El mundo importa, Sobre la situación, la ocasión, el estar presente, el hábitat, el paisaje, el punto de vista, el espacio personal y la voz

El mundo importa
Sobre la situación, la ocasión, el estar presente, el hábitat, el paisaje, el punto de vista, el espacio personal y la voz

 

José Luis Díaz Gómez

Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina, UNAM y Academia Mexicana de la Lengua


EL ENTORNO ASIMILADO, APROPIADO Y TRANSFORMADO

El objetivo del presente ensayo es examinar desde un punto de vista neurocognitivo y neurofilosófico el concepto de situación y sus diversos alcances. La situación, entendida como el ajuste, la conexión y la praxis de las criaturas vivas y sentientes en su medio ambiente físico, ecológico y social, tiene una larga trayectoria de estudios y abordajes que desembocaron en una doctrina que, bajo el rubro de cognición situada, tomó gran impulso a finales del siglo pasado. Emprendo el presente estudio de la situación extendiendo y actualizando un trabajo previo (Díaz, 2015) sobre las aportaciones de un conjunto de científicos de la psicología y la biología, varios de ellos vinculados a la fértil escuela de la Gestalt, la psicología holista de la forma y la configuración que floreció en Alemania en el primer tercio del siglo XX. En sus albores, esta doctrina emergió de las ideas del psicofísico monista Ernst Mach (1838-1916) sobre el fundamento de las sensaciones en la interacción de una conglomeración de estímulos con estructuras cognitivas armónicas e integrales.

El pionero de las teorías científicas que destacaron la importancia del entorno para el comportamiento fue el zoólogo de Estonia Jacob Johann von Uexküll (1864-1944), quien desde 1909 propuso el fértil concepto de Umwelt (literalmente, mundo circundante) para designar la conjunción criatura-ambiente en la que maniobra todo ser vivo. Concibió que la relación entre agente y mundo se torna indivisible por el siguiente circuito de procesos: percepción acción objeto percepción (Berthoz & Christen, 2009; Ostachuk, 2013). Por su parte, el médico, psicólogo y político Willy Hellpach (1877-1955), colaborador de Wilhelm Wundt en Leipzig, desarrolló una Psychologie der Umwelt (psicología del mundo circundante) y la plasmó como Geopsique, libro traducido al castellano en 1940 y por segunda vez en 1992. Su énfasis en la dependencia recíproca entre la mente y el ambiente fue heraldo de los planteamientos de la llamada eventualmente psicología ambiental, en particular la psicología de la arquitectura (Pol, 2006).

Kurt Lewin (1890-1947), miembro prominente de la Gestalt emigrado a los Estados Unidos durante la hegemonía nazi, desarrolló una teoría de campo relevante a la autoconciencia y la cognición situada al afirmar que la conducta resulta de una totalidad con carácter de “campo dinámico” de acuerdo a la fórmula siguiente:

C = f (P, A)

donde C es la conducta o la acción de un individuo y (f) es una función de la situación que incluye las condiciones del individuo (P) y las del ambiente (A), concebido éste como su espacio vital.

Lewin (1939) derivó de la física de su tiempo la noción de “campo” porque incluía no sólo la acción a distancia de las fuerzas de la gravedad y la electromagnética, sino las variaciones de temperatura, tensión mecánica y propagación de ondas. Su teoría tuvo un impacto medular en la construcción de la psicología ambiental de Roger Barker y Herb Wright de la Universidad de Kansas, quienes en los años 60 concebían a la conducta no sólo como el movimiento del cuerpo, sino como una acción determinada en un medio dado (Barker, 1968; Pol, 2006). Por su parte, el psicólogo húngaro Egon Brunswick (1903-1955) estudió en Viena bajo influencia de la Gestalt y emigró a los Estados Unidos en 1935. Su trabajo se desplegó en torno al principio de que la psicología necesitaba poner tanta atención a las propiedades del ambiente en el que opera un organismo como al propio organismo, lo cual tuvo consecuencias importantes para la psicología ecológica.

Las extensas investigaciones de Jean Piaget (1984) sobre el desarrollo de la cognición infantil mostraron desde los años 30 que la criatura humana en sus estadios iniciales está constreñida a experiencias corporales y no distingue entre su cuerpo y otros objetos, ni comprende cuál es su situación. Piaget interpreta el desarrollo cognitivo como un proceso de “descentralización” por el cual el infante llega a concebirse a sí mismo desde una “posición externa” que le permite desarrollar una actitud hacia el propio cuerpo y su posición en el espacio. Esta capacidad va cristalizando en conceptos como aquí (el sitio donde está el propio cuerpo), allí (donde están otros cuerpos y donde puede estar el propio), adelante o atrás (lugares en referencia al propio cuerpo), etc.

La relevancia cognitiva del medio ambiente fue empíricamente abordada por el anfitrión de Brunswik, Edward C. Tolman (1886-1959), en un trabajo clásico de 1948 titulado “Cognitive maps in rats and men”, en el cual postula que la mente opera como un cuarto de control más que como una red telefónica, como lo consideraba el conductismo entonces imperante. Los estímulos ambientales no se conectan a las respuestas del organismo como interruptores en línea, sino que se elaboran internamente en mapas tentativos del ambiente que determinan la respuesta. La polémica que surgió entre conductistas y cognitivistas en relación con este dilema vino a ser superada por la comprobación del sustrato nervioso del mapa ambiental en las redes neuronales del hipocampo cerebral. Se trata de las “células de lugar” que se ubican en la capa CA1 de esta antigua estructura y que intervienen en la capacidad para reconocer sitios específicos, de tal forma que el entorno inmediato estaría representado y procesado en una red que incluye a estas neuronas (O’Keefe & Nadel, 1978).

El antropólogo sistemista Gregory Bateson (1972) mantuvo que la mente no está confinada a la cabeza o al cuerpo, pues constituye una red cibernética de relaciones entre el organismo y su entorno mediado por el comportamiento y la percepción: la mente es de naturaleza ecológica. Poco después surge un concepto afín, se trata del affordance de James Gibson (1979), según el cual los objetos percibidos no sólo constituyen contenidos que permiten reconocerlos y ubicarlos en el espacio, sino que su percepción cabal involucra las posibilidades que el individuo tiene de actuar sobre ellos y además vaticina las consecuencias de tales acciones. De este planteamiento deriva una noción relevante: la cualidad de un objeto no le es intrínseca, pues se adquiere en virtud de la actividad que demanda o permite del individuo. Esto quiere decir que la percepción es de naturaleza ecológica y constructiva, pues no sólo engarza sistemas cognitivos de memoria, juicio, categorización y conceptualización, sino implica la actividad del agente en el mundo mediada por bucles perceptivo-motores modulados por el cerebro. En 1998 el filósofo de la mente José Luis Bermúdez ligó sagazmente a la autoconciencia con el affordance, pues este permite a una criatura entender las relaciones espaciales y temporales de los objetos con las capacidades y posibilidades de su cuerpo en movimiento. Se podría decir que la vida de relación más elemental e inmediata implica una previsión operante cuerpo-entorno, o bien yo-mundo.

En referencia al ambiente cognitivo, es relevante citar el concepto de set and setting que se encuentra ampliamente explicado por el médico y psicofarmacólogo Andrew Weil (1973) en su libro The Natural Mind, donde conecta de manera complementaria los factores del sujeto y del ambiente que determinan el curso de una experiencia psicodélica. El set o mindset, es todo aquello que la actitud del sujeto aporta a la vivencia y depende de su temperamento, carácter, historia, motivación, ideología, expectativas y conciencia. El setting es el escenario, el contexto físico, ecológico y social en el que ocurre la experiencia: el cómo, cuándo, dónde y con quién que definen el marco y las restricciones que el entorno impone a la criatura activa. La vivencia y la conducta son el resultado de la interacción de set y setting, de mentalidad, conducta y circunstancia, idea precedida por la teoría del campo de Kurt Lewin que revisamos arriba y que esta noción enriquece. Por su parte, en su doctrina de la meshwork, (noción que se puede interpretar como “la textura operativa del mundo”) delineada en 1968 y en 1976, el geógrafo sueco Torsten Hägerstrand (1916-2004) concibió trayectorias evolutivas y de expresión que ocurren en la interacción diacrónica –es decir, temporal e histórica– del sujeto con su entorno y que determinan la conexión yo-mundo.

Desde finales del siglo XX las ciencias cognitivas dirimen una productiva revuelta conceptual según la cual los procesos cognitivos, más que suponerse internos, subjetivos y separados del entorno, ocurren y se manifiestan en la relación del sujeto con el mundo a través de acciones de su cuerpo. Entre los exponentes de esta cognición corporizada y situada se encuentran Varela, Thompson y Rosch (1991), Lakoff y Johnson (1999), Clark (2008) y Shapiro (2014). Según esta doctrina, la mente opera en tiempo real encarnada en un cuerpo, el cual, mediante operaciones sensorio-motrices, sitúa su faena más sustancial con el medio circundante. La relación estrecha y dinámica entre la mente, el cuerpo y el entorno sería la fuente, el escenario y el nicho de la cognición. La conciencia se considera el aspecto subjetivo de una capacidad cerebral incorporada en un organismo enclavado en un medio ambiente físico y cultural tan cambiante como restrictivo, tan determinante como aprovechable. La detección, experiencia y representación subjetivas de objetos, eventos, sujetos y del propio cuerpo son claves para advertir, incorporar, descifrar y modificar el ambiente natural y social.

En Cognition in the wild (La cognición silvestre) de 1995, el antropólogo cognitivo Edwin Hutchins engarza ingeniosamente sus experiencias como antropólogo y navegante para construir una teoría de niveles de operación de la cognición. En vez de afiliarse a la idea de que la cultura influye y determina la cognición, propone que los sistemas culturales tienen propiedades cognoscitivas intrínsecas que contrastan con las de los individuos que participan en ellas. Rebasa así la metáfora central de la ciencia cognitiva clásica –la mente como un sistema computacional– para poner de manifiesto las propiedades cognoscitivas de sistemas que traspasan la mente y la conducta del individuo. De esta forma propone que existen niveles de operación cognitiva que van desde los subpersonales, pasan por los individuales y se manifiestan en los interpersonales o culturales.

