Francisco Pérez-Fernández 1, Francisco López-Muñoz 2
1 Profesor de Psicología Criminal, Psicología de la Personalidad e Historia de la Psicología, Universidad Camilo José Cela, Madrid, España. Correo: fperez@ucjc.edu
2 Profesor Titular de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia, Universidad Camilo José Cela, Madrid, España. Correo: flopez@ucjc.edu
Correspondencia: Prof. Francisco López-Muñoz, Vicerrectorado de Investigación, Ciencia y Doctorado, Universidad Camilo José Cela, C/ Castillo de Alarcón, 49, Urb. Villafranca del Castillo, 28692 Villanueva de la Cañada, Madrid, España. Correo electrónico: flopez@ucjc.edu
Resumen:
Desde que, en 1886, el neurólogo Richard von Kraft-Ebing publicase suPsychopathia Sexualis y ofreciera las primeras explicaciones sobre parafilias como el vampirismo, el fenómeno se ha mantenido habitualmente en los márgenes de la investigación clínica a causa de su rareza, recibiendo preferentemente un tratamiento literario. Toda vez que la ciencia dejó de estimarlo como un hecho médico más, se ha observado entre los psicólogos y psiquiatras como un problema de sesgo psicosexual que nunca se ha entendido bien en clave de salud mental. Así, desde finales del siglo XIX, una revisión de la literatura científica no ha encontrado más allá de 70 casos de vampirismo clínicamente significativos. La obsesión con la sangre hunde sus raíces en antiguas tradiciones que, ya fusionadas con el negocio de la cultura popular contemporánea, se observan desde la curiosidad. Por ello es difícil decidir cuánto del vampirismo moderno es orgánico, mental o meramente cultural y novelesco, tal y como Bram Stoker lo definió. Resulta complejo determinar cuánto de lo que hoy podríamos considerar “vampírico” es genuino, en tanto que vinculado a la “epidemia vampírica” balcánica, que le concedió vigencia en el contexto de la Europa Occidental ilustrada, pues poco se parecen los vampiros actuales a los que revolucionaron la Corte del Sacro Imperio, siendo una forma de patología mental tan poco significativa estadísticamente, que carece de un esquema típico que permita ubicarla en un espacio clínico propio, lo cual ha impedido su categorización nosológica. No obstante, en 1984, Herschel Prins acuñó el término “síndrome de Renfield”, en referencia al personaje de Stoker, para denominar al cuadro de vampirismo clínico, caracterizado por un fetichismo sexual vinculado a la sangre. En cualquier caso, los comportamientos de esta condición clínica están asociados siempre a otras patologías psiquiátricas, habitualmente de tipo psicótico.
Palabras clave: Vampirismo, síndrome de Renfield, parafilias, literatura.
Abstract:
In 1886, the neurologist Richard Von Krafft-Ebing published his bookPsychopathia Sexualis and offered the first explanations about paraphilias such as vampirism. This phenomenon has usually maintained in the margins of clinical research because of its rarity, receiving a literary treatment. Whenever science stopped estimating it as another medical event, it has been observed among psychologists and psychiatrists as a psychosexual bias problem that has never been well understood in mental health terms. Thus, since the end of the 19th century, a review of scientific literature has not found more than 70 cases of clinically significant vampirism. The obsession with blood sinks its roots in ancient traditions that, already merged with the business contemporary popular culture, are observed from mere curiosity. Therefore, it is difficult to decide how much in the modern vampirism is organic, mental, or simply cultural and fictional, as in the Bram Stoker’s novel. It is complex to determine how much of what today we could consider "vampiric" is genuine, while linked to the "vampire epidemic", which granted it validity in the context of Enlightened Western Europe, because the current vampires don’t look like the vampires that revolutionized the court of the Habsburgs. Vampirism is today a form of very strange mental pathology. It lacks a typical scheme that allows it to be located in its own clinical space, which has prevented its nosological categorization. However, in 1984, Herschel Prins coined the term "Renfield’s syndrome", in reference to Stoker's character, to name the picture of clinical vampirism, characterized by a sexual fetishism linked to blood. In any case, the behaviors of this clinical condition are always associated with other psychiatric disorders, usually of a psychotic type.
Keywords: Vampirism, Renfield’s syndrome, paraphilias, literature.
Frente al revuelo biomédico que llegó a despertar la “epidemia vampírica” de Europa Oriental entre los siglos XVI y XVIII (Pérez-Fernández & López-Muñoz, 2022) (figura 1), el hecho es que, considerado desde un punto de vista psiquiátrico y psicológico, el fenómeno del vampirismo se ha mantenido habitualmente en los márgenes de la investigación clínica convencional a causa de su rareza. Habitualmente, toda vez que la ciencia dejó de estimarlo como un tema médico más, se ha observado entre los especialistas como un problema de sesgo psicosexual peculiar que nunca se ha entendido del todo bien en clave de salud mental. Tanto es así que, desde finales del siglo XIX y hasta bien entrado el siglo XXI, una revisión de la literatura científica existente no ha encontrado más allá de 70 casos de vampirismo clínicamente significativos (Hervey, Catalano, & Catalano, 2016). Muchos de ellos han sido llamativos, escalofriantes y, por ello, harto comentados, pero en general extremadamente raros. El dato no resulta extraño. La actividad de excitarse sexualmente con el consumo de sangre, o simplemente viéndola correr, así como contemplarla como supuesto alimento o remedio curativo, es cosa que también hunde sus raíces en antiguas y vagas tradiciones que, ya confundidas con el negocio de la cultura popular contemporánea, se observan como fenómenos curiosos, anecdóticos, entretenidos, esotéricos o simplemente fantásticos. Ello ha motivado que sea difícil decidir cuánto del vampirismo moderno –ya criminal, ya ritual, ya sexual– es orgánico, mental o meramente cultural. Más aún: resulta complejo determinar cuánto de lo que hoy podríamos considerar “vampírico” es genuino, en el sentido de vinculado al fenómeno histórico de referencia que atribuló la Corte de los Habsburgo. Es más, aún en el caso de tratarse de alguna clase de patología mental, es tan poco significativa estadísticamente que no existe un esquema típico que permita generar un espacio clínico propio, hecho que impide su categorización nosológica en las guías diagnósticas convencionales, a la par que ha generado escasa literatura científica relevante (Noll, 1992).
