José Luis Díaz Gómez
Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina, UNAM y Academia Mexicana de la Lengua.
Tener cuerpo entraña un ceñido vínculo de procesos psicofisiológicos por medio del cual una persona siente y se percata de múltiples estados de su organismo: sus posturas y movimientos, su tensión o relajación, su vigor o fatiga, su bienestar o malestar. Tales experiencias no se confinan al tiempo presente, pues las señales advertidas se cotejan tácitamente con las huellas y funciones del cuerpo almacenadas en una densa memoria somática. Esta corporalidad dinámica, sincrónica (actual) y diacrónica (temporal) es una indispensable base funcional del yo, es decir, de la autoconciencia. Pero, además de su cuerpo y de sus actos, la persona también siente y advierte sus percepciones, emociones, pensamientos, creencias, recuerdos, sueños o intenciones como algo suyo, es decir, como eventos mentales que le ocurren sólo a ella, y por ello le pertenecen. Tales experiencias de posesión constituyen un dispositivo central de la subjetividad, pues los procesos corporales y mentales conscientes no sólo son cualitativos y se sienten, sino que al mismo tiempo son propios y se tienen. En efecto, las experiencias conscientes no se dan por sí mismas ni en un vacío: le suceden a alguien, son sus experiencias y de nadie más.
En las investigaciones sobre el carácter subjetivo de la conciencia y la autoconciencia, el término de mineness en inglés se ha venido usando como el hecho y la capacidad de los humanos de sentir y atribuirse sus procesos y estados mentales. Aparentemente el calificativo mineness fue retomado por el fenomenólogo danés Dan Zahavi (2007) del Jemeinigkeit de Heidegger y, si bien el término en inglés ha ganado alguna difusión en la academia internacional, no tiene un equivalente certero en español. Se puede comprender este mineness fenomenológico como el sentir implícito de que los actos de mi cuerpo y de mi mente constituyen parte de mi ser y con ello contribuyen al sentido de ser yo, mi identidad más fundamental.
Como veremos ahora, es relevante analizar y comprender este sentido de propiedad del cuerpo en su relación con el sentido de agencia para aquilatar la articulación entre estas dos facultades fundamentales de la autoconciencia (Martin, 1995). El sentido de propiedad del cuerpo parece necesario para que el sujeto pueda moverse porque siente su cuerpo y todas sus partes como propias y porque los movimientos que decide, emