Emilio Ruiz-Alanis
Mediateca de la Escuela Nacional de Lenguas, Lingüística y Traducción, UNAM y Laboratorio de Neurocognición social, Facultad de Psicología, UNAM. Correo electrónico: emilio.ruiz@neurocogcialab.org
Los sentidos son el medio con el que cuenta el ser humano para conocer diversos aspectos de la realidad, tanto los que lo rodean como los del propio cuerpo. La naturaleza de los estímulos sensoriales es variable en función de las características de cada órgano sensorial. Algunos de ellos detectan ondas electromagnéticas o sonoras; otros moléculas odorantes o gustativas; otros más la presión ejercida en ellos o la temperatura, e incluso el equilibrio y la aceleración del cuerpo. La entera gama de los sentidos humanos provee de información al cerebro para poder organizar e interpretar la plétora de sensaciones aprehendidas, a través del proceso de percepción. Al ligar los estímulos recién percibidos con las emociones, la experiencia previa, y demás contenidos mentales (conscientes o inconscientes), la percepción es una suerte de artista que ofrece una imagen significativa y coherente; una pintura de la realidad. Tal imagen puede resultar muy distinta para otros animales que cuentan con menos sentidos o alternativas, percibiendo menos aspectos de la realidad que nosotros; tal como ocurre con los perros, quienes cuentan con una visión dicromática del color (Neitz et al., 1989). O, al contrario, al estar dotados con sentidos que nosotros apenas podemos imaginar, como la detección de campos eléctricos o magnéticos, o la icónica ecolocalización (de la cual los murciélagos y los delfines son los representantes por antonomasia), el retrato de la realidad con el que cuentan otros animales se ve enriquecido con estos matices que no aparecen en nuestra pintura.
Sin embargo, a pesar de que todos los seres humanos contamos con idénticos sentidos (variables desde la normotipicidad hasta la diversidad funcional), no todos han recibido la misma atención a lo largo de la historia, ni todas las sociedades los han clasificado de la misma manera. Es una creencia muy extendida que los sentidos humanos son solo cinco: la vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato. El origen de dicha clasificación se halla en la antigua Grecia. Los primeros indicios se encuentran en la obra de Platón, quien declaró que la vista y el oído son los sentidos superiores. Sin embargo, sería el más reconocido discípulo de Platón quien cimentó la idea de los cinco sentidos (Sorabji, 1971). En su tratado Acerca del alma (trad. de 1987), Aristóteles no solo establece la clasificación más conocida de los cinco sentidos, sino que también afirma que estos son los únicos sentidos que puede tener el ser humano. Los cinco sentidos aristotélicos son los más extendidos en el mundo occidental, pero no son la única clasificación sensorial que existe. En el Canon Pali de la tradición budista se mencionan las bases sensoriales, doce pares de lo que llamaríamos órganos sensoriales con su respectivo estímulo: las primeras cinco bases coinciden con los sentidos de Aristóteles, mientras que la sexta consiste en la mente-pensamiento (Sarao, 2017).
La visión es fundamental para una parte importante de las conductas en los primates, cuyo desempeño recae en la posición de los ojos en el frente del rostro, una visión binocular y especializaciones retinales (Mustari, 2017). Dentro de este último rubro destaca la visión tricromática de los primates, pues la mayor parte de los mamíferos tienen una visión dicromática (Rowe, 2002). Se ha sugerido que la tricromacia es ventajosa ecológicamente para la detección a larga distancia de frutos maduros y hojas jóvenes, alimentos con alto valor nutritivo para los primates (Dominy & Lucas, 2001). Dado lo anterior, es lógico el rol central que ha recibido la vista en la investigación y la cultura popular. La vista es una de los sentidos más estudiados y mejor descritos, y el conocimiento con el que se cuenta de ella suele usarse como parámetro cuando se abordan otras vías sensoriales.