En este sentido, se debe deslindar lo que la psicología o la psiquiatría considera como vampirismo y las percepciones fantasiosas del vulgo o de los medios de comunicación desde el siglo XIX (figura 2). Es común que, toda vez que en la publicidad de un crimen se refrenda algún vínculo peculiarmente grotesco con la sangre, la necrofilia o el canibalismo, se haga una mención más o menos concisa y compulsiva del vampirismo o la licantropía. Pero tal vínculo tiene por lo común mucho más que ver con manidas referencias a la cultura popular, que con la realidad psíquica y comportamental del fenómeno. El “vampiro” de perfil clínico suele estar bastante alejado del imaginario convencional y se adentra en el territorio confuso de las patologías mentales extremas, que son precisamente las menos fáciles de investigar, comprender y explicar. Tampoco se suele entender demasiado bien a esta clase de paciente en el plano psicodiagnóstico, por lo que su vivencia personal tiene de narrativo. Piénsese que en los casos conocidos de vampirismo por la psicología y la psiquiatría contemporáneas suele ocurrir que es más importante el relato motivacional que el paciente realiza de sus actividades, que los hechos clínicamente significativos en sí mismos: el autoproclamado vampiro “cree” serlo y se “vive” a sí mismo como tal. Por ello, y al igual que sucede con otros síndromes comportamentales raros, el diagnóstico de base es relevante en la medida que concede pistas al especialista, pero no ayuda en nada a un paciente para el que lo importante es la historia que relata, que explica su conducta y que tampoco, por cierto, sirve para prefijar un plan terapéutico concreto (Samuels, 1989).
El vampirismo, en tanto que manifestación psicopatológica compleja, se alimenta de la idea confusa y difusa de que su origen no es necesariamente sobrenatural –aunque pudiera serlo en algún sentido–, pero también del hecho de que, de algún modo, se alimenta del Mal con mayúscula, de la inmoralidad más rupturista y entendida en un sentido metafísico. De la Maldad en el perfil más primitivo y atávico del concepto y con total independencia de cómo quiera denominarse a la fuente que la moviliza, ya se trate de dioses, espíritus, demonios o dolencias raras. Así, el vampiro, toda vez que es sometido al escrutinio del especialista, con total independencia del grado de psicoticismo observable tanto en el curso de su pensamiento como en su conducta, raramente se percibe a sí mismo como un “enfermo mental”, en la misma medida que se dice influenciado por alguna clase de fuerza externa que le induce a comportarse de maneras terribles, depravadas y extravagantes. Un hecho que posiblemente comparta con otros pacientes afectados de estos cuadros sintomatológicos enrevesados que se encuentran trufados por la tradición sociocultural, la fantasía, el misticismo y el simbolismo. Así licántropos, metamorfos, posesos y etcétera.
Desde un enfoque psicopatológico, el vampirismo, tal y como parece manifestarse en los casos referenciados en la literatura, guarda relación con la sexualidad distorsionada, en la medida que se trataría de una forma de fetichismo construida en torno a la sangre que, además, implica una ruptura extrema con las convenciones sociales generalmente aceptadas no solo para el acto sexual en sí, sino también por el valor que se concede al objeto afectado por este deseo. De ahí la percepción de su extrema inmoralidad. Por ello, pese a que pueda generar confusiones, y por su carácter parafílico, el vampirismo se diferencia sutilmente de otras manifestaciones comportamentales extremas como la licantropía o la posesión demoniaca, ambas apoyadas en la idea de que existe un ser externo, una entidad independiente, o una parte oscura del propio individuo que este mismo desconoce, que de alguna manera lo domina o controla dadas ciertas condiciones, lo cual implicaría, en última instancia, una transformación del yo y, por lo tanto, la existencia fundamental de algún tipo de trastorno de carácter disociativo de fondo que raramente parece afectar de manera directa al autoproclamado vampiro (Noll, 1992). Esto es lo que permite afirmar que el vampiro clínico del presente guarda escasa relación con el vampiro convencional de las crónicas ilustradas (Groom, 2020) (figura 3).
Cuando James Hillman (1926-2011) indicaba que la mitología era la psicología de la Antigüedad estaba, precisamente, manifestando la problemática subyacente a esta disyuntiva entre lo que se puede explicar convincentemente, y lo que no puede ser explicado más allá de teorizaciones (Hillman, 1979). Conviene detenerse en ello un instante: pese a la cada vez más intensa penetración de la psicología y la psiquiatría en el mundo actual, su importancia académica y editorial creciente, y el espacio cada vez mayor que los medios de comunicación conceden a sus temáticas, lo cual ha convertido a la jerga psicológica-psiquiátrica –incluso psicoanalítica– en un lugar común, aunque no siempre en el mejor de los sentidos, no parece reducirse el número de personas que en última instancia atribuyen sus conductas, deseos, intenciones, motivos o el resultado de sus acciones a fuerzas sobrenaturales. Acaso, tal penetración ha degenerado en la forma de un peligroso corpus de pensamiento pseudopsicológico que, bajo una forma aparentemente acabada, ilustrada y funcional, únicamente conduce a producir más confusión y ruido de fondo con relación a la comprensión de lo psíquico. En el entorno forense, sin ir más lejos, es muy habitual que el especialista deba afrontar esta clase de verborrea falsamente psicológica en boca de los protagonistas de los más abyectos crímenes. Y no se trata de un proceso de externalización de la culpa, pues muchos de ellos creen sinceramente en sus argumentos. Lo que Hillman quería decir era que el especialista genuino, al escuchar esta clase de argumentaciones, presupone que quien así se expresa simplemente ignora la “verdad psicológica” en la que se mueve el profesional, pero en el fondo esa clase de “verdad psicológica” no parece en muchos casos menos mitológica que la narración con la que el sujeto-paciente justifica sus actos.
