Literatura, locura y degeneración, Representaciones de la enfermedad mental en la novela México Manicomio

Literatura, locura y degeneración
Representaciones de la enfermedad mental en la novela México Manicomio

 

José Antonio Maya González

Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco, correo electrónico: jomayago@gmail.com


El objetivo del presente trabajo es analizar las representaciones de la locura en la novela México Manicomio publicada en 1927 y escrita por el médico, periodista y literato Salvador Quevedo y Zubieta (1859-1935).1 Mi intención es analizar algunos de los contenidos psiquiátricos utilizados para idear a los personajes y examinar las estrategias narrativas para significar al Manicomio General La Castañeda, institución inaugurada en 1910 y clausurada en 1968. Considero que dicha obra permite estudiar los referentes clínicos mediante los cuales se evaluaron los cuerpos y las mentes de los sujetos ahí confinados y del personal profesional durante las primeras dos décadas de funcionamiento institucional, y también vislumbrar los saberes de los expertos encargados de certificar la locura. México Manicomio representa una valiosa fuente para la historia cultural de la psiquiatría, una línea de investigación historiográfica que ha consolidado sus objetos en el estudio de las ideas, los valores y las percepciones culturales de la enfermedad mental, sus representaciones sociales y la producción de subjetividades a partir del abordaje de una diversidad de fuentes: cartas, poemas, diarios, autobiografías, cuentos y novelas (Bongers & Olbrich, 2006; Huertas, 2012; Villasante et al., 2018; Ordorika & Golcman, 2021).

México Manicomio puede entenderse como un dispositivo ficcional en el que se traman discursos, prácticas y representaciones. Esto no supone que los textos literarios “reflejen” la realidad; por el contrario, proponen una forma de realismo capaz de “evocar lo real, describir personas y lugares, poner en escena acciones, penetrar en el alma humana” (Jablonka, 2016, pp. 18-19).2 Desde la perspectiva historiográfica, los textos literarios son instrumentos de investigación de los hombres y las épocas, porque permiten concebir “posibilidades históricas” de lo social (Chartier, 2006; Ginzburg, 2010, p. 439). Mi punto de partida es el siguiente: a lo largo del tiempo, las producciones artísticas han sido capaces de establecer “diagnósticos estéticos” sobre los procesos de salud/enfermedad; mejor aún, considero que las prácticas literarias han logrado producir un “saber cultural” en torno a la locura. De esta manera, una de las tareas del historiador es dar cuenta de los intercambios conceptuales entre la ciencia y la cultura, con el fin de comprender los procesos de sentido y significación que se dan en el campo literario (Huertas, 1984; O’Byrne, 1996; Bongers & Olbrich, 2006, p. 15; Hidalgo, 2008). Nuestra novela de estudio aborda las tensiones institucionales y los escenarios de violencia durante el periodo revolucionario, en particular, visibiliza el espacio manicomial y las crisis a pocos años de su fundación; de igual modo, exhibe una serie de discursos y prácticas de clasificación de la época mediante las cuales pueden entreverse los comportamientos de ciertos sujetos juzgados como locos. Este trabajo está dividido en tres secciones: en la primera, abordo algunos pasajes de la biografía intelectual del autor y la función de su escritura; en la segunda, analizo la representación del manicomio y, en la tercera, examino los recursos teóricos con los que clasificó a los personajes.

UN POSITIVISTA-ROMÁNTICO

Salvador Quevedo y Zubieta fue un escritor polifacético, político ocasional y médico positivista que colocó el saber científico al servicio del entendimiento del orden social durante la dictadura de Porfirio Díaz (1876-1910).3 Nuestro personaje representó al letrado “prototipo” nacido en la segunda mitad del siglo XIX, que incursionó en todos los géneros como la novela, el teatro, la poesía, el periodismo y la crónica, es decir, exploró diversas modalidades textuales bajo el convencimiento –como muchos hombres de letras de su tiempo–, de que participaba del proyecto civilizatorio por medio de su tarea intelectual (Ruedas de la Serna, 1996, p. 9). El escritor jalisciense formó parte de una constelación de positivistas-románticos formados en la República Restaurada, mostró entusiasmo por los métodos de indagación científica propuestos por August Comte, sin descuidar, claro está, el gusto por la escritura de tono romántico y nacionalista (Matute, 2005, p. 429). Pero también fue un cosmopolita, estudió medicina en Francia y viajó por varios países europeos tratando de conocer las maneras, costumbres y tradiciones “de los pueblos”. Quevedo y Zubieta se consolidó como escritor junto a los esfuerzos de una “elite cultural” preocupada por engarzar “científicamente” a la sociedad, mejorar la educación y definir la “organización del país” mediante la aplicación de la ciencia al estudio de las leyes que regían la sociedad (Guerra, 1988, p. 84). El autor de Recuerdos de un emigrado, El Estudiante, México Marimacho, entre otras obras, asumió su labor narrativa desde el campo médico, siempre dispuesto a diseccionar el “cuerpo social” de la nación mexicana.