Para Tim Ingold (2012), antropólogo biosocial británico, la cultura implica estar en el mundo de la vida como organismos entre organismos (véase Castañeda, 2013). Ingold concibe una malla trabecular consistente en trayectorias de geografía temporal que se despliegan y se entrecruzan en haces transitorios determinando aquello que caracteriza la vida de los seres humanos y que denomina escuetamente becoming. El término becoming en inglés no sólo designa un devenir, una mutación y una evolución particulares, sino que puede traducirse como realización o bien, de forma más literal, el llegar a ser, admitiendo la carga teleológica de adquisición y logro que tienen estas expresiones. La idea implica la constante evolución de todo lo existente, en particular el proceso de cambios del organismo que se estipula con el verbo estar en la lengua castellana, como veremos en secciones siguientes. Concluyo ésta con una simpática idea de Tim Ingold (citado por Carolina Castañeda, 2013):

Para el devenir humano, la nariz no existe como una estructura anatómica –un bulto en la cara– sino como el naricear: esto es, en el respirar, oler y sentir a través del cual continuamente exploramos el camino por delante.

SITUACIÓN, OCASIÓN, COLISIÓN, RESOLUCIÓN

De este conjunto de pensadores y doctrinas sobre el papel crucial del medio ambiente derivo tres principios generales y entrelazados que vinculan a toda criatura viva y funcional con su medio ambiente como funciones de relación relevantes a la autoconciencia.

  1. Principio de incrustación y ajuste: al captar, intercambiar y compartir materia, energía e información perceptual y comportamental con su entorno físico, biológico y social, todo ser viviente está confinado, sometido y enfrentado a las condiciones cambiantes de su hábitat.

  2. Principio de interacción y conexión: la percepción y la valoración del entorno circundante, vinculadas a las del propio cuerpo, permite a las criaturas vivas y móviles interactuar con los procesos, objetos y sujetos que las rodean.

  3. Principio de agencia y praxis: la corporalidad y la conciencia corporal de cada individuo no se restringen a sentir y mover el propio cuerpo, sino a percibirlo, usarlo y conducirlo en el espacio-tiempo con un sentido.

En pocas palabras: para operar y conducirse con dirección, propósito y eficacia, los vivientes móviles requieren situarse en su medio interaccionando con sus elementos disponibles de la manera más provechosa posible.

El vocablo situación proviene del latin situatio (el estado de cosas) y se refiere a la localización y disposición de un objeto, de un elemento o de un agente en referencia al lugar que ocupa en el espacio y en el tiempo. Cuando se aplica a los seres sentientes se usa para definir la posición, la circunstancia, el estado o la condición de un agente en referencia a sus posibilidades de acción en el mundo circundante. Remite a la parcela del mundo que es del interés y la incumbencia del agente que se encuentra en un sitio, en un momento y en una circunstancia dadas y cambiantes. Un factor crucial de la situación consiste en que su percepción adecuada es necesaria para evaluar, considerar, elegir y ejercer las acciones que previsiblemente van a modificar la condición en la que un agente se encuentra, como parte de ese circuito definido como umwelt por von Uexhull. Las facultades de conciencia, atención, razonamiento, creencia, aprendizaje, memoria, recuerdo y decisión constituyen dispositivos cognoscitivos involucrados en la observación, evaluación y selección de las acciones tendientes a modificar la situación y favorecer el ajuste del agente a su medio.

Un ejemplo palmario para ilustrar la autolocalización espacial y temporal de una criatura viva en su entorno es el viaje más largo realizado por un ser viviente con sus propios recursos. Este récord lo ostentó en 2020 la aguja colinegra (Limosa lapponica baueri), una menuda ave que prospera en el limo de esteros y lagunas costeras. Se ha probado que un ejemplar de esta especie recorrió más de 12 mil kilómetros volando durante 11 días sin comer ni reposar para trasponer el Océano Pacífico ¡desde Alaska hasta Nueva Zelanda! Este prodigio biogeológico es un caso extremo de los viajes migratorios que realizan anualmente muchas especies de aves, para lo cual requieren recursos metabólicos extraordinarios y un consumo óptimo de energía. Aún más sorprendente es la capacidad de orientación en el espacio que permite a estas criaturas aéreas surcar parte del planeta manteniendo un rumbo definido, sea de día o de noche, llueva o truene, con viento a favor o en contra. La hazaña depende crucialmente del cerebro, el cual, mediante la captación y el procesamiento de señales muy diversas, integra una especie de neurobrújula multisensorial que permite a cada ave migrante calcular su meta y controlar certeramente la dirección de su vuelo para alcanzarla.

Es probable que esta cerebrújula se conforme por un programa de tiempo y dirección evolutivamente seleccionado, el cual se desarrolla y se llega a expresar mediante el aprendizaje de señales sensoriales de orden celeste y geomagnético en coordinación con destrezas motrices (Wallraff, 1991). Este pasmoso sistema de navegación, que es innato y también adquirido, permite a cada ave en ruta sopesar piezas de información para responder a situaciones conflictivas o inesperadas y mantener el rumbo. Así, al usar múltiples señales para permanecer en la dirección correcta, el ave se va aproximando a la remota diana de su destino, donde utilizará su reconocimiento previo del territorio para llegar a un sitio tan específico como puede ser el lugar de su crianza. Es probable que en esta última etapa utilice señales olfatorias y visuales que son más ordinarias para los seres humanos.

Recurro ahora a un escenario aparentemente muy distinto para continuar escrutando el concepto de situación. En las obras de teatro y en la dramaturgia tradicional se emplea el término de situación dramática para definir y mostrar cómo un personaje particular afronta un conflicto dado. Esta es la unidad escénica primordial porque manifiesta el sentido de la trama y es determinante para comprender las motivaciones y las acciones de los personajes. Luego de evaluar múltiples obras de ficción, cuentos de hadas y obras de teatro, a finales del siglo XIX el crítico francés Georges Polti propuso que hay 36 posibles situaciones dramáticas, un número un tanto caprichoso que ha sido cuestionado: Roberto Tobias las redujo a 20 y Christopher Booker a 7 (Vázquez, 2018). Se trata de conflictos entre un ser humano con otro, con la naturaleza, con las divinidades, con la sociedad, con lo desconocido o… consigo mismo. Finalmente parecería que toda situación dramática –incluyendo las que se viven en la vida diaria– son conflictos entre un yo y el no-yo de su entorno, como lo habían advertido los pioneros de la filosofía del yo: Fichte en Alemania y Maine de Biran en Francia (Janet, 1874).

En referencia al conflicto, en las últimas décadas la psicología académica utiliza el concepto de afrontamiento o enfrentamiento (traducción del coping inglés) como el conjunto de estrategias que utiliza una persona para gestionar las demandas que percibe como grandes o excesivas para los recursos que considera poseer. Se trata de una respuesta adaptativa tendiente a reducir el intenso estrés que se deriva al encontrar, confrontar y tratar de resolver situaciones difíciles o traumáticas, como son las que se consideran problemas vitales, desgracias o calamidades. La respuesta será más o menos exitosa dependiendo de recursos empalmados de orden perceptual, cognitivo, emocional, volitivo y cinético implicados en la captación de la información, la evaluación de la circunstancia y las capacidades de resolución del individuo en función de las acciones emprendidas.

El término de resiliencia ha cobrado una importancia creciente en el estudio del enfrentamiento, pues se refiere a la capacidad de adaptación en términos de las habilidades emocionales y conductuales para mantener o recuperar la normalidad, el equilibrio o la salud en situaciones problemáticas y adversas. Es importante distinguir estados o fases de la resiliencia, al menos en términos de la capacidad funcional de adaptación a la adversidad en términos de rasgos genéticos, funcionales y de personalidad que preceden a la adversidad, el proceso psicobiológico y comportamental que se desarrolla al contender con ella y el resultado del evento en términos de aprendizaje (Choi et al., 2019). Miller y colaboradores (2022) distinguen tres elementos o factores en la resiliencia, el primero es la inercia entendida como la habilidad para resistir los cambios, el segundo es la elasticidad, la capacidad para retornar al estado previo desde una perturbación stress y el tercero es la plasticidad entendida como la capacidad para expandir el repertorio de las funciones de adaptación.

HÁBITOS, HÁBITATS, HABILIDADES Y CALIDAD DE VIDA

En sus Meditaciones del Quijote de 1914, el entonces joven filósofo madrileño José Ortega y Gasset (1883-1955) implantó aquél célebre aserto de “yo soy yo y mi circunstancia,” el cual conviene citar en su contexto original (p. 322):

Este sector de realidad circunstante forma la otra mitad de mi persona: sólo al través de él puedo integrarme y ser plenamente yo mismo... Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.

Para Ortega el sujeto es un ser compartido con el mundo, pues el yo y la circunstancia están de tal manera trabados que la escena no es ajena y accidental al sujeto, sino propia y específica. Vivir es enterarse, percatarse, tomar conciencia de la situación y de la coexistencia con el mundo, lo cual se define mejor en primera persona: yo me concibo a mí mismo instalado en el mundo y me ocupo de las cosas, de las personas, de las circunstancias. Frente al idealismo (yo sin cosas) y al realismo (las cosas sin yo, o yo entre las cosas), Ortega propone al yo con las cosas como una clave fundamental del conocimiento.

Una década más tarde, en El Ser y el Tiempo de 1927, Martin Heidegger (1889-1976) retoma de Hegel el concepto de Dasein, literalmente “ser-ahí,” traducido al castellano por José Gaos como “ser-en-el-mundo” y de manera más diáfana como “estar-en-el-mundo” por el filósofo chileno Jorge Eduardo Rivera. El Dasein es una noción clave del existencialismo, pues existir significa estar lanzado o arrojado en este mundo donde la conciencia se absorbe y se encauza de manera interesada y práctica, pues estar-en-el-mundo implica posibilidad, eventualidad y ética. El contradictorio pensador alemán, afiliado temporalmente al nazismo, concibe esta relación como sorge: el cuidado, la preocupación, la solicitud, de tal forma que el ser humano moldea su entorno al preocuparse y ocuparse intencionalmente de las cosas y de los otros al estar situado ahí.

Estar ahí no sólo consta de un individuo pasivamente situado en el mundo, pues el sujeto define y ejecuta actos que resultan de actos pasados y engendran actos futuros; el presente se extiende indefinidamente en este transcurso de eventos que vienen a ocurrir, duran y pasan. Bien podría pensarse en este devenir como un proceso en creación perpetua como lo propuso Alfred North Whitehead (1929), en el sentido de que las ocasiones se suceden sin parar en un proceso de actualización constante. Whitehead calificó su doctrina como una filosofía del organismo, con lo cual resaltaba el conjunto de ocasiones que conforman el proceso de las entidades orgánicas existentes. El organismo humano se ha ido ajustando a través de las edades a los cambios y restricciones del medio, lo cual ha redundado en una entidad personal ordenada y durable que este notable matemático y filósofo inglés concibe como el self, el ser individual que mantiene su identidad a través de los cambios y de las experiencias. Este self está alojado en un nicho ambiental, un hábitat de orden físico, ecológico y social que ha sido modificado y adaptado por el propio humano. Las bases de la ética son parte esencial de las ligas que se establecen entre el self y el mundo (Smith, 2010).

La influencia del pensamiento existencial de Ortega y de Heidegger llegó a las Américas y en especial a México con los filósofos exiliados de la Guerra Civil Española. Así, Eduardo Nicol (1907-1990) hace una elaboración de esta doctrina en su Psicología de las Situaciones Vitales publicada en México en 1941, poco después de ocurrido el exilio. Resaltan en ella tres conceptos encadenados: la situación, la convivencia y el esfuerzo. En referencia a la situación, Nicol asevera que vivir es estar aquí y ahora en una realidad mutante y que el entorno forma parte vital del sujeto, el cual se constituye por la relación misma (pp. 93-94). En cuando a la convivencia destaca que la vida de una persona no puede ser comprendida por sí sola, como si fuera algo terminado, sino que implica relación y diálogo con el otro. Finalmente, hace referencia al esfuerzo y, hermanándose al sorge de Heidegger, afirma que es necesario afanarse y optar (pp. 111-112).

María Zambrano, ilustre filósofa española también exiliada de la Guerra Civil, reflexiona que con el correr del tiempo el ser humano se transforma y evoluciona con sentido, porque su ser es un proyecto en camino, un bosquejo que va madurando en la medida que la persona se apropia de su entorno y va tomando conciencia de su “estar ahí”, una excelente manera de comprender el concepto de becoming formulado por Tim Ingold (2012) y que revisamos antes. La persona se dispone como un ser humano en plenitud cuando llega a vivir conscientemente su propia realidad junto con los otros (Carrón de la Torre, 2010). Nicol (1941, p. 104) había dicho con semántico ingenio: “El hombre no es entero nunca, sino que se va enterando.” Como puede verse, en el pensamiento de Nicol y de Zambrano queda diáfanamente claro el papel esencial de la relación con el entorno en la construcción del sujeto humano y de su autoconciencia.

Encuentro un incitante parentesco conceptual entre estas aproximaciones filosóficas existenciales y una teoría de la biología evolutiva muy posterior, conocida como construcción de nicho. En las ciencias naturales el nicho fue tradicionalmente un concepto similar al de hábitat: el conjunto de variables ambientales que permiten a una población biológica progresar y mantenerse por un lapso de tiempo. Pero la teoría de construcción de nicho agregó que el hábitat no sólo consiste en las condiciones del entorno natural, sino que los organismos las modifican y erigen otras, con lo cual estas adquieren un papel activo en la evolución, pues no solo hay una herencia genética, sino también una herencia ecológica (Davies, 2016). Ocurre entonces una interacción bidireccional y complementaria entre una especie y su medio, entre el organismo y su entorno, pues los individuos generan cambios que a su vez seleccionan a los que mejor progresan en ese entorno modificado. La idea de causas recíprocas entre agentes cognitivos y estructuras ambientales tiene así un paralelo en la idea de organismos constructores de nichos, que a su vez afectan a sus sucesores (Pinker, 2010).

La especie humana tiene la capacidad, la proclividad y la necesidad de cambiar su entorno, el cual hereda ya transformado por generaciones anteriores y transmite a las sucesoras dotado de nuevas modificaciones. Para el ser humano el mundo no sólo es el lugar donde estar, sino que en cierto sentido constituye un taller, pues, como lo afirma gráficamente el arqueólogo Felipe Criado Boado (2013, p. 3): “El ser-en-el-mundo se concreta en hábitos y los hábitos se materializan en hábitats.” La construcción del nicho humano se ha caracterizado además por niveles cada vez más elaborados de cooperación y de socialización y ha dependido de un robusto sistema de cognición social conformado por el lenguaje, la comunicación y el diálogo (Davies, 2016).

El límite del cuerpo viviente y actuante no sólo es la piel, pues existe una esfera de acciones y reacciones que subrayan tanto su centralidad interior como su trascendencia exterior gracias a su conducta deliberada, a su lenguaje y a su voz. Todo esto se expone y argumenta en la concepción actual de una cognición extendida y silvestre donde la mente, en tanto información simbólica, se concibe situada y embebida en el entorno en unidad indisoluble con el cuerpo (Hutchins, 1995; Clark, 2008).

El concepto de “calidad de vida” involucra la percepción que una persona va generando sobre la posible consecución de sus objetivos, expectativas, valores e intereses en el contexto en el que vive (Nussbaum & Sen, 1993). El conocido psicólogo colombiano Rubén Ardila (2003) subraya que la calidad de vida se refiere a un estado de satisfacción general, derivado de la realización de las potencialidades de la persona, tanto en términos subjetivos como objetivos de salud, seguridad, bienestar y armonía con su medio físico, ecológico y social. El concepto incluye categorías susceptibles de ser valoradas sobre salud, comunicación, trabajo y recreación, así como de vulnerabilidad, resiliencia y agotamiento (D’Alvia, 2005). La jurisprudencia de varios países considera el concepto de daño extrapatrimonial cuando se afecta la esfera “externa” de las personas generando una pérdida o una disminución en la posibilidad de ejecutar los actos y actividades que hacen agradable la vida, es decir que lesionan la calidad de vida.

PAISAJE, PAISAJISTA Y PAISANAJE

El término “paisaje” tiene un amplio significado en referencia a una región o un territorio, conceptos geográficos aparentemente independientes del observador humano. Sin embargo, el propio uso cotidiano de esta palabra implica que no toda porción de la naturaleza es un paisaje, sino sólo aquel sector que constituye un hábitat o un nicho humano. En efecto, la noción de paisaje está cargada de una estética derivada del romanticismo del siglo XIX, según la cual no sólo trata de un sector del mundo percibido, sino de una escena digna de ser representada por su belleza y su sentido. Por esta razón se denominaron “paisajes” a las escenas del mundo vislumbradas y pintadas desde un punto de vista humano, cuidadosamente seleccionadas por proporcionar en su espectador un efecto bucólico, placentero e instruido. Los paisajes retratados no sólo plasmaban una escena visual, sino con ello una forma de ver, una noción alegórica del mundo en la que el cielo y la nube, la montaña y el bosque, el árbol y la flor, las olas del mar o la ruina de un edificio eran señas y símbolos preñados de sentidos recónditos, pero accesibles a una mirada atenta y dispuesta.

En el libro Filosofía del paisaje, el sociólogo y filósofo alemán Georg Simmel (1858-1918) propuso una redefinición del término “paisaje” que tuvo un considerable impacto en la sociología, la arquitectura y la estética posteriores. El libro se inicia con el siguiente párrafo:

No pocas veces puede ocurrir que, paseando por la naturaleza, nos fijemos, con mayor o menor atención, en cuanto nos rodea: los árboles y los cursos de agua, las colinas y las construcciones, la luz y las nubes en sus infinitas transformaciones. Detenerse en un detalle o advertir varios a la vez no basta, sin embargo, para tener conciencia de estar ante un ‘paisaje’.

A lo largo del texto, Simmel propone que el término de paisaje debe distanciarse de una identificación simple con un conjunto de entidades naturales o artificiales, o incluso como un entorno donde acontece la vida y la experiencia de los seres humanos. Para Simmel el paisaje es, en esencia, un constructo, es decir una elaboración cognoscitiva que los seres humanos desarrollan de ciertas escenas de su mundo, constructo fuertemente influido por la cultura imperante.

Es posible que una anécdota personal pueda ilustrar esta enriquecida noción del paisaje como un constructo culturalmente modulado. Hacia 1975 estaba yo involucrado en un estudio de plantas psicotrópicas de México, en especial de algunas que no habían sido tan analizadas como el peyote o los hongos alucinógenos. Esta indagación me llevó a tantear el campo de la etnobotánica, la interdisciplina abocada a estudiar los usos de las plantas en las culturas tradicionales. De esta forma entré en comunicación con un reconocido maestro de la escuela de agronomía de Chapingo, el ingeniero Efraín Hernández Xolocotzi (1913-1991), especialista en los usos alimentarios y económicos de múltiples plantas mexicanas, en particular del maíz. El ingeniero dirigía talleres de etnobotánica en regiones particulares del país y los inscritos eran acarreados por ciertos mercados populares para recolectar muestras de plantas comestibles que eran cuidadosamente clasificadas y estudiadas. Tuve la oportunidad de inscribirme en uno de estos talleres que se llevó a cabo por la zona montañosa de la Sierra Madre Oriental, en la parte central del estado de Veracruz.