En términos operativos, tanto da al paciente decirle que el malestar que percibe es el resultado de una “educación disfuncional”, de un “daño orgánico”, de un “problema genético”, o de una “posesión demoniaca”. Para él lo crucial es el relato que construye acerca del daño que experimenta -o que causa- y no su posible fuente. Y, en tal sentido, tanto le vale escuchar que un profesional de la salud mental le indique que su adicción malsana a la sangre es una actividad parafílica, como que un curandero le razone que es el resultado de la presencia de fuerzas ocultas perversas que lo dominan. Lo importante no es tanto dar cumplida cuenta de los hechos, como generar un sentido eficiente para ellos. Esto es lo que motiva que esta clase de explicaciones “alternativas” arraigadas en el seno de la cultura se resistan enconadamente a desaparecer, con total independencia de cuánto traten de desmentirse o combatirse.
Por otra parte, hay un problema teórico de fondo que ni es pequeño, ni debiera soslayarse, y frente al que conviene estar avisado. El así llamado “vampirismo clínico” es tema que ha caído en desgracia. Si en las décadas de 1970, 1980 y 1990 aparecían publicaciones más o menos regulares acerca de la materia, firmadas en muchos casos por especialistas de reconocido prestigio, en el presente es cuestión que prácticamente no genera mucha investigación nueva o publicaciones psicológico-psiquiátricas que pudieran considerarse de especial relevancia. Ello no solo se debe a la ya indicada rareza del tema, en tanto que posible cuestión psicopatológica de límites indefinidos, sino también al sesgo psicoanalítico que acompaña al concepto prácticamente desde que fuera concebido y que, obviamente, ha terminado por sumirlo en el desprestigio científico y académico. De hecho, el psicoanálisis, entendido como corriente psicomédica, ha pasado de ser una de las líneas de interpretación central en el marco de la psicopatología del siglo XX, a ser contemplada como una lectura fantasiosa, circular y escasamente basada en evidencias empíricas de los trastornos mentales complejos. De hecho, y volvemos con ello a la cuestión de la “interpretación” de los síntomas, central en este contexto, se ha puesto en duda, precisamente, que para el diagnóstico y el tratamiento adecuado del paciente sea imprescindible “leer” el significado del relato que hace sobre su dolencia, pues no existe razón para asumir que ello permitirá comprenderla en todas sus dimensiones individuales y/o particulares. Un evento, este del relato, que sin embargo era –y es– uno de los elementos centrales de la terapéutica psicoanalítica (Suibhne & Kelly, 2010).
Donatien Alphonse François de Sade (1740-1814) (figura 4), el célebre marqués, escribió, para cínico escándalo de sus coetáneos, pasajes como el siguiente:
“Apenas me hallo en la posición deseada, el conde se acerca a mí, lanceta en mano; apenas respiraba; sus ojos brillaban, su rostro inspiraba miedo; vendó mis brazos y, en un abrir y cerrar de ojos, los pinchó. Apenas ve la sangre lanza un grito acompañado de dos o tres blasfemias y va a sentarse frente a mí, a seis pies de distancia. El ligero vestido que lo cubre es pronto desabrochado, Zéphire se arrodilla entre sus dos piernas y le chupa, Narcisse, con los pies sobre el sillón de su amo, ofrece a éste, para que lo chupe. […] Mi sangre escapaba a chorros y caía sobre dos blancas escudillas colocadas debajo de mis brazos. Cada vez me sentía más débil.
-¡Señor, señor! -gritaba-. Tenga piedad de mí; voy a desmayarme.
Y me tambaleaba; sostenida por las cintas, no pude caer; pero al mover los brazos y la cabeza sobre la espalda, mi rostro se inundó de sangre. El conde estaba en plena embriaguez… Sin embargo, no me di cuenta del final de su operación: me desvanecí antes de que terminara; ¿tal vez el éxtasis supremo del conde debía llegar al verme en aquel estado, quizá dependía de aquel cuadro de muerte?” (Sade, 1976, pp. 231-232). 1
El escritor irlandés y autor de la celebérrima novela Drácula, Bram Stoker (1847-1912) (figura 5), debía conocer a la perfección esta relación de Sade. No habrán escapado al lector familiarizado con la novela de Stoker tres detalles interesantes del relato del francés, cuya coincidencia con algunos eventos descritos en la novela del escritor irlandés no cabe atribuir a la mera casualidad: el sádico que maneja la situación es, obviamente, un conde; Justine es una mujer encerrada en el castillo de este tirano sexual y sometida a sus deseos contra su voluntad; y en la escena de sexo en grupo alrededor de la sangre que se describe, si bien adecuadamente matizada para pasar sin disonancias por el exigente filtro de la moralidad victoriana del momento, resuena notablemente la vivencia del ficticio Jonathan Harker, también secuestrado en el castillo de un truculento conde adicto a la sangre y rodeado de esclavas vampiras lascivas. Así se describe la experiencia en su imaginado diario:
“-Es joven y fuerte -añadió la otra morena-. Podrá besarnos a las tres.
Sin moverme, yo las contemplaba a través de mis casi entornados párpados, en medio de una impaciencia y un suplicio exquisitos.
La rubia se aproximó, y se inclinó sobre mí hasta poder percibir yo su respiración agitada. Su aliento, en cierto sentido, era dulce… dulce como la miel, produciendo en mis nervios la misma sensación que su voz, más a esa dulzura se mezclaba un tinte amargo, como el olor que desprende la sangre fresca.
No me atreví a levantar los párpados, aunque seguí observando la escena a través de mis pestañas, y vi perfectamente como la joven, arrodillada, se inclinaba cada vez más hacia mí. Sus facciones revelaban una voluptuosidad emocionante y repulsiva a la par, y en tanto encorvaba el cuello, se relamió los labios como un animal, de tal forma que, a la luz de la luna, conseguí distinguir la saliva que resbalaba por sus labios rojos y su lengua, que se movía por encima de sus dientes blancos y puntiagudos. Su cabeza descendía lentamente, sus labios llegaron al nivel de mi boca, luego de mi barbilla, y tuve la impresión de que iban a pegarse a mi garganta. Mas no, la joven detuvo el movimiento y yo oí el ruido, semejante a un chasquido, que hacía su lengua al relamer sus dientes y sus labios, al tiempo que sentía su cálido aliento sobre mi cuello.
