Francisco Pérez-Fernández 1, Francisco López-Muñoz 2
1 Profesor de Psicología Criminal, Psicología de la Personalidad e Historia de la Psicología, Universidad Camilo José Cela, España (fperez@ucjc.edu).
2 Profesor Titular de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia, Universidad Camilo José Cela, España (flopez@ucjc.edu).
Correspondencia: Prof. Francisco López-Muñoz, Vicerrectorado de Investigación, Ciencia y Doctorado, Universidad Camilo José Cela, C/ Castillo de Alarcón, 49, Urb. Villafranca del Castillo, 28692 Villanueva de la Cañada, Madrid, España. Correo electrónico: flopez@ucjc.edu
Resumen:
La fotografía de difuntos, especialmente las realizadas durante sus años de esplendor público, se convirtió en un producto harto demandado, no solo por su valor emotivo como recordatorio del finado, o como ayuda al tránsito psicológico del duelo para allegados a familiares, sino también por su valor intrínseco como artificio sociocultural. Es cierto que la fotografíapost mortemha sido objeto de profusos estudios sociológicos, antropológicos, artísticos e incluso semiológicos, en tanto que manifestación simbólica, pero ahí no se agotan ni su valor, ni su significado. Tampoco, por cierto, fueron los muertos familiares los únicos en ser inmortalizados fotográficamente, si bien son los que más han despertado el interés y la imaginación del presente. Tras las imágenes de cadáveres decimonónicas, aunque su auge aún se extendió hasta la década de 1920, pervive la larga y controvertida relación que el ser humano ha mantenido tradicionalmente con la muerte y el “más allá”. No es sorprendente, en tal sentido, que el momento estelar de esta práctica fotográfica fuera coetánea al nacimiento del espiritismo. Tampoco que coincidiera en el tiempo con la mentalidad y estética del Romanticismo, momento cultural que sostuvo una peculiar conexión a todos los efectos con la muerte, los muertos, los nuevos conceptos sociopolíticos a la hora de gestionar las exequias fúnebres, o el nacimiento de la tanatología contemporánea. El siglo XIX, especialmente en su segunda mitad, fue un cruce de caminos intelectual y cultural en el que muchas ideas y planteamientos del pasado con relación a la muerte hubieron de fusionarse con el auge del positivismo científico y una concepción enteramente nueva de la naturaleza humana. En este trabajo se trata de explorar, a través de la fotografía de difuntos, este cruce histórico de caminos.
Palabras clave: Fotografía de difuntos, romanticismo, psicología social, ciencia, cultura.
Abstract:
The photography of the deceased, especially those taken during their years of public splendor, became a highly demanded product, not only for its emotional value as a reminder of the deceased, or as an aid to the psychological transition of mourning for close relatives, but also for its value as a sociocultural artifice. The post-mortem photography has been subject of profuse sociological, anthropological, artistic and even semiological studies, as a symbolic manifestation, but neither its value nor its meaning end there. Neither, by the way, were the familiar dead the only ones to be immortalized photographically, although they are the ones that have aroused the most interest and imagination in the present. After the nineteenth-century images of corpses, although their heyday continued until the 1920s, the long and controversial relationship that human beings have traditionally maintained with death and the "afterlife" survives. It is not surprising, in this sense, that the stellar moment of this photographic practice coincided temporarily with the birth of spiritualism. Nor that it crossed in time with the mentality and aesthetics of Romanticism, a cultural moment that maintained a peculiar connection to all intents and purposes with death, the dead, the new sociopolitical concepts when managing funeral practices, or the birth of the contemporary Thanatology. The 19th century, especially its second half, was an intellectual and cultural crossroads in which many ideas and approaches to death coming from the past had to merge with the rise of scientific positivism and an entirely new conception of human nature. This work tries to explore, through the photography of the deceased, this historical changes.
Keywords: Photography of the deceased, romanticism, social psychology, science, culture.
El estudio de la fotografía post mortem o de difuntos decimonónica como manifestación sociocultural ha sido tradicionalmente conducido desde enfoques antropológicos, sociológicos, artísticos y semiológicos, pero en escasas ocasiones se ha abordado desde un interés más vinculado al desarrollo histórico del pensamiento psicomédico y psicosocial. Tal perspectiva, sin embargo, es completamente pertinente, en la medida que la relación del ser humano con la muerte, especialmente a partir del Renacimiento, vino prefigurada por la evolución de la comprensión médica del fenómeno, que vertió en la mitad del siglo XIX, momento en el que la fotografía hace su aparición, una confluencia de ideas y puntos de vista científicos y pseudocientíficos que iba a contribuir de manera harto notable a lo que sería la visión popular de la fenomenología mortuoria ‒ritual, exequias, sentimientos, espiritualismo‒, en el contexto de los planteamientos propios del Romanticismo.