No obstante, un sentido que ha sido subestimado y despertaba poco interés en los investigadores hasta épocas recientes es el olfato. ¿La razón? Por un lado, la poca accesibilidad que presenta esta vía sensorial para su observación y análisis, pues hubieron de pasar varios siglos para contar con herramientas tecnológicas que posibilitaran su estudio. Por el otro, están los prejuicios y creencias que existían alrededor del olfato, pues al ser considerado un sentido demasiado «animal» o algo que quedó como un artefacto de la evolución de la especie, se estimaba virtualmente sin importancia para la vida humana, casi vestigial (por ejemplo, Fernández Jaén, 2006). Un dato que se suele esgrimir en defensa del mito de un olfato pobre en humanos es una habilidad poco desarrollada de identificar olores, en comparación a la capacidad casi caricaturesca que se atribuye a los perros para detectar olores. Es por lo que, en el imaginario social, una destreza olfativa «extrahumana» suele emplearse como recurso narrativo. Ejemplos de ello son, por un lado, el sagaz detective producto de la pluma de Arthur Conan Doyle, por el otro, el infame perfumero fruto de la imaginación de Patrick Süskind. Estos dos personajes parecen moverse entre el mundo humano y aquel que se encuentra fuera del alcance de nuestra imaginación olfativa, y en el caso de Grenouille (el protagonista en el libro de Süskind) parece que una mejor capacidad olfativa viene en detrimento de otras características humanas, atribuyéndole una especie de «animalidad» en razón de esta habilidad extraordinaria. Sin embargo, contrario a esta extendida creencia, los seres humanos son tan buenos como los perros en la detección de olores, hasta miles de millones de olores según algunos reportes (Porter et al., 2007; McGann, 2017).
A pesar del poco crédito que recibe el olfato, este sentido juega un rol primordial en la vida humana, no solo al nivel fisiológico y conductual. Participa en actividades cotidianas, como detectar si hay una fuga de gas o si uno mismo huele «feo». Asimismo, existen oficios de alta especialidad (por ejemplo, enólogos, sommeliers, perfumeros) que llevan al límite el entrenamiento olfativo. Además, los olores forman parte de contextos culturales particulares, e incluso de la dinámica de las relaciones interpersonales. En razón de lo anterior, el presente trabajo busca ofrecer un panorama general del olfato desde diferentes perspectivas disciplinarias.
Los estímulos propios del olfato son moléculas volátiles presentes en el ambiente, llamadas moléculas odorantes, u «odorantes » a secas. Los odorantes entran literalmente al cuerpo humano a través de las fosas nasales y alcanzan su blanco en el epitelio olfativo, un epitelio sensorial localizado en el techo de la cavidad nasal. Es este especial tejido el encargado de detectar los olores a nivel periférico, y está constituido por diferentes tipos de células; entre las que destacan las células sensoriales olfativas, neuronas de primer orden especializadas en la identificación de las moléculas odorantes. Se hallan también en este tejido células de sostén, que dan apoyo físico y metabólico al epitelio, glándulas de Bowman, cuyas secreciones disuelven y encapsulan los odorantes para su presentación en las células sensoriales; así como células basales y células troncales que permiten el recambio y la regeneración del epitelio olfativo periódicamente.
La transducción de los estímulos olfativos tiene lugar en los receptores olfativos (conocidos también como ORs por sus siglas en inglés), pertenecientes a la superfamilia de receptores acoplados a proteínas G presentes en las neuronas sensoriales del epitelio olfativo (Ebrahimi & Chess, 1998). La identificación de estos receptores marcó un hito en la investigación sobre el olfato, lo que le valió el Premio Nobel de Medicina y Fisiología de 2004 a sus descubridores, Linda Buck y Richard Axel (Mac Leod, 2004), un reconocimiento tardío en comparación con los avances en la percepción visual. Cada tipo de receptor olfativo se expresa en 5000 neuronas aproximadamente, las cuales se encuentran concentradas en zonas determinadas del epitelio olfativo, si bien cada región del epitelio posee una variedad de receptores distintos, razón por la cual un odorante puede ser identificado en varias regiones del epitelio. Una misma molécula odorante puede engarzarse en más de uno de los más de mil tipos de receptores olfativos que existen, por lo que la identificación de un odorante se produce mediante patrones de activación coordinada de los diversos tipos de receptores (Buck & Garman, 2013). La interacción de las moléculas con sus respectivos receptores desencadena una cascada de señalización en el interior de las células sensoriales olfativas que resulta en la despolarización de la neurona y la subsecuente generación de un potencial de acción. Los axones de las neuronas del epitelio olfativo conforman el primer par craneal, el nervio olfativo, el cual proyecta de manera ipsilateral hacia el bulbo olfativo.