A inicios del siglo XX, escribió algunos artículos para las revistas médicas La Escuela de Medicina y Gaceta Médica de México sobre higiene pública, cirugía, patología interna y trastornos mentales, temáticas que comenzaban a despertar el interés de los profesionales de la medicina porfiriana. En su novela articuló tanto sus intereses médicos como los artilugios literarios que fue desarrollando; dicho eclecticismo explicaría, en buena medida, por qué México Manicomio aborda la “psicología social” (subtítulo de la novela) a partir de la descripción de los “vicios”, “atavismos” y otros “males” de ciertos sectores sociales desde una postura clínica. Al hacerlo, Quevedo y Zubieta buscó registrar las transformaciones políticas, sociales y culturales de un país enfrascado entre la nostalgia por una época de relativa paz y modernización, como la porfiriana, y el desorden mental generalizado que, para él, suponía la revolución en marcha. La novela inicia con un preámbulo en el que se recrea una conversación entre un narrador-periodista y Porfirio Díaz:

¿Cómo se las arregla usted para poder regir por tantos años a esta República? Don Porfirio guardó silencio un momento, como para elaborar una verdad profunda, que al fin salió de sus labios en esta forma confidencial: Me he figurado que estoy gobernando un gran Manicomio (Quevedo y Zubieta, 1956, p. 5).

Desde luego, Quevedo y Zubieta usó la figura del manicomio como una alegoría significativa por sus implicaciones médicas y políticas: por un lado, permite mostrar la visión que tenía el presidente hacia sus gobernados, a quienes consideraba ciudadanos susceptibles de tutela, incluso, menores de edad; y, por el otro, exhibe la centralidad del discurso de la locura en la cuestión pública. Ya en el exilio, continúa el narrador-periodista, recordó una última suplica del mandatario: «Diga usted en su diario que me he venido porque mis paisanos se están volviendo cada vez más locos» (Quevedo y Zubieta, 1956, p. 6).

Como muchos médicos, escritores y periodistas de su época, nuestro autor utilizó la literatura como un laboratorio epistemológico muy vinculado al alienismo francés,4 en específico, su narrativa estaba en sintonía con las teorías sobre el delirio y la degeneración.5 Desde esta perspectiva, podemos decir que su novela alude a un conjunto de saberes expertos y de prácticas médicas que se dieron en el marco de los inicios de la profesionalización de la psiquiatría mexicana durante las primeras dos décadas del siglo XX.6 Quevedo y Zubieta incorporó a su producción literaria la observación sistemática y el análisis riguroso; estas operaciones estéticas avalaban una forma de escritura con pretensiones de “objetividad”. Sus prácticas literarias tenían la encomienda de clasificar ciertos comportamientos de acuerdo con los principios de la profilaxis social muy en boga durante el porfiriato. En un artículo publicado en 1899, casi tres décadas antes de la impresión de México Manicomio, nuestro autor celebró las relaciones entre la literatura naturalista y la psiquiatría positivista. Quevedo y Zubieta veía en dicha alianza la posibilidad de construir un instrumento para combatir, denunciar y frenar el supuesto incremento de patologías mentales en el país:

Hoy sentimos que ya es hora de abandonar aquella despreocupación y este desprecio, y tratamos de oponer a la creciente miseria y criminalidad diques más fuertes que los hasta el presente construidos. El arte no podía permanecer extraño a esta preocupación general, y de aquí que los artistas se hayan convertido en clínicos (Quevedo, 1899, pp. 335-336).7

En su artículo, Quevedo y Zubieta hacía referencia a la reunión celebrada en Roma, en la cual se insistió en la importancia del naturalismo literario8 y las aportaciones de la “novela científica” al estudio de los delincuentes y degenerados.9 Nuestro autor se había sumado a otras voces de fin de siglo que sostenían que escritores como Víctor Hugo o Julio Verne usaron el espacio literario para instruir a los lectores y, sobre todo, para colocar los temas científicos “al alcance de todos” (Parra, 1891, p. 1). Así, uno de los argumentos de este trabajo consiste en mostrar que México Manicomio tenía una función social, la cual consistió en coadyuvar con el desarrollo biológico de la nación patologizando ciertos comportamientos transgresores, denunciado a sus “lacras” e imponiendo un conjunto de normas “saludables” fincadas en los ideales porfirianos: el libre albedrío, el autocontrol, y, por supuesto, el orden y el progreso. De esta manera, alienismo y naturalismo fundaron un proyecto político-narrativo que pretendía denunciar y defender a la sociedad de sus malportados.