Además de recorrer los mercados de varias poblaciones de esa nubosa y húmeda serranía, en algunos momentos el ingeniero paraba el convoy en la carretera y, rodeado de los asistentes, leía el paisaje desde el confín de su mirada hasta sus pies. Afirmo que leía el paisaje porque empezaba por mencionar el tipo de bosque que se recortaba en el más lejano horizonte visible, estipulando las especies de pino y encino que infería, su origen y su condición en ese momento del año y del clima. Desde allí iba describiendo los manchones de plantas introducidas y cultivadas por el ser humano conspicuas en las laderas de la montaña. Mencionaba los plantíos de café no porque a distancia observara las matas de esta planta, sino porque distinguía el follaje de las copas de aquellas cultivadas para hacerle sombra, indicando cuales eran las preferidas en comparación con otras y su importancia para la variedad y el rendimiento del café. Más cerca señalaba con el índice plantíos de aguacate y discurría sobre sus variedades, los éxitos y fracasos de diversos intentos de su cultivo. En el llano más próximo describía las milpas de maíz, su etapa de crecimiento y disertaba sobre este alimento esencial de la cultura americana. Distinguía las milpas más frondosas de otras menos tupidas y atribuía esto al método de tratar el terreno mediante el procedimiento llamado de “roza, tumba y quema” utilizado desde antaño por los campesinos. Su erudición era igualmente detallada al describir arbustos y árboles cercanos, algunos nanches y zapotes, frutales prehispánicos que reconocía por su morfología y floración. Notó que las bardas usadas para limitar los predios eran “postes vivos” clavados en la tierra y que habían prendido, entre los cuales se tendían alambres de púas para delimitar los predios. Habló de las plantas más pequeñas, compuestas o labiadas silvestres, que crecen a la sombra de estos árboles o de aquellas otras que deben ser removidas de la milpa, sin omitir que algunas tienen uso medicinal o culinario, sea prehispánico o importado. Para rematar la muy cultivada lectura del paisaje, el ingeniero bajó la mirada y llamó la atención sobre las plantas que habían nacido en los bordes de la carretera y estaban junto a sus botas, especies sin mayor importancia etnobotánica, excepto como humildes pero tenaces huéspedes del asfalto y del zumbido de las llantas. Huelga decir que mi idea del “paisaje” había cambiado para siempre gracias a este admirable maestro de Chapingo, quien de forma picaresca decía firmarse como Hernández X “por falta de madre”.

Esta lectura de un paisaje me remite de bruces a uno de los más célebres paisajistas mexicanos, José María Velasco (1840-1912), quien pintó primorosamente su país desde múltiples sitios o, mejor dicho, desde múltiples puntos de vista, recreando la historia, la geografía y la visión de su mundo y de su patria con la pericia de un naturalista, oficio que ejerció como ilustrador de plantas mexicanas en el Instituto Médico Nacional. En las pinturas de Velasco escasean las figuras humanas, a veces meros homúnculos insertos en la inmensidad. Podría parecer que el pintor despreciaba al ser humano, pero, por el contrario, su precisión naturalista obedecía a una necesidad y a una aspiración plenamente humanas: experimentar a fondo la realidad del mundo. Sus cientos de paisajes no son simples imitaciones de lo que se ve, sino recreaciones de lo que esto significa, lo cual dota al paisaje de cualidades que dicen mucho de su época y su cultura, de la misma manera que la écfrasis del paisaje por parte del ingeniero Hernández X.

Dice Javier Maderuelo (1996, p. 10): “el paisaje no tiene una existencia autónoma porque no es un lugar físico sino una construcción cultural, una serie de ideas, de sensaciones y sentimientos que surgen de la contemplación sensible del lugar”. Para este autor el paisaje también es un constructo, una elaboración mental de su hábitat que los seres humanos realizan a través de la cultura. El término “paisaje” está ligado a la belleza de la naturaleza y se comprende mejor como el nicho donde se desarrolla la vida humana y su cultura, visto y dispuesto por un ser humano sensibilizado y atento a su entorno. La pintura de un paisaje es mucho más que una representación realista de una escena profunda que se ubica ante los ojos: es una mirada autoconsciente que la acota, la cataloga, la interpreta y la descifra, un horizonte del alcance y el formato que aplica un sujeto situado ante una escena de su mundo. Su fundamento central no sólo es la escena plasmada, sino su significado para quien la interpreta revelando claves de su sentido. Y si bien Unamuno consideraba con profunda empatía e intuición que el paisaje es un estado de conciencia (Csejtei, 1999), con su venia me gustaría precisar que es el formato de una autoconciencia en situación, una vivencia que adjunta sujeto y objeto.

SER Y ESTAR: ONTOLOGÍA Y ON-TOY-LOGÍA

Si la ontología es “la ciencia o el tratado del ser” y quien la cultiva dirime cuestiones profundas y abstractas como qué soy yo, qué es el ser; cuál es la naturaleza o la esencia de algo (o de todo) y su razón de ser, quizás pueda plantearse la cuestión en apariencia más ligera y mundana del estar: ¿cómo y dónde estoy?, ¿de dónde vengo y a dónde voy?, ¿cuál es mi sitio, mi ubicación y mi circunstancia?, ¿cuál es mi situación y la del otro? o, en general, ¿cuál es el vínculo del ser humano con el mundo y la razón de estar? (Díaz, 2015).

Hace tiempo recuperé del buen amigo y escritor Jacobo Chensinsky, ducho en juegos de palabras, el neologismo de ontoylogía para este putativo tratado del estar derivado de aquella retracción tan mexicana de “¿on toy?” (“¿dónde estoy?”). Un sentido académico escrupuloso aconsejaría no tomar este cantinflesco apelativo muy en serio, pero tampoco es prudente desdeñarlo porque la persona no se ocupa usualmente con su ser, sino aspira a estar mejor, a cambiar su situación, orientación, rumbo y calidad de vida, a estar consciente para llegar a ser consciente. Examinemos entonces a la conciencia de uno mismo, asociada filosóficamente con el ser, pero desde la rosa de los vientos del estar.

Las lenguas romances de la Península Ibérica –castellano, portugués, gallego y catalán– distinguen de manera clara y cotidiana los significados de ser y estar. Ya hacia el año 1200, a partir del Cantar del Mio Cid, el verbo estar empieza tímidamente (Saussol, 1978) a desplazar al verbo ser en oraciones que implican una condición transitoria (“está sentado”) o de actividad (“está peleando”). En el habla actual, ser identifica esencias, propiedades o características sustantivas o permanentes y estar cambios transitorios, locaciones, situaciones, o rasgos ocasionales, circunstanciales y cambiantes. Se usa ser cuando la cualidad es invariable, corresponde por naturaleza y es independiente de las condiciones, mientras que estar se aplica cuando resulta de un devenir y define una situación espacial, locativa, temporal, emocional o adquirida. Ser expresa conceptos y juicios sobre algo, ordenándolo en categorías taxonómicas establecidas, en tanto que estar, verbo locomotor y saltamontes, formula el devenir y la circunstancia en que ese algo se encuentra o los actos que realiza (Crespo, 1946). Este uso deriva de su etimología latina, pues stāre significa “estar de pie” (Diccionario de Cuervo 1998, III 1097; Carballera y Sastre, 1993). La lingüista Mónica Sanaphre (2009) ha mostrado que, desde el punto de vista cognitivo, el verbo ser impone una distancia mental entre quien lo usa y el objeto, mientras que estar lo coloca cerca del objeto. Es decir: la perspectiva de quien utiliza el verbo ser es indirecta e impersonal, pero cuando usa el verbo estar su situación es directa y personal.

Cuando alguien garabatea “yo estuve aquí” en un sitio público pretende dejar su huella personal. El motivo se detecta desde aquellas pinturas rupestres que exhiben las manos aún anónimas de artistas inaugurales. Se trata del fuit hic (estuvo aquí) latino dibujado por Johann Van Eyck a continuación de su nombre en el famoso lienzo “El matrimonio Arnolfini” que en 1434 revolucionara el cromatismo y la perspectiva en la pintura occidental, la cual refleja una forma de estar en el mundo. En un artículo de 1970 publicado en el ABC de Madrid, el periodista Juan Luis Calleja reflexionó que la célebre indecisión de “to be or not to be” no cuestiona la esencia o el ser del príncipe Hamlet, sino la trágica situación dramática que le demanda vengar el asesinato de su padre con el de su madre. No sólo se trataría del arcano e imperecedero “ser o no ser”, sino de actuar o no hacerlo entre demandas y principios contrapuestos que supondría profundos quebrantos y conflagraciones.

Por su parte, la célebre intuición de René Descartes (1596-1650), “Je pense, donc je suis”, mejor conocida por cogito ergo sum, se traduce usualmente como “pienso, luego existo.” Una traslación más precisa es “yo pienso y por lo tanto existo,” que puede entenderse aún mejor con el verbo estar: “estoy pensando y por lo tanto existo.” Así, el verbo estar no encasilla al sujeto como una prístina y abstracta esencia cartesiana, sino como una persona, un agente mente/cuerpo sujeto a su circunstancia (véase Beuchot, 2006). Más que en el ser, ponemos esfuerzo en el estar, en la calidad y el acoplamiento de nuestros sentidos y apetencias con lo cualitativo, lo transitorio, lo accesorio: lo mundano.