Entonces reaccionó la piel de mi garganta como ante una mano cosquilleante, y sentí la caricia temblorosa de unos labios en mi cuello, y el leve mordisco de dos dientes muy puntiagudos. Al prolongarse aquella sensación, cerré los ojos por completo en una especie de lánguido éxtasis. Después… Esperé con el corazón palpitante” (Stoker, 1993, p. 70). 2
Ambos textos están separados por más de un siglo, pero, innegablemente, responden a la misma inspiración. De hecho, posiblemente, y si obviamos la escena parafílica antes descrita por Sade, cabe afirmar que el primer vampiro clínico diagnosticado de la historia es, irónicamente, un vampiro imaginario. Nos referimos a R.M. Renfield (figura 6), el peculiar personaje de la novela de Stoker, y del que el escritor irlandés se sirve para contraponer la figura de un vampiro “humano”, en fase de transmutación, a la del vampiro preternatural, demoniaco, que encarna el conde Drácula. Así, cuando presta atención a la descripción que el doctor John Seward, su terapeuta en la ficción, ofrece en la narración de la sintomatología de este peculiar paciente, el lector se encuentra lo siguiente:
“Como sé que, en este estado, el único remedio es el trabajo, he reunido las escasas fuerzas restantes, y he ido a visitar a mis pacientes.
He examinado uno cuyo caso resulta muy interesante. Su comportamiento es tan extraño que estoy decidido a realizar todos los esfuerzos necesarios para intentar comprender qué sucede en su ánimo. Aunque pienso que, al fin, empiezo a penetrar en su misterio.
[…] R.M. Renfield, 59 años. Temperamento sanguíneo; gran fuerza física; excitación; periodos de abatimiento, conducentes a ideas fijas que todavía no me explico. Tengo la impresión de que un temperamento sanguíneo, cuando se desequilibra, puede llegar a anular completamente la razón, y esos hombres son peligrosos hasta donde se hallan desprovistos de egoísmo” (Stoker, 1993, p. 93).
En la nosología vigente a finales del siglo XIX esta clase de pacientes eran considerados, por lo general, “monomaníacos”, siendo uno de los diagnósticos más comunes en la psiquiatría europea de la época junto con el de “histeria” (Goldstein, 1987). La manía sistematizada y obsesiva de Renfield –su “(mono)idea fija”– es la sangre. Considera que al ingerirla consume una porción de vida necesaria para mantener en funcionamiento la suya propia e incluso, en algún momento ulterior del proceso, que ni él mismo sabe dilucidar, esta costumbre le permitirá alcanzar la inmortalidad. Sangre, primero, de insectos y luego, paulatinamente, de animales cada vez mayores, hasta que termina por atacar al propio Seward en busca de una fuente más amplia y poderosa del preciado fluido vital. El decurso de la patología, en escalada, es tópico en muchos de los casos conocidos de vampirismo clínico, y si bien se ignora cuánto conocía Bram Stoker de la psiquiatría de su tiempo o qué obras concretas pudo consultar, pues no dejó constancia explícita de ello entre las notas preparatorias de la novela, resulta notorio que se había documentado muy bien a este respecto (Leatherdale, 2019).
Conviene tener presente que el hermano mayor de Bram, William Thornley Stoker (1845-1912), fue un prestigioso médico que introdujo en Irlanda diversos procedimientos de cirugía craneal y abdominal, a la par que detentó un importante cargo como inspector de laboratorios de vivisección animal, puesto que ocupó tras la aprobación en el Reino Unido del Acta de Crueldad Animal de 1876 (Finn & Stark, 2015). Por otro lado, uno de sus hermanos menores, George Stoker (1854-1920), fue un reconocido cirujano militar (figura 7). Ambos pudieron proporcionarle mucha de la variopinta información biomédica que adereza la novela, a la par que recomendarle un buen surtido de lecturas (Noll, 1992). Más aún, parece que una de las cuñadas del escritor padecía una enfermedad mental crónica que la obligaba a prolongados ingresos en instituciones mentales, de suerte que el ambiente de los manicomios británicos de la época no le sería desconocido (Crowley, 2019).
Por otra parte, en el periodo de preparación de la obra se tradujo al inglés la influyente y fundacional Psychopathia Sexualis, obra del famoso neurólogo alemán Richard von Krafft-Ebing (1840-1902) (figura 8), publicada originalmente en 1886.3 Un controvertido a la par que osado texto que no solo despertó gran revuelo en la profesión médica y jurídica, en tanto que elaborado con finalidad forense en su sentido último, sino también, y para desencanto de su autor, entre el público general, al contener una importante cantidad de relatos de criminales sexuales movilizados por la fantasía y la ejecución de actos trufados de necrofilia, necrofagia, consumo de sangre y canibalismo. De hecho, Krafft-Ebing, sabedor de lo sensacional del contenido del libro para la época en que fuera editado, intentó alejar sin éxito al público general valiéndose de un título en latín, idioma que también utilizó a la hora de componer varios de sus apartados, así como empleando un lenguaje aséptico, extremadamente técnico y elaborado, a lo largo de toda su redacción. Todo ello no impidió que el libro se hiciera muy popular entre aficionados y curiosos. Era demasiado impresionante como para dejarlo pasar.