México Manicomio buscó denunciar, mediante la ironía y el sarcasmo, el comportamiento transgresor de ciertos grupos sociales y la escasa formación del personal médico, como veremos más adelante. La novela de Quevedo y Zubieta ofrecía un retrato público de las patologías sociales que más preocuparon a las elites porfirianas: el alcoholismo, las enfermedades venéreas, las neurosis, el erotismo y las pasiones desbordadas, y lo hizo acudiendo a una estrategia narrativa: el caso clínico. Este ejercicio escritural no fue fortuito. Recordemos que nuestro autor conoció los protocolos de observación, registro, pronóstico y diagnóstico de su época, al formar parte del cuerpo médico del Manicomio General La Castañeda en dos periodos; el primero, entre 1917-1918, y el segundo, en 1927.10 Como facultativo, Salvador Quevedo y Zubieta buscó defender a la sociedad de los peligros que representaba la locura revolucionaria; como literato, narró ficciones psicopatológicas con un fuerte sesgo cientificista. Narrar un caso requiere de un proceso de diferenciación y selección dentro de un conjunto de “casos posibles”. Se trata de una modalidad textual que organiza, a través de un relato, los rasgos patológicos individuales o sociales que apuntan a la normalización social. En dicha organización se puede identificar una “matriz narrativa”, según la cual, se establece una interpretación de lo patológico, lo anormal y la desviación (Salto, 1989, p. 261). México Manicomio organiza el relato en función de dos elementos: a) establece un paralelismo entre el afuera/revolucionario y el adentro/institucional; b) interpreta la locura en la necesidad del aislamiento y la herencia atávica.

ENTRE LA “CIUDAD DESATORNILLADA” Y LA “LOCA MANSIÓN”

La novela narra la historia de Mauro Vallín, un joven médico que llega a la capital con el deseo de poder trabajar en el recién fundado Manicomio General “La Castañeda”. La trama se desarrolla en la ciudad de México entre 1915-1917, uno de los periodos más álgidos de la lucha revolucionaria bajo el gobierno constitucional de Venustiano Carranza y el interinato de Francisco Carbajal. En su travesía del estado de Coahuila a la ciudad de México, el protagonista queda aterrorizado por el semblante de aquellos hombres que encabezan la lucha armada, “cuyo programa único fuera la destrucción y el pillaje” (Quevedo y Zubieta, 1956, p. 11). Considera que la ciudad, convulsa y “desatornillada”, ha quedado subyugada “por los demonios de la locura”. Aun cuando Quevedo y Zubieta considera la Revolución como el signo de un desorden social, la revuelta no desató una violencia “irracional” entre grupos armados; por el contrario, se trató de una violencia racional, estratégica y pactada entre los distintos ejércitos que tenían mucha capacidad organizativa y equipamiento militar para controlar al país (Picatto, 2022, p. 27). Consciente y atemorizado, Mauro Vallín percibe en el “desorden generalizado” el escenario propicio para la arenga de conjuras paranoicas; cualquiera podía ser sospechoso de “connivencias con Carranza” o acusado de “espía peligroso”. Si consideramos que México Manicomio es “una historia de locos patológicos” bajo un contexto político “que le parece al narrador como caos y como cosa de manicomio” (Portal, 1985, p. 205), debemos admitir que la matriz narrativa que rige la novela es su perspectiva “contrarrevolucionaria”. En efecto, Quevedo y Zubieta formó parte de una constelación de liberales que interpretaban el desorden, el desenfreno y las convulsiones políticas como símbolo de retroceso con respecto al “progreso social” que defendían los porfiristas. No obstante, ¿por qué estableció un paralelismo entre el contexto revolucionario y el manicomio? Mejor aún, ¿qué función tiene la locura en la novela?