Ramón Xirau (1985), adolescente del exilio catalán hecho poeta y filósofo en México, meditó lúcidamente sobre la estancia y la situación humana en su Tiempo vivido. Acerca de “estar”. Revela allí la implicación existencial de este verbo que tiene más contenido humano, sabor concreto y evocación de la persona que el verbo ser, pues estar da lugar y sentido, involucra necesariamente al cuerpo y define que no somos conciencias puras, subjetividades desprendibles o seres descarnados, sino personas, es decir, almas/cuerpos (Valdés, 2010). El verbo estar no sólo refiere al hecho de que las criaturas estamos presentes porque estamos en el tiempo, sino también, como lo estipulara Henri Bergson (1896), porque el tiempo está en nosotros, lo cual comprobamos puntualmente en los procesos del cuerpo y del cerebro, en los movimientos de la mente, en los actos de conducta. El tiempo es real en dos sentidos: como una realidad fuera de los seres sintientes en el devenir de todo lo existente y como una realidad dentro de ellos que se manifiesta como los procesos de su vida y su conciencia (Lieb, 1991). Estar designa la relación con lo que está allí en el momento actual: la entrañable y fatigosa porción del universo que nos toca vivir y nos incumbe.

Vemos así que la percepción y la evaluación del contexto permite al agente desarrollar decisiones y acciones con sentido, de tal forma que el así llamado “sentido de la vida” no constituye una condición abstracta inherente al mundo o al “destino”, sino una forma de actuar sobre las condiciones del mundo con el objeto de favorecer la posición del agente y con ello lograr mayor bienestar. Así lo decía Baltasar Gracián hacia 1647 en su Arte de Prudencia: “…el sabio conoce bien dónde está el prudente norte: en adaptarse a la ocasión.”

Por su parte, el hispanista Gilbert Azam (1986, pp. 148-149) de la Universidad de Toulouse, afirmó lo siguiente en una reflexión sobre el “ser y estar en la poesía pura”:

Es preciso estar. Estar, estar presente, existir concretamente en el instante, es más que ser, porque el ser es inconsciente (…) la maestría del hombre sobre el mundo de los objetos reside en el ser consciente, y que dicha conciencia no es nada sino ese maravilloso juego entre el yo y el universo.

AUTOCONCIENCIA SITUADA, CEREBRO PARTÍCIPE

Según su propio relato, en 1907 estaba Albert Einstein sentado en su oficina de patentes de Berna, cuando una afortunada fantasía casi sensorial lo impulsó a desarrollar la teoría de la gravitación: una persona en caída libre no sentiría su propio peso. La imprevista imagen es relevante a la mente situada, es decir a la conciencia de uno mismo en relación con el mundo, pues el cuerpo y la gravedad confluyen en ella para instaurar un acto psicológico ampliado o extendido. Resuenan estos versos del poema “Razón de estar” de José Ángel Valente, nacido en Ourense en 1929: “Estoy en este aire que resiste mi peso, / mi gravedad, mi dura memoria del futuro” (Valente, 1980, p. 183).

Al expresar la postura, el movimiento o la acción actuales por medio del verbo estar, el aparato neuromental integra una imagen corporal dinámica que juega un papel cardinal en la autoconciencia (Bermúdez, 1998). En efecto, los estados internos del cuerpo en relación a su homeostasis son procesados por una red de módulos cerebrales centrados en la corteza de la ínsula para dar origen a la interocepción (Craig, 2002; Couto, Sedeño, & Ibáñez, 2012). Ahora bien, cuando un/a hablante usa estoy para definir la emoción que siente (estoy triste, alegre, furiosa, asustado, etc.), ocurre un enlace entre las partes límbicas de su cerebro implicadas en la experiencia afectiva y las áreas frontales involucradas en la articulación del habla (Damasio, 2000). Además, en tanto involucra presencia, el verbo estar se asocia a la atención, cuya base neuronal ha sido extensamente estudiada y a la que volveremos en otros escritos; en especial a la atención controlada por el sujeto y que es una poderosa herramienta de su agencia y su autoconciencia. Muchas de las funciones del cerebro son partícipes con procesos del cuerpo y el mundo y se plasman en los múltiples sentidos del verbo estar que revisamos antes y que llenan 36 páginas del diccionario Cuervo (III, pp. 1062-1098). Sea en referencia al estado transitorio del organismo como a su situación espaciotemporal, el cerebro juega un papel ineludible y es participante esencial de la mente situada, permitiendo la activa conexión entre criaturas cognitivas y su entorno físico, social y simbólico.

Cuando estar implica la posición y localización del individuo en el espacio y el tiempo, tiene como mediadores cerebrales a ciertas neuronas del hipocampo, cuyo descubrimiento le ha valido el premio Nobel 2014 a John O’Keefe y al matrimonio Moser de Noruega. En efecto, en 1971 O’Keefe descubrió que algunas células del hipocampo se activan cuando la rata de experimentación se encuentra en cierto lugar de un laberinto ya conocido y las llamó neuronas de lugar. En la región vecina de la corteza entorinal, los esposos Moser en 2005 identificaron neuronas que generan un sistema de coordenadas para navegar en un espacio con sentido. La falta transitoria de irrigación sanguínea o isquemia en el hipocampo produce el síntoma neuropsiquiátrico de amnesia global transitoria durante el cual el paciente desconoce su paradero y pregunta precisamente: “¿dónde estoy?” (Hodges, 1991).

Se me ocurre otro ejemplo de una neurobiología del estar: la escena ante los ojos o los sonidos alrededor de los oídos se integra en el cerebro en dos vías que convergen desde las zonas de la corteza cerebral en su región occipital o temporal que reciben la información visual y auditiva respectivamente. Estas dos áreas tienen una proyección ventral dirigida al lóbulo temporal donde operan mecanismos necesarios para reconocer un objeto. Tienen también una proyección dorsal hacia el lóbulo parietal donde se integra la ubicación en el medio ambiente; el dónde se encuentra el objeto o de dónde proviene un sonido. En sus relevos ulteriores los dos sistemas convergen hacia las zonas motoras y premotoras del lóbulo frontal necesarias para percibir directamente las posibilidades de interacción que tiene el sujeto con el objeto ya reconocido y ubicado (Daw, 2012), lo cual constituye el affordance (que a veces traduzco como vaticinio) de James Gibson y que he referido antes.

En su libro, Brain, Symbol and Experience, el neuroantropólogo Charles Laughlin (1993), el historiador John McManus y el psiquiatra Eugene D’Aquili, analizaron el proceso simbólico como elemento común a la cultura, la conciencia y el cerebro. Conciben el símbolo externo o cultural como un estímulo doble en el sentido que codifica por un lado una liga con el objeto y por otro con el agente. De esta forma, el significado del símbolo está mediado por procesos culturales acoplados a procesos cerebrales mediante una práctica de tal forma que ciertos procesos neurofisiológicos llegan a recrear símbolos o significados. Según este denominado estructuralismo biogenético ocurre el siguiente ciclo del símbolo: incorporación selecta de signos y significados → procesamiento cerebral particular → conducta aprendida en el medio cultural. Una idea central de esta antropología cerebral es lo que denominan cognized environment, el ambiente mentalizado que proporciona un complemento necesario al acceso del sujeto al medio subrayado por la cognición situada. El antropólogo mexicano Roger Bartra (2014) esgrime una noción similar: el medio simbólico de la cultura forma una especie de exocerebro que considera crucial para el desarrollo de la conciencia humana. En mi interpretación, el medio simbólico es el asa externa que se enlaza y complementa con un asa interna de naturaleza neurocognitiva. El problema difícil de definir es la naturaleza del enlace.

La elaboración de los fundamentos biológicos, psicológicos, cerebrales y ambientales del estar allí o de la presencia nos coloca ante la necesidad de redefinir la representación mental como una imagen o recreación del mundo que surge de una cadena de operaciones funcionales para constituir la herramienta abstracta del pensamiento, como lo sostiene la ciencia cognitiva clásica y su modelo computacional de la mente. Se perfila ahora la posibilidad más extendida de una representación mental dinámica que si bien se gestiona en el cerebro, resulta una herramienta concreta aplicada y situada de manera operativa en la relación del cerebro con el resto del organismo y del cuerpo con su mundo o su entorno.

ESTANCIAS: PRESENCIA Y PRESENTE, PRESENTACIÓN Y PERSISTENCIA

Tener presencia es algo más que estar en un sitio y un momento dados; es la implicación y las consecuencias que esto tiene para el sujeto y para su entorno. Se “hace acto de presencia” cuando se busca un efecto sobre los demás por el mero hecho de apersonarse en un lugar, un tiempo y una circunstancia. Ahora bien, la presencia tiene otra acepción más personal consistente en estar presente aquí y ahora con plena conciencia, es decir, en modo autoconsciente, lo cual demanda una laboriosa pericia.

En su libro Sentido de la presencia, Ramón Xirau (1997) razona la presencia como una estancia, un estar aquí en el momento presente, una experiencia personal que, si bien es efímera y pasajera, alcanza una forma de eternidad. Este es un concepto desconcertante porque el presente siempre es fugaz… ¿cómo puede algo tan efímero como el estar presente ser eterno? La respuesta abreva de Heráclito: porque el flujo es continuo y el cambio permanente. Este planteamiento requiere de ajustes para llegar a asimilar que no somos esencias fijas, sino seres dinámicos y transitorios desplegados en el espacio y el tiempo, o, mejor dicho: en el espacio-tiempo.

Con referencia al paso del tiempo, esta doctrina se explora en The eternal now (“El eterno ahora”) de Paul Tillich (1886-1965). Este gran teólogo protestante, tan próximo al existencialismo, recalca que tenemos futuro porque lo anticipamos en el presente y tenemos pasado porque lo recordamos en el presente: todo ocurre en el presente. Pero el presente no existiría si consideramos que la flecha del tiempo físico difícilmente admitiría un punto prácticamente inapreciable entre las escalas infinitas del pasado y el futuro. ¿Cómo comprender esta paradoja que confronta nuestra conciencia del presente con el progreso irreversible e implacable del tiempo? Su respuesta es la presencia:

¿No es el presente la línea fronteriza siempre móvil entre el pasado y el futuro? Pero una línea fronteriza no es un lugar donde pararse. Si nada nos fuera dado excepto el “ya no” del pasado y el “aún no” del futuro, no tendríamos nada. No podríamos hablar del tiempo que es nuestro tiempo, no tendríamos “presencia” (Tillich, 1963, pp. 130 Traducción mía).