Es muy posible que un hombre culto del momento, ávido lector que trata de preparar una novela harto singular y que además es informado por dos hermanos médicos, cual fue el caso de Bram Stoker, mantuviera contacto con dicha obra. De hecho, sus vampiros novelescos, tanto hombres como mujeres, ponían en práctica muchas de las conductas sexuales sadomasoquistas extremas descritas con profusión de detalles en la poco común casuística pormenorizada por Krafft-Ebing. Es cierto, y debe referenciarse, que el alemán nunca utilizó a lo largo de toda la obra conceptos como “vampiro” o “vampirismo” para describir a los sujetos consumidores de sangre de los que habló, pero ello no debió impedir a un sutil Stoker atar cabos con cierta facilidad y “estirar” la cuestión lo necesario como para ajustarla con eficacia a su ficción. Así, por citar dos ejemplos notables:
“Observación 19. Leger, enólogo, de 24 años, con ánimo cambiante desde joven, silencioso, tímido ante la gente, en busca de trabajo. Merodeó por un bosque durante ocho días en busca de oportunidad y allí atrapó a una chica de 12 años. La violó, mutiló sus genitales, le extrajo el corazón, comió de él, bebió su sangre y enterró los restos [en latín en el texto original: puellam apprehendit XII annorum; stupratae genitalia mutilat, cor eripit]. Arrestado, inicialmente negó los hechos, pero finalmente confesó con mentalidad fría y cínica. […] (Georget, presentación de los procesos Leger, Feldtmann, etc., traducidos por Amelung, Darmstadt 1827)” (Krafft-Ebing, 1907, p. 74).
O bien:
“Observación 25. El Sr. X., de 25 años […] es un neuropático constitucional, con múltiples inmersiones de degeneración anatómica. En la niñez estuvo afectado de hipocondrías e ideas forzadas. Más tarde, empezaron los cambios entre los estados de ánimo exaltados y deprimidos. Siendo un niño de diez años sintió una necesidad extraña y voluptuosa de ver la sangre de sus dedos. Se cortó y, más a menudo, se hizo punciones con varillas tras lo cual se sentía muy reconfortado. Lo mismo ocurrió cuando vio sangre ajena. Por ejemplo, cuando una criada se cortó en un dedo. Esto llegó a procurarle sensaciones particularmente voluptuosas. Su vida sexual se tornaba más poderosa. Sin seducción previa, comenzó a masturbarse fantaseando con imágenes extremas de mujeres sangrantes. Ya no era suficiente con ver su propio flujo sanguíneo. Empezó a desear la hermosa sangre de mujeres jóvenes, especialmente de aquellas que lo atraían. A menudo fue golpeado por ello, como por lastimar a dos de sus primos y a una mucama. También, sin embargo, las mujeres que no le resultaban atractivas empezaron a despertar este impulso […]. Logró resistir estas tendencias, pero en su imaginación los pensamientos sangrientos eran más constantes y venían acompañados de una emoción voluptuosa. […] A menudo tenía otras fantasías crueles. Por ejemplo, pensó en el papel de un tirano que trataba a las personas con dureza. Pintó escenas de enemigos que atacan una ciudad: las doncellas eran golpeadas, muertas, violadas. En momentos más tranquilos, el paciente se conducía de manera más natural y ética” (Krafft-Ebing, 1907, p. 82).
Conviene tener esta referencia presente por cuanto Renfield se nos presenta como un vampiro clínico modélico, lo cual no resulta tan sorprendente, toda vez que se atiende a los antecedentes descritos: desde un comienzo gradual en forma de una actividad zoofágica sostenida, pasando por un aumento progresivo del consumo que adopta la forma de la destrucción de animales cada vez más grandes y un fetichismo sexual obsesivo por la sangre, hasta un deseo final de sangre humana que provoca arrebatos de extrema violencia destinados a conseguirla de otras personas a cualquier precio. Con ello ha sucedido algo especialmente singular: Stoker no solo describe antes que nadie al vampiro clínico “de manual”, sino que también, al hacerlo, refunda el vampirismo mismo, al concederle un manifiesto giro sexual maníaco vinculado al consumo ascendente de sangre y a la patología mental grave. No es que el problema no existiera, pues ya aparece referenciado en el texto de Krafft-Ebing con todo detalle, es que Stoker ejecuta algo magnífico: le concede una sistemática, así como una nomenclatura redonda, fácil, perfecta. Siguiendo el modelo de diátesis-estrés, encontramos que el personaje de Renfield, cuyo elíptico pasado nunca se relata, de modo que el lector solo puede presuponer los acontecimientos previos, debía tener alguna clase de predisposición o vulnerabilidad hacia el trastorno mental que se desencadena en la forma de esquizofrenia tras su encuentro con Drácula (Crowley, 2019). Así, bien puede decirse que los vampiros del presente son antes un producto stokeriano, que herederos por línea directa de las tradiciones del Este de Europa, a cuyos protagonistas raramente se parecen. Tiene lógica, por lo tanto, que fuera el siniestro R.M. Renfield quien diera su nombre a la primera denominación clínica del síndrome vampírico contemporáneo.
El síndrome de Renfield fue caracterizado como tal por el psiquiatra y criminólogo británico Herschel Prins (1928-2016), quien lo dio a conocer bajo tal denominación a la comunidad académica en la década de 1980 (Prins, 1984). Hasta entonces, el concepto de “vampirismo” se había utilizado en los ámbitos clínico y forense para cubrir un amplio espectro de problemas vinculados más por su apariencia general y su peculiar rareza, que por sus manifestaciones psicopatológicas y comportamentales específicas, que tendían a ser muy dispares, a la par que generaban grandes controversias. Así, se utilizaba indiferenciadamente para hablar de necrofagia, necrofilia, canibalismo, infinidad de conductas sádicas, e incluso para el consumo esporádico de sangre humana. De hecho, y por lo general, conformaba una amalgama informe con otra gran cantidad de manifestaciones conocidas, indistintamente, como “síndromes sexuales inusuales”. Lo cierto es que esto resultaba especialmente insatisfactorio e inducía resultados poco eficientes cuando el asunto a tratar por el especialista se introducía en el terreno de la conducta criminal, pues llevaba a la elaboración de informes judiciales y peritajes poco claros y erráticos. Se hacía necesario, por lo tanto, un modelo de base consistente que permitiera centrar el trabajo de los especialistas. Sea como fuere, Prins no trabajaba desde cero. Él mismo reconoció que elaboró su trabajo a partir de las investigaciones pioneras del psiquiatra francés André Bourguignon (1920-1996), 4 del mismo modo que la inspiración de fondo del texto de Krafft-Ebing, así como de la propia novela de Stoker, son claras (Bourguignon, 1972;1983).