Una vez contratado como médico de la Castañeda, Mauro Vallín se enamora de Irene, una joven “histérica” que fue encerrada por su familia para quedarse con el dinero de una herencia. Al abordar una historia de amor, el lector logra conocer las vicisitudes y las problemáticas que enfrenta la institución manicomial y el personal encargado durante un periodo de crisis recurrentes. Un aspecto que destacar es la centralidad que adquiere la figura del administrador en la representación narrativa del desorden social y la perturbación mental; ejemplo de ello son los siguientes personajes: el administrador “chiflado” del hotel donde se alojó Vallín a su llegada a la capital; las incompetencias de los diferentes administradores que tuvo el manicomio en pocos años; o bien, la ausencia del gran “administrador” de la nación. Es claro que “el desorden generalizado” así como la anomia social presente durante la guerra de facciones, son el resultado de la ausencia de un poder central, ese que regula y organiza la trama institucional. Por un lado, la revuelta social está representada como ese otro manicomio citadino en el que circulan vagos, harapientos, indios, pobres, hambrientos, caudillos y militares que buscan un cambio sociopolítico; aunado a otros progresistas y civiles que pugnan por hacer efectivo el lema: “orden y progreso”. Así, el personaje de Mauro Vallín exhibe la mesura progresista de los viejos porfiristas. Por el otro, el manicomio está representado como una institución vetusta que encubre la corrupción política, y que desata las ambiciones del personal administrativo y médico; en una palabra, se trata de una Castañeda en donde reina “el desorden general del momento. La excitación pasaba de los agitados al personal loquero. Se oían gritos de locos y zurriagazos de guardias en un pabellón” (Quevedo y Zubieta, 1956, p. 76). Para nuestro autor, el desorden es la condición necesaria para entender la locura social, proceso que clausura (o difumina) las fronteras entre unos y otros.

El manicomio, como institución transversal, encarna las tensiones de un periodo convulso, de esta manera, Quevedo y Zubieta reproduce una de las funciones para las que fueron creadas: separar al loco del medio social. Al llegar a la ciudad de México, Mauro Vallín se asombra de la imagen fronteriza, limítrofe y colindante que impone el “palacio de la locura”:

Más allá de la cuesta ferroviaria se eleva de tal modo que sólo un profundo foso puede separar al mundo cuerdo del mundo loco. Ante la multitud viajera se destacó la masa del pabellón central, destinado a Servicios Generales; a uno y otro lado, en dos series paralelas, los pabellones de locos y locas; éstas poblaban los prados fronteros a la vía, a esa hora de paseo reglamentario. Unas tiradas sobre el zacate, entre pinos y truenos; otras sentadas en los bancos de los cenadores; una que otra vagaba a solas, encarada con su delirio. Gritos y señales se cambiaron del Manicomio al tren, del tren al Manicomio. Los del tumbaburros reían de las locas; las locas reían de los tumbaburros.” (Quevedo y Zubieta, 1956, p. 60).

Como es sabido, la inauguración del Manicomio General el 1 de septiembre de 1910, representó la culminación de una gestión porfiriana controvertida por su autoritarismo y longevidad en el poder. Mientras que el cisma de la Revolución mexicana despertaba la creencia de instaurar los cambios para revertir la situación de injusticia que vivían las mayorías, el manicomio capitalino enarboló sus propias expectativas sustentadas en el “progreso científico”. México Manicomio contiene la imaginería patológica de su época, según la cual, aislar a los “locos” equivalía a resguardar la nación. Es de sobra conocido que a lo largo del siglo XIX e inicios del XX, se crearon instituciones manicomiales a nivel global destinadas a la atención, cuidado, resguardo, contención y profesionalización del saber psiquiátrico y, por su puesto, México no fue la excepción (Scull, 2019; Ríos Molina & Ruperthuz, 2022). El proyecto para fundar una institución moderna ya estaba en la imaginación científica desde el último cuarto del siglo; por ejemplo, en 1897 el médico legista José Olvera demandó la creación de un hospital moderno con la finalidad de separar al loco de la sociedad y defenderse de los peligros que éste representaba; un espacio, donde además, el médico pudiera “dedicarse a la criminalidad en los cuerdos y en los locos y así pueda señalar el alma lo que sólo a ella le pertenece en los actos humanos y en la organización lo que a ella es debido” (Olvera, 1891, p. 166). Incluso, el Dr. Caballero recomendaba el aislamiento de los enfermos mentales a “sanatorios especializados”, ya que el encierro era en sí mismo “un remedio seguro y casi infalible contra la agitación de tales enfermos”. Y concluía, “la hospitalización de los locos es siempre conveniente” (Barcia Caballero, 1904, p. 112). No cabe duda de que, en nuestra novela de estudio, la representación literaria del manicomio articuló una serie de discursos, demandas, viejos anhelos y necesidades apremiantes.

