp y Northoff (2009) plantearon la existencia de tres niveles sucesivos de organización cognitiva del self, aplicando en ellos el término griego de noesis equivalente a una forma intuitiva de saber. Se trata de procesos anoéticos que no implican conocimiento, los noéticos que entrañan conocimiento y los autonoéticos que implican conocimiento del propio organismo. En un trabajo de colaboración entre Panksepp y psicólogos de la escuela junguiana de psicoanálisis (Alcaro, Carta y Panksepp, 2017) se afirma que este sistema neuroevolutivo coincide con aquél que para Carl Jung (1951) constituiría el Self con mayúscula y que valoraba como el núcleo de la personalidad.
Un concepto central de esta doctrina de la autoconciencia mínima es que el organismo se siente a sí mismo de manera intuitiva y prerreflexiva, es decir, sin necesidad de lenguaje o deliberaciones conceptuales. El neurofilósofo alemán Thomas Metzinger (2008) llama a esta sensación elemental minimal phenomenal selfhood, que traduzco como individualidad fenoménica mínima, una forma de sentir la propia identidad que surge como correlato subjetivo de los mecanismos básicos de autogeneración y automodelaje. La autoconciencia mínima es especificada por Miguel Ángel Sebastián (2020) como una autoatribución no conceptual y libre de identificación que denomina perspectiva consciente en primera persona. Para ejemplificar estos conceptos podemos invocar, después de Maine de Biran, que todo individuo vivo y dotado de cerebro siente de manera directa sus propios movimientos y de que para moverse con sentido requiere de una intención en acción que opera para llevar a cabo acciones deliberadas, por ejemplo, para mantener la marcha hacia algún sitio seleccionado como meta. Al caminar hacia ese punto se integran en una unidad funcional de sentido el destino, la dirección y modulación de los pasos con las sensaciones visuales, auditivas, táctiles y cenestésicas producidas al desplazarse. Esta integración de múltiples señales con programas intencionales proporciona al organismo una poderosa sensación básica, directa e intuitiva de identidad que Metzinger refiere como selfhood: la individualidad y conciencia de sí.
Como acabamos de ver en la sección anterior, la idea de una autoconciencia mínima anclada en la corporalidad funcional se puede reafirmar siguiendo a Michel Henry (2007) como una propiedad elemental de la materia orgánica, de la vida misma. De esta noción medular extraigo una hipótesis heurística: la autoconciencia básica o nuclear acontece porque los seres vivientes son sistemas autónomos en el sentido de que su existencia implica la producción y generación de sí mismos. Invoco como justificación de esta conjetura a dos propiedades fisiológicas de autorregulación: la autopoiesis y la retroalimentación. Un organismo vivo se distingue de entes no vivientes porque se autoorganiza de manera continua y automática, la propiedad de la vida que los investigadores chilenos Francisco Varela, Humberto Maturana y R. Uribe (1973) denominaron autopoiesis con muy buen tino. Un organismo vivo es autopoiético en el sentido de que es un sistema autocontenido y autogenerado que se autoperpetúa. Y si bien un organismo vivo se constituye por componentes moleculares y celulares en estrecha relación e intercambio con su nicho ambiental, su identidad fundamental no está dada por su composición o por su interacción con el medio, sino por procesos de producción y conservación autónoma de sí mismo en continuo movimiento. En otras palabras: el organismo vivo mantiene su identidad porque transforma la energía y la información de su ambiente mediante la producción, el ensamblaje y la conformación de sus propios componentes y procesos. En este sentido plenamente biológico se puede decir que la identidad de un organismo vivo no consiste en la perpetuidad de su composición, sino en el torrente vital de su autogeneración. De esta forma, aunque el organismo cambia constantemente su composición atómica, molecular y celular, y aunque su forma y funciones se modifican durante el desarrollo, la madurez y la involución, el organismo mantiene una identidad móvil e histórica, porque es el mismo proceso de autogeneración estructural.
Esta propiedad biológica de autopoiesis no sólo se manifiesta en la anatomía y la fisiología necesariamente ligadas del organismo, sino en su conciencia, pues esta se encuentra indisolublemente unida a sus bases orgánicas y funcionales: es conciencia viviente (Díaz, 2007). Las características subjetivas de la conciencia y en particular de la autoconciencia dependen de su morfodinámica recursiva, el hecho de que sus estructuras y funciones se regeneran y mantienen a sí mismas. La identidad de un ser biológico emerge de manera implícita como resultado de los procesos corporales de autoproducción y automodelación preconscientes, una noción biológica que puede dar un sustento empírico a los conceptos de Fichte y de Maine de Biran sobre el Yo como una acción recursiva de autogeneración.
En niveles subsiguientes de autoorganización, los procesos fisiológicos de la propiocepción, la interocepción, la integración multisensorial, la coordinación sensorio-motriz, el punto de vista, la experiencia de posesión, al actuar en referencia con el medio, hacen posibles las funciones autoconscientes de nivel más alto. Entre estas funciones superiores podemos citar a las representaciones pronominales (reflexiones autorreferidas del discurso que aplican los pronombres en primera persona), a las identidades sociales, a la empatía y a la conciencia moral. El ser o el self se plantea como un agregado relacional y estratificado en constante mutación de sensaciones corporales, situaciones en referencia al entorno, funciones ejecutivas, pensamientos en primera persona, memorias episódicas, narraciones autobiográficas, rasgos autoproclamados e identitarios de personalidad. Este modelo del self consistente en aspectos y niveles subjetivos íntimamente ligados a niveles de organización y de autoorganización del organismo o individuo vivo es un tema central del modelo de autoconciencia que me concierne escrutar en este y otros escritos.