Tillich sostiene que vivimos en un presente que se renueva continuamente, en un eterno ahora, en un perpetuo todavía: la constante mudanza que garantiza tanto la presencia como la persistencia. El momento actual está constituido por ocurrencias u ocasiones que transcurren como los fotogramas de una película y que no captamos como imágenes separadas: el momento presente no es instantáneo sino un encabalgamiento de sucesos, ocasiones o estados. Se trata del “presente especioso” en términos de William James y de Alfred Whitehead, un presente extendido por un lapso en tránsito que se manifiesta en la verbalización en tiempo presente que utilizamos para indicar acciones actuales en la conciencia de quien en este momento recorre estas palabras y afirma: “estoy leyendo”.

Al escuchar música no somos conscientes de cada sonido en el instante en que la información nerviosa llega del oído interno al área auditiva de la corteza cerebral, sino que se captan las notas que transcurren en un lapso mínimo, se mantienen en la memoria de trabajo por una retención retrospectiva y se hace una previsión prospectiva de lo que puede venir después. Esta ventana móvil, la ventana del presente, involucra una actividad cerebral integrativa y móvil que permite captar el desarrollo de la pieza, experimentar la emoción, la cognición o la figuración musical en un lapso que se va actualizando y desvaneciendo conforme avanza la interpretación y la escucha.

El eterno ahora no sólo es un concepto teórico, sino existencial: nos percatamos de su preeminencia en ciertos momentos de conciencia prístina y acrecentada. Leí hace muchos años una de las expresiones más enérgicas de esta condición en Walden (1845) el clásico relato autobiográfico de Henry David Thoreau (1817-1862), pensador libertario de Concord. En este preciso instante vale la pena recuperarla y traducirla:

En cualquier clima, a cualquier hora del día o de la noche, me he esforzado para mejorar el momento justo y grabarlo así en mi báculo; pararme en el encuentro de dos eternidades, el pasado y el futuro, lo cual es precisamente el momento presente, y rastrear esa línea (Thoreau, 1961, p. 31, traducción mía).

Estos empeños del admirable naturalista al retirarse en soledad a una cabaña del lago Walden para vivir con simpleza y deliberación (“mejorar el momento justo”), nos exhortan a invertir la energía vital y aplicar la voluntad para “rastrear esa línea”, es decir, para mantener una mente alerta y una presencia resuelta, un estado de autoconciencia explícita o intencional. Sin embargo, esta tarea no es nada fácil, ni está garantizada por sólo admitir la verdad racional de que el tiempo presente es un hecho ineludible de la condición humana: es preciso afanarse en ello. La milenaria tradición budista también hace un hincapié decidido en la conveniencia o incluso la necesidad para el ser humano de mantenerse consciente en el efímero y cambiante presente, en emplear y entrenar la atención para percatarse de los sucesos actuales, observar lo que pasa tal y como acontece para estar cabalmente presente aquí y ahora. En vista de que estos estados se consideran ingredientes necesarios de una vida plena y para adquirir sabiduría y compasión, se practican metódicamente en diversas técnicas de meditación (Goldstein, 1987; Gunaratana, 1991).

En este mismo tema parecen muy relevantes cuatro locuciones del latín clásico que durante el Medievo y el Renacimiento solían grabarse en los relojes de sol, rotundas metáforas arquitectónicas del tiempo presente y de la finitud. El dicho hic et nunc (aquí y ahora) no sólo se refiere a la condición siempre contemporánea de la existencia, también se ha usado para experimentar la realidad actual sin dejarse llevar por teorías o creencias, lo cual requiere una atención refinada y una cognición crítica. Esta actitud sería accesoria del tempus fugit (“el tiempo vuela”) y se complementa con el memento mori (“acuérdate que vas a morir”) y con el carpe diem (“aprovecha el momento”). Las cuatro expresiones en conjunto constituyen una exhortación vehemente: como el tiempo vuela y la muerte se aproxima inexorable, aprovechemos el momento y la ocasión aquí y ahora. Ahora bien, esta amonestación que nos llega desde las remotas plumas de Horacio y Virgilio no es la de buscar y obtener con avidéz placeres sensoriales, como se suele interpretar, sino de adquirir y mantener una presencia consciente en cualquier circunstancia, la que permite admitir lo que venga y dejarlo ir cuando pase.

En suma: estar presente aquí y ahora es un atributo de la autoconciencia explícita e intencional en tanto duran los estados de la atención controlada del sujeto hacia su cuerpo, su mente, su entorno y su situación. Este hacerse y permanecer presente de forma voluntaria y deliberada es actividad propia de un agente, como veremos pronto.

PUNTOS DE VISTA: CRISTALES DE COLORES 

En los seres humanos, el “punto de vista” constituye un ajuste de la observación que puede estar dirigida al mundo exterior, al cuerpo, o proporcionar un acceso privilegiado a los propios estados mentales. La expresión constituye una explícita metáfora visual, porque el “punto” sugiere un “ojo” desde el cual se dirige y enfoca la mirada, en tanto la “vista” es la escena que resulta de un determinado arreglo espacial concebido como “perspectiva.” En las pinturas, las fotografías o las películas cinematográficas, el punto de vista es el sitio y la posición desde los cuales el artista y eventualmente el espectador contemplan la escena visual o el paisaje. El uso de la perspectiva en la pintura occidental es un recurso que data del siglo XV con el empleo de un punto de fuga en un horizonte ilusorio al cual convergen las líneas de la pintura. De esta forma, el artista crea una ilusión en dos dimensiones para imitar la percepción visual tridimensional. El procedimiento prevaleció desde el Renacimiento hasta principios del siglo XX, cuando el cubismo rompió con la tradición representando a los objetos o a los modelos desde varias perspectivas simultáneamente o desde ninguna en particular.

Ahora bien, la frase “punto de vista” no se restringe a la visión y las artes visuales, sino también se refiere a la actitud, creencia o cosmovisión desde donde se percibe y se entiende al mundo. En este sentido es muy recomendable el texto minucioso y sistemático sobre el punto de vista recopilado por Margarita Vázquez Campos y Antonio Manuel Liz Gutiérrez (2015) en términos de la objetividad. Su idea fundamental es que, si bien el punto de vista parece tener un componente externo y uno interno, este último no es meramente subjetivo porque contiene una dimensión temporal transsubjetiva en el sentido de que los seres humanos compartimos nuestra experiencia del tiempo.

Por su parte, Ortega y Gasset planteó que la única forma de conocer la realidad es a través de las perspectivas en las que el observador está colocado y que le proveen de forma inevitable las circunstancias. No tiene sentido decir que sólo una de esas perspectivas es verdadera y las demás son falsas, pues todas y cada una constituyen realidades relativas. Excepto para una deidad omnisciente, no habría un punto de vista total y privilegiado que acceda a la verdad absoluta. Este relativismo orteguiano del conocimiento fue llevado más lejos por Wittgenstein al plantear que en todo punto de vista existe una plataforma y una escena que en conjunto constituyen “los límites del mundo” porque “la realidad” está limitada o constreñida precisamente por la perspectiva y por el lenguaje. Aquello que se encuentra fuera de los límites del punto de vista para el observador está fuera de su mundo y no puede ser puesto en palabras. Sin embargo, el mismo filósofo austro-inglés aceptaría que existe un mundo más allá del punto de vista y del lenguaje, pero este no puede ser concebido sino sólo mostrado al sujeto: es el ámbito que llama “lo místico.” En este mismo tema analizó algo muy relevante para la autoconciencia: la actitud determina o modifica sustancialmente el punto de vista, de tal forma que la misma realidad puede aparecer muy diferente. Resuena aquí el conocido cuarteto de Ramón de Campoamor, o su equivalente en inglés: “beauty is in the eye of the beholder” (la belleza está en el ojo de quien contempla):

“Y es que en el mundo traidor
nada hay verdad ni mentira:
todo es según el color
del cristal con que se mira.”

Está claro que la manera como está construido un punto de vista determina en alguna medida las observaciones resultantes. Entre los elementos cognitivos que sostienen el punto de vista están las creencias, los deseos o los recuerdos, características de la mente humana que, cuando se formulan en frases, se conocen como “actitudes proposicionales” desde Frege y Bertrand Russell.

Más allá de que estas actitudes pueden ser rígidas o dúctiles, se plantea que la objetividad misma está en entredicho porque el punto de vista no sólo es relativo, sino voluble, de tal manera que no habría forma de establecer una verdad confiable, invariable y “objetiva.” Algunos pensadores “realistas” aceptamos que existe un mundo independiente de las conciencias al que es posible aproximarse tomando todos los puntos de vista permisibles, pero a sabiendas que no es posible gozar de todos, lo cual equivaldría a una impensable objetividad absoluta. El criterio de objetividad se definiría más modestamente como el acuerdo entre observadores, algo que se ha denominado intersubjetividad. La gente comparte sus percepciones o creencias y las fortalecen cuando coinciden. De hecho, éste es un principio rector de la ciencia, pues el método científico requiere el estudio empírico de alguna realidad accesible y estipula que el resultado por sí solo no se fortalece y sedimenta como un saber hasta su reiterada confirmación independiente, o bien es refutado cuando se invalida. Ahora bien, la propia historia de la ciencia sugiere que existen puntos de vista y perspectivas de modelos, teorías y creencias que por épocas sucesivas dominan la manera como se diseñan los proyectos y se interpretan los resultados: son los llamados “paradigmas” por Thomas Kuhn.

