Etnografía y psiquiatría: ¿Crítica o caricatura?

Etnografía y psiquiatría: ¿Crítica o caricatura?

 

Jesús Ramírez-Bermúdez

Unidad de Neuropsiquiatría. Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía. Ciudad de México.


A lo largo de las últimas décadas, la psiquiatría y la crítica dirigida hacia esta disciplina han generado un tejido complejo de ideas en torno a los problemas clínicos caracterizados como problemas de salud mental. La autocomplacencia de grandes sectores de la medicina, y de la psiquiatría en particular, justifican la evaluación –a veces desfavorable– de la praxis médica que surge desde la antropología, la sociología, la ciencia política, la psicología, el psicoanálisis, la filosofía, los derechos humanos, y desde el territorio legítimo de los activistas que han sufrido abusos o errores médicos. Pero en ocasiones, la crítica se convierte en fábula o en caricatura. Los discursos antipsiquiátricos tienen grados variables de rigor, por lo cual se requiere también una apreciación crítica de la crítica: tal y como sucede cuando analizamos la práctica médica, los académicos que realizan auditorías periódicas a la psiquiatría también son susceptibles de caer en la autocomplacencia o en sesgos territoriales. Las múltiples facetas del tema fueron abordadas con lucidez por el doctor Héctor Pérez-Rincón en su Defensa e ilustración de la psiquiatría (Pérez-Rincón, 2011). Este ensayo dialoga de manera más específica con los textos de etnografía clínica que aparecieron en el libro Interacciones y narrativas en la clínica: más allá del cerebro (UNAM, 2002), y en el volumen 81 de la revista Dimensión antropológica (enero-abril, 2021). Estos volúmenes fueron coordinados por destacadas investigadoras: Liz Hamui Sutton, Josefina Ramírez Velázquez y María Alejandra Sánchez Guzmán, y reúnen el trabajo etnográfico de múltiples autores en torno a la práctica neurológica y psiquiátrica realizada por el Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía, donde laboro desde hace 25 años.

El ambicioso proyecto de Hamui y colaboradores tiene como antecedente la publicación de un libro muy estimable, “Narrativas del padecer. Aproximaciones teórico-metodológicas” (Manual Moderno, 2019), que analiza el lugar de la narrativa como una herramienta para estudiar la experiencia, la intersubjetividad y la construcción del sentido en los territorios multiformes de la salud. Interacciones y narrativas en la clínica se interesa por la manera como los profesionales, en tanto “proveedores de atención médica, negocian con los pacientes ‘realidades’ médicas que se convierten en objeto de atención médica y terapéutica” (Sutton et al., 2022). Los autores ponen entre comillas la palabra “realidades” ya que pretenden superar el realismo ingenuo que impera entre muchos profesionales de la salud; les interesa estudiar “la construcción cultural de la realidad clínica” (Sutton et al., 2022), Según los autores, el proceso dinámico salud-enfermedad está formado por “fenómenos antrópicos, siempre vinculados a sistemas simbólicos que les dotan de riqueza inconmensurable en la producción de significados y sentidos al formar parte de la experiencia del sujeto y la colectividad” (Sutton et al., 2022). Los autores estudian la dimensión narrativa de interacciones cotidianas en un hospital neurológico. El desciframiento de este entramado narrativo, para usar el concepto de Paul Ricoeur (2007) en su Tiempo y narración requiere de procesos hermenéuticos: está abierto al arte y al método de la interpretación, que tiene un horizonte amplio de posibilidades.

El soporte central de esta etnografía clínica corresponde al trabajo de Ervin Goffman. Frame Analysis: Los marcos de la experiencia, es la referencia de los autores para conceptualizar, diseñar y explicar su abordaje metodológico. Los autores estudian “franjas de experiencia”, en cuyo centro está “la situación”, donde suceden las interacciones y donde se ponen en escena los esquemas interpretativos de los agentes participantes. “Las interacciones están atravesadas por diversas modalidades de comunicación (lenguajes, rituales, turnos de habla) y de intersubjetividad (emociones, historias, memorias, experiencias, conocimientos). En dichas interacciones tiene lugar el intercambio de lógicas explicativas donde se pone en juego el yo cultural de los actores, por ejemplo, la relación médico-paciente en la consulta” (Sutton et al., 2022). Las franjas de actividad “están situadas en marcos de referencias sociales, externas, objetivas y múltiples, que se expresan en las interacciones y las narrativas, constriñendo o posibilitando la acción. En palabras de Foucault, se trata de dispositivos institucionales, culturales, burocráticos y de otro tipo, que son introyectados por los sujetos, es decir, están dentro y fuera, son personales y compartidos, y pautan las interacciones sociales en tramas significativas” (Sutton et al., 2022). Los referentes, nos explican los autores, “actúan como representaciones sociales con más o menos estabilidad y se traducen en prácticas, creencias, valores que se manifiestan en las preferencias, en los gustos, en las decisiones, en las estrategias de acción de los agentes. Estos marcos incorporados, semejantes al habitus de Bourdieu, también son impuestos desde fuera y el sujeto se adapta a las limitaciones” (Sutton et al., 2022). Así se articulan las propuestas de Goffman, Foucault y Bourdieu para configurar una etnografía clínica que estudia franjas de actividad, tramas y narrativas performativas.