Hacer fotografías de los familiares muertos en diferentes contextos iba más allá del mero deseo de recuerdo, del mantenimiento de la presencia del ausente, para adentrarse en la percepción de la muerte misma como evento vital que interpela de suerte íntima al deudo del finado (Morcate, 2012; Osorio Cossio, 2016). Ha de recordarse que la imagen del fallecido no tenía como objeto y destino al difunto mismo, como es lógico, sino que operaba como cauce para la expresión sentimental de sus allegados. En este sentido, se ha tornado en argumento clásico y lugar común recordar las apreciaciones de Susan Sontag (1933-2004) en torno al valor de la fotografía como registro de la mutabilidad de las personas y memoria de su mortalidad (Sontag, 1977). En otros términos, la imagen fotográfica se asumió como una reedición tecnológica del memento mori y el ars moriendi, o la teoría y práctica cristiana medieval en torno a la reflexión sobre la mortalidad como medio para comprender la vanidad y la finitud de la vida terrenal del que habla el Cantar de los cantares. Una expresión de la naturaleza transitoria de todos los bienes inherentes a la vida propiamente humana (mortal). No obstante, y más allá de la inocencia medieval, la expresión de la muerte durante el Romanticismo hubo de filtrarse por el tamiz del positivismo científico-técnico emergente para encontrar el adecuado cauce de transmisión simbólica.
El memento mori ‒o “recuerda que morirás”‒ fue muy importante en el contexto de las disciplinas ascéticas como un medio para el perfeccionamiento del carácter por la vía del desapego a lo material, dirigiendo la atención hacia la inmortalidad del alma y hacia el más allá. Se trata de un canal expresivo que trasciende del arte, pues esta representación no solo se tornó habitual en la imaginería pictórica (figura 1), sino también en lápidas y crucifijos, así como en la costumbre popular de portar un relicario en el que se conservaban posesiones, cabellos e incluso dientes de los fallecidos (Chaparro Contreras, 2017). Los memento mori eran recordatorios artísticos o simbólicos de la mortalidad y de la salvación en la otra vida si se ponían los remedios oportunos en la presente. Pero no solo, también ‒y sobre todo‒ se erigían en un mensaje para los vivos destinado a incidir en la idea de la finitud de la vida, de la igualación social en la muerte, y del reencuentro ulterior (Calero Ruiz, 2005). Sea como fuere, simbologías y tradiciones aparte, más allá de las exhibiciones públicas que propiciaban los fallecimientos en el entorno de las clases altas, las exequias fúnebres de los menos favorecidos por la fortuna económica y social ‒la inmensa mayoría de la población‒ no siempre tuvieron la formalidad, pompa y boato que comenzaron a adquirir, muy lentamente, ya mediado el siglo XIX. Más bien al contrario. Comenzando por el hecho de que hasta comienzos del siglo XX no menudearon empresas destinadas al servicio funerario que contribuyeran con sus actividades, de alguna manera, a la democratización de los procedimientos por el cauce de la mercantilización masiva del servicio. Este problema, por supuesto y en el caso que nos ocupa, afectó también a la fotografía de difuntos tanto como a la fotografía misma, en tanto que los primeros daguerrotipos1 ‒presentados al público en 1839‒ resultaron ser un artificio muy caro, al alcance de pocos (Chaparro Contreras, 2017) (figura 2). Sólo a partir de 1850, con la aparición del calotipo, los costes comenzaron a abaratarse, permitiendo el acceso a la tecnología fotográfica de un espectro social más amplio (figura 3).2
Lo cierto es que los ataúdes, así como otros agasajos funerarios, eran material oneroso. La inmensa mayoría de la gente no podía permitirse financiar una caja mortuoria decente para el destino último de sus seres queridos, salvo, en el mejor de los casos, poco más que un triste cajón de madera barata. En algunos lugares, como Austria, incluso se diseñaron modelos reutilizables, como es el caso de los llamados ataúdes josefinianos o “económicos” (figura 4).3 Por lo general, más allá de refinamientos, los cadáveres solían trasladarse sobre angarillas, envueltos en un sudario, para ser depositados en pudrideros destinados a tal fin en criptas de capillas e iglesias, terrenos comunales, reposar bajo el suelo de los templos (figura 5), o bien terminar en tumbas poco profundas, no necesariamente excavadas intramuros de un terreno destinado específicamente a cementerio. Los enterramientos en granjas y jardines, claustros monásticos, fincas particulares e incluso dentro de las propias poblaciones, fueron cosa habitual durante siglos. Muchas de estas tumbas, dada la proliferación constante de enfermedades infecciosas, eran fosas comunes (Classen, 2016).
Una de las consecuencias inmediatas de estos hechos fue que el concepto de “salud pública” asociado al ritual funerario, que durante siglos no devino en preocupación, empezó a percibirse como un problema a finales del siglo XVIII (Carrero Santamaría, 2006; Fischer, 2019). Es más, fue solo con la creencia de que la descomposición de los cadáveres, infectados por la plaga de turno o no, podía desprender infinidad de “vapores mefíticos” y “miasmas”, que comenzó a exigirse por imperativo legal que los cementerios estuvieran lo más alejados posible de las poblaciones, que no hubiera enterramientos recientes en los lugares destinados al culto, y que se inhumara los cuerpos de los fallecidos en agujeros o fosas de, al menos, un metro de profundidad. Una exigencia que, por lo demás, tardó tiempo en implantarse y lo hizo de modo desigual. Así es que los muertos se convirtieron no solo en un motivo para alimentar toda suerte de relatos terribles, sino también en un verdadero problema higiénico, e incluso en una acuciante cuestión social (Bertrán Abadía, 2015).