El bulbo olfativo está compuesto por tres capas (superficial, media y profunda), de las cuales la superficial y la profunda consisten en fibras nerviosas. La capa media es el blanco del nervio olfativo, pues aquí se encuentran los glomérulos donde los axones sensoriales forman sinapsis con tres tipos diferentes de neuronas (Nagayama et al., 2014). Por una parte, interactúan con las células mitrales y las células en penacho, neuronas eferentes que proyectan hacia partes diferentes de la corteza cerebral, en particular hacia la corteza olfativa. Por la otra, se comunican con las células periglomerulares, interneuronas GABAérgicas que rodean al glomérulo y que, mediante la retroalimentación negativa que proveen en este circuito, modifican la señal y modulan la respuesta al olor. Aunado al refinamiento local de la señal en el bulbo olfativo, las proyecciones de otras regiones cerebrales, como la corteza olfativa, el prosencéfalo basal o el mesencéfalo, podrían participar en el refinamiento de la señal (Buck & Bargmann, 2013).
Del bulbo a la corteza, encontramos dos diferencias considerables en la vía olfativa con respecto a otros sentidos, pues la mayor parte de los axones fluyen de manera ipsilateral hacia su blanco cortical, a la vez que lo hacen directamente, sin un relevo talámico de por medio. El blanco principal de los axones salientes del bulbo es la corteza piriforme, llamada también corteza olfativa primaria, localizada en la unión frontotemporal. Esta región a su vez proyecta, de manera indirecta a través del tálamo, a la corteza orbitofrontal, así como a otras regiones de la corteza frontal, presumiblemente involucradas en la discriminación olfativa. Otras zonas cerebrales contactadas directamente por el bulbo olfativo integran la llamada corteza olfativa, como son el núcleo olfativo anterior, los núcleos corticales amigdalinos (anterior y posterior), el tubérculo olfativo, y una porción de la corteza entorrinal (Price, 2009). La corteza piriforme hace sinapsis excitadoras con neuronas piramidales contiguas, las cuales son moduladas por neuronas inhibitorias, las propias neuronas piramidales, y neuronas de proyección de la corteza piriforme contraria.
Cuando alguien se encuentra resfriado o con alguna situación que le hace perder el olfato, es común que los alimentos «pierdan su sabor », llegando al punto de confundir una manzana con una cebolla, como se representaba humorísticamente en el anuncio de un medicamento hace algunos años. Esto ocurre porque el olfato se relaciona estrechamente con el sentido del gusto, a la vez que influye y guía la conducta alimentaria. La formación del «sabor» (flavor) depende de la integración de la información proveniente no solo de los estímulos gustativos propiamente dichos, sino también de información visual del alimento, de estímulos táctiles de la boca o la textura de los alimentos, y en gran medida, de los olores; especialmente los que se liberan en la cavidad oral al consumir los alimentos (Goldberg et al., 2018). El valor hedónico producido por la ingesta de un alimento se codifica parcialmente en la corteza insular, y los mapas gustativos en esta región presentan una dinámica plástica en función de los estímulos de sabor codificados e integrados aquí (Miranda, 2012).