Otro filósofo de nombre Thomas (Nagel, 1986) está de acuerdo en que la pretensión de objetividad absoluta se encuentra aquejada por el punto de vista relativo y parcial de nuestra perspectiva aquí y ahora, en un sitio preciso y en un tiempo dado. Plantea que hay un problema para combinar la perspectiva de una persona particular, que es por necesidad subjetiva, con la más objetiva a la que esa persona puede aspirar valiéndose, por ejemplo, de la información científica. En efecto, una persona curiosa y dispuesta puede percatarse de que su punto de vista es parcial y aspirar a una perspectiva más amplia o bien considerar alternativas, lo cual constituye una actitud loable y productiva. En la película La sociedad de los poetas muertos (Peter Weir, 1989) un profesor excepcional, actuado por Robin Williams, pide a sus alumnos que suban a sus pupitres para tomar otra perspectiva de su realidad inmediata, lo cual resulta revelador para ellos, aunque inaceptable para las autoridades escolares. Siempre es posible tomar una posición más incluyente, como sucede con la fotografía y el cine cuando la cámara se retrocede para revelar una escena más amplia. Sin embargo, por mucho que la cámara se eche hacia atrás, no es posible adquirir una visión completa y global.

El punto de vista subjetivo es la perspectiva individual de una persona y la coloca como centro de su mundo de tal manera que el conocimiento más directo que tenemos los seres humanos es solipsista y llevó al pensador zen Douglas Harding (1961) a sostener ingeniosamente que, en su experiencia, él… ¡no tiene cabeza! En contraste, el punto de vista objetivo es impersonal y se adopta cuando la persona concibe la realidad en cierto modo “desde afuera,” lo cual está avalado por la coincidencia de puntos de vista, o sea por la intersubjetividad. Thomas Nagel (1986) denomina a este como el punto de vista nowhere, es decir, desde ninguna parte en especial. Jugando con la gramática en inglés y colocando un guión en la palabra, podríamos reinterpretar ese nowhere como su opuesto, un now-here, (now = aquí; here = ahora): el aquí y ahora.

Con el resurgimiento de la conciencia humana como “objeto” de interés en las ciencias, desde hace unas décadas ha venido surgiendo el objetivo de estudiar el punto de vista personal o subjetivo, lo cual se consideraba inviable. Por ejemplo, los informes en primera persona, los relatos que alguien hace sobre lo que siente, quiere, piensa, imagina o sueña, se constituyen en objetos lingüísticos (textos y discursos) que se pueden analizar sistemáticamente para arrojar datos relevantes a la conciencia (Díaz, 2007; 2013). Otra forma de aproximarse al punto de vista ajeno consiste en registrar lo que mira un sujeto en estudio, sea mediante el registro de sus movimientos oculares y la dirección de su mirada o bien colocando una cámara digital en su frente o en anteojos de video digital. Al visualizar la escena que el sujeto mira, el investigador obtiene una aproximación indirecta a su experiencia visual (Skinner y Gormley, 2016). Se trata de hacer más patente el punto de vista del otro, de excavar en la subjetividad ajena.

ESPACIO PERSONAL, TERRITORIO PROPIO

El conocido antropólogo estadounidense Edward T. Hall (1959) propuso una metodología llamada “proxémica” para el estudio de las distancias entre diversas criaturas de alguna especie gregaria. En el caso humano consideró que cuatro distancias sociales constituyen su “dimensión oculta.” La más cercana, el espacio íntimo, corresponde a unos 45 cm y es la más propia o personal, pues facilita los contactos físicos y su perímetro expresa seguridad y confianza. Dice Hall:

Cada organismo, sin importar qué tan simple o complejo, tiene a su alrededor una burbuja sagrada de espacio, un pedazo móvil de territorialidad a la que solo pueden penetrar unos cuantos organismos y sólo por periodos de tiempo cortos (Traducción mía).

El espacio íntimo tiene un significado defensivo, manifestado por un límite de seguridad. Cuando esta frontera es traspasada por alguien fuera del círculo de confianza, el sujeto se siente amenazado e invadido en su propio terreno (Cléry et al., 2015). Si bien este espacio debe tener una larga raíz evolutiva, varía de acuerdo con rasgos de la personalidad y según el nivel de calma o ansiedad en el que el individuo se encuentre (Sambo & Iannetti, 2013). Hall también plantea un espacio interpersonal, situado entre los 45 y 120 cm, en el cual ocurren comunicaciones vocales y menos contactos físicos. Hasta los 3.5 metros los sujetos pueden interactuar visual y auditivamente con facilidad, pero sin intimidad, Hall lo llama el espacio consultivo. Finalmente está la zona que abarca lo visible y audible; el amplio espacio de convivencia que ocurre en los paisajes, las congregaciones, espectáculos, conferencias, rituales religiosos y otros eventos colectivos.

A partir de la propuesta de Hall se fue consolidando la idea de que el espacio peripersonal es un ámbito centrado en el cuerpo humano y dependiente de la representación mental de la zona en la que el sujeto opera, es decir donde utiliza los objetos e interactúa cercanamente con otras personas. Es un área graduada afectivamente en referencia al nivel de conocimiento, aceptación o rechazo que el sujeto tenga con sus prójimos. En la representación mental del espacio peri personal convergen varios sistemas sensoriales: aquello que se ve, se escucha, se palpa, se huele o se saborea integra una noción sobre el perímetro que rodea al cuerpo. Este proceso sensorial coordinado con las posibilidades asumidas de acción facilita que la atención se centre en sitios relevantes del espacio alcanzable y la persona responda a las demandas de la tarea y a las exigencias del medio inmediato.

Las señales visuales, sonoras y táctiles convergen en varias regiones del cerebro y se combinan para posibilitar las interacciones apropiadas con el espacio que ronda al cuerpo. Los vínculos entre lo que se ve, lo que se oye y lo que se manipula son fundamentales en la representación espacial y las zonas parietales y frontales de la corteza cerebral que enlazan las zonas visuales, auditivas y táctiles de los lóbulos occipitales, temporales y parietales son cruciales para la correcta elaboración del espacio cercano al cuerpo (Macaluso y Maravita, 2010). Tales representaciones mentales del espacio contiguo están centradas en la cabeza, el tronco y las manos para guiar las acciones con los objetos y las criaturas alrededor (di Pellegrino y Làdavas, 2015). El cerebro de los primates y de los humanos construye representaciones múltiples y modificables del espacio que rodea el cuerpo y en el que los objetos pueden ser agarrados y manipulados. Se trata entonces del espacio alcanzable, concepto útil para comprender el entorno personal, pues el uso de herramientas modifica transitoriamente la zona operativa de una manera funcional y prerreflexiva. Lo prerreflexivo quiere decir que no es necesario pensar directamente en las sensaciones, las acciones y las representaciones que definen el ámbito inmediato, sino que sencillamente entran en operación y se van depurando mediante un aprendizaje sensorio motor y conforme se adquieren diferentes destrezas (Legrand et al., 2007). Este aprendizaje tácito moldea la conciencia corporal, en especial la que se refiere a las capacidades de acción del organismo.

A pesar de que la idea de espacio peripersonal se desenvolvió por un tiempo a partir de la propuesta de Hall y de otros como una zona fija, basada en la distancia y en una burbuja virtual con un límite de lo que está dentro y fuera de ella, en los últimos lustros diversos autores han corregido y enriquecido la noción del espacio personal. Por ejemplo, de Vignemont y Iannetti (2015) proponen una distinción basada en dos actitudes diferentes por parte del agente, una se refiere a la protección y la otra a la acción dirigida. Las dos funciones requieren procesos sensoriales y motores distintos en los que influyen factores tan diversos como las emociones, en especial la ansiedad, o las tareas, como el uso de utensilios y herramientas.

Por su parte, Bufacchi y Iannetti (2018) argumentan que el espacio personal no se define por una simple geometría centrada en el cuerpo, pues esta representación se ve influida por múltiples factores dinámicos. Por ejemplo, el espacio personal varía si el sujeto está usando herramientas, si está quieto o caminando, si los objetos percibidos se mueven y en qué dirección lo hacen, si estos objetos le son indiferentes o no. La propuesta de estos autores implica tomar en cuenta el significado funcional más que la simple distancia. En otras palabras: el factor determinante del espacio peripersonal no es sólo anatómico y geométrico, sino funcional y conductual, y se reafirma por las posibles interacciones sensoriomotrices con los objetos del mundo próximo, por aquello que se puede ver, oir, tocar y manipular. Proponen entonces que el espacio peripersonal se compone de una serie de campos graduados y cambiantes según las posibles respuestas del sujeto a los estímulos de su medio ambiente próximo y que reflejan en las acciones dirigidas a aumentar o disminuir la distancia con los objetos. Muchas de las acciones de un organismo están dirigidas a ocasionar o evitar contacto con objetos o criaturas del ambiente inmediato, donde adquieren relevancia y sutileza las posibles interacciones con prójimos de la propia especie. Los espacios peripersonales varían entonces con la importancia del estímulo, la situación del agente, las posibles interacciones con los objetos y las circunstancias sociales, como se puso en evidencia son la “sana distancia” marcada por ciertas evidencias científicas durante la pandemia de covid.

Diversos resultados empíricos muestran que las respuestas de múltiples especies animales a objetos y estímulos de su medio varían de acuerdo con la distancia y, más que la existencia de barreras o puntos clave, muestran una variación gradual. Pensemos en un perro al que se acerca un humano desconocido. A lo lejos no le provoca respuesta, a cierta distancia el animal fija su vista en el desconocido y conforme este se acerca sus respuestas conductuales y fisiológicas van cambiando gradualmente hasta desembocar en huida, ataque o sumisión.

Esta modificación del concepto de espacio personal caza bien con la noción de conducta como el conjunto de pautas espaciotemporales de actividad de un organismo en referencia a su medio ambiente (Díaz, 1985). Este conjunto está determinado por una gama de posibles acciones que pueden darse en referencia al objeto y de la selección entre ellas de la más adecuada.

