Héctor Pérez-Rincón García
El doctor Don José Luis Díaz y yo debutamos en la Psiquiatría, con un año de diferencia y bajo la batuta de nuestro Maestro, Don Dionisio Nieto Gómez, en un momento en el que la especialidad se encontraba en un periodo de explicable euforia y optimismo derivados de la que se llamó su “tercera revolución”: la introducción en la decena anterior, a la mitad de la, por otro lado, calamitosa centuria, vigésima después de Cristo, de la moderna Psicofarmacología. En efecto, muy pocos años después del Primer Congreso Mundial de Psiquiatría, celebrado en París en 1950 bajo la Presidencia de Jean Delay, que se propuso reunir a los psiquiatras que la Segunda Guerra Mundial había separado y dificultado las comunicaciones científicas, surgieron aportes que habrían de cambiar el rostro de la especialidad médica que había nacido en esa misma ciudad en los tormentosos años de la Revolución Francesa: me refiero, por supuesto, a la aparición de los antipsicóticos, de los antidepresivos, de los ansiolíticos y de los moduladores de la periodicidad de la bipolaridad. Esas armas terapéuticas consideradas milagrosas no sólo cambiarían la práctica clínica y vaciarían los asilos, sino que permitirían llevar a esa especialidad al círculo piagetiano de las ciencias. La psicofarmacología participaría en un proceso de gran relevancia teórica y práctica: la introducción de las neurociencias en el terreno, hasta entonces demasiado especulativo, de la medicina mental. Para muchos historiadores su “segunda revolución” había sido la construcción del psicoanálisis que había seducido a no pocos especialistas en muchos países. Pocos fueron entre los años 20 y 50 del pasado siglo los que defendieron los enfoques de Griesinger (“las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro”). Gracias en gran medida a la tenaz acción de Don Dionisio Nieto, hay que recordarlo, en nuestro país el psicoanálisis no alcanzó la amplitud e influencia que tuvo en los Estados Unidos y en la Argentina.
Así, el joven doctor Díaz inició, junto a su mentor, su carrera de neurocientífico en el Instituto de Investigaciones Biomédicas de la UNAM. Desde esos felices años, cuando tuve el privilegio de conocerlo, impresionaba su energía, su erudición, la amplitud de sus intereses científicos y su sentido del humor, del que estaban privados por cierto algunos de los alumnos de Don Dionisio de la primera generación. En 1972 el doctor Díaz, entonces becario del Departamento de Psiquiatría de la Escuela Médica de Harvard, participó en el Comité Editorial de una empresa bibliográfica que no debemos olvidar: la publicación del Libro Homenaje al Profesor Dionisio Nieto Gómez “Dimensiones de la Psiquiatría Contemporánea” en la que, a lo largo de 523 páginas, 71 autores internacionales brindan una visión original del estado de la Psiquiatría en ese momento que hoy parece tan lejano. Su colaboración se titula “Efectos de la dietilamida del ácido lisérgico (LSD-25) sobre el sistema serotoninérgico del encéfalo”, y tiene como coautor a un investigador finlandés de nombre Matti O. Huttunen.
Pero el inquieto joven neurocientífico no iba, por supuesto, a permanecer prisionero de un laboratorio analizando el efecto de los psicodislépticos en el cerebro de las ratas. Tres años después, en una publicación del Centro Mexicano de Estudios en Farmacodependencia, nombre que tuvo en un principio esta casa, el doctor Díaz dio a conocer su experiencia etnobotánica y fitoquímica llevada a cabo en San Bartolomé Ayautla, de la Región de la Cañada del Estado de Oaxaca en 1973, siguiendo los pasos del famoso Gordon Wasson (el “gordo guasón” de los habitantes de Huautla), el primero de los visitantes extranjeros a esa región y a esa cultura, como más tarde Fernando Benítez, que prometieron a la curandera María Sabina quien les abrió un mundo que se creía perdido, una ayuda que nunca llegó. Dentro de un momento mis colegas recordarán la experiencia del Doctor Díaz con la Salvia Divinorum y la cordial acogida que le brindó la chamana Doña Julia Aurelia Palacios. Su relato, de hace ya medio siglo, conserva no sólo su valor científico y etnográfico, sino su encanto literario, muestra temprana de la que debería ser el sello de su carrera como investigador. No es ocioso recordar, para un auditorio más joven que nosotros, que es el que nos acompaña hoy, que, a partir del interés científico por los productos vegetales enteógenos de diferentes sitios de la geografía nacional, se desarrolló un interés extra científico por quienes pretendieron encontrar en ellos un camino mágico hacia lo que llamaron “la expansión de la conciencia”. Desde los años 1930, un escritor francés, Antonin Artaud, buscó entre los tarahumaras una verdad trascendente por medio del peyote, agregando la intoxicación botánica a su esquizofrenia previa. Poco tiempo después de los artículos de Wasson, Timothy Leary, psicólogo norteamericano que creyó encontrar en los hongos alucinógenos de Oaxaca un medio terapéutico eficaz, fundó en ese Estado una comunidad con pretensiones científicas que atrajo a un nutrido grupo de adictos hippies. Aquí aparece nuevamente el Maestro Nieto, pues el Gobierno Mexicano le solicitó que se presentara en esa colonia psicodélica para convencer a Leary de que regresara cuanto antes por donde había venido, cosa que el desafortunado profeta obedeció ipso facto.
A partir de entonces la carrera científica de Don José Luis Díaz ha sido luminosa. Los artículos, los libros, sus conferencias internacionales dan muestra de una empresa enciclopédica y original, de muy altos vuelos, que ha tomado como temas centrales la neurobiología de la conciencia, las ciencias cognitivas y la neurofilosofía. Gracias a la inteligente benevolencia y al entusiasmo del Doctor Gómez-Mont, los amigos y colegas de Don José Luis estamos reunidos para manifestarle nuestro cariño y nuestra admiración.
San Lorenzo Huipulco,
15 de marzo de 2023.