Por su parte, diversas estructuras involucradas en el procesamiento emocional interactúan con el sistema olfativo. Se ha observado que la ecforia 1 olfativa resulta más cargada de tintes emocionales que la de otras modalidades sensoriales, y que un olor puede ser identificado con mayor facilidad de acuerdo con sus cualidades emotivas (Bestgen et al., 2015). Una emoción particularmente ligada al olfato, así como a su rol en la ingesta, es el asco. El olfato actúa como medio para evitar riesgos y amenazas potenciales derivados del consumo de un alimento estropeado (Schienle & Schöpf, 2017), y la corteza insular anterior participa en la experiencia del asco, así como en la representación multimodal del sabor (Croy et al., 2017).
Como la intensidad de la ecforia olfativa permite imaginar, el olfato sostiene una relación cercana con la memoria: el olor y el sabor de la magdalena de Proust son el desencadenante del tropel de recuerdos que integran uno de los mayores monumentos literarios a la memoria en En busca del tiempo perdido. Las regiones que conforman la corteza olfativa presentan una robusta conectividad con el hipocampo, mayor que la de otros sistemas sensoriales (Zhou et al., 2021), lo que podría explicar las particularidades de las memorias olfativas: las memorias autobiográficas con frecuencia son experiencias de la infancia que resultan particularmente vívidas (Larsson & Willander, 2009), mientras que las memorias episódicas 2 presentan un bajo nivel de olvido (Cornell Karnekull et al., 2015).
Como se mencionó anteriormente, los estímulos del olfato se encuentran difusos en el ambiente y penetran dentro del cuerpo a través de la nariz, así es que pueden interactuar directamente con sus receptores sensoriales. Sin embargo, esta «apertura» que presenta el sistema olfativo lo expone a diversos riesgos ambientales. Una reducción en la percepción olfativa acarrea diversos riesgos. Por un lado, no se detectan olores que indican peligros (como una fuga de gas, humo o comida descompuesta). Por el otro, disminuye el placer generado por el consumo de alimentos, o se piensa que se tiene un mal olor corporal constantemente. Tales situaciones disminuyen la calidad de vida y el bienestar de la persona.
Los principales trastornos del olfato son la anosmia (pérdida total de la percepción olfativa), la hiposmia (disminución en la función olfativa), la parosmia (percepción alterada, usualmente desagradable, de ciertos olores), y la fantosmia (la percepción de un olor que no se encuentra en el ambiente). Las causas de estos trastornos son diversas, desde condiciones congénitas, infecciones de las vías respiratorias o lesiones en la cabeza, exposición a productos químicos o consumo de ciertos medicamentos, hasta problemas dentales o alteraciones hormonales (National Institute on Deafness and Other Communication Disorders, 2017). Y si bien una disminución en la percepción olfativa es común en adultos mayores (Attems et al., 2015), es también un marcador clínico temprano de ciertos trastornos neurodegenerativos, como el Parkinson o el Alzheimer, por lo que prestar atención a las alteraciones de la función olfativa permite aumentar la eficacia de tratamientos neuroprotectores y para modificar la enfermedad, especialmente en etapas presintomáticas de la enfermedad (Marin et al., 2018).
Un gran riesgo a la salud de los habitantes de grandes urbes es la contaminación atmosférica, consistente en la emisión al aire de partículas sólidas y gaseosas potencialmente nocivas o tóxicas, y que incrementan la probabilidad de sufrir problemas de salud; especialmente en personas con comorbilidades (por ejemplo, problemas cardíacos o respiratorios), o en grupos vulnerables (como los niños y los adultos mayores) (Romero Placeres et al., 2006). Este tipo de contaminación perjudica de manera considerable la función olfativa, pues se ha observado que los habitantes de la Ciudad de México, urbe alguna vez llamada « la región más transparente del aire» (epíteto ahora con tintes irónicos y burlones), se observa una capacidad menor en la detección, discriminación e identificación de olores con respecto a los habitantes de la ciudad de Tlaxcala, similar geográficamente pero con menos contaminación del aire (Guarneros et al., 2009).