La verdad es que el tema de la muerte, teológicamente controvertido y sometido desde la Antigüedad a toda suerte de filosofemas, tardó mucho en legislarse adecuadamente y en todas partes. El Vaticano, sin ir más lejos, no dejó de considerar oficialmente la práctica de la cremación como contraria a la fe sino hasta 1963.4 Y el asunto iba mucho más allá de lo meramente religioso para enraizar en el ámbito del conocimiento. Piénsese que la medicina del siglo XVII era dudosamente científica. De hecho, ni tan siquiera el concepto de “ciencia” se interpretaba como hoy en día. La mayor parte de cuanto se sabía con algo de certeza procedía de registros observacionales limitados. Así, el saber médico estaba trufado de mitos antiquísimos, leyendas y supersticiones con relación a la comprensión del fenómeno de la muerte. Desde la Antigüedad, el cuerpo de la persona muerta siempre fue considerado como algo intrínsecamente sospechoso y ante lo que había que prevenirse, por cuanto el fin de la existencia terrenal implicaba la marcha del alma del difunto que dejaba tras de sí un cadáver ‒su cuerpo mortal‒, hacia el que inevitablemente habría desarrollado una querencia, un apego, una atracción difícil de resistir.
Con ello, el muerto era algo ‒o alguien‒ al mismo tiempo respetado y temido por los vivos (Marín Fernández, 2011). Ciertamente, una persona estaba viva o muerta, sin término medio en la ecuación, pero la comprensión del significado biológico de la muerte, en tanto que proceso, era algo completamente desconocido. Dadas ciertas circunstancias, hasta no presentarse los síntomas inequívocos de la putrefacción del cadáver, era técnicamente imposible establecer un criterio firme que permitiera certificar, sin lugar a la duda, que la vida de un sujeto hubiera acabado (Bondeson, 2001). Ello motivaba, hecho heredado de tradiciones antiquísimas, que los rituales que rodeaban a la muerte no solo tuvieran sentido para ayudar a los vivos a aceptar la pérdida, sino que también operasen como una suerte de medida apotropáica: un medio para “aplacar” al difunto y sus posibles “necesidades”. En tal sentido, la fotografía post mortem, al igual que anteriormente la pintura de difuntos, el uso de relicarios o la conservación de sus posesiones, jugaba un importante papel psicológico dual: como herramienta canalizadora del duelo familiar, pero también como elemento mediador entre la necesidad emocional de sostener la memoria de quien se había ido, y el interés por recordarlo con adecuación y reverencia para no despertar su potencial enojo, o bien impedir su adecuado tránsito al más allá.
No es casual, pues, que con la caída del Antiguo Régimen, la progresiva decadencia de la Razón Ilustrada y el consiguiente advenimiento del ideario individualista, emotivista e irracionalista del Romanticismo, comenzara a cobrar gran importancia la representación de la identidad del fallecido, así como la constatación de su condición social y humana mediante toda suerte de artificios: pinturas, catafalcos, complejos rituales, esquelas y recordatorios, abigarradas tumbas y mausoleos, e incluso cementerios pomposos que trataban de ser extensiones urbanísticas de las ciudades, en los que se podía pasear con ‒y entre‒ los muertos, no perderlos de vista, e incluso insertarlos en las rutinas vitales laicas (Ariés, 2000) (figura 6). Posiblemente, uno de los primeros en advertir ‒y oponerse‒ a esta deriva de lo racional hacia el misticismo prerromántico fuera el propio Immanuel Kant (1724-1804), quien ya durante la construcción y redacción de su Crítica de la Razón Pura observara con desagrado el renovado auge intelectual de unas posturas irracionalistas que, en el fondo, nunca habían dejado de tener vigencia pese a los esfuerzos ilustrados:
“La necesidad de encontrar los límites de lo que se podía conocer […] brotaba de experiencias relacionadas con la debilidad del carácter, que nos lleva a creer en cosas para las que no tenemos adecuadas razones, aunque tenemos profundos deseos. Kant pensaba que la crítica tenía una naturaleza moral y estaba destinada a fortalecer el carácter, de tal manera que cuando concluyó que el mundo de los espíritus no le interesaba, lo que en el fondo quería decir era que había aprendido a no ceder ante las debilidades del deseo, con sus pulsiones, saliendo al paso con la reflexión de la inteligencia” (Villacañas, 2017, p. XXIX).
El hecho es que con la eclosión romántica de ideales como los propugnados por celebrados y exitosos partidarios del misticismo espiritualista, como Emanuel Swedenborg (1688-1772),5 el fallecido quedaba reintegrado entre los vivos, pues, parafraseando el poema de Lord Byron (1788-1824), simplemente despertaba del sueño de la vida. Tiene, por lo tanto, pleno sentido que sea precisamente en este momento en el que se contemple cada vez con mayor naturalidad la imagen de la vida como sueño, del muerto como durmiente y que todo ello convierta en lógico el advenimiento de la fenomenología espiritista en tanto que paso natural y coherente de la mera contemplación y agasajo de los finados, a la comunicación directa con ellos. En tal contexto, la fotografía de difuntos, que no va a ser la única forma en la que la técnica fotográfica y la muerte conexionen6 (figura 7), va a operar como un elemento catalizador, objetivo y objetual, de la mentalidad de una época que se debate entre viejas tradiciones y creencias, pero que, al mismo tiempo, reafirma el valor personal del individuo y sus perspectivas, entretanto contempla los avances del progreso tecnológico con optimismo.