Estamos repasando cómo es que varios filósofos y científicos actuales y del pasado definen un estado mínimo o básico de conciencia, un sentir que no es conceptual, ni representacional, ni dual, porque no es acerca de algo. Es decir, al no tener un contenido determinado, esta forma de conciencia no sería dual porque no aparece alguien o algo que posea o experimente un objeto en la mente, como sucede cuando se tiene y se representa un dolor desde el momento en que la persona se percata de sentirlo, lo valora, y lo refiere.
Dos psicólogos neoyorkinos, Zoran Josipovic y Vladimir Miskovic, plantearon en un artículo de 2020 que las formas de conciencia o experiencia fenoménica mínima han sido descritas en tradiciones antiguas de Asia y aplican estos antecedentes para analizar algunas de sus características. Por ejemplo, en la doctrina budista, la palabra samadhi identifica un estado de absorción en el cual un objeto que se presenta en la mente queda desprovisto de todo concepto y se capta “directamente”, es decir sin estar acompañado de palabras que lo designan o califican, ni de imágenes o recuerdos asociados o derivados: el objeto ocupa la experiencia presente sin aditamentos y la mente se encuentra en silencio conceptual y embebida en ese contenido. Ahora bien, en la misma tradición se distingue esta experiencia de otra denominada conciencia pura, en la cual se afirma que el sujeto está consciente, pero su mente no tiene contenidos. En esta situación la conciencia está activa, pero no contiene representaciones, es un estado de autoconciencia inmediata, de autopresencia inmanente. Josipovic y Miskovic afirman que este tipo de experiencia no es algo excepcional o misterioso pues ocurre normalmente en las transiciones del sueño a la vigilia cuando por momentos el sujeto no tiene nada en la mente ni se percata de su identidad, del espacio o del tiempo. Además, argumentan que pueden suceder experiencias de este tipo en ciertas circunstancias como al salir de la anestesia, en la deprivación sensorial, en algunas experiencias psicodélicas o durante la meditación y prácticas afines.
Si bien estos estados de conciencia se caracterizan y describen como carentes de contenido, la conciencia no desaparece, como acontece en las fases del sueño profundo que cursan sin ensoñaciones. Uno de los problemas para definir con mayor precisión ese estado se refiere al nivel de activación fisiológica del organismo, denominado arousal en inglés, y que ocasionalmente se especifica con una metáfora de profundidad. Así como la luz disminuye al ir penetrando en la profundidad del mar hasta perderse, hay niveles de alertamiento y activación funcional que van desde la oscuridad del coma o el sueño profundo, pasan por estratos fluctuantes en la vigilia, abarcan niveles más avanzados y diferenciados en la autoconciencia o conciencia de sí, y llegan a estados de hiperralerta o conciencia ampliada en el éxtasis. Pues bien, sucede que no es posible ubicar los estados aludidos en este continuo o eje vertical de creciente brillo de la conciencia, porque una conciencia “mínima”, si nos atenemos al adjetivo que sugiere algo minúsculo o imperceptible, sería poco más que un estado de coma. Esto dista de ser el sentido que se pretende significar con esta expresión, a diferencia del uso en la neurología o en la anestesiología cuando se refiere a un nivel mínimo de alerta, cercano al coma. Como el estado de autoconciencia mínima no corresponde a un determinado nivel de activación o de arousal, se impone una distinción: el nivel de vigilancia y responsividad del organismo es una cosa y la conciencia misma es otra. De esta manera, el eje de activación no es una variable útil para comprender los estados de conciencia o autoconciencia mínima y según los citados autores neoyorkinos los relatos y los análisis de estados meditativos pueden dar información relevante respecto a esta distinción crucial.
En ciertas ocasiones, las técnicas de meditación hacen posibles estados de conciencia absorta y sin contenidos que, para distinguirlos del estado que la neurología denomina semicomatoso, se han denominado conciencia nuclear o basal. En tradiciones tanto orientales como occidentales, ciertos estados que resultan de las prácticas contemplativas de atención plena y sostenida se describen con términos paradójicos. El sujeto usualmente inicia su práctica de meditación con la instrucción de permanecer consciente de sus contenidos mentales, por ejemplo, de las sensaciones de su respiración o de una oración o mantra que repite mentalmente. En este ejercicio ocurre necesariamente una dualidad fenomenológica entre un observador y una observación porque el individuo, en tanto agente activo, se mantiene atento a lo que ocurre en su mente mediante un esfuerzo voluntario. Con la práctica se fortalece la capacidad de observación presencial y la autoconciencia va tomando mayor dimensión e independencia. Eventualmente y en ciertos momentos la autoconciencia puede quedar desprovista de contenidos, un estado en el que desaparece un yo observador o poseedor de sus objetos mentales. En las tradiciones orientales de meditación se denomina Śūnyatā a este estado refinado o depurado de conciencia que no se limita a un silencio interno de voces, pensamientos o imágenes, sino a una transición del aparato mental que pasa de operar como una dualidad sujeto-objeto a una forma de conciencia no dual. El término sánscrito Śūnyatā se suele traducir al inglés como selflessness y al castellano como su equivalente “ausencia del yo” o “no-yo” emparentado con el concepto anātman (sin Atman, o no yo). El vocablo Śūnyatā es una de las etimologías propuestas para la palabra “cero” y en la tradición budista se refiere al vacío, en el sentido que las cosas y el propio ser humano están vacíos o carentes de una sustancia o esencia que los constituya y defina.