El sistema olfativo ha sido identificado como puerto de entrada potencial de ciertos virus neurotrópicos, como el virus del herpes simple, el virus de la enfermedad de Borna, o el virus de la rabia (Mori et al., 2005), entre otros. En particular, se han documentado diversas secuelas neurológicas (pérdida de memoria, infartos, etc.) tras una infección por el virus SARS-CoV2 (Marshall, 2021b). Un síntoma característico de una infección por ciertas variantes del virus es la pérdida transitoria de la percepción olfativa y, si bien la mayor parte de los individuos infectados recupera el olfato tras superar la infección, algunas personas presentan alteraciones o ausencia de la función olfativa incluso meses después de la recuperación (Marshall, 2021a). Dado este síntoma, se consideraba que las neuronas del epitelio y el bulbo eran una posible vía de acceso hacia el sistema nervioso central para el virus (Mahalaxmi et al., 2021). Sin embargo, mediante un protocolo de obtención de muestras en pacientes fallecidos por COVID-19, se observó que el virus no parece infectar las neuronas sensoriales del epitelio olfativo, ni las propias del bulbo olfativo, mientras que las células de soporte del epitelio olfativo son el principal blanco del virus. Con estos resultados, el virus SARS-CoV2 no aparenta ser un virus neurotrópico, y el daño transitorio a las células sustentaculares podría ser el responsable de la característica pérdida del olfato por una infección de este virus (Khan et al., 2021).
A partir del siglo XVIII, puede notarse una tendencia en el mundo occidental a la «desodorización», o quizá al « confinamiento de los olores », de los espacios públicos, e incluso de las personas. Sin embargo, el olor constituye aún un elemento fundamental de la vida cotidiana, como algunos oficios lo permiten constatar (Larrea Killinger, 1997). Por un lado, los perfumeros son un gremio de expertos olfativos, quienes al oler un perfume pueden identificar las diferentes notas que lo constituyen, a la vez que reconocen patrones de combinaciones agradables al olfato e imaginan posibles combinaciones de los aromas, con miras a expresar la «personalidad» de una persona o una marca a través de las fragancias (Barwich, 2020). Tal destreza produce ciertos cambios funcionales a nivel cerebral. Mientras que los principiantes en la perfumería presentan mayor actividad en la ínsula anterior derecha, los perfumeros más experimentados exhiben mayor actividad en el giro parahipocampal izquierdo al llevar a cabo tareas de imaginación olfativa; asimismo, en este último puede observarse una actividad reducida en regiones involucradas en el procesamiento olfativo, demostrando flexibilidad y estrategias más eficientes frente a las demandas de su profesión (Plailly et al., 2012).
El olfato coincide con el gusto en otro de los oficios dedicados al olor: la pericia sobre el vino. La imaginación multisensorial de un vino (su sabor, su olor, su color) de los expertos aumenta al crecer su experiencia en el ámbito enológico. Como ocurre también en los perfumeros experimentados, es posible observar cambios funcionales a nivel cerebral en ellos, específicamente el aumento volumétrico en la corteza insular derecha y en la corteza entorrinal; el volumen de esta última estructura se relaciona con la experiencia (Croijmans et al., 2020; Banks et al., 2016).
La facilidad que presentan estos expertos en la identificación de los olores, así como en su codificación lingüística, se ve reducida a su ámbito de experiencia. Pues si bien son capaces de crear mapas de etiquetado cognitivo para hablar de los olores propios de su gremio, no presentan la misma facilidad para hablar de olores en otros contextos (Croijmans & Majid, 2016).