Mediado el siglo XIX, la muerte aún estaba rodeada de un halo de misterio que, incluso, y en muchos casos, desbordaba a la decisiva desaparición o embalsamamiento del cuerpo físico. La teoría y la práctica espiritistas (figura 8) no se tenían por simple diletancia, no siendo pocos los intelectuales de prestigio que se vieron atraídos por los asuntos de lo paranormal, e incluso los médicos, como el controvertido Duncan MacDougall (1866-1920), que creyeran coherente la idea de diseñar un experimento para calcular el “peso del alma” (López-Muñoz & Pérez-Fernandez, 2020). Al fin y al cabo, no estaba claro que el muerto se redujera a los restos que se custodiaban o se destruían. Antes, al contrario, todavía formaba parte del sentir general la idea de que, simplemente, se había “ido a otra parte” o bien estaba en trance de hacerlo. En tal contexto, retratar a los cadáveres, realizar mascarillas mortuorias o, luego, fotografiarlos, se convirtió, como se viene señalando, en una forma convincente de atesorar y sostener su presencia “espiritual” en la ausencia “física” (Altuna, 2010).
El tema de la muerte aparente y los enterramientos en vida, posiblemente, y aunado al de los “espíritus inquietos”, gozó de especial influencia en los entornos intelectuales y populares franceses y germánicos. Sobre todo a partir de su introducción firme en el debate ilustrado con la publicación, en 1742, del trabajo conjunto de Jacob ‒o Jacques‒ Bénigne Winsløw (1669-1760) y Jean-Jacques Bruhier d’Ablancourt (1685-1756): Dissertation sur l'incertitude des signes de la mort et et l'abus des enterrements et enbauments précipités (Bondeson, 2001) (figura 9). El texto, muy conocido, generó una verdadera ola de pánico que alimentaría la edición constante de artículos, panfletos, opúsculos y exagerados anecdotarios en absoluto tranquilizadores sobre el tema, especialmente en Francia y Alemania.
Resulta obvio, por consiguiente, que el advenimiento de los ideales del Romanticismo, que coincidió con la explosión psicomédica de este debate, provocaría en el imaginario popular un giro radical con respecto a la tradicional percepción ilustrada del problema de la muerte, sus efectos, sus manifestaciones y su diagnóstico, de suerte que la cuestión, como se viene indicando, se adentró paulatinamente en un contexto sesgado por un marcado espíritu irracionalista y místico que parecía colisionar con las necesidades impuestas por las políticas de salud pública, los avances incipientes en materia forense ‒especialmente a partir de 1840‒ y el nuevo sentir decimonónico positivista en materia psiquiátrica y psicológica. El caldo de cultivo popular e intelectual eran, por lo tanto, propicios a una refundación del culto a los muertos a partir de los parámetros emotivistas ‒dolor, soledad, fatalidad, ritual‒ y personalistas ‒subjetivismo, individualismo‒ que pergeñaban el estilo del nuevo siglo. La aparición de las primeras técnicas fotográficas, pues, generaría un canal de expresión artístico y mercantil adecuado a la nueva perspectiva sociocultural e intelectual del asunto (Chaparro Contreras, 2017). Nada tiene de sorprendente, como puede observarse, que la literatura gótica flirteara permanentemente con fantasmas, espíritus, espectros, aparecidos y etcétera: el sentir médico tradicional en torno a la muerte, el ideario romántico, la evocación religiosa, la superstición y las altas tasas de mortalidad ‒especialmente infantil‒, generaron un terreno fértil que indujo a la eclosión en los contextos populares de un concepto psicológico de la muerte que hacía de ella algo al mismo tiempo sentimental, misterioso, sugerente, familiar, dotado de una interesante estética y, por todo ello, susceptible de un peculiar culto y una singular iconografía que, con matices, aún permanece vigente (Morcate, 2012), pues el barniz de “lo romántico” nunca ha terminado de esfumarse por completo de infinidad de prácticas sociales. Así las cosas, tiene pleno sentido que el modelo de belleza femenina de la época fuera precisamente el de la mujer aquejada de tuberculosis: lánguida, pálida, esquelética, con aspecto agónico, moribunda (Macías, 2023). También que el suicidio adquiriese el viso de acto “elevado”, conducido por “nobles sentimientos” (figura 10), e incluso potencialmente “virtuoso” que adquirió entre las nuevas generaciones, sobre todo a partir de la publicación de la muy popular obra de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), Die Leiden des jungen Werthers ‒Las penas del Joven Werther‒ en 1774.
El advenimiento de la tecnología fotográfica en realidad vino a establecer un canal muy conveniente para fijar en el tiempo justamente aquello que era una actitud muy de su época. Por esto, la fotografía post mortem, toda vez que el invento ganó popularidad como reemplazo asumible de las manifestaciones figurativas precedentes, solo accesibles a personalidades de alto rango o especial fama, como la pintura de difuntos o las máscaras mortuorias, permitió ir más allá del tradicional camafeo, o del mechón de cabello ‒incluso diente o trozo de hueso‒ albergado en un relicario de mayor o menor lustre, para conservar una pertenencia o imagen física, detenida en el tiempo, del finado que, acaso, fuera el único recuerdo existente de la persona fallecida (figura 11). Esto resultaba especialmente cierto en el caso de los niños, colectivo con el que las altas tasas de mortalidad se cebaban de manera especialmente significativa. No obstante, esta última idea debe ser adecuadamente puntualizada.