En el lapso en el que la persona vive un estado de autoconciencia sin contenidos, se percata de que el self o el ser está vacío; es decir: advierte directamente que no existe el yo como entidad sustancial, concreta y estacionaria. La característica fundamental de este estado es el de una cognición reflexiva inherente, un autoconocimiento directo, un estado de conciencia básico o basal, sin nada más que la conciencia misma. Se afirma tanto en las tradiciones contemplativas como en los análisis actuales de la conciencia mínima que se ventilan desde las ciencias y las filosofías cognitivas que no hay nada abstracto o mágico en esta experiencia porque este darse cuenta de lo que constituye la autoconciencia en sí misma y esta no dualidad básica se revela en la propia experiencia empírica. El filósofo de la mente M. Á. Sebastián (2020) argumenta que si bien ciertos aspectos de la autoconciencia se ven intensamente afectados en estados peculiares como el trance psicodélico, la meditación o los sueños, la autoconciencia mínima persiste y de hecho se manifiesta de manera más directa que durante la vigilia habitual, precisamente porque los rasgos de autorrepresentación o autorreflexión son superados o traspasados.
Una propuesta fundamental en referencia a la conciencia mínima o basal es la necesidad de un sustrato consciente para que la experiencia se estructure. A este sustrato se han referido varias teorías neurofisiológicas que desde mediados del siglo pasado subrayan el papel indispensable que juegan ciertas estructuras del tallo cerebral y de la línea media del encéfalo para que tengan lugar los estados y contenidos de conciencia. Estas estructuras, entre las que destaca la formación reticular activadora ascendente situada en el tallo cerebral, son muy antiguas en la escala filogenética y se suponen necesarias para que surja un estado elemental de conciencia que probablemente compartimos con los animales sentientes del planeta (Bronfman, Ginsburg, Jablonka, 2016). Gracias al desarrollo de la neocorteza y las estructuras de reciente adquisición filogenética los seres humanos recrean objetos en su conciencia (aquellos contenidos o ítems que perciben, sienten, piensan, imaginan, recuerdan, creen, sueñan, quieren, etc.) y experimentan estos contenidos de su mente como posesiones y usufructos de un yo, de un self. Pero sucede que mediante prácticas introspectivas y atencionales el sujeto se da cuenta por experiencia de la insustancialidad del yo mediante la vivencia de una conciencia basal desprovista de contenidos y de referentes.
Con el objeto de comprender el estado de conciencia basal desprovista de contenidos, se han usado palabras como éxtasis (plenitud afectiva y comprensión acrecentada), vacuidad (ausencia de contenidos o de esencia), luminosidad (claridad y trasparencia), singularidad (homogeneidad e inseparabilidad) o, a veces, reflexividad inherente. Todas estas voces subrayan formas muy particulares del ser o de self porque son autorreferenciales y no duales a la vez, una paradoja difícil de captar si no se experimenta el estado aludido. A pesar de las dificultades en el tratamiento académico de la autoconciencia mínima, el tema vuelve a considerar y a valorar los elementos de la conciencia y del yo que tanto intrigaron y atarearon en el siglo XVIII a Fichte y a Maine de Biran, los filósofos pioneros del yo, y a Michel Henry en el siglo pasado. En este sentido, es muy significativo que se haya retomado este peliagudo problema de la conciencia de sí al identificar el estado basal que implica y las dificultades de su análisis.
Revisemos en las siguientes secciones algunas ideas contemporáneas provenientes de la biología y las ciencias cognitivas que no solo dan cierta luz para mejor comprender estos conceptos, sino que pueden proveer de hipótesis específicas sobre los mecanismos involucrados en una autoconciencia elemental.
El físico, políglota y cognitivista norteamericano Douglas Hofstadter, uno de los estudiosos y divulgadores más conocidos de las ciencias cognitivas, publicó siendo muy joven, en 1979, un voluminoso, multifacético y eventualmente célebre ensayo traducido al español con el título de Gödell, Escher y Bach, una eterna trenza dorada. En las obras de los tres creadores excepcionales del título, un matemático, un dibujante y un músico, Hofstadter encontró múltiples bucles redundantes y aprovechó el asunto con erudición y originalidad para tejer otro bucle más, pero de orden cognitivo: pensar sobre el pensar. Por ejemplo, dedicó muchas páginas a examinar frases autorreferidas como bucles semánticos donde el referente coincide con el sentido de la frase: “esta es una frase autorreferida”; “esta frase tiene cinco palabras”. Analizó asimismo cómo ciertos procesos muy diferentes entre sí tienen un comportamiento de autorreferencia, como sucede al captar con una cámara de video la imagen del monitor que la propia cámara está tomando, lo cual evoca en la pantalla bucles de formas variadas e inesperadas.