De tal guisa, Prins presentaba el vampirismo clínico como un cuadro específico de fetichismo sexual vinculado a la sangre que reuniría una serie de características muy concretas y perfectamente identificables cuando se presentaban. No obstante, en el caso de que esta peculiar parafilia se presente en un sujeto con algún trastorno del espectro psicótico, no es raro que este tipo tan peculiar de individuos culmine sus actividades con toda suerte de elementos coprofílicos e incluso coprofágicos, parafilias a menudo también fronterizas con la manifestación de fantasías de necrofilia y necrofagia (Descamps, 1975). Contrariamente a lo que se suele creer, los especialistas saben que los delirios tienen una fuerte lógica interna y, en estos casos extremos, tanto el canibalismo como la necrofilia pueden operar como actividades sexuales fronterizas con el consumo de sangre, e incluso ser sustitutivas del mismo. Esto es lo que motiva la confusión anteriormente referida: el vampiro clínico de manual, de sesgo parafílico, no necesariamente será necrófago o caníbal, pero un vampiro de sesgo psicótico probablemente sí termine siéndolo, desarrollando por ello una tendencia más o menos acusada hacia actividades sexuales extremas que tendrán como consecuencia la comisión de crímenes y profanaciones terriblemente llamativos, horrendos y floridos. Así ocurrió, por ejemplo, en un caso francés extremadamente publicitado por la prensa internacional mediado el siglo XIX dada su inusitada espectacularidad y rareza: el del sargento François Bertrand (1823-1878), popularmente conocido como El Vampiro de Montparnasse (figura 9). Se trataba de un hombre, a decir de todo el mundo, de existencia normalizada, hábil, inteligente e instruido ‒de hecho, era secretario del tesorero de su unidad‒, pero sus extraordinarias fijaciones sexuales le indujeron, durante meses, a profanar tumbas y cadáveres de diversas mujeres y niñas enterradas en los cementerios parisinos. Sería condenado a un año de prisión (Anónimo, 1849).
Como puede observarse, en la vinculación tradicional entre necrofilia, canibalismo y vampirismo ha tendido a producirse, históricamente, una interesante inversión de los términos debida, muy posiblemente, a la rareza de estos eventos psicomédicos y a las subsiguientes carencias que arroja la investigación en la materia, que impiden comprender y analizar en todas sus dimensiones el “relato” del ocasional paciente:
“Observemos que las historias [tradicionales] de vampiros parecen ser el reverso de la ofensa del necrófilo. De modo que mientras en la necrofilia es el muerto el sexualmente atacado y poseído por el vivo, en el vampirismo es el muerto el que ataca sexualmente, o seduce, o posee al vivo. También hay que observar la posibilidad de que estos cuentos de vampiros puedan ser los deseos realizados de personas que consciente o inconscientemente desean cometer necrofilia… pero que tal vez tratan de ‘desviar la vergüenza’ y absolverse de su culpa creyéndose víctimas y no agresores en la unión necrofílica del vivo con el muerto. […] El necrófilo sostiene relaciones sexuales, en la mayoría de los casos, no con un cuerpo muerto, un mejor amasijo de carne en forma humana, sino con el cuerpo de una ‘persona’ muerta. El hecho de ser el cuerpo de una persona muerta el que viola tiene suprema importancia. Y el necrófilo no comprende del todo, como haría un materialista riguroso, que el violado está muerto realmente” (Masters & Lea, 1970, p. 163).
En el curso del vampirismo y en un primer estadio, generalmente durante la infancia, se produce alguna clase de evento fundamental, casi siempre casual, que conduce al desarrollo de las primeras tendencias vampíricas en el individuo singularmente vulnerable. El niño, pues el síndrome afecta fundamentalmente al varón, por diversos motivos que a menudo se correlacionan con actitudes hipocondríacas y toda suerte de pensamientos mágicos, encuentra la experiencia del sangrado, o el sabor mismo de la sangre, especialmente emotivo y fascinante. Con la pubertad, tal excitación asociada a la sangre se convierte en un motivo de activación sexual intensa. Llegado este punto, el síndrome de Renfield se consolida e, indicará Prins, en la mayor parte de los casos sigue un curso ascendente que comienza con el autovampirismo, conducta que posiblemente ya manifieste sus primeros episodios durante la niñez: el individuo se provoca magulladuras o cortes en la piel para producirse sangre, que posteriormente lame. A medida que el problema avanza, el mero lamido de heridas deja de ser suficiente y el sujeto, previa experimentación, aprende a abrirse pequeños vasos sanguíneos con la finalidad de succionar una mayor cantidad de sangre de forma directa. Esta sangre puede consumirse en el momento mismo de practicar la incisión, o bien puede almacenarse, bien para su consumo posterior, bien con otros fines relacionados con las fantasías personales del sujeto. Sea como fuere, estos episodios suelen ir acompañados de masturbación.
En un segundo estadio, las conductas autovampíricas dejan de resultar satisfactorias, no solo por la imposibilidad fisiológica de practicarse sangrados controlados constantes, sino también por el hecho de que el incremento del deseo sexual, asociado al fetiche, motiva al individuo a pasar de la autoagresión a la heteroagresión. Lo habitual es que la persona se introduzca en la zoofagia, si bien esta práctica raramente implica comerse de manera literal al animal, pues lo que suele desearse es fundamentalmente su sangre. Muy raramente ocurre que el comportamiento zoofágico acompaña o precede al autovampirismo, si bien es ello posible en alguna circunstancia concreta. Los animales preferidos para este propósito suelen ser insectos, gatos, perros o pájaros, pues es el tipo de animales que la persona puede proporcionarse por sí misma sin excesiva dificultad. Sin embargo, se han conocido casos de sujetos aquejados de síndrome de Renfield que han acudido a mataderos para satisfacer sus impulsos, a la par que para obtener cantidades mayores de sangre animal. Es curioso que, a lo largo de esta fase, en algunos casos, el consumo de sangre no necesariamente vaya acompañado de una excitación sexual manifiesta o especialmente intensa.