EL YO VOLÁTIL: VOCES, PALABRAS, NOMBRES, SILENCIOS 

La voz humana es un dispositivo sonoro que emana desde el venero subjetivo e íntimo de una mente, se concreta en forma de sonidos convencionales en el aparato fonador de la garganta y la boca, se difunde en el espacio aéreo interpersonal (el “aire nuestro” de Jorge Guillén) y se discierne por quien la escucha. Constituye así una extensión del cuerpo que hace al emisor figurar, comparecer y revelarse a sus oyentes a través del espacio y muchas veces a través del tiempo. La voz humana tiene entonces varios aspectos: uno físico de vibración, otro semántico del significado de las palabras y frases proferidas, un tercero de comunicación afectiva por los tonos, intensidades y timbres. Esta diversidad de apariencias es congruente con las raíces de la palabra voz, pues su etimología apunta en dos direcciones, al menos. La primera deriva del latín vox/vocis, y se refiere a las propiedades físicas de la voz humana que ocurre en frecuencias entre 250 y 3000 Hertz, aunque algunos gritos pueden alcanzar los 8000 Hertz. En esta dimensión la voz humana tiene trascendencia personal y social, ya que está dotada de un timbre característico debido a la anatomía del cuerpo y del aparato fonador que identifica a la persona que la proyecta.

A través de su emisión y recepción, la voz traspasa la barrera del cuerpo y fluye por el aire (de nuevo: el aire nuestro), para llegar a alojarse en otros individuos e impactarlos de diversas formas. El popular bolero “Tu voz” del compositor cubano Ramón Cabrera, interpretado en la versión de Celia Cruz y la Sonora Matancera de 1950, contiene una frase memorable: “tu voz se adentró en mi ser y la tengo presa.” A esta afortunada metáfora sensorial de la evocación sonora habría que agregar la del escritor francés Daniel Pennac: “Nuestra voz es la música que hace el viento al atravesar nuestro cuerpo,” aunque cabe estipular que el instrumento sonoro de la voz está tañido por la persona en carne propia por la modulación y expulsión del aire de sus pulmones a través del aparato orofaríngeo que vibra al compás de los significados y las emociones que quiere expresar esa persona.

La segunda etimología de la palabra voz proviene de otro término latino, vocare, que significa “llamar,” y es la raíz de múltiples términos tan familiares como vocablo, vocabulario, vocativo, vocación, evocar, convocar, provocar o revocar, que refieren a las propiedades semánticas de la lengua. En efecto, la voz humana tiene una extensión social debida a la expresión y a la percepción de la locución, no sólo en lo que se refiere al significado o contenido de lo dicho, sino a la identidad, al ánimo, la emoción o la intención del hablante. De esta forma, factores tan centrales e intrínsecos de la persona como son su identidad, emoción, pensamiento o intención no se restringen al cuerpo o al cerebro de quien habla, canta, susurra o grita, sino que, a través de sus voces, verdaderos actos sonoros, se imprimen e impactan en el medio común. Recordemos que la etimología de la palabra “persona” se refiere a la máscara usada por los actores del teatro clásico para proyectar la voz: per-sonare en latín: la persona es un animal expresivo y simbólico porque al vocear designa, nombra y llama. En “Acerca del alma” (II, 420) Aristóteles lo expresa llanamente: “Ha de ser necesariamente un ser animado el que produzca el golpe sonoro y éste ha de estar asociado a alguna representación, puesto que la voz es un sonido que posee representación.”

Múltiples especies animales emiten conductas sonoras que comunican estados emocionales y algunas, como los monos verdes de África, denominan a sus predadores pues emiten tres gritos muy distintos de alarma para felinos, águilas y serpientes. Los ancestros humanos utilizaron la versatilidad expresiva de la voz para elaborar con ella una comunicación simbólica. A partir de esa formidable adquisición, la voz da cuerpo sonoro al lenguaje y los humanos dependemos de ese recurso para enlazar con los demás, es decir, para informar, nombrar, llamar, persuadir, invitar, vituperar, pedir, orar, declamar, proclamar, gritar, argumentar y tantas otras necesidades comunicativas de las personas y de la especie. Para cumplir con semejantes obligaciones expresivas y expansivas del ser humano, la señal sonora de la voz es decodificada de múltiples maneras por sus oyentes pues, además de entender lo nombrado, reconocen al emisor, distinguen su edad, género o acento, notan dónde se encuentra y perciben sus estados de ánimo y coligen sus emociones e intenciones.

La voz es un fenómeno físico, psicológico, conductual y social que, al unificar estos aspectos fundamentales de la relación mente-cuerpo-mundo, permite atisbar su unidad y su diversidad. Las diversas acepciones de la palabra voz parecen tener una confluencia en el trascendental concepto grecolatino de logos. Hace años, en una de las inolvidables pláticas que mantuve con el filósofo hispano-mexicano Eduardo Nicol, a mi pregunta de qué le significaba el logos, que tanto le había ocupado en sus reflexiones, respondió de entrada que el logos es la voz. Con el tiempo fui comprendiendo que concebía la voz en su sentido de viento modulado por la garganta y de símbolo modulado por el pensamiento; la voz de múltiple esencia y apariencia, como palabra aprendida, pensada, dicha, difundida, oída, comprendida, enseñada y, en todo caso, compartida.

El tema es relevante a la relación entre el yo y el mundo porque la voz está vinculada a esa voluntad personal y particular tan humana: la necesidad y el empeño de comunicar lo que ocurre en la conciencia. El enunciado vocal tiene entonces dos polos: por un lado, sus fuentes internas y subjetivas, como son las motivaciones para comunicar algo y el pensamiento que lo deletrea, y por el otro están sus efectos en los oyentes, y que son el objetivo de la expresión oral. Entre esos dos polos semánticos median el instrumento vibrante del cuerpo –el aparato fonador de la orofaringe– y la ondulación del aire nuestro. En una revisión muy original y convincente publicada por Diana Sidtis y Jody Kreiman (2012) de la Universidad de Nueva York concluyeron que la voz humana constituye una encarnación del self o del yo en el espacio social porque la voz contribuye a la expresión, la percepción y el tráfico de estados y procesos mentales y subjetivos entre personas.

Es muy verosímil que la voz, en estrecha relación con la adquisición del lenguaje durante la hominización, haya jugado un papel central en los orígenes de la música. Dado que la variación de la voz humana resulta del tipo de sentimiento experimentado, el canto constituye una intensificación de la sonoridad propia del lenguaje emocional y toda la música llegó a constituirse en algo más que en una expresión: en una auténtica encarnación de afectos, emociones y pasiones. El volumen, la altura, el timbre y los ritmos empleados en la música vocal fueron la manera idónea de expresar sonoramente las emociones en las culturas humanas. Manuel García, destacado maestro de cantantes de ópera a mediados del siglo XIX, presentó en la Royal Society of Science de Londres el primer laringoscopio de su invención y sus observaciones científicas sobre la emisión de la voz humana a la luz de este aparato pionero de la otorrinolaringología. El documento abarca las características y el funcionamiento de la voz humana, sus fundamentos físicos y biológicos en el aparato fonador, los apoyos corporales y conductuales necesarios para su óptima emisión, hasta llegar al mundo del drama y la pasión expresados en la voz y el canto, en particular en la ópera.

La contraparte aparente de la voz es el silencio, pero en la comunicación humana estos dos factores están íntimamente asociados y son complementarios (Kovadloff, 2021). El silencio adquiere significado y contenido en el contexto cotidiano de las interacciones cara a cara mediadas por el lenguaje. La semántica del silencio ocurre de muchas formas. Un tipo de silencio consiste en oír y callar, sea cuando el escucha pondera lo que el otro dice, cuando enmudece como señal de aceptación (“el que calla otorga”), o cuando se reserva por estar en desacuerdo o porque no desea externar su sentir. Otro tipo de mutismo fue estipulado por Cajal cuando alegó que, de todas las reacciones ante la injuria, el silencio es la más hábil y económica. Calderón de la Barca definió al silencio “retórica de amantes,” aunque convendría acotar que, en el acto del amor, la comunicación más abarrotada y exultante es táctil.

Si quedaran dudas del valor semántico del silencio, bastarán los siguientes ejemplos para disiparlas: hay silencios conmemorativos, como guardar un minuto de silencio, silencios políticos, como el de aquella sonada marcha estudiantil del 13 de septiembre de 1968, que mi memoria registra como una película épica y muda. Además, hay silencios religiosos en procesiones, en ejercicios espirituales o de meditación; hay silencios cómplices cuando le aseguramos a quien nos confía un secreto que nuestros labios están sellados haciendo un ademán de cremallera sobre ellos. Están también los silencios heroicos de quienes no confiesan bajo tortura o los silencios mendaces y perversos de quienes niegan y ocultan la tortura. Y a veces sucede que, como lo afirmara Unamuno, el silencio es la peor mentira.

Colofón

Jorge Guillén (1893-1984), gran poeta de la Generación del 27, escribió esta cuarteta en “Más allá”:

Soy, más, estoy. Respiro.
Lo profundo es el aire.
La realidad me inventa,
Soy su leyenda. ¡Salve!

Ramón Xirau (1985, p. 60) elucida ese “soy, más, estoy. Respiro” como expresión depurada de la presencia. Octavio Paz (1990, p. 88) agrega: “la manera propia de ser es estar; estar es la consumación o realización del ser; estar es ser aquí y ahora.” Silvia Sauter (1993) encuentra que la epifanía expresada en el Cántico de Guillén es una absorción que consiste en estar presente dilapidando la noción de sí mismo. En efecto, en los versos iniciales del poema “Al margen de un cántico” (de donde tomo y resalto el título de este escrito) la voz poética de Jorge Guillén canta y discurre de forma segura y diáfana:

¿Quién soy yo?
Me importa poco.
El mundo importa. Rodea,
vivo en él: un misterio
rebelde a la inteligencia
pero no al amor, al odio,
a náuseas y apetencias.

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