Bastante más tarde, en 2007, Hofstadter publicó otro libro bajo el título de “I Am a Strange Loop” (“Yo soy un extraño bucle”) sobre la aplicación de estas ideas a la identidad y la autoconciencia, donde toma al bucle de la autorreferencia como una analogía legítima y significativa del yo, de la conciencia de uno mismo. De acuerdo con esta metáfora, el autor alega que el yo vendría a ser una estructura, un patrón o pauta sutil equivalente a lo que en el lenguaje cotidiano se denomina “alma” y que de ninguna manera interpreta como un espíritu incorpóreo, sino como la vida interior que tienen ciertos seres, además de presentar una apariencia exterior y una movilidad evidente. Para justificar porqué equipara la vida interior con el alma, Hofstadter recurre a un ejemplo del cine y la robótica: al ver la popular saga cinematográfica de George Lucas La guerra de las galaxias, los espectadores no dudan en otorgarle vida interior a los robots R2-D2 y C-3PO. Esta confiada suposición surge por la manera como se comportan, hablan, chiflan e interactúan estas máquinas inorgánicas, con lo cual aparentan tener auténtica “personalidad” y, por añadidura, subjetividad. Si bien estos robots fílmicos fueron operados por actores humanos, es posible pensar que lleguen a producirse convincentes robots humanoides que planteen la posibilidad de una conciencia artificial y aún de autoconciencia. Esto depende si los seres inorgánicos pueden llegar a disfrutar esta capacidad, la cual, según hemos venido revisando, está intrínsecamente vinculada a la vida biológica.
Más adelante en el mismo libro, Hofstadter considera la cuestión de cómo acontece la secuencia de eventos para que una decisión llegue a expresarse en una acción, por ejemplo: cuando siento sed, voy y bebo agua en un vaso. Al parecer, a partir de una sensación orgánica de deshidratación, el “yo” realiza una “decisión” que se traduce en los movimientos de acudir a donde está el agua, servirla en un vaso, llevarlo a la boca y tragar el contenido hasta saciarse. Sin embargo, si se examinara el cerebro durante estos eventos, no se encontraría nada que asemeje a un yo sediento que decide beber y se sacia, sino redes de neuronas que disparan potenciales de acción en complejos patrones secuenciales. Como sucede con otros partidarios de la emergencia de facultades como la vida o la mente, Hofstadter está convencido que los eventos microscópicos o microfísicos del tejido nervioso se manifiestan en el mundo macroscópico de formas diversas, como acontece que una colección enorme de moléculas de H2O adquiere propiedades emergentes de liquidez y transparencia. Desarrollando este mismo ejemplo, podríamos alegar que, si bien las moléculas de agua son absolutamente necesarias para la formación y el movimiento de una ola del mar, no explican su volumen, altura, velocidad y giro. Estas características dependen de factores que rebasan las propiedades de las moléculas e implican a corrientes y temperaturas de la masa oceánica, al litoral, al clima o la gravedad de la luna, variables que determinan el oleaje en su conjunto.
Hofstadter viene a concordar con el psicobiólogo Roger Sperry, premio Nobel en 1981 por sus estudios sobre las funciones diferenciales de los hemisferios cerebrales, en el sentido de que los eventos en el nivel macroscópico tienen propiedades causales sobre los que operan en el nivel microscópico. Lo que ocurre es que el sistema completo y en curso tiene muchos niveles de operación y todos ellos funcionan ensamblados en una unidad donde hay causalidades que operan “de abajo arriba” (desde los niveles moleculares y celulares hasta los cognitivos y comportamentales, como acontece con los efectos mentales de los fármacos psicotrópicos) y causalidades que operan “de arriba abajo” (como acontece con los eventos neuronales que permiten tomar una decisión hasta los que conducen una acción motora). La actividad de vastos números de neuronas se coordina en redes y va dando lugar a la actividad de otras redes, un ordenamiento comparable al movimiento sincrónico y unitario de una parvada de pájaros o de un enjambre de insectos. He atribuido las propiedades de libertad y autonomía necesarias para explicar la conciencia y la agencia a un movimiento unitario de actividad nerviosa semejante a una parvada en el sentido de ambos son fenómenos adjuntos, globales, emergentes y orientados (Díaz, 2007 y 2020). Sin embargo, el modelo del enjambre no llega a plasmar el requisito de la autoconciencia inherente a su formación y manifestación, porque no conlleva una noción de cómo y porqué el enjambre se siente a sí mismo.
En Yo soy un extraño bucle, Hofstadter describe con detalle sus juegos con cámaras de video enfocadas sobre el monitor, de tal manera que el sistema de televisión se registra a sí mismo y se reproduce como la pantalla dentro de la pantalla. El autor subraya que al efectuar estas tomas autogeneradas surgen estructuras y formas novedosas con una dinámica propia, y en etapas recurrentes la imagen virtual recursiva pasa de una disposición a otra y tiende a estabilizarse. Denomina looping processes (procesos engarzados o recursivos) a estos efectos de autodetección y los propone como metáforas de la autoconciencia. El autor infiere que la transmutación progresiva de circuitos reverberantes en el cerebro humano maduro genera pautas que dan lugar a una novedad emergente en el organismo íntegro, a saber: el sentimiento de un yo, o bien, para usar la nomenclatura del propio autor, de un self-symbol, un símbolo de sí mismo. Según su concepción, el yo constituye una representación simbólica de la propia persona, una noción de autoconciencia afín a la que se presenta en estas páginas.