Los autores no se proponen medir variables para generar un modelo teórico basado en herramientas lógicas y matemáticas, como se haría en el contexto de la investigación epidemiológica. Más bien diseñan un proceso de observación –en el cual interactúan con algunos profesionales, pacientes y familiares– y realizan una reconstrucción narrativa de los acontecimientos, así como una interpretación basada en su propia orientación teórica. Su cuerpo teórico está formado por autores con aportaciones valiosas para desarrollar una visión crítica de la medicina: Atkinson (en particular su libro Clinical experience. The construction and reconstruction of the clinical reality), Castoradis, Caudill, Kleinman (por ejemplo, los libros Rethinking psychiatry: From cultural category to personal experience, y The Illness Narratives: Suffering, Healing, and the Human Condition), Ricoeur, y Reissman (en especial el libro Narrative methods for the human sciences). La bibliografía es interesante y extensa; tan sólo mencioné algunos autores que deberían leerse entre los profesionales y los académicos de la salud mental. Como lo hizo Ervin Goffman en su libro Internados. Ensayo sobre la Situación Social de los Enfermos Mentales, Hamui y colaboradores se aproximan al espacio psiquiátrico con una actitud de sospecha. Estudian diversas franjas de experiencia en el Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía (por economía verbal le llamaré INNN): la consulta externa, la entrega de guardia de psiquiatría, los pases de visita hospitalarios, las andanzas del equipo de cuidados paliativos, alguna clase de psicoterapia. Es evidente que su interés por la neurología es secundario: les interesa en la medida en que justifica lo que conciben como la visión biomédica y cerebrocéntrica de la salud mental.

De acuerdo con Hamui y Ramírez, la “concepción biomédica de la salud mental se define a partir de dos características fundamentales: la reducción de lo mental a un proceso biológico y la ausencia de enfermedad como criterio de normalidad. Desde este enfoque, la salud mental está sustentada en un monismo biologicista, en el cual, la personalidad, el comportamiento, los afectos, las emociones y los pensamientos están determinados por causas físicas” (Sutton & Ramírez Velázquez, 2021). Las autoras atribuyen esta ideología “biomédica” a los psiquiatras del INNN. Pero si no realizaron un muestreo representativo para conocer las posturas metafísicas de los psiquiatras, ¿cómo saben que nuestra posición corresponde a un monismo biologicista? ¿En qué medida el juicio sintetiza un conocimiento etnográfico, y hasta qué punto se trata de un prejuicio? Preocupado por la cuestión, hice una pequeña encuesta entre psiquiatras y residentes de psiquiatría (que trabajan en mi institución, o que egresaron de ella), y el monismo biologicista obtuvo solamente el 1% de los votos. El dualismo “de sustancias” (a la Descartes) obtuvo también el 1%, mientras que el “monismo de doble aspecto” que se remota a Spinoza obtuvo el 36% de los votos. La posición más frecuente fue el pluralismo, con un 61% de los votos. Esto me permite hacer una pregunta: ¿La concepción biomédica de la salud mental descrita por los etnógrafos es la perspectiva central de los psiquiatras, o se trata de una caricatura?