Si el manicomio pretendía separar “al mundo cuerdo del mundo loco”, según la expresión de Quevedo y Zubieta, ¿quiénes podían habitar el palacio de la locura? En el reglamento fechado en 1912, se aseguraba que el manicomio atendería a “toda clase de personas de ambos sexos y de cualquier edad, nacionalidad y religión” aquejadas por “enfermedades mentales” (Reglamento, 1913, p. 1). Se trató de un proyecto fuertemente centralizado, con pretensiones democráticas y de inspiración caritativa, en el que confluyeran todas “las condiciones necesarias” para el buen “aislamiento” y “curación” de los locos (Gobierno Mexicano, 1898, pp. 893-894). Sin embargo, el manicomio comenzó a tambalear a pocos años de que abrió sus puertas. En su primer día como facultativo, Mauro Vallín descubre que no había director del nosocomio, tampoco administrador y mucho menos director de Beneficencia. Tampoco contaban con material de curación, ni quirúrgico, y lo más grave, también escaseaban los alimentos. De la mano del doctor Zaburra, el protagonista recorre los pabellones con la mirada atónita, descubre un espectáculo inquietante que oscila entre la miseria, la inmundicia y la decrepitud moral. En su recorrido, nuestro narrador es testigo de cómo la locura revolucionaria afecta la subjetividad de los confinados hasta enloquecerlos: “un maniaco excitado, apoderándose al paso de un palo de escoba, lo tremolaba en alto, portaestandarte de una tropa imaginaria” (Quevedo y Zubieta, 1956, p. 79). La asociación entre el afuera/revolucionario y el loco sujeto rebelde quedaba asentada.

Finalmente, a través de su protagonista Quevedo y Zubieta expone el desencanto que le despierta La Castañeda; erigida para dar tratamiento a los enfermos mentales, pronto se había convertido en un verdadero “Antro de Corrupción”. Mauro Vallín pasa las primeras noches de práctica laboral en el manicomio afectado por el desengaño y la frustración; desconcertado, el joven galeno reconoce haber llegado con la esperanza de “explorar un sitio de estudio, y la excursión se volvía jolgorio” (Quevedo y Zubieta, 1956, p. 84). Pensativo, Mauro describe con ironía la situación:

¡Una tamalada! En eso paró la gira por las florestas del Manicomio. Hubo un tiempo en que la loca mansión estuvo exclusivamente destinada a esa clase de comilonas rústicas cuando no se conocía su arreste recinto sino por “la Castañeda”. Los pabellones de enajenados (cuya construcción fue oficialmente dirigida por el hijo de Porfirio Díaz, Porfirito, (…) no han podido suprimir el espíritu local originario. El Manicomio ha luchado siempre por seguir siendo la juerguista “Castañeda”. (Quevedo y Zubieta, 1956, pp. 85-86).

El desasosiego que sacude al protagonista coincide con la situación analizada por los historiadores de la psiquiatría durante los años de la Revolución. Andrés Ríos Molina sostiene que durante estos años los médicos prácticamente no diagnosticaron enfermedades mentales y tampoco hicieron historias clínicas porque muchos de los pacientes que ingresaron en dicho periodo, fallecieron poco tiempo después de su ingreso. La falta de transporte y la toma del manicomio por las fuerzas zapatistas y carrancistas impidieron una mejor alimentación y atención terapéutica. En términos de la infraestructura, 1917-1920 fueron los años más críticos para la institución. Preocupado en recuperar el orden social, el proyecto de reconstrucción nacional encabezado por el gobierno constitucionalista contrastaba con la violencia, el miedo y la zozobra que se vivía en el manicomio (Ríos Molina, 2009, pp. 158-159). Incluso, Cristina Sacristán ha mostrado que, al finalizar la guerra, las autoridades del manicomio fueron muy cuestionadas desde la opinión pública debido a las constantes quejas sobre maltratos y hacinamiento de los internos (Sacristán, 2005, p. 204). México Manicomio retrata la decadencia de una incipiente práctica psiquiátrica; además, deja en claro que la locura funciona como una metáfora para explicar un país sin rumbo.

“ESTE VALLE DE DEGENERADOS”

Una lectura general permite considerar que los “locos” representados en México Manicomio no son personajes pasivos, indiferentes y atrapados en las redes de un poder psiquiátrico. Por el contrario, Quevedo y Zubieta buscó mostrar a los confinados como sujetos transgresores e insertos en dinámicas cotidianas que suceden de manera cronológica dentro del espacio manicomial. Un lugar destacado lo ocupan las mujeres, a través de sus comportamientos y actitudes es posible acercarnos a los valores de una época que se resistía al cambio cultural. Los personajes femeninos no se ajustan a los roles de género porfirianos: Eva Roncallos, “la megalómana”, era una mujer que no admitía contradicciones de ningún tipo y solía intercambiar telegramas con el Rey Jorge y el Emperador Nicolás; Virginia Capla la “marimacha”, se vanagloriaba de haber combatido en las filas triunfalistas, siempre con su fusil en mano dispuesta para ir a la guerra; Elena Medrano era otra “militante a las órdenes de los del Norte” que había ingresado al manicomio sin motivo aparente. La condición del delirio y la obsesión revolucionaria fueron percibidos, por nuestro autor, como síntomas de una patología mental imprecisa, pero merecedora del encierro. Estas mujeres simbolizan, en los planos social y cultural, el poder subversivo de la revolución en marcha; mientras que Mauro Vallín y sus colegas facultativos, sólo se limitan a observar con recelo y franco encono, la decadencia moral de la llamada “familia revolucionaria”. Podemos decir que dichas confinadas son locas subalternas porque desafían la subjetividad patriarcal a la que estaban sujetos los médicos del manicomio, ya que en todo momento confrontan a los guardias y a otras figuras de autoridad dentro del nosocomio. Entre las páginas también desfilan poetas redentores que cantan su desconsuelo, lesbianas que operan todo tipo de negocios con el personal administrativo y, desde luego, cantantes afamados y músicos de orquesta. Así, la novela articula una serie de figuras, estampas y semblantes estereotipados propios de la locura finisecular.