Como se mencionó más arriba, el sentido del olfato fue subestimado a lo largo de la historia, y fue una creencia muy extendida el supuesto empobrecimiento del olfato en los seres humanos, por lo que existirían limitaciones cognitivas y sensoriales para hablar de olores (por ejemplo, Olofsson & Gottfried, 2015). Varios argumentos en apoyo de la supuesta «inefabilidad » del olfato vienen de lenguas indoeuropeas, las que aparentemente cuentan con recursos limitados para hablar de olores, principalmente al hacer referencia a la fuente del olor (Majid et al., 2007). Estas lenguas cuentan con un reducido número de «términos básicos de olor», que son palabras monolexémicas que no describen la fuente del olor ni se restringen a un grupo de objetos y son conocidos y usados cotidianamente por los hablantes de una comunidad, no solo por un segmento especializado, como ocurre en los expertos olfativos (Majid, 2021). Se ha observado una dificultad para nombrar olores por parte de los individuos de sociedades occidentales/occidentalizadas, educadas, ricas y democráticas (WEIRD por sus siglas en inglés). Tal dificultad se ha atribuido a los distintos mecanismos en los seres humanos para el mapeo entre el objeto de olor (odor object) y conceptos léxico-semánticos entre percepción olfativa y visual. En el caso de la percepción olfativa el mapeo es más directo, sin límites, lo cual resulta en respuestas verbales más generales o erróneas a veces (Olofsson & Gottfried, 2015).
No obstante, individuos de otras poblaciones y proveniencias no presentan esta limitación para hablar de olores y nombrarlos con términos específicos, por lo que no parece ser una restricción universal. Dos sociedades de cazadores-recolectores de la península malaya, los jahai y los maniq, encuentran igual de fácil nombrar olores como colores (Majid & Burenhult, 2014). Los jahai, hablantes de la lengua homónima, cuentan con cerca de una docena de verbos estativos referentes a los olores, que pueden ser categorizados en una dimensión de agrado-desagrado para los hablantes y sus divinidades. Mientras que cŋəs y crŋir se usan para referirse a olores agradables asociados a cosas comestibles, harɨm y ltpɨt se usan para olores fragantes estéticamente pero no comestibles. Por su parte, los animales cuya sangre es pʔih o plʔeŋ no deben ser lavados en el río, ya que existe un estricto tabú alrededor de lavar diversos animales terrestres y arbóreos en el río, al considerarse que el olor de su sangre es ofensivo para Karεy (Burenhult & Majid, 2011). Las diferencias en el modo de vida y de subsistencia de una comunidad puede también influir en la facilidad para codificar olores lingüísticamente, aun cuando las lenguas que hablan pertenezcan a la misma familia lingüística. En un estudio con hablantes de semaq beri, cazadores-recolectores, y hablantes de semelai, sedentarios, los semaq beri presentaron un número de términos básicos de olor similar al de términos para la vista, mientras que los semelai recurrieron principalmente a emplear descripciones de la fuente del olor (Majid & Kruspe, 2018).
Otras sociedades de la península, cultural y/o lingüísticamente contiguas a los grupos antes mencionados, hablan lenguas que cuentan con un léxico para referirse a los olores semejante al de los jahai, como el semnan o el semai; asimismo, otras lenguas austroasiáticas demuestran una inquietud parecida por el olor, lo que indica que esta región contiene una larga historia de preocupación con el olfato que rebasa límites ambientales y culturales, lo cual se ve en sus ideologías, sus lenguas y sus cosmovisiones (Burenhult & Majid, 2011). No obstante, el interés cultural y lingüístico con el olfato no es algo específico a esta región del mundo.
En México, la familia de lenguas totonaco-tepehua presenta un inventario de términos de olor considerable. El totonaco de Papantla tiene veintiún adjetivos que son términos de olores, que se distribuyen de acuerdo con si son agradables o desagradables, así como cuán intensos resultan y la utilidad que tiene la fuente que los emite (Enríquez Andrade, 2010a). Por su parte, el tepehua de Huehuetla dispone de más de cuarenta términos de olor, de los cuales cuarenta y cinco son un tipo de adverbio que exhiben alternancias fonémicas de acuerdo con el agrado o desagrado generado por el olor (O’Meara et al., 2019) (tabla 1).