Se ha de asumir que la fotografía continuó siendo una técnica costosa y técnicamente compleja durante sus primeros cuarenta años de historia, lo cual motivó que sólo tuvieran un acceso franco a ella las clases altas o en ascenso social, hecho que comenzó a corregirse hacia el último tercio del siglo XIX (Henao Albarracín, 2013). Además, teniendo en cuenta que las primeras técnicas fotográficas precisaban de largos tiempos de exposición e implicaban un alto coste, no era precisamente la infancia el modelo ideal para un trabajo profesional. Hacerse una fotografía requería tiempo, paciencia y dinero, y el concepto de la niñez como época importante de la vida que tuviera su propia identidad y mereciera atención específica aún estaba desarrollándose a diferentes velocidades en diversos lugares. Por esto, la fotografía post mortem de niños no se convirtió en una práctica habitual en todas partes sino hasta la década de 1880 (Guerra, 2010), pues solo entonces comenzó a considerarse que el niño fuera una “persona” en sentido completo y que, por consiguiente, hiciera falta recordarlo de una manera tan especial en el contexto de la vida familiar como al adulto. Es más, contra la lógica inherente al duelo, la muerte del niño era considerada en muchos lugares motivo apto para el gozo y la celebración, pues era según el sentir popular un “angelito” reclamado ‒elegido‒ por el cielo (figura 12). En efecto, las exequias infantiles mostraban importantes diferencias con las de los adultos en la tradición eclesiástica ya desde el siglo XVII. En el Rituale Romanum de Pablo V ‒Camillo Borghese‒ (1552-1621), promulgado en 1614, se establecía que los niños menores de siete años eran inocentes a todos los efectos ‒párvulos‒, entretanto las exequias de los mayores de esa edad debían ser las propias del adulto, salvo que pudiera demostrarse que eran realmente “inocentes” y carentes por ello de pecado. Todo esto implicaba que la simbología propia del luto fuera disimulada en el caso de la infancia y que, en muchos lugares, tales exequias tuvieran incluso cierto toque festivo, con convite incluido para los asistentes (Chaparro Contreras, 2017).
Sea como fuere, la fotografía no era un equivalente de la pintura, pero tampoco un mero producto basado en la mímesis de lo real, tal y como pretendió publicitarse en sus comienzos. De hecho, y en un sentido estricto, el daguerrotipo nunca podría ser igual al motivo original en tanto que reflejo especular ‒simétrico‒ y bidimensional de lo fotografiado. Ciertamente, el objetivo reinterpreta lo real, pero no se limita a reproducirlo. Esto, harto conocido y estudiado en el presente, contraviene el principio elemental sobre el que los promotores originarios de la técnica fotográfica quisieron cimentar su publicidad. Sucede que el retrato pictórico es obra manual de un artista que genera algo diferente, independiente del objeto representado en la obra, pero la fotografía, en lo que tiene de aparato tecnológico, trataría idealmente de adherirse al objeto, de ser fiel a él. Es más: el pintor, toda vez que ha tomado sus bocetos, no necesita que el objeto que pinta esté delante suyo, pero para el fotógrafo esto es imprescindible (Barthes, 2003). Sin embargo, pese a que la fotografía se presentó a sí misma como imagen “objetiva”, “mecánica”, “sin trampa ni cartón”, muy pronto se advirtió que esto se alejaba bastante de los hechos. Lo cierto es que su antecedente tecnológico inmediato, la cámara oscura, ya generó no pocas disputas teóricas a este mismo respecto:
“El ojo, de forma análoga a la cámara oscura, proyecta sobre la pared de la retina una imagen bidimensional e invertida […]. [Ello motiva que la pintura] pasa de ser un procedimiento tecnológico, a convertirse en una actividad conceptual. Ya no es mera copia facilitada por el aparato, sino otra cosa, teoría que provocó severas disputas intelectuales entre los artistas de la época: la idea es que el ojo, al igual que la cámara, no se limita a reflejar el mundo real, sino que establece, por su propia mecánica, un proceso de alteraciones y restituciones que determinan lo que se ve o, por mejor decir, cómo se ve lo que se ve. Ontológicamente, el mundo reflejado por el ojo, como el reflejado por la cámara oscura, no es el mismo mundo de ahí fuera, sino un mundo reconstruido por el artista-observador” (Pérez-Fernández & López-Muñoz, 2021, pp. 54-55).
En suma, y en tanto que forma de expresión en sí misma, la fotografía establece códigos simbólicos que han de desvelarse para alcanzar la comprensión última de lo fotografiado (Vázquez Casillas, 2014). Y lo cierto es que los fotógrafos, conocedores, bien fuera de suerte intuitiva, de este juego cambiante de perspectivas que se establecen entre la fotografía ‒lo que se ve‒ y lo fotografiado ‒lo visto‒, no tardaron en desarrollar una técnica especial y bien definida, de afanes claramente artísticos, que comenzaron a imprimir a sus productos, no solo para ajustarse al gusto de los tiempos y de los clientes potenciales, sino también para manifestar en el acabado final toda suerte de convenciones y simbologías psicosociales, así como su propio sello personal. Es decir, la fotografía, pese a no ser del gusto refinado de buena parte de la burguesía decimonónica, que en muchos casos la contempló como arte menor ‒o “servil”‒, produjo más pronto que tarde su propio lenguaje creativo (Guerra, 2010). En el caso de la fotografía de difuntos es posible encontrar, pues, tres manifestaciones o tipologías bien definidas que alcanzarían con el discurrir de los años infinidad de variantes, pero que evolucionaron respetando ciertas convenciones o estándares que, posiblemente, estén en relación directa con las pretensiones que la clientela de turno albergara con relación al objeto solicitado (Ruby, 1995):
Representar al difunto como realmente vivo, posando con los ojos abiertos. Podía mostrársele solo, tendido sobre una cama, sentando en un diván, o bien acompañado de otros componentes de la familia (figura 13).