El tercer estadio, toda vez que se ha superado la pubertad, es el vampirismo en sentido estricto, es decir, el deseo de consumir sangre de otras personas. El sujeto puede procurarse dicha sangre asaltando bancos de donantes, hospitales o laboratorios y, por supuesto, también directamente de otros seres humanos. Lo habitual es que el vampiro obtenga lo que desea por la vía del sostenimiento de actividades sadomasoquistas consensuadas, pero ello no siempre es posible, dada la rareza de este interés fetichista. Ello podría impulsar al individuo especialmente motivado a la comisión de asaltos sexuales y asesinatos, que suelen resultar especialmente escabrosos por su propia idiosincrasia, para procurarse lo que desea. Lo cierto, subraya Prins, es que en los casos de vampirismo clínico conocidos suele existir un fuerte componente sexual, pero éste puede ir acompañado de otras motivaciones secundarias fantasiosas de carácter místico e incluso médico-sanitario. Eso es lo que provoca que en muchos casos de crímenes sexuales vampíricos parezca existir una marcada ritualización: el “vampiro” no solo se excita obteniendo y consumiendo la sangre, sino que también le ha concedido otros poderes suplementarios acordes a su tradición sociocultural específica.
“[en los casos de síndrome de Renfield] los reportes frecuentes acerca del poder nutritivo o de la calidad mística para mejorar la vida de la actividad de beber sangre puede ser, desde un punto de vista junguiano, la expresión comportamental de un impulso instintivo existente dentro de cada uno de nosotros por reponer nuestra fuerza vital (libido, energía) que por lo común se mantiene solo en el plano de la fantasía -ya sea consciente o inconsciente-, pues tiene propiedades curativas cuyo objetivo es la totalidad del individuo. Esto podría explicar la íntima relación del acto de beber sangre con la sexualidad” (Noll, 1992, p. 21).
Si profundizamos algo más en una perspectiva psicodinámica del vampirismo, pronto se advierte que se trata un acto sexual agresivo asociado a emociones intensas de lujuria y crueldad. Pero también puede observarse como una forma perversa de narcisismo, en la que el individuo, conducido por el sadismo, lo que desea es el control total del objeto sexual deseado. Desde este punto de vista, el acto sexual del vampiro adquiere un potente componente erótico, obrando como una fantasía oral de la penetración. Así las cosas, el vampirismo clínico resultaría singularmente paradójico, en la medida que, a la par que representa el deseo de supervivencia, renovación, e incluso renacimiento del protagonista, éste solo puede conseguirlo mediante el consumo dañino de otras personas y, en casos extremos, incluso de su destrucción (Klein, 1988).
Así pues, y de acuerdo con el modelo propuesto por Prins, se podrían discriminar hasta cuatro formas de vampirismo clínico: 1) el vampirismo completo, que incorporaría la ingestión de sangre, así como otras formas de necrofilia y/o necrosadismo; 2) el vampirismo zoofágico, en la que el sujeto experimenta sus delirios vampíricos con animales, pero no existe ingestión de sangre o consumo de carne humana; 3) el vampirismo que se desarrolla como la vivencia fantasiosa de ser un vampiro, pero en el que no hay un contacto físico con la muerte; y 4) el autovampirismo, que puede ser de sangrado voluntario, aunque no provocado directamente por el afectado, o bien el conocido como auto-hemofetichismo, consistente en el mero disfrute de la visión de la propia sangre, que el sujeto se extrae mediante útiles como jeringuillas, objetos cortantes o punciones (Prins, 1985).
Sea como fuere, y como suele ocurrir con todas las parafilias, los comportamientos de esta condición clínica están asociados siempre a otras patologías psiquiátricas, por lo que cabe inducir que son antes manifestaciones conductuales que se presentan en el curso de tales dolencias de base, que un trastorno en sí mismo, y que suelen asociarse a elementos presentes en la historia personal de los individuos. Las más comunes son los trastornos del espectro esquizofreniforme, los trastornos facticios y algunas formas de retraso mental. En general, se podría afirmar que existe un fuerte componente psicótico en la gestación y el desarrollo de las conductas vampíricas, por lo que podrían aparecer, asimismo, en otras patologías que por un motivo u otro se deslizasen por la pendiente del psicoticismo (Jensen & Poulsen, 2002). De hecho, se han detectado casos de conducta vampírica en sujetos diagnosticados con trastorno de identidad disociativa y estrés postraumático (Sakarya, Gunes. Oztürk & Sar, 2012), en individuos con trastorno antisocial de personalidad (Jaffe & DiCataldo, 1994), e incluso en pacientes con traumatismos cerebrales que afectan de suerte directa a la inhibición de impulsos (Hervey, Catalano & Catalano, 2016).
Considerar una obra como Drácula, texto de manifiestas inspiraciones biomédicas y repleto de situaciones que cabría considerar escabrosas para el canon moral de su tiempo, diseñado de facto por su autor como epítome del “horror adulto”, como una ficción liviana o una simple novela de “fantasía”, se antoja un enfoque erróneo. Es un hecho que Bram Stoker saltó por encima de toda la tradición de la literatura vampírica decimonónica que, cuando se edita su novela, ya es de un romanticismo ideológicamente caduco y estéticamente superado. No en vano, en su refundación del modelo vampírico que trasladará vigorosamente a la cultura del siglo XX, el irlandés pensó antes en los esquemas proporcionados por la psiquiatría de la época, así como en la inspiración puntual de otros textos coetáneos que adoptaban modelos narrativos similares, que se adentraban sin complejos en los territorios del terror psicológico emergente. Un ejemplo notable de este paralelismo es Le Horla, novela corta del francés René Albert Guy de Maupassant (1850-1893) (figura 10), editada originalmente en prensa en 1882, pero cuya versión final en libro, la más conocida, vería la luz en 1887. Un texto que, toda vez se examina su contenido, dadas sus características intrínsecas, es muy probable que Bram Stoker llegara a conocer.
La novela corta de Maupassant proporciona, de hecho, una manifestación magníficamente descrita de un brote psicótico con tintes de posesión vampírica que luego resonará con claridad en el trasfondo de la triste y aterradora peripecia psicobiográfica del pasante Renfield. Piénsese, por cierto, que poco tiempo después de redactar Le Horla, Guy de Maupassant comenzó con sus problemas mentales, pasando por un hospital psiquiátrico y acabando sus días internado en una institución mental en Passy. Un mal familiar endémico, pues su hermano menor, Hervé de Maupassant (1856-1889), también sería internado en un asilo psiquiátrico en 1889, muriendo allá, completamente enajenado, a los 33 años. Del mismo modo, la madre de ambos, Laure Le Poittevin (1821-1903), padeció graves trastornos nerviosos que la indujeron a un intento de suicidio en 1891 (Troyat, 1989). Muy probablemente, todo ello explique por qué en Le Horla su autor decide relatar en primera persona la demencial experiencia de un hombre que cree ser poseído –o vampirizado– por un ente (figura 11) que llega a París en un barco procedente del exótico Brasil, y que porta consigo una peculiar “epidemia de locura”:
“Una noticia bastante curiosa nos llega de Río de Janeiro. Una locura, una epidemia de locura, comparable a las demencias contagiosas que alcanzaron a los habitantes de Europa en la Edad Media, causa estragos en estos momentos en la provincia de Sao Paulo. Los habitantes, despavoridos, dejan sus casas, huyen de sus pueblos, abandonan sus tierras, diciéndose perseguidos, poseídos y gobernados cual rebaño humano por unos seres invisibles, aunque tangibles, una especie de vampiros que se alimentan de sus vidas mientras duermen” (Maupassant, 1979, p. 122).
Tal ente recibe la denominación de “Horla”, nombre cuyo origen podría encontrarse en el término francés “dehors là”, que significaría, “ahí fuera”, para referenciar el lugar o espacio dimensional que habita el hipotético vampiro, un lugar invisible y sobrenatural, externo al sujeto poseído. Concepto que, asimismo, puede vincularse a un concepto freudiano virtualmente intraducible, Das Unheimliche, es decir, aquello que debiendo permanecer oculto se manifiesta (Sánchez-Verdejo & López-Muñoz, 2020).
Lo cierto es que, paulatinamente, el siempre invisible vampiro psíquico ideado por Maupassant –tan invisible como el propio conde Drácula durante la mayor parte de la novela-– va robando el alma a un personaje que describe su la evolución de su vivencia mental, vívidamente, en clave de lo que hoy se denominaría esquizofrenia: 5 la “presencia” malvada se va tornando obsesiva y las descripciones de estados alucinatorios sistematizados serán cada vez más evidentes:
“… sé también que alguien se me acerca, me mira, me toca, se sube a la cama, se arrodilla sobre mi pecho y, tomando mi cuello entre sus manos, aprieta… y aprieta... con todas sus fuerzas, para estrangularme” (Maupassant, 1979, p. 102).
Finalmente, el miedo que relata el narrador trufa su vida de paranoia, angustia y neurosis al punto de que, en última instancia, la única respuesta neutralizante por parte del protagonista será el suicidio. De hecho, el pensamiento delirante constituye el eje mismo del relato, tal cual ocurre en el caso de Renfield, para quien Stoker reservará un destino similar a manos del conde Drácula –su Horla particular–, a quien el pasante describe en sus últimos encuentros ya de suerte por entero alucinógena:
“Por encima del césped se extendió una masa sombría, que se elevó hacia nosotros en forma de globo de fuego. Luego, él separó la niebla a ambos lados, y divisé millares de ratas, con sus ojillos rojos llameantes… Como los de los perros, pero más pequeños […]. Entonces, una nube roja, del color de la sangre, se formó ante mis ojos, y antes de tener conciencia de lo que hacía, abrí la ventana” (Stoker, 1993, p. 308).
Es evidente que las psicosis, en su conceptualización actual, se caracterizan por una alteración de la percepción y una pérdida de contacto con la realidad por parte del paciente, algo que se refleja clarísimamente en los personajes delineados por Maupassant y Stoker, quienes, además, manifiestan haber perdido por completo el control de su vida y de su entorno. Sin embargo, lo verdaderamente embriagante de ambos relatos es el continuo cuestionamiento interno que viven los dos personajes, el de Maupassant por la vía de sus propias reflexiones y el de Stoker a lo largo de sus charlas con el alienista Seward, en relación con la pérdida de su cordura. Un planteamiento que en ambos casos se va transmitiendo al lector a fin de generar en él una duda continua acerca del terrible poder de la locura.
1 Justine, ou les malheurs de la vertu [“Justine o los infortunios de la virtud”] es una obra escrita en 1787, pero editada por primera vez en 1791, llegando a convertirse en uno de los textos más leídos e influyentes de Sade.
2 La primera edición de Drácula vio la luz en Londres, en 1897.
3 Krafft-Ebing, R.v. (1886). Psychopathia Sexualis. Eine Klinisch-Forensische Studie. Stuttgart: Verlag von Ferdinand Enke. El texto de Kraft-Ebbing
vivió varias reediciones corregidas y aumentadas hasta alcanzar su formato final de manera póstuma, con la edición integral en alemán de 1907,
que es la manejada por los autores de este artículo: Psychopathia Sexualis mit Besonderer Berücksichtigung der Konträren Sexualempfindung.
Eine Medizinisch-Geritztliche Studie für Ärtze und Juristen. Esta también vería la luz en Stuttgart de la mano del mismo editor, Ferdinand Enke.
4 Especialmente a partir de dos trabajos basados en observaciones clínicas: Bourguignon, A. (1972). Vampirism and autovampirism. Annales Medico-Psicologiques, 1, 186-196.; y Bourguignon, A. (1983). Vampirism and autovampirism. L.B. Schlesinger & E. Revitch (eds.), Sexual Dynamics of Antisocial Behavior. Springfield: Charles C. Thomas, pp. 278-302.
5 En la cuarta edición del Tratado de Psiquiatría [Lehrbuch der Psychiatrie] de Emil Kraepelin (1856-1926), publicada en 1893, aparece el concepto
de dementia praecox para referirse a un tipo de “demencia específica de los jóvenes”, entidad denominada posteriormente como esquizofrenia.
REFERENCIAS
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Bourguignon, A. (1972). Vampirism and autovampirism. Annales Medico-Psicologiques, 1, 186-196.
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