El invitado estelar en el libro Interacciones es la Biomedicina (escribo la palabra con B mayúscula porque funciona como un concepto casi mítico), que aparece como un villano formidable capaz de reducir la acción de los psiquiatras para convertirlos en agentes de una ideología cerebrocentrista que se habría gestado al final del siglo XX en el corazón del Imperio Estadounidense: “en 1990, gracias al Consejo de Asesores del Instituto Nacional de Salud Mental, el Congreso de los Estados Unidos declaró que sería la ‘década del cerebro’ (Goldstein, 1994). Se dibujaba en el horizonte la neuro-utopía, un futuro que prometía y promete que el estudio del cerebro es la panacea científica.” Por mi parte, celebro la crítica a la utopía del Hombre Neuronal que parece –como lo ha dicho el Dr. Pérez-Rincón– cada vez más ingenua (Pérez-Rincón, 2011). Sin embargo, la genealogía del INNN proviene de una tradición muy anterior a la década del cerebro: la medicina europea del siglo XIX. Hamui y colaboradores toman como referente a la “década del cerebro” ya que es un símbolo importante en el campo de las humanidades; eso les permite justificar la fórmula retórica que aparece en el subtítulo Más allá del cerebro. El péndulo de la historia nos muestra que la psiquiatría ha sido acusada de ser una disciplina “sin cerebro” cuando su paradigma era psicoanalítico, y después ha sido acusada de ser una psiquiatría “sin mente” cuando su orientación ha sido neurocientífica, y también se le ha acusado de ser una disciplina “sin cultura” por su énfasis en un modelo “biomédico”. Tales críticas tienen alguna utilidad, porque la psiquiatría siempre puede fundamentarse en mejores estudios neurobiológicos, en una ciencia psicológica más robusta, y en una amplia y profunda base histórica y sociocultural. Pero a la vez, esas críticas son enfrentamientos con un “hombre de paja”, ya que –desde sus inicios– la psiquiatría se ha caracterizado por un profundo interés en lo neurobiológico, lo psicológico y lo sociocultural (Jerotic & Aftab, 2021).

Hamui y colaboradores usan el concepto de la Biomedicina como una muletilla para conformar un retrato simplificado de la psiquiatría. La cruzada de los etnógrafos contra los postulados “positivistas” de las ciencias médicas camina sobre hielo frágil, porque un análisis metateórico encuentra que la investigación científica contemporánea no sigue los preceptos del positivismo clásico o del positivismo lógico. Los autores citan a Karl Popper como representante del positivismo, pero esto es un error histórico, ya que Popper fue un crítico incisivo del positivismo. Las ciencias de la salud podrían caracterizarse como postpositivistas porque reconocen que la construcción del conocimiento no es neutral en términos de los valores que inciden en su formación, y si bien persiguen la objetividad –que se define en la Enciclopedia de Filosofía de Stanford como la fidelidad con los hechos– las investigaciones médicas reconocen de manera explícita sus múltiples sesgos: de muestreo, medición y análisis, pero también los sesgos políticos, ideológicos y económicos. Un estudio científico contemporáneo debe reconocer sus conflictos de interés y sus limitaciones, así como los posibles efectos de estas limitaciones sobre la validez o la reproducibilidad del estudio. Esto, por cierto, es una carencia en el libro Interacciones no incluye una reflexión autocrítica y no contradice en ningún momento alguna idea concebida por sus ancestros teóricos. Ricoeur explicó la necesidad de la phronesis –la deliberación prudente– al estudiar concepciones del mundo confrontadas por el “conflicto de las interpretaciones”, pero Hamui y colaboradores se decantan de manera sistemática por una hermenéutica de la sospecha frente a la psiquiatría (Ricoeur, 1970).