¿Cómo concebir desde la neurofisiología que un proceso recursivo de este tipo pueda cimentar a la autoconciencia? De inmediato se me ocurre pensar en los procesos de retroalimentación que, estipulados y formalizados por la cibernética, se han estudiado empíricamente por la fisiología sistémica y por otras disciplinas, como la ecología y la economía. Un sistema cibernético es aquél cuyos componentes se regulan mutuamente y esta ordenación recursiva resulta en un estado global autónomo, dotado de propiedades imprevistas de orden superior. Para comprender dicho sistema no basta describir sus componentes, sino que es preciso puntualizar sus regulaciones mutuas, en particular las así llamadas funciones de feed-back o, en su traducción literal, de “retroalimentación”. Esta descripción mínima de un sistema cibernético podría ser aplicada a la autoconciencia y la identidad individual, que, si bien son ostensibles para la persona, dependen de múltiples elementos en interacción y regulación recurrente de feed-back. Esta dinámica recursiva integra una reverberación que emerge de los cambios y las variaciones locales permitiría la manifestación de los estados y procesos propios de la autoconciencia.
Desde la primera descripción de circuitos neuronales de retroalimentación en la neocorteza y el sistema oculomotor realizada por Rafael Lorente de Nó en 1933, se han acumulado extensas evidencias de que los bucles cibernéticos o de feed-back son ubicuos en el cerebro. No ha pasado inadvertido que este tipo de bucles de retroalimentación neuronal puede intervenir o ser clave en la generación de la conciencia. En efecto, el prominente inmunólogo y neurocientífico Gerald Edelman intentó plantear una explicación tentativa de cómo el cerebro genera conciencia ‒particularmente la conciencia de sí‒ tomando como base su hipótesis del darwinismo neuronal, la idea de que los grupos y las redes neuronales están sujetos a variación y selección natural durante el desarrollo. El supuesto mecanismo obedecería a una densa conectividad neuronal, en especial una conectividad recursiva o de reentrada que postuló como la base de la conciencia fenomenológica (Edelman y Tononi, 2000).
Un sistema cibernético se podría abreviar como un ciclo o bucle cerrado sobre sí mismo y este concepto es precisamente el que utiliza Hofstadter para afirmar al yo como un “extraño bucle” y, a fin de cuentas, como un espejismo, lo cual no me resulta un símil conveniente. Si aplicamos estos conceptos elementales de la cibernética a la autoconciencia, se podría decir que, más que una ilusión, la autoconciencia sería una entidad recursiva de función relacional que no reside en un sitio, como en el cuerpo o en el cerebro, a pesar de que éstos son cruciales para que ocurra, sino en la red de relaciones de control recíproco y homeostasis que ocurren a múltiples niveles: entre redes neuronales y entre módulos encefálicos, entre el cerebro y el resto del cuerpo, entre los sistemas sensoriales y los sistemas motores del organismo, entre el individuo vivo y el suprasistema social y ecológico que lo embebe, y entre los individuos, donde esa función flotante que es el yo se comparte en el tiempo y se distribuye en el espacio por medio de la comunicación, el lenguaje, las relaciones humanas o las artes. Más que ante espejismos, parece que estamos ante funciones hipercomplejas por ser relacionales, multidimensionales, acopladas y ensambladas. Otro pensador de la cibernética, el “constructivista radical” Ernst von Glasersfeld (1979), afirmaba en un sentido plenamente fenomenológico que el self “no reside en ningún lugar particular, sino que se manifiesta en la continuidad de nuestros actos… y en esa intuitiva certeza de que nuestra experiencia es realmente nuestra.”
Siguiendo por este camino desembocamos en el terreno fronterizo y transdisciplinario que se denomina “ciencias de la complejidad”, pues los múltiples sistemas de retroacción operando a todos los niveles están densamente entrelazados y podemos suponer que esa trama procesal de la vida se siente subjetivamente como el yo o la autoconciencia en razón de su recursividad, pluralidad y variabilidad.
El sistema inmune ayuda a mantener la cohesión entre los componentes celulares y moleculares de un organismo vivo, lo cual en alguna medida define la identidad biológica del individuo de cara al mundo. El sistema inmune actúa mediante la producción de anticuerpos ‒inmunoglobulinas creadas y secretadas por linfocitos del propio organismo‒ para neutralizar las sustancias extrañas que lo contactan o penetran, denominadas antígenos, y que suelen provocar enfermedades. A mediados del pasado siglo no se sabía en detalle cómo se generan los abundantísimos anticuerpos necesarios para efectuar esta función, pero se daba por sentado que se sintetizaban bajo demanda como consecuencia de la exposición del organismo; es decir que cada antígeno estimula al sistema inmune para producir los anticuerpos específicos para neutralizarlo.
El virólogo australiano Frank Macfarlane Burnet estableció en 1949 la noción de que el sistema inmune define la individualidad biológica del organismo al distinguir entre los componentes que le son propios y los que no lo son, de tal forma que el sistema se dispara sólo cuando invaden el cuerpo entidades extrañas o externas, como bacterias, virus, alérgenos o trasplantes. Este investigador teorizó que la capacidad para distinguir las moléculas, las células o los tejidos propios de los ajenos es adquirida. Desde su gestación el sistema inmune “aprende” las características moleculares del organismo que lo alberga, lo cual se traduce en que las substancias propias no provoquen una respuesta y sean “toleradas.” Todo individuo posee un repertorio molecular característico que el sistema inmune aprende a tolerar y ese repertorio propio sería el Self o el yo biológico definido como aquello que el sistema inmune “reconoce” como perteneciente al cuerpo que lo alberga. De esta forma, al establecer y reconstituir constantemente las fronteras entre un organismo y su medio ambiente, el sistema inmune constituiría la identidad bilógica de un individuo vivo (Burnet, 1969). En 1960 Burnet y Medawar recibieron el Premio Nobel por el descubrimiento de la tolerancia inmunológica. Rescato de paso esta cáustica analogía de Peter Medawar, padre de los trasplantes y polifacético erudito: “La mente humana trata a una idea nueva del mismo modo que el cuerpo a una proteína extraña: la rechaza.”
El “yo inmunológico” de Burnet fue un concepto fuertemente arraigado en las ciencias biomédicas durante décadas. Sin embargo, la identidad implicada no se ha logrado establecer con toda precisión porque hay variaciones en la actividad del sistema inmune a lo largo de la vida, o bien porque en ciertos periodos, pero no en otros, pueden suceder fenómenos de tolerancia o de alergia. Algo parecido ocurre con el Self o el yo psicológico que, en vez de una entidad substancial y concreta, se perfila como el conjunto densamente interrelacionado de funciones de la autoconciencia humana que se manifiestan como la representación que el individuo tiene de sí mismo y que fluctúa de diversas formas y en diferentes circunstancias.
La teoría actual de la inmunidad ha dejado atrás la dicotomía del yo y el no yo como una oposición binaria de tipo todo-o-nada tan tajante como lo es un interruptor de corriente con dos estados posibles: apagado o encendido. La idea inicial del yo inmunológico estaba cerca del interruptor: el sistema inmune se mantiene apagado cuanto se trata del propio organismo y se enciende cuando es invadido por moléculas foráneas. Sin embargo, desde hace tiempo se conoce que la respuesta inmune no es todo o nada y varía desde el silencio, cuando el sistema no reacciona a ciertas sustancias, hasta la respuesta intensa, pasando por diversos grados de estimulación. El mayor interés estriba en la respuesta máxima, pues ésta no sólo juega un papel decisivo en la medicina, sino que impacta al lenguaje metafórico que plantea al sistema inmune como un ejército que defiende al organismo de una invasión, discurso análogo al de los himnos militares: el cuerpo es a la patria lo que el linfocito al soldado, el antígeno al enemigo, el anticuerpo al arma para combatirlo, etc. En suma: el Yo y el No-Yo como un campo de batalla.
Otros dos mecanismos biológicos de orden molecular y celular corrigen y actualizan la noción de Burnet y arrojan luces sobre la respuesta inmune. Uno de ellos es el fenómeno de la autoinmunidad, el hecho de que el sistema inmune puede reaccionar hacia tejidos de su propio huésped como si fueran extraños y provoca patologías potencialmente tan severas como la artritis reumatoide, el lupus eritematoso, la miastenia gravis o la esclerosis múltiple. El otro mecanismo es la inmunidad compartida, el hecho de que el contacto/contagio entre organismos de la misma especie, o incluso de diferentes especies, lleve a una inmunidad cruzada. En esta luz, el organismo no constituye una entidad circunscrita y aislada, sino se perfila como miembro de una comunidad caracterizada por un intercambio orgánico profuso que hace al self biológico partícipe de una densa y extensa trama ecológica. Una dualidad tajante yo/no-yo previene la comprensión de la red que constituye el suprasistema ecológico y social en el que los individuos están embebidos, en particular los seres humanos, especie intensamente social. Se advierte aquí otro paralelismo relevante entre el self biológico y el self psicológico: ambos requieren del medio para definirse y los límites de la identidad inmunitaria y de la identidad psicológica son difusos, porosos y móviles.
Si bien la inmunidad es un proceso en continuo desarrollo que no arroja una delimitación precisa de la individualidad biológica, sí constituye un enlace acoplado con el resto del organismo y con las entidades del medio que sólo se puede entender en el contexto temporal de la trayectoria del organismo (Pradeu, 2012). Algunos han considerado que el yo o el self inmunológico no es algo definible en términos celulares o moleculares y constituye más bien una metáfora para el silencio del sistema inmune, es decir, su tolerancia o no reactividad hacia las moléculas o las células que produce el propio organismo. Se le llame silencio inmune, tolerancia, o yo biológico, subsiste una noción de individualidad orgánica, aunque variable y temporal.
Todo esto impone una pregunta que más allá de una incitante metáfora: ¿existe una conexión entre el self biológico que reconoce el sistema inmune y el self psicológico que reconoce su propio cuerpo? En este asunto podemos invocar a tres autores. El primero es el ya citado Gerald Edelman, inmunólogo y neurocientífico de la conciencia, quien ganó el Premio Nobel en 1972 por haber mostrado cómo los anticuerpos pueden reconocer una variedad prácticamente infinita de antígenos. Su idea fundamental fue muy novedosa: los anticuerpos evolucionan en el organismo como las especies animales en la evolución descrita por Darwin, es decir, mediante variación y selección. Aplicando esta idea a la neurociencia de la conciencia, Edelman propuso una teoría de selección de grupos neuronales que permanecen activos en el cerebro dada su eficacia, en tanto otros grupos son eliminados, una hipótesis conocida como “darwinismo neuronal” (véase Edelman y Tononi, 2000).
Por su parte Richard Kradin, inmunopatólogo del Hospital General de Massachussetts y especialista en medicina de emergencia, reflexiona que los sistemas nervioso e inmune han evolucionado durante millones de años para enfrentar retos planteados por el procesamiento y recuperación de la información. Por esta razón, si bien los mecanismos celulares de los dos sistemas son diferentes, las estrategias y soluciones son similares y en la práctica parecen actuar de formas interdependientes, como sucede cuando los dos sistemas se acoplan para liberar al organismo de invasores microbianos, uno mediante la producción de anticuerpos y el otro mediante la producción de conductas (Kradin, 1995).
El tercer autor relevante a la pregunta es el neuropsicólogo portugués Antonio Damasio, quien en 2003 sugirió que el yo se origina por dos funciones correlacionadas, la primera es la representación o imagen funcional del estado interno del organismo que permite mantener la homeostasis, concebida como la regulación del medio interno necesaria para la vida, y la segunda es su representación del medio externo, lo cual permite ajustar su conducta para que el organismo se adapte, sobreviva y se reproduzca. Damasio propone que el sistema inmune interviene crucialmente en la primera tarea y de esa forma contribuye a fundamentar un yo biológico como núcleo o centro prerreflexivo de la autoconciencia.
En razón de estas aportaciones, se perfila la siguiente hipótesis: puede haber una conexión entre la imagen corporal que se integra en el cerebro gracias a mecanismos neuronales y la identidad inmunológica porque ambos procesos están entrelazados por funciones moleculares y celulares de regulación cibernética mutua y de autorreconocimiento.
La idea del yo, del sujeto o del self como un sistema estratificado que entraña un centro o núcleo esencial y primario, porciones agregadas que capacitan los contenidos de la conciencia y unas más integrales que se manifiestan en la conciencia de sí ha sido implicada o sugerida por varios científicos cognitivos. La psicóloga social Hazel Markus (1977) de la Universidad de Stanford fue una de las primeras investigadoras en proponer estructuras cognitivas que llamó autoesquemas, generalizaciones derivadas de la experiencia que guían y organizan la conducta. Estos autoesquemas implican inferencias sobre los estados internos, juicios, decisiones y acciones que resultan en una autocaracterización y pueden entenderse como teorías implícitas que habilitan a los sujetos para explicar sus acciones pasadas y programar sus acciones venideras. El autoconcepto resultante sería una estructura cognoscitiva dinámica, activa, recursiva e interpretativa que está constantemente involucrada en la regulación del comportamiento (Markus y Wurf, 1987).
En 1998 el filósofo de la cognición José Luis Bermúdez, analizó en detalle los mecanismos fisiológicos de la percepción del propio cuerpo (propiocepción) y los propuso como fundamentos de la autoconciencia, con lo cual disipaba el círculo vicioso suscitado al considerar a esta propiedad únicamente desde la capacidad de hablar en primera persona. En el mismo sentido, Bronfman, Ginsburg y Jablonka (2016), filósofos israelíes de la ciencia, propusieron que el núcleo o proceso fundamental de la conciencia de sí es el conjunto de sensaciones que incluyen tanto las evocadas por el mundo externo como las de posición y movimiento del propio cuerpo. Este núcleo funcional estaría sujeto a una forma de aprendizaje asociativo ilimitado y sería común a muchas especies animales, cuyas sensaciones corporales constituyen una forma de autoconciencia mínima o sintiencia. Desde este punto de vista, la experiencia de sentir en particular la de sentir-se, es condición necesaria de la autoconciencia, a partir de la cual se elaboran formas más elaboradas de conciencia durante la evolución y el desarrollo, como son la perceptual, la afectiva, la conceptual, la identitaria, la social o la ética.
Por su parte, Newen y Vogeley (2003), filósofos de la Universidad de Bonn, consideran que el self es una entidad real y natural, corporal y flexible, integrada como una pauta o una estructura cambiante de rasgos característicos. Proponen que consta de cinco niveles: el más básico es no conceptual y equivale a los mecanismos fisiológicos que la posibilitan, el segundo correspondería a las representaciones conceptuales, el tercero a las sentientes, el cuarto a la metacognición y el quinto a la meta-representación, que correspondería a la noción de uno mismo a través del tiempo. Por su parte, Shaun Gallagher conocido investigador y proponente de la cognición situada y embebida, ha elaborado una teoría pautada del self según la cual éste se constituye por varios aspectos o facetas que incluyen funciones de corporalidad elemental, de experiencia mínima, funciones afectivas, intersubjetivas, cognitivas, narrativas, extendidas y situadas. En los diversos enfoques científicos o filosóficos, estos aspectos son tratados muchas veces como separados o alguno de ellos como esencial, pero Gallagher (2013), propone que trabajan integradamente a través de varias dimensiones de operación y manifestación, una de las cuales corresponde a las zonas y redes cerebrales que fundamentan cada uno de estos aspectos.