Un elemento destacado en la representación literaria es la degeneración del personal médico. Sin miramientos, Salvador Quevedo Zubieta criticó la falta de profesionalismo de los facultativos: “A estos ilustres psiquiatras no los conoce el mundo por sus obras; pero sí por los deseos de ostentar la efigie ante los mil visitantes del Manicomio, para hacer clientela”. Quevedo se refería a la “degeneración del momento” para justificar la “inoperancia” del personal médico. Para esto, utiliza la teoría de la “degeneración” para representar la condición viciosa de los médicos, los administrativos e internos que no escaparon de sus funestos efectos atávicos. Cabe preguntarse, ¿por qué nuestro autor se apoyó en dicha teoría y con qué finalidad?

Conviene recordar que desde la segunda mitad del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX, la teoría de la degeneración fue uno de los modelos “científicos” más relevantes para los médicos, alienistas y criminólogos en diversas partes del mundo, el cual buscaba explicar las causas de la locura, la criminalidad y de otras enfermedades psicosomáticas. Sus principales postulados estaban centrados fundamentalmente en los procesos hereditarios y las características físicas como signos de enfermedad, los cuales lograron extenderse en los círculos académicos y en la cultura científica de las principales ciudades del orbe, como Francia, Inglaterra, Estados Unidos y otros países de América Latina (Argentina, Brasil, Chile, Colombia y México).11 El alienista francés Auguste Morel, buscó demostrar que la degeneración de la especie humana era resultado de un proceso de desviación mórbida respecto al hombre “perfecto” semejante a Dios. Sustituyó la clasificación sintomática por otra de carácter etiológico, es decir, privilegió la identificación y conocimiento de sus causas (Bing, 2000, pp. 225-229). Morel consideraba que todas las anomalías del comportamiento humano eran la expresión de herencias malsanas; por ello, individuos que degeneraban estaban irremediablemente condenados a la esterilidad e incurabilidad.12 La tarea de los médicos de la mente era rastrear en los antecedentes individuales los signos (rostros asimétricos, orejas malformadas, manos desproporcionadas) que pudieran develar una anomalía transmitida. La locura y la criminalidad se pensaban en términos de predisposición, razón por la cual “existía[n] antes de constituirse como enfermedad” (Foucault, 2008, p. 312). Si bien en su momento, la degeneración fue una teoría con pretensiones científicas, también se convirtió en una ideología global, en donde la locura se formuló en términos de patología física, “explicación proteica de todas las formas de locura, desde la más leve hasta las formas lúgubres, que encontraba su origen en cerebros defectuosos” (Scull, 2019, p. 248). Muchos comportamientos considerados anormales, transgresiones sociales (lesbianismo, onanismo, prostitución, alcoholismo, morfinismo) y otras manifestaciones culturales fueron entendidas en clave somática por sus más detractores médicos, alienistas y criminólogos.

La historiografía en México ha mostrado que los médicos interesados en las cuestiones mentales de finales del siglo XIX e inicios del XX, vincularon la degeneración con la condición de pobreza, la insalubridad y las prácticas viciosas de los sectores populares, así, los “degenerados” eran portadores de una constitución orgánica con taras hereditarias que atentaban contra el proyecto de modernización implementado por el presidente Porfirio Díaz (Ríos Molina, 2008). La teoría de la degeneración fue utilizada para explicar el comportamiento de los grupos populares y marginados en donde se creía reinaba el alcoholismo, la insalubridad y el crimen, prácticas malsanas que reproducían las anomalías físicas y mentales entre las redes familiares y su progenie.13 Sin embargo, los bebedores no fueron los únicos sujetos vistos como “degenerados” en la modernidad porfiriana, la lista también incluía a otros personajes afeminados, con tendencias suicidas, comerciantes, peleadores, estafadores, vividores y todo tipo de “intelectuales desequilibrados”, entre los que destacaban ciertos escritores (Maya, 2020). En este largo inventario de sujetos atávicos, algunos facultativos también formaron parte de la honrosa familia degenerada.