Desde mi perspectiva, el reproche que hacen los etnógrafos a la psiquiatría y a la neurología por no dar suficiente apoyo práctico al aspecto psicosocial de la salud está justificado. Es un reclamo justo. La medicina –en general– debería ampliar y profundizar el trabajo en todos los aspectos psicológicos y sociales relevantes. La psiquiatría debería realizar más actividades psicosociales terapéuticas, de prevención y de rehabilitación. Esta deficiencia está bien diagnosticada en la etnografía clínica de Hamui y colaboradores. Pero su explicación del problema es insuficiente –aunque tiene elementos valiosos– porque se concentra meramente en la esfera cultural y en la pugna entre una ideología biomédica reduccionista y una orientación “social y humana.” En la página 58 del libro –cuando se analiza el programa de cuidados paliativos para pacientes con enfermedades terminales– se dice que, si bien los médicos del INNN tienen la posibilidad “de prestar mayor atención a los pacientes paliativos, porque cuentan con el programa y los recursos humanos que cubren el perfil para la función, el enfoque institucional lo hace incompatible al mantener su rigor biomédico, que antagoniza con las disciplinas del ámbito social y humano.” En mi opinión, la falta de desarrollo de la cultura paliativista, las relaciones de poder al interior del INNN, así como la carencia de recursos humanos, de infraestructura y de recursos económicos, conducen efectivamente a una atención paliativa insuficiente, a pesar de los mejores esfuerzos del equipo encargado de ese programa. Pero la deficiencia no se debe a un antagonismo entre la Biomedicina y las disciplinas sociales y humanas: la medicina paliativa usa procedimientos, técnicas y principios científicos que se encuentran en una relación coherente y de continuidad con respecto a la neurología, la neurocirugía, la oncología o la geriatría. No hay alguna brecha científica relevante, o una diferencia cualitativa significativa en torno a los valores éticos o sociales. Afirmar que la neurología es Biomedicina y que –al contrario– la medicina paliativa pertenece a las disciplinas sociales y humanas es una falacia. De hecho, en la etnografía la palabra “biomedicina” no surge del vocabulario de los profesionales de la salud, sino de los propios etnólogos. Los médicos no decimos que practicamos o estudiamos “biomedicina”. Estudiamos y practicamos una forma de medicina que tiene raíces profundas en la biología y en la química, pero también en la lógica, la matemática, la psicología y las ciencias sociales. La entrevista clínica, la psicopatología descriptiva y la fenomenología psiquiátrica, la psicoterapia, la deontología y la ética médica no provienen de las ciencias biológicas, pero son parte integral del modelo médico de la salud mental. La salud pública articula estos principios, conocimientos y valores dentro de modelos conceptuales que son científicos y humanísticos a la vez; y que son biológicos, psicológicos y sociales (Engel, 1977). Pero la consolidación de este modelo requiere recursos humanos y económicos efectivos, y apoyo político, lo cual se decide afuera del microcosmos de nuestro hospital neurológico.

En su libro Culture (2016) el crítico literario –y socialista– Terry Eagleton plantea que los pensadores culturalistas rechazan la existencia de fundamentos universales para entender las interacciones humanas. Dios, el espíritu, la materia, la naturaleza humana, las leyes de la naturaleza: todas esas explicaciones y las demás son rechazadas en tanto principios universales para entender la conducta, la experiencia y la convivencia humana. El riesgo, sin embargo, es convertir a la cultura en la explicación universal y ponerla en el lugar ocupado previamente por Dios, la naturaleza, etc. Pero hay algo que subyace a la cultura, escribe Terry Eagleton: “las condiciones materiales que la hacen posible y necesaria” (Eagleton, 2016). En el libro Interacciones, la explicación cultural se convierte en la piedra filosofal capaz de explicar las deficiencias asistenciales. No hay lugar para un análisis de las condiciones materiales que influyen en la práctica asistencial. Me refiero a los malos salarios del personal de enfermería, los recortes presupuestales de los gobiernos neoliberales y “postneoliberales”, la deficiencia de recursos humanos dedicados a la psicoterapia, el trabajo social, la rehabilitación, el trabajo artístico, la terapia ocupacional, la insuficiencia de instalaciones y espacios físicos, todo lo cual se relaciona con decisiones políticas y económicas externas al INNN, que reflejan una profunda falta de apoyo a los servicios de salud mental en México y en la mayoría de los países en vías de desarrollo. Tampoco hay lugar para analizar la materialidad de las enfermedades –y de los comportamientos problemáticos– que lleva a los pacientes hasta el hospital. De acuerdo con una de las autoras, los médicos nos entrenamos en forma jerárquica para “construir personas enfermas y convertirlas en pacientes psiquiátricos, percibidos, analizados y presentados como apropiados para el tratamiento médico” (Espínola-Nadurille et al., 2014). Según esta retórica, las personas no enferman o sufren y luego son atendidas por profesionales que usan sistemas de ideas, tecnología y prácticas construidas culturalmente: de una vez por todas, los médicos “construyen personas enfermas”.