Tabla 1
Términos básicos de olor en algunas lenguas habladas en México*
Término o raíz verbal | Lengua | Descripción del término referentes a los que puede aludir | Fuente |
---|---|---|---|
hakʃ | Tepehua de Huehuetla | Olor fuerte (y desagradable); grasa animal o derivados, ajo, cebolla, olor corporal. | O’Meara et al., 2019 |
ɬkak | Tepehua de Huehuetla | Olor picante, de grado variante; óxido de calcio, eucalipto, menta. | O’Meara et al., 2019 |
muksún | Totonaco de Papantla | Olor agradable; flores, vainilla, masa fresca, naranja, huevo, loción, jazmín, caña, mango, café. | Enríquez Andrade, 2017 |
xkguta | Totonaco de Papantla | Olor acidulado; excremento de gato, cuero, sudor, llagas abiertas. | Enríquez Andrade, 2017 |
mo·qo | Totonaco de Filomeno Mata | Olor de un recién nacido, coco, aceite no caliente, algunas cosas crudas. | Santiago, 2009 |
ihkija | Totonaco de Filomeno Mata | Olor de la tierra después de llover (pétricor). | Santiago, 2009 |
-ixepxat | Seri | Salvia (del monte), olor corporal (únicamente de ‘mexicano no seri’). | O’Meara & Majid, 2017 |
ihassi -iipe | Seri | Perfume/colonia, ropa, interior de una casa (con el olor de productos de limpieza), una persona seri, flores del mezquite, torote colorado (Bursera microphylla). | O’Meara & Majid, 2017 |
k'uma | Chontal de Tabasco | Olor del pescado o del pollo aliñados. | Enríquez Andrade, 2010b |
ndâskèhè | Me’phaa | Olor a algo que no hirvió a tiempo. | Enríquez Andrade, 2010b |
* Adaptada de Ruiz Alanis, 2022, pp. 52-53.
La «preocupación» que demuestran algunos grupos por los olores con un amplio léxico olfativo se ve reflejada en ciertas prácticas culturales, desde tabúes sobre olores, los contextos rituales, hasta la distinción entre distintas poblaciones. Por ejemplo, los seri consideran que los «no seris» huelen distinto (O’Meara & Majid, 2016).
Los olores se han visto asociados a cuestiones religiosas y sacras a lo largo de la historia. Un buen olor es una característica virtualmente intrínseca de las deidades y personajes sacros de diversas religiones. Existe la idea de un olor propio exhumado por aquellos que presumiblemente poseen un estado de gracia dentro de cristianismo, el “olor a santidad” (Guiance, 2009), como sucede a su vez con los bodhisattvas y el Buda (Schopen, 2015), entre lo inodoro y lo fragante, las figuras sacras se mueven en un espacio de olores particular.
El empleo de productos fragantes, como aceites esenciales, ceras e inciensos, ha formado parte de los entornos rituales de una plétora de grupos sociales: desde los egipcios antiguos que los empleaban en el ritual de embalsamamiento (Tailor Made Fragrance, 2021), hasta los pueblos nahuas prehispánicos, quienes celebraban las diferentes fiestas calendáricas con olores y ofrendas fragantes particulares (Dupey García, 2020). Es posible vislumbrar ecos de rituales olfativos en ciertas prácticas actuales, como el encendido de inciensos y velas aromáticas para la “buena fortuna” o para recibir el favor de una determinada deidad, ya sea una iglesia cristiana, un templo budista, e incluso la intimidad del hogar, en tradiciones mexicanas tan icónicas como la ofrenda de Día de Muertos.
El uso ritual de los olores se traslapa en varios espacios con la función sanadora que se les ha atribuido. En contextos religiosos, como los templos o iglesias, ciertos objetos odorantes son empleados para «purificar» el espacio físico, e incluso un momento en el tiempo. En el siglo XIII, al olor de la mirra se atribuía el poder refrescar el recuerdo de Jesucristo durante la época navideña, mientras que en Cuaresma se obtenía incienso a partir de bergamota seca, pues [s]e creía que su aroma calmaba la cólera que caracterizaba esta época del año (Sennett, 2010, p. 279). Por su parte, la que suele ser considerada como la primera clasificación de los olores vino de la mano del científico sueco Carl Nilsson Linnæus quien, en un tratado publicado en 1752, clasificó el potencial terapéutico de las plantas de acuerdo con el olor que emitían; mientras que las plantas inodoras fueron consideradas inservibles en términos terapéuticos, aquellas sumamente olorosas o fragantes eran de gran valor médico. Este segundo grupo era dividido en seis categorías (Gilbert, 2014). Es posible observar que el empleo de fragancias con fines terapéuticos ha corrido en paralelo a la medicina moderna como tratamiento complementario a lo largo de la historia, y hasta el día de hoy se usan diferentes plantas y aceites con el fin de regular el estado fisiológico y psicológico, especialmente a través de la llamada «aromaterapia» (Ali et al., 2015).