En la novela de Quevedo y Zubieta, resulta significativo que los primeros “degenerados” sean los que, en teoría, debían combatir ese mal. Los médicos son mostrados como “alcohólicos", “morfinómanos”, “imbéciles” e “intoxicados” por todo tipo de sustancias y brebajes, además, sus labores cotidianas son realizadas bajo condiciones antihigiénicas. Nuestro novelista apeló a la degeneración para mostrar los vicios y la incompetencia del personal médico al que calificó de “degenerados”, “corruptos” y “traficantes”. Construyó una imagen que, al compararla con los discursos del entonces director del manicomio Agustín Torres, muestra una tensión entre el discurso oficial que pretende dignificar la profesión médica y la crítica mordaz que establece el autor. En un artículo escrito para la Revista Beneficencia Pública de 1917, un autor desconocido pretendía vanagloriar las virtudes terapéuticas de la institución mostrando el ambiente de concordia y armonía que reinaba en el nosocomio. El documento describía el trajín cotidiano de la siguiente manera:

Es allí donde, a poco andar, y después de haberse sumido en la aparente calma del recinto, se advierten grupos de hombres que preparan la tierra de los “camellones” y que, llenos de gusto, con la sonrisa en los labios y lista la gorra en la mano para saludar al que llega, se muestran afanosos por el cumplimiento de la tarea impuesta; esos grupos son de enfermos pacíficos que, alejados del mundo de los cuerdos, no piensan en las miserias de éstos (E.C.C, 1917, p. 30).

Dicho informe resalta las inmejorables condiciones de la institución destinada a la curación de cuanto “infeliz” le subiera el temperamento o bajara la moral. Además, se detalla sobre la pulcritud de los pisos, el verdor en los pasillos y callejas. Finalmente, se celebra los casos de curación que, según informó el director, ascendían a “seiscientos setenta y nueve entre hombres y mujeres” totalmente rehabilitados y puestos a disposición laboral. Sin embargo, como es posible apreciar, la narrativa de Salvador Quevedo y Zubieta pretendía llegar a los bajos fondos de un mundo psiquiátrico en ciernes. Para el literato jalisciense, el manicomio representaba un “Antro de corrupción”; en cambio, para las autoridades y la prensa oficialista, era un lugar de civilidad y rehabilitación. El médico y funcionario Agustín Torres aparece representado en la novela bajo el nombre de “Austin Torrejas”, descrito como un hombre “degenerado” y “morfinómano” que no sabía administrar la institución.

CONSIDERACIONES FINALES 

México Manicomio es una propuesta estética que tiene por objetivo denunciar la corrupción interna en el manicomio y la proclive degeneración del personal facultativo, dicha vocación, estuvo sostenida por el naturalismo literario. Como intelectual porfiriano y escritor experimental, Quevedo y Zubieta consideró lo inmoral, los vicios y las depravaciones de los internos y del personal galeno, como resultado de la desorganización del país, idea que, a final de cuentas, finca los males sociales y nacionales en la “falta de hombres sanos y ciudadanos dignos” (Begoña, 2007, p. 133). Nuestra novela apela a la “leyenda negra” en torno al Manicomio General La Castañeda, apoyado en un jacobinismo irrestricto, en el que la sociedad debe adecuarse a las leyes que regulan la trama social e institucional. Desde esta perspectiva, toda forma de transgresión es patologizada y justificada con base en una teoría que ponía énfasis en la transmisión hereditaria. El hacinamiento, los grupos de poder y las formas de corrupción dentro del manicomio son el pulso cotidiano. Para Quevedo y Zubieta, “el medio y el momento naturalizan las mayores incoherencias. En la atmósfera del Manicomio los cuerdos toman insensiblemente a locos algo de su percepción anormal…” (Quevedo y Zubieta, 1956, p. 123).

Como médico del Manicomio General, nuestro autor creyó en ciertas bondades “científicas” que representaba la institución para la medicina mental, pero como escritor naturalista, atribuyó a la anomía social (Revolución) de su tiempo el desorden interno de La Castañeda. En suma, el afuera-revolucionario determinó, en gran medida, la experiencia de la locura en el adentro-manicomial. México Manicomio es un ejemplo contundente de los usos estéticos del discurso médico finisecular, ya que da cuenta de las intrincadas relaciones entre literatura y psiquiatría en los albores del siglo XX. Considero que esta novela elabora un diagnóstico estético de interés para la historia cultural de la psiquiatría, en donde el descontrol, la anarquía y el caos generalizado durante los años revolucionarios, produjeron estados de locura social cuya causa primordial radicaba en la paulatina degeneración de la condición humana.