La neurociencia basada en las imágenes cerebrales obtenidas durante el ejercicio controlado de tareas cognitivas ha explorado cada vez con mayor empeño y éxito los mecanismos neurológicos que fundamentan el sentido de uno mismo. La idea general derivada de estos estudios perfila que cada una de las facetas de la autoconciencia implica la activación dinámica de una red neuronal relativamente específica y que el sentido general de ser uno mismo, surge como el resultado de una amplia interacción y retroalimentación entre todas estas redes. Otras redes aparentemente ajenas pueden agregarse cuando se requiere; por ejemplo, se ha encontrado que la red de recompensa del cerebro puede reclutarse en procesos de la autoconciencia que resultan gratificantes, como sucede cuando la persona se siente satisfecha de sus propias acciones y logros (Northoff y Hayes, 2011). Sui y Gu (2017), psicólogos de la Universidad de Bath, infieren que el self requiere de interacciones entre tres redes neuronales, una medial prefrontal que subyace una noción nuclear de uno mismo (self network), una prefrontal dorsolateral de control cognitivo y una de prominencia o saliencia situada en la ínsula. Smith (2017) propone un circuito cerebral nuclear integrado por múltiples regiones de la corteza cerebral que trabajan al unísono para posibilitar la percepción y la toma consciente de decisiones, aspectos centrales de lo que se asigna como self. El grupo de Michel Gazzaniga, uno de los investigadores más reconocidos en la neurociencia cognitiva, sugirió que la certeza de ser uno mismo a través del tiempo, la ipsiedad, puede emerger de funciones de “interpretación” del hemisferio izquierdo (Turk et al, 2003). Las capacidades de autoconciencia identificadas como el self, estarían distribuidas por todo el cerebro, pero el hemisferio izquierdo, el dominante para el lenguaje y la dexteridad manual en las personas diestras, tendría la capacidad de interpretación que genera un sentido de unidad de la conciencia y que se presenta aún en pacientes sometidos a una comisurotomía terapéutica (la sección del cuerpo calloso para desconectar a los dos hemisferios cerebrales en enfermos de epilepsia grave).
La noción de sujeto tiene dos facetas o vertientes genuinas, compatibles y complementarias: una de ellas subraya la capacidad de sentir y la otra la capacidad de actuar. La persona o sujeto humano es capaz de sentir, saber, decidir y actuar como factores indispensables para establecer conductas y relaciones apropiadas con su medio ambiente y con otros sujetos. Sus actuaciones se integran por mecanismos sentitivomotores que operan en situaciones concretas y los éxitos o fracasos de sus actos se almacenan en la memoria para ser aplicados en ocasiones venideras. De esta forma el sujeto nunca está acabado, pues se esculpe continuamente mediante la depuración de habilidades que va desplegando tanto en la esfera de su intimidad subjetiva como en la de su expresión objetiva. Los límites entre ambas esferas son borrosos, pues si bien hay una clara diferencia entre lo que el sujeto siente o piensa y lo que actúa o expresa, entre los dos ámbitos hay un profuso intercambio de causalidades e interdependencias, como ocurre con las manos que sienten, palpan, manipulan y operan en los mismos actos sensoriomotrices.
Cuando la persona entiende o quiere algo, no sólo conoce o apetece algún objeto o evento, sino que experimenta los actos mismos de entender y querer y, con ello, siente que vive y existe. Esta conciencia básica y tácita no es algo que el ser humano haga a voluntad, aunque puede realizar una introspección profunda al respecto; es una propiedad que viene de fábrica; es decir, de la vida misma y su diligencia evolutiva. Si bien Santo Tomas consideró que esta facultad es el alma, porque la conciencia ante sí misma lo convence que es algo inmaterial, hoy contamos con explicaciones funcionales que, si bien aún no especifican los mecanismos íntimos de la conciencia, en especial de la conciencia de sí, postulan hipótesis verosímiles y compatibles desde una perspectiva de sistemas complejos. El modelo de la autoconciencia que va surgiendo es el de una estructura dinámica, diversa y densamente recursiva con niveles de operación que van desde el sentir fundamental hasta la conciencia moral, con múltiples facetas funcionales que seguiremos desglosando.
Termino invocando una apasionada noción del poeta Walt Whitman que, al vislumbrarla, me ha regalado el título del presente ensayo. Su poema “Yo canto al cuerpo eléctrico” de la colección Leaves of Grass (Hojas de hierba) de 1855 incluye el siguiente verso, que cito en la traducción de Jorge Luis Borges:
Sentidos exquisitos, ojos que la vida ilumina, coraje, voluntad,
Láminas de los músculos del pecho, espinazo y cuello flexible, carne tensa, fuertes brazos y piernas,
Y dentro, aún más prodigios.
La integración de las portentosas sensaciones con la fuerza de voluntad que guía el comportamiento responde a una propiedad intrínseca de la vida que el poeta, en lúcido arrebato, abraza como luminosa.
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