El concepto de «paisaje» no se reduce a los aspectos visuales que constituyen una extensión espacial determinada, sino que los objetos que estimulan otras vías sensoriales constituyen elementos fundamentales de este espacio multisensorial. Un género de estímulos especialmente ubicuos que permean los espacios y el propio cuerpo humano son los olores, pues contribuyen en gran medida a la conceptualización y categorización de los espacios, tanto en la dimensión concreta/física como en la parte social de estos entornos. En este sentido, los «paisajes olfativos» (Porteous, 1985) son el resultado de la interacción de los diferentes olores presentes en un espacio determinado, en constante cambio dada la naturaleza dinámica de estos estímulos, así como en cuán agradables o desagradables resulten (este último aspecto variable también, pues un mismo olor en dos espacios diferentes puede resultar diametralmente distinto en términos de valor hedónico). La manipulación de los olores del entorno en las sociedades contemporáneas es evidente, pues existe una amplia gama de productos cuyo único fin es dotar a un espacio inodoro de un olor, o de producir un cambio en la dinámica de olores de un espacio mediante la inclusión de un olor agradable, como son los desodorantes para automóviles o los limpiadores de pisos con fragancias florales, así como dotar de «personalidad” de marca a un espacio, tal como el olor específico de alguna librería o de tiendas departamentales.
Los olores son conceptualizados con respecto a los aspectos sociales que los rodean, de manera que a diversos olores se les atribuyen juicios de valor, en «buenos» y «malos» olores, adjetivos que trascienden el simple placer que generan, para ser utilizados como marcadores sociales. La lengua hace evidente la extensión metafórica de tales rasgos agradables o desagradables, pues es frecuente escuchar que algo o alguien «huele mal» para reflejar situaciones negativas. De igual manera, retomando la relación de los olores con lo sacro, los personajes o entornos que son juzgados como buenos o positivos se ven caracterizados por un olor agradable. Desde la idea del olor «propio» de una clase social y la «transgresión» de las fronteras personales (Ram, 2020), hasta la configuración de los vínculos afectivos (Sabido Ramos & García Andrade, 2017), los olores influyen en las interacciones sociales y la categorización de los espacios físicos y sociales.
La realidad del olfato y los olores abarca diferentes dimensiones de la vida humana, desde las puramente anatómicas y fisiológicas, hasta ámbitos sociales y culturales, abarcando los recursos lingüísticos que tiene una comunidad para hablar de ellos. Las diferentes dimensiones que rodean al olfato en particular, y a la percepción humana en general, demanda la adopción de un enfoque interdisciplinario en el estudio de la percepción sensorial, que aúne los conocimientos provenientes de diferentes ámbitos, para alcanzar una construcción más completa de la sensopercepción. Al adoptar un enfoque que se adentre de esta forma en el estudio del olfato y los olores, el entendimiento del retrato que tenemos del olfato humano se enriquece, deviniendo un «mosaico» d e saber olfativo.
1 La ecforia se define como la recuperación de la memoria a través de una pista sensorial, la cual concuerda con la información de la memoria evocada (APA Dictionary of Psychology, s.f.).
2 La memoria episódica consiste en la habilidad de re-experimentar mentalmente eventos pasados vividos en carne propia, así como de considerar escenarios y planes a futuro. Por su parte, la memoria autobiográfica se refiere a la historia personal propia, tanto memorias episódicas como información sobre el individuo, tal como su fecha de nacimiento (Marsh & Roediger, 2012).
REFERENCIAS
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