En el texto Aprendiendo a ser psiquiatra: entre la docilidad y la aspiración, Alejandra Sánchez y Liz Hamui se plantean el problema de la formación profesional del psiquiatra y para esto asisten a una sesión académica. Aunque los residentes participan en unas 400 clases al año, y en más de 1500 clases a lo largo de su formación –sin contar los espacios de trabajo clínico tutorial– las investigadoras elaboran juicios generales a partir de una sola clase, sin reconocer la insuficiencia de sus observaciones, que implica un riesgo de errores en la teorización. El tema de la clase es la psicoterapia dialéctico conductual para personas con trastorno limítrofe de la personalidad (un término funesto que sigue siendo parte de la taxonomía psiquiátrica, por desgracia). Es bien sabido que la terapia dialéctico-conductual desarrollada por Marsha Linehan se gestó a partir del rechazo a las prácticas convencionales de la medicina psiquiátrica (Linehan, 2020). En la clase se discuten temas como las técnicas de introspección, meditación y diálogo, y la relación problemática entre las experiencias, los comportamientos y las etiquetas psicopatológicas. Sánchez y Hamui concluyen que “la forma en que se estudia la psicoterapia en el contexto de la institución, respecto a la duración –un único curso de doce semanas– y la aplicación del trabajo teórico y práctico simultáneo y sin supervisión durante la terapia, nos habla del poco interés en este paradigma de asistencia sanitaria” (Sutton et al., 2022). En este punto debo expresar una réplica. Las autoras afirman que los residentes de psiquiatría del INNN tan solo reciben un curso de doce semanas a lo largo de su formación, y así juzgan que hay “poco interés en este paradigma de asistencia sanitaria.” Sin embargo, hay una distorsión de los hechos, porque los residentes participan en dos seminarios semanales que se realizan de manera continua a lo largo de los cuatro años de su residencia. Uno de estos seminarios se dedica a la psicoterapia psicoanalítica, y el otro a las terapias cognitivas y conductuales. De tal manera, un residente de psiquiatría está expuesto a más de cuatrocientas sesiones académicas dedicadas a la psicoterapia –y a prácticas clínicas– en lugar de las doce semanas consignadas en la etnografía.

A juicio de las autoras, el desinterés de la psiquiatría por la psicoterapia “se inserta en prácticas de la disciplina que ha tendido a dejar a un lado los aspectos fenomenológicos de la enfermedad mental, es decir, las experiencias subjetivas del paciente, por la apuesta al paradigma neurobiológico” (Sutton et al., 2022). Esto también parte de una distorsión en los hechos. Los residentes de psiquiatría del INNN reciben un seminario semanal, a lo largo de cuatro años –doscientas sesiones académicas– el cual está centrado en la entrevista clínica, el examen del estado mental, la psicopatología descriptiva y el estudio fenomenológico de la experiencia subjetiva. Según los etnógrafos, la necesidad de que la psiquiatría “se asentara en la práctica científica de las ramas ‘duras’ como la Neurología o la Genética ha estado en tensión histórica con los requerimientos de la práctica clínica que presta atención a las experiencias subjetivas de los pacientes, es decir, los aspectos fenomenológicos” (Sutton et al., 2022). Esto es una falsa dicotomía: el estudio neurobiológico no es mutuamente excluyente con respecto a la fenomenología; son perspectivas complementarias. La psiquiatría –en términos generales– se reconoce como una disciplina multiparadigmática. En el INNN se imparten seminarios que abordan las terapias cognitivas y conductuales, las de orientación psicoanalítica, la tradición fenomenológica, y la perspectiva de la salud mental pública, que analiza las determinantes sociales de la salud. La psiquiatría requiere un reconocimiento cabal de la experiencia subjetiva y de la corporalidad como dimensiones fundamentales de nuestra interacción ecológica con el entorno. Los psiquiatras reconocemos el peso del aprendizaje, de los contextos familiares, históricos y socioculturales, y en particular, de los procesos de desprotección social y afectiva que confieren mayor vulnerabilidad a ciertos individuos frente a las experiencias traumáticas (Sheridan & McLaughlin, 2014; Ramírez‐Bermúdez, 2020). Pero esto no sucede más allá de nuestra dimensión corporal, sino incluyéndola. Si un padecimiento se origina en una historia de interacciones psicológicas y sociales, hay repercusiones corporales que son mediadas por el sistema nervioso autónomo, el sistema endócrino, el sistema inmunológico, y por la regulación metabólica global (McEwen, 1998; Schulkin & Sterling, 2019).