Representar al difunto como durmiente, invitando al silencio contemplativo del espectador (figura 14).
Representar al difunto como ya muerto, bien rodeado de la parafernalia fúnebre tópica en cada momento, bien posando con el resto de la familia mediante trípodes, banquetas y todo tipo de artilugios. En este tipo de formato se fue tornando común la composición escénica del velatorio, imitando incluso abigarradas representaciones pictóricas (figura 15).
En el contexto de la fotografía decimonónica estadounidense parece haber una distribución en fechas más o menos clara para cada uno de los formatos ‒en el sentido de más común en cada periodo‒, siendo más habitual el primer formato durante la época de la daguerrotipia ‒de 1840 a 1860‒, y estando más extendido el último a partir de la década de 1880. No obstante, tal convención no es necesariamente cerrada y tampoco se respetó en todos los lugares a medida que la fotografía se fue tornando una práctica más habitual y accesible (Osorio Cossio, 2016; Chaparro Contreras, 2017). Así, por ejemplo, y por obvios motivos culturales, en los Estados Unidos de América no se cultivó la tradición de los “angelitos” con relación a la fotografía de niños difuntos (Vázquez Casillas, 2014). Cabe imaginar que los manuales de técnica y estilo, a medida que se difundieron entre los profesionales de la imagen fotográfica, motivaron la posibilidad de una oferta más variopinta para unos clientes potenciales que, simplemente, seleccionaban una modalidad u otra en función del propósito último del objeto, así como de las propias capacidades materiales y técnicas del profesional de turno. No en vano, la fotografía de difuntos acabó formando parte del repertorio fotográfico habitual de cualquier especialista serio, en tanto que producto que terminó resultando muy demandado comercialmente, pese a no ser siempre realizado, por obvias razones, con especial agrado por parte del fotógrafo (Debroise, 2005).
Por principio, la fotografía post mortem contaba con un modelo ideal ‒en tanto que perfectamente quieto‒ para fijar tiempos de exposición, ángulos de enfoque e iluminaciones, de suerte que permitió a muchos especialistas desplegar sus dotes técnicas e incluso mejorar sus aptitudes de cara al retrato de personas vivas. El fotógrafo, idealmente, trataba de favorecer al difunto minimizando el efecto de los fenómenos cadavéricos, lo cual no siempre resultaba una tarea sencilla o agradable (Henao Albarracín, 2013). No solo porque a menudo se debían contener situaciones biológicas complejas, tales como presencia de fluidos, livideces, giros de los globos oculares o daños corporales severos, sino también porque se trataba de un profesional que ejercía su trabajo en un momento harto complejo para los familiares, siempre presentes, lógicamente preocupados por el tratamiento que se daba al cuerpo del finado, así como por la honorabilidad y eficiencia del resultado final, ya realizase la toma en el estudio, ya se hubiera desplazado con el equipo a la casa del fallecido (Osorio Cossio, 2016). El célebre fotógrafo francés Gaspard-Felix Tournachon ‒Nadar‒ (1820-1910) (figura 16), en su célebre libro Quand j’étais photographe (Tournachon, 1900), describió con profusión de detalles y excelente pulso literario una de estas escenas comunes de trabajo fotográfico en mitad del compungido duelo familiar. Préstese, por otro lado, atención a los siguientes comentarios extraídos de un manual de la época:
“Habiendo colocado el modelo, procederemos a la iluminación que, con mucho cuidado, puede resultar muy hermosa. Arreglo las cortinas para utilizar la parte superior de las ventanas, permitiendo que entre la luz con más intensidad, pero incluso algo más suave por un lado que por el otro para aclarar la sombra correctamente, girando el rostro ligeramente hacia la luz más fuerte pudiendo producir un efecto de sombra delicado si es deseable. Coloque su cámara fotográfica frente al cuerpo a los pies del sofá, tenga su placa lista, y, viene la parte más importante de la operación: abrir los ojos, que se puede conseguir usando el mango de una cucharilla, manteniendo las tapas superiores hacia abajo, girando el globo ocular hasta el lugar apropiado, obteniendo así una cara tan natural como en la vida. El retoque apropiado disipará la inexpresividad y la mirada fija de los ojos” (fotógrafo desconocido, cit. en Marcos, 2020, p. 53).
En efecto, el ángulo ideal era el de una perspectiva lineal, horizontal con respecto al cuerpo, que facilitaba una imagen nítida y bien iluminada, manteniendo al sujeto centrado y frontal en la composición escénica. A medida que la clientela fue sofisticando sus preferencias y ganando en exigencia, también las escenografías se tornaron más suntuosas y barrocas. Se buscaban las composiciones abigarradas, de mayor calado artístico, muy del agrado de la época, con telones de cielos, selvas o jardines y todo un sinnúmero de artificios funerarios: candelabros, representaciones de Santos, Vírgenes, Ángeles y etcétera. Por lo demás, estos componentes ayudaban al fotógrafo a generar perspectivas ilusorias, juegos de luces y sombras, destinados a inducir en el espectador la idea de que el difunto “posaba” en función de la convención del momento. Se eludía de este modo la idea de que el muerto estaba definitivamente muerto, alimentando consoladoramente la negación del doliente y suscitando la idea de la permanencia, del “estar” (Henao Albarracín, 2013).