A través de su narrativa, Salvador Quevedo y Zubieta puso en circulación ideas, valores y conceptos propios de la psiquiatría imperante durante la primera década del siglo XX, entre ellos, se destacan el confinamiento manicomial como práctica de separación del mundo loco, y la degeneración, mediante las cuales buscaba explicar, con ojo clínico, los vicios y corruptelas morales. En definitiva, México Manicomio no representa una novela que abone a la legitimación de la medicina mental porfiriana, por el contrario, se trata de una obra crítica de la trama institucional y de sus profesionales. Sin embargo, la narrativa refuerza la idea de que la locura debía ser aislada del medio social que, a su vez, la generaba. La interpretación que subsiste en la narrativa zubietana es claramente una respuesta estética a los claroscuros que dejó el periodo revolucionario.


1   Para la realización de esta investigación utilicé la edición publicada en 1956.

2   De hecho, los relatos de ficción contienen un mundo representado que da cuenta de las condiciones de emergencia de los textos (Bobadilla Encinas, 2009, p. 22).

3   Podemos considerar a nuestro autor como un “letrado”, refiriéndonos a esos escritores, periodistas, médicos, empresarios y científicos que participaron en sucesos históricos y actividades políticas, ocupando puestos públicos en instituciones de gobierno. En cambio, los “intelectuales” serían aquellos personajes que lograron establecer cierta autonomía, relativa o ambivalente, con respecto a las funciones y relaciones con el Estado, ya sea desde el “campo literario” y/o científico (Schmidt-Welle, 2014, p. 17).

4   Recordemos que, durante el siglo XIX, el alienado era concebido como un enfermo que había perdido la razón, por su parte, los alienistas eran aquellos facultativos que atendían la alienación mental. Estas ideas circularon de manera constante en los textos literarios de fin de siglo en la ciudad de México (Maya González, 2014; Zavala Díaz, 2018).

5   En términos generales, la teoría de la degeneración fue propuesta por el alienista francés August Morel en 1857, y establecía que todas las anomalías físicas y mentales del ser humano eran la expresión de herencias malsanas. La degeneración proponía que la herencia era el principal trasmisor directo de las psicopatías, atavismos y malformaciones corporales y psíquicas del sujeto enfermo (Huertas, 1987).

6   Es bien sabido que al fundarse el Manicomio General La Castañeda en 1910, también inició un periodo de profesionalización de la disciplina. Dicho establecimiento no sólo respondía a un proyecto terapéutico, según el cual, el encierro era en sí mismo benéfico para el paciente, sino que permitió la consolidación de la enseñanza, la formación de psiquiatras y el desarrollo de la investigación a través de revistas especializadas y la práctica institucional (Sacristán, 2009; Ríos Molina, 2009).

7   “X.X.X” era uno de los varios seudónimos que solía utilizar el escritor jalisciense (Ruíz Castañeda & Márquez Acevedo, 2000, p. 664).

8   El naturalismo fue una corriente liderada por escritor francés Emile Zola, cuya propuesta estética tenía la pretensión de “objetividad” al utilizar el método científico como instrumento de producción literaria (Zola, 2002).

9   Zola consideró que la llamada “novela científica”, podía erigirse en instrumento de denuncia social, ya que los personajes criminales y prostitutas, por ejemplo, solían coincidir con aquellos casos reales descritos por los psiquiatras y los criminalistas. En este sentido, el naturalismo tenía como objetivo someter el arte a las reglas de la ciencia para exponer los vicios de las llamadas “lacras de la sociedad” (Huertas y Peset, 1985; 1986).

10   Archivo Histórico de la Secretaría de Salud, Fondo Manicomio General, Sección Expedientes Personales, Caja 45, expediente 6, en adelante AHSS, FMG, SEP, C, 45, exp. 6.

11   El Traité des dégénérescences physiques, intellectuelles et morales de l'espèce humaine et des causes qui produisent ces variétés maladives escrito por el alienista francés August Morel en 1857, se convirtió en el instrumento de interpretación hegemónico que ofrecía una explicación etiológica de las enfermedades mentales a partir de la transmisión hereditaria.

12   Morel consideró que las principales causas de la degeneración eran el clima, el medio social, el consumo de alcohol, mariguana y opio, además, enfatizó que muchas prácticas sexuales consideradas “anormales” podrían engendrar hijos locos o epilépticos que terminarían con generaciones futuras (Huertas, 1987; Campos Marín et al., 2000; Sánchez, 2015).

13   Existía un evidente “pesimismo biológico” alrededor de las ideas sobre la degeneración, ya que los individuos afectados eran considerados como “incurables” por llevar marcas en el cuerpo, “estigmas”, que revelan las funestas consecuencias de la transmisión hereditaria. Por otra parte, también tenía un “trasfondo católico” al considerar que los degenerados eran “pecadores”, ello explicaría su desviación mórbida respecto al hombre ideal (Huertas, 1987, pp. 24-25).

 

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