A veces los patrones psicopatológicos emergen de enfermedades cerebrales (por ejemplo, delirios y alucinaciones que resultan de inflamación cerebral mediada por anticuerpos antineuronales). La neuropsiquiatría clínica estudia y atiende los problemas situados en la convergencia entre la neurología y la psiquiatría, pero no es una perspectiva reduccionista que busque una explicación física para todo problema mental –como lo plantean Hamui y colaboradores– sino una disciplina dedicada a los aspectos prácticos de la intersección entre especialidades. Hamui y Sánchez dicen que la “naturaleza compleja de los padecimientos atendidos en el tercer nivel de atención (epilepsia, trastornos bipolares, esquizofrenia, Parkinson, Alzheimer…) modula los conocimientos, las prácticas y las orientaciones disciplinares. En este contexto, el uso de costosos aparatos tecnológicos médicos avanzados son recursos ampliamente utilizados a fin de avanzar en la investigación que explique los desórdenes neurológicos y psiquiátricos. Estas prácticas científicas requieren gran cantidad de recursos económicos, lo que resulta paradójico en un país con tanta pobreza” (Sutton et al., 2022). Descartar enfermedades cerebrales en casos bien seleccionados es indispensable porque algunas condiciones físicas, si no se tratan, conducen a la discapacidad o la muerte. Esto no es una perspectiva reduccionista ni es una preferencia ideológica. El reproche económico de Sánchez y Hamui es decepcionante ya que nuestro país, como la mayor parte de América Latina, destina porcentajes mínimos a la salud mental y a la investigación científica; en vez de apoyar las iniciativas profesionales para aumentar los recursos con el fin de garantizar un acceso universal a la salud, las autoras reprochan a los psiquiatras del INNN el uso de recursos tecnológicos indispensables para atender a una población de bajos recursos que no puede acceder al medio privado.

En palabras de Sánchez y Hamui, los residentes de psiquiatría del INNN “no están entrenados para atender problemas de salud mental comunes en la población –como depresión y adicciones–; más bien, se moldean según los paradigmas de la Neuropsiquiatría.” El desdén de los etnógrafos hacia la investigación cuantitativa las lleva a elaborar un mal diagnóstico del tipo de problemas psiquiátricos que se atienden en el INNN. El análisis epidemiológico nos muestra que la depresión es el problema de salud mental más atendido en nuestro Instituto. Anualmente se hospitalizan más de 100 personas por presentar casos graves de depresión mayor, y en las áreas de consulta externa se atienden aproximadamente mil casos al año con este problema. Los problemas relacionados con el uso de sustancias también son frecuentes (más del 10% de las hospitalizaciones psiquiátricas). Los autores de las Interacciones juzgan que en el INNN “se practica una clínica predominantemente orientada a la neuropsiquiatría” (Sutton et al., 2022). aunque la epidemiología de la Subdirección de Psiquiatría muestra que los problemas neuropsiquiátricos (trastornos psiquiátricos debidos a una patología neurológica) constituyen menos de la tercera parte de los casos. Motivados por la ambición de contradecir el neurocentrismo –para ir “más allá del cerebro”– los autores convierten a la neuropsiquiatría en un tiro al blanco, aunque en realidad el equipo de neuropsiquiatría del INNN carece de recursos humanos, no cuenta con un área física, y atiende a una minoría de los pacientes neurológicos y psiquiátricos, mediante un enfoque multiparadigmático que incluye a la neurología cognitiva, la neuroimagen y la neuropsicología, pero también a la fenomenología, la psicoterapia y las prácticas narrativas.