La fotografía de difuntos, incluso en sus procedimientos más tópicos y banales, se encontraba al servicio de toda una simbología cultural construida en torno al tránsito, la trascendencia, el duelo y la memoria, que buscaba tanto la inmortalización “física” del fallecido como la tranquilidad de los vivos, y que, acaso, encontró un singular regodeo en lo que originalmente pudo considerarse como una de sus grandes taras, intrínseca al progreso de la técnica en sí misma. Hablamos de lo que el filósofo Walter Benjamin (1892-1940) denominó fenómeno de “aura”, según el cual, la autenticidad ontológica de la obra de arte emanaría de suerte fundamental de su unicidad (Benjamin, 2003). Algo que, lógicamente, se perdería con la reproductibilidad facilitada por la aparición del negativo fotográfico, cuestionando el valor del objeto “copia” como una genuina producción artística. Una percepción a la que los fotógrafos no fueron ajenos, y que trataron de romper mediante elaboradas técnicas de retoque manual destinadas a individualizar el producto final para así mantener viva tal “ilusión aurática” entre la clientela (Guerra, 2010) (figura 17). Sin duda, ello contribuyó a alimentar la tesis publicitaria del objeto fotográfico como producto “de lustre” asociado a un cierto estatus.
No es que no se realizaran fotografías “de cadáveres” en otros contextos, como el periodístico, el documental, el policial o el propiamente forense. El hecho es que las tomas de este orden sí pretendían en buena medida alcanzar este efecto mimético de lo retratado como equivalente de lo real, del que la fotografía comercial, sujeta a las convenciones socioculturales de la clientela, hubo de desprenderse a fin de prosperar. Resulta relativamente sencillo encontrar entre las iconografías reporteriles decimonónicas fotografías de campos de batalla sembrados de muertos, así como tomas patibularias, de linchamientos, asesinatos (figura 18), ejecuciones y víctimas de la violencia de todo tipo (figura 19). También ficheros policiales repletos de imágenes de convictos según las convenciones antropométricas de la época.7 Del mismo modo, son habituales las fotografías de morgues y/o depósitos de cadáveres, e incluso de sujetos sometidos a diferentes procesos de disección y/o exploración tanatológica ‒todavía no “autopsias”‒, muchas ellas realizadas con propósitos identificativos o al menos incipientemente médicos (figura 20).
La diferencia de estos muertos fotografiados con respecto a los otros es la pretendida, al menos en teoría, carencia de interés escenográfico en una pretensión manifiesta de “enseñar lo que el ojo ve”. No hay una sistemática simbólica ‒o bien solo existe de manera muy excepcional‒ en la medida de que no se trataría, en principio y con matices, de fotografías diseñadas para la memoria, sino de meros datos adheridos al documento, de una simple y llana certificación de “los hechos” que se relatan (Campbell, 2004; Vázquez Casillas, 2014). Son cuerpos muertos, o que mueren. Seres despersonalizados que, con total independencia del horror o evento que explican e ilustran, no han sido “inmortalizados” en sí mismos con una finalidad recordatoria. No obstante, esta clase de imágenes, a medida que fueron adhiriéndose a las técnicas publicitarias y propagandísticas de la sociedad de masas emergente, también terminaron por desarrollar su propia semiótica cargada de connotaciones, ya latentes, ya manifiestas (Brisset Martín, 2005).
El final de la fotografía de difuntos, en tanto que práctica profesional convencional, es tema controvertido. Existe un acuerdo generalizado en la literatura acerca de las razones por las que dejó de ser un producto demandado per se, pero no tanto con relación a qué, entre todo ello, pudo tener mayor o menor importancia. De hecho, hay incluso quien defiende que la actividad en sí nunca ha desaparecido como elemento canalizador del duelo, sino que, en todo caso, simplemente ha dejado de ser un negocio ‒que se consideraría de “mal gusto” e incluso rayando en lo obsceno o “pornográfico”‒ para adentrarse en el territorio de la más estricta intimidad familiar (Morcate, 2012). Sea como fuere, el auge comercial de la fotografía post mortem decayó drásticamente al final de la década de 1910, momento en el que la cantidad de imágenes que es posible encontrar en los archivos disminuye de suerte radical (Guerra, 2010). Los motivos de ello, como se indica, son variopintos, pero analizados en su conjunto generan un interesante complejo de vasos comunicantes que terminaron convirtiendo el procedimiento en algo innecesario (Vargas, 2018).