Los problemas de la depresión y del diagnóstico diferencial se ponen en juego en el texto Trayectorias de atención y trayectorias de aflicción, de Josefina Ramírez. Aquí se narra la historia de Antonia, una mujer de 52 años internada en el hospital Fray Bernardino y enviada al INNN con el diagnóstico de Demencia Frontotemporal. En su biografía hay una historia de eventos traumáticos, desprotección y pérdidas, y un padecimiento afectivo caracterizado por episodios de manía y de depresión, para lo cual ha recibido tratamiento farmacológico sin éxito; hay evidencia de efectos adversos significativos. La evolución ha sido tan mala que en los últimos meses la paciente se encuentra discapacitada, con graves problemas cognitivos que le impiden trabajar o realizar actividades de la vida diaria como cocinar o arreglar su casa, por lo cual ha intentado suicidarse. De acuerdo con Josefina Ramírez, la historia de Antonia muestra que durante “los trayectos de atención a la salud mental la persona transita hacia la identidad de paciente y en el proceso de internamiento se convierte en caso. Acción que, si bien permite el desarrollo de la investigación y enseñanza en un hospital de tercer nivel, también contribuye a desdibujar la trayectoria de vida y aflicción que dan sentido a las trayectorias de atención y al sufrimiento de la persona.” Dicho con la terminología de Wilhelm Wildenband, para la autora hay una tensión entre las perspectivas nomotéticas (que ubican a un caso particular dentro de un mapa científico de coordenadas, y que funciona como un sistema impersonal de categorías diagnósticas) y las perspectivas idiográficas (que analizan la trayectoria personal dentro de un entorno durante una historia de interacciones y aprendizajes) (Windelband, 1998). Mi perspectiva sería que el abordaje psiquiátrico debe reconocer esta tensión entre las perspectivas nomotéticas y las idiográficas, para reconciliarlas integrando el ejercicio científico con el estudio personal, biográfico y relacional, que se basa, a su vez, en el diálogo terapéutico, y la reconstrucción narrativa del sentido vital, mediante el reencuentro con los valores. En el caso de Antonia, la categoría diagnóstica usada por Josefina Ramírez (la aflicción) es útil para una aproximación empática, pero resulta insuficiente para capturar el dilema terapéutico: si la paciente padece la enfermedad neurológica conocida como demencia frontotemporal, entonces no hay posibilidades terapéuticas para ayudarla, porque esta enfermedad conduce a la pérdida irreversible de las funciones mentales y a la muerte. En tal caso, el uso de tratamientos biológicos como la terapia electroconvulsiva podría empeorar a la paciente. Si ella padece, por el contrario, un trastorno afectivo severo (una forma grave de depresión bipolar que condiciona un deterioro cognitivo reversible), podría mejorar significativamente con la terapia electroconvulsiva, que tiene la más alta tasa de respuesta terapéutica en casos graves a pesar de la mala fama de este tratamiento en la cultura popular (Gergel, 2022; Geddes et al., 2003; Semkovska & McLoughlin, 2010). Mediante un proceso diagnóstico que incluye múltiples entrevistas, una revisión extensa de la biografía y del curso clínico, una evaluación psicopatológica y neuropsicológica, y el recurso de la neuroimagen para visualizar la actividad metabólica cerebral, el equipo de psiquiatría determina que no hay razones para el diagnóstico de una demencia frontotemporal o de alguna otra enfermedad neurológica. La hipótesis más probable corresponde a una depresión bipolar severa que condiciona un estado de deterioro cognitivo, y que es consistente con los antecedentes psicosociales de la paciente (Hogg et al., 2023). Ante el fracaso de otros tratamientos, se aplica la terapia electroconvulsiva bajo condiciones de sedación, relajación, y vigilancia neuroanestésica (con el consentimiento informado de la paciente y de su esposo). En los días posteriores al tratamiento, la paciente alcanza un estado de remisión, con una mejoría significativa de la memoria y de las funciones cognitivas en general, y su sufrimiento se reduce drásticamente. Ignoro las razones por las cuales Josefina Ramírez hace una narración superficial del desenlace, con un seguimiento demasiado corto y carente de todos los detalles relevantes. Se limita a relatar que Antonia y su esposo le comentaron “las cosas positivas de su atención en la institución”. Debo informar que Antonia recuperó su capacidad para las actividades en casa (sus autocuidados, cocinar, etc.) y durante tres años de seguimiento no ha tenido recaídas, no ha tenido nuevas hospitalizaciones, usa menos medicamentos (mejor seleccionados), y se ha mantenido libre de estados maniacos o depresivos (aunque a veces experimenta periodos de ansiedad). Ha recuperado su capacidad para trabajar como vendedora, a pesar de su pasado lleno de experiencias traumáticas y de las dificultades sociales y económicas del presente, relacionadas con la pandemia por coronavirus.

Quiero terminar este ensayo con un reconocimiento a la etnografía clínica de Hamui y colaboradores por la cuidadosa atención que dan a todos los conceptos y a cada palabra. La medicina psiquiátrica tiene mucho que aprender de la antropología, y en general, de las humanidades y las ciencias sociales. Se trata de un texto digno de ser leído con gran atención, que enfatiza la importancia de analizar los procesos culturales, la función ritual y la dimensión narrativa y hermenéutica del gran entramado clínico de la psiquiatría. La necesidad de realizar investigación científica multidisciplinaria es evidente para quienes dan atención clínica y reflexionan acerca de los retos y los desenlaces. A veces los patrones clínicos son fácilmente reconocibles y tratables, pero hay muchos casos para los cuales no tenemos una respuesta científica o clínica eficiente. Esto se plantea en el texto titulado La incertidumbre en las sesiones académicas de los residentes de psiquiatría. El caso de Luis, un hombre con 36 años de tristeza, de Alejandra Sánchez-Guzmán (2021), el cual aborda un caso clínico atípico, clasificado por el equipo de psiquiatría como un caso de depresión mayor grave, con síntomas psicóticos y catatónicos. Alejandra Sánchez califica a Luis simplemente como un hombre triste, y sintetiza el problema como “36 años de tristeza”, pero en realidad ella comenta que cuando lo conoció, el paciente estaba mutista, por lo cual no pudo realizar una adecuada exploración fenomenológica de sus sentimientos. El paciente no comentó en algún momento que su problema era la tristeza. Y la tristeza es un sentimiento cotidiano que no explica la completa discapacidad del paciente a lo largo de varias décadas. Alejandra Sánchez comenta que el estudio realizado por Trabajo Social no causó interés entre los psiquiatras durante el análisis del caso, pero ella misma no registró o investigó algún dato relevante planteado por el equipo de Trabajo Social o por la propia etnografía clínica. A diferencia de otros pacientes con antecedentes de abuso, violencia, pérdidas o abandono, en la historia de Luis no se identificó un problema psicosocial relevante durante la crianza o los periodos críticos del desarrollo, y la familia ha dado todo el apoyo al paciente a lo largo de su padecimiento. A decir verdad, nadie sabe por qué el paciente desarrolló estados de inmovilidad prolongados con posturas incómodas que le provocaron lesiones en la piel, por qué ha dejado de hablar durante largas temporadas (meses enteros), por qué abandonó cualquier actividad productiva o de esparcimiento, y por qué, en sus breves momentos de comunicación a lo largo de los años, ha dicho a veces que ya estaba muerto, o que ha sufrido con terror la aparición de impulsos y pensamientos acerca de matar o de violar a sus familiares. La etnografía no habla acerca de esto, pero el estudio clínico del caso ha mostrado que estos pensamientos homicidas condujeron al paciente hacia intentos de suicidio. En el caso de Luis, la psiquiatría no ha tenido una respuesta eficaz. El caso señala los límites epistémicos de la medicina en general y de la psiquiatría en particular. Los médicos tratantes –no me encuentro entre ellos, pero he sido testigo de la interacción clínica a lo largo de los años– se limitan a acompañar al paciente y a sus familiares, a darles consuelo, por lo cual la familia mantiene y expresa profundos lazos de gratitud. Este enlace profesional y afectivo no se relata en la etnografía, pero responde a los preceptos más antiguos de la medicina: “curar a veces, aliviar el dolor siempre que es posible, y consolar siempre.” Las hospitalizaciones repetidas suceden cuando los comportamientos de Luis conducen a crisis que sobrepasan la capacidad de afrontamiento de los cuidadores. Y en este caso, la etnografía clínica no agrega algún conocimiento relevante para entender el problema o para aliviar al paciente; al contrario, el grave problema del paciente y de su familia se trivializa al conceptualizarlo como 36 años de tristeza. Las categorías clínicas como la depresión mayor, la catatonia o la psicosis especifican de manera más precisa los comportamientos y las experiencias de un paciente como Luis, y en general las psicosis afectivas –a diferencia de la tristeza– se asocian de manera significativa a la muerte prematura, a las enfermedades físicas, y a la discapacidad. Las psicosis afectivas no son equiparables a la tristeza, sino que indican un nivel de sufrimiento más profundo, prolongado, que no mejora con los remedios cotidianos y que puede conducir a una lapidación de las capacidades intelectuales y de las habilidades requeridas para la supervivencia (comer, asearse, protegerse del peligro). Con respecto a la población general, el riesgo de suicidio es 30 veces más alto en las personas con estos trastornos (Brådvik, 2018). La tristeza cotidiana no tiene esas implicaciones. Sin duda se requiere una discusión crítica y científica de las categorías psiquiátricas, pero una regresión trivial a las nociones de la psicología popular no es útil en algún sentido relevante para el paciente o para su familia. Alejandra Sánchez especula en su ensayo sobre la posibilidad de que la incapacidad clínica para entender y explicar el caso se deba “a una práctica psiquiátrica que debe responder a un enfoque neurológico preponderante en la institución.” Por desgracia, quienes han estudiado este problema con enfoques históricos y comparativos han constatado que en el campo de la psiquiatría –en cualquier parte del mundo– hay formas graves y extremas de sufrimiento que no son explicadas ni resueltas aún por la medicina psiquiátrica, pero tampoco por la neurología, la psicología, el psicoanálisis, las ciencias sociales, las humanidades, la antropología, la filosofía, las artes, la religión o la magia. La frontera del conocimiento podría resolverse –quizá– con más y mejor investigación multidisciplinaria dedicada a estos problemas reales y dolorosos. El tejido humano que ha sido abarcado por la psiquiatría en los últimos dos siglos está lleno de narrativas dolientes, como diría Cristina Rivera Garza, que nos revelan los entrecruzamientos del cuerpo, la cultura y las relaciones humanas en un mundo problemático..

REFERENCIAS

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