No se trata sólo de que se produjeran cambios generacionales que motivaron alteraciones en las costumbres, ocurre también que los idearios del Romanticismo que facilitaron el interés por estas prácticas también eran observados ya como asunto decadente, cuestionable e incluso pueril en los entornos más urbanos y progresistas. Al mismo tiempo, los Estados, atentos a los progresos en materia biomédica y de salud pública, se habían ido introduciendo de manera más o menos abierta en el marco de la gestión de exequias y difuntos, regulando condiciones en el trato de los cadáveres que limitaban la posibilidad de poner en práctica muchas de las actividades que antes las familias, recluidas en la intimidad del duelo hogareño, podían gestionar a su antojo. Incluso la reflexión en materia teológico-religiosa fue perdiendo, paulatinamente, sus acostumbrados espacios de control sociocultural, con lo que muchas de las ideas tradicionales que justificaban prácticas, como la fotografía de difuntos, fueron desprestigiándose. La muerte, superadas las extravagancias del ardor romántico, comenzó a observarse desde una óptica cientificista que deshizo buena parte del velo de emotividad del que siempre estuvo rodeada. Así, aparecieron en el panorama intelectual conceptos relativos al estudio científico de la muerte y el presunto alargamiento de la vida, como el de “tanatología”, ideado por uno de los grandes padres de la investigación inmunológica moderna, el ruso Iliá Ilich Méchnikov (1845-1916), quien fuera Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1908 por sus estudios sobre la fagocitosis y el funcionamiento del mecanismo inmunológico. Prueba de este declive cultural de la ideología construida en torno a la muerte que facilitó el asunto de la fotografía de difuntos es el súbito desprestigio en el que cayó la literatura gótica clásica, basada de suerte fundamental en relatos de fantasmas y aparecidos. Con el advenimiento de la obra de Darwin ‒y otros avances científicos del momento‒, los intereses socioculturales se apartaron de ese risible mundo de los espectros dieciochescos que ya no asustaban a nadie, para adentrarse en esas oscuras aguas en las que confluyen y chocan lo anhelos humanos contra las demandas de lo biológico y que implican una reformulación de los miedos más atávicos de la Humanidad. A ello quería referirse Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), en su conocido ensayo, cuando se refirió al relato de horror gótico convencional, anterior al nuevo pulso del siglo XX, como historia “acartonada” y desprovista de autenticidad (Lovecraft, 2002, p. 21).
Por lo demás, el abaratamiento y la democratización progresiva de la fotografía, así como la aparición de las funerarias y la consiguiente mercantilización de las exequias, motivaron que retratar difuntos se convirtiera en una práctica excesivamente costosa ‒tanto en tiempo como en recursos‒, como para resultar rentable a los estudios fotográficos o asequible a los usuarios. Un evento que coincidió con el progresivo desagrado y repugnancia de los profesionales a la hora de abordar esta clase de encargos que implicaban una lucha contra infinidad de complejos imponderables técnicos, biológicos, e incluso no pocas veces acaloradas discusiones con los propios familiares del difunto (Guerra, 2010; Henao Albarracín, 2013). Así las cosas, la presentación pública de la primera cámara compacta de uso doméstico en 1925 ‒la célebre Leica I de 35 mm‒ en Leipzig, que supuso un éxito rotundo y convertiría ya la práctica de la fotografía en una actividad más de la vida diaria a todos los efectos, supondría, finalmente el cese de esta vertiente del negocio fotográfico (Fundación Telefónica, 2017).8
1 Louis-Jacques-Mandé Daguerre (1787-1851) (figura 2) presentó el primer procedimiento fotográfico, sobre placas metálicas de cobre-plata reveladas con vapor de mercurio, en 1839. El resultado final, por cierto, requería de un cuidado muy meticuloso para garantizar su preservación.
2 Ideado por William Henry Fox Talbot (1800-1877) (figura 3), es el antecedente directo de la fotografía moderna, pues se realizaba sobre papel y permitía generar negativos de las imágenes para tirar cuantas copias de ellas fuera preciso.
3 Que deben su nombre a José II (1741-1790), emperador del Sacro Imperio, ilustrado y gran reformista, que introdujo sustanciales cambios en el proceso de los enterramientos, comenzando por plazos para el velatorio y el entierro, a fin de garantizar que éste se desarrollaba de acuerdo con unos estándares básicos de higiene.
4 Por la instrucción denominada Piam et Constantem, emitida por el Papa Pablo VI ‒Giovanni Battista Enrico Antonio Maria Montini (1897-1978)‒ el 5 de julio de ese año.
5 Físico, matemático, inventor y teólogo, el sueco Emanuel Swedenborg es especialmente conocido por la obra que le dio fama internacional: De caelo et ejus mirabilibus et de inferno, ex auditis et visis (1758). Popularmente conocida como Del cielo y del Infierno, concebido tras una epifanía devenida de diversos episodios de visiones místicas que afectaron a Swedenborg entre 1741 y 1744, el texto pretende ofrecer una descripción detallada de la vida después de la muerte corpórea. El libro alcanzó enorme éxito y prestigio, siendo reeditado en varios idiomas y gozando de una gran difusión (Sigstedt, 1952).
6 Baste recordar, a título de ejemplo, la investigación en el campo de los optogramas (Figura 7), basada en la creencia de que en la retina del muerto quedaba grabado lo último que habían contemplado en vida. Investigadores como Wilhelm Friedrich Kühne (1837-1900) (Figura 7) o Franz Boll (1849-1879), entre otros, publicaron tratados sobre optografía, o fotografía de la retina de cadáveres, que despertaron gran interés hasta que la teoaría fuera desacreditada ya entrado el siglo XX (López-Muñoz & Pérez-Fernández, 2017).
7 Se ha dicho con reiteración ‒de hecho es prácticamente una convención en Internet‒ que el “primero” en utilizar la fotografía con fines de identificación forense, quizá en 1866 o en 1868, fue el célebre detective estadounidense de origen escocés Allan Pinkerton (1819-1884), pero el dato no es concluyente y ha de tomarse con las debidas cautelas. Otros se remontan a la década de 1840, momento en el que la tecnología fotográfica emergente ya habría sido utilizada en el sistema penitenciario belga (Jones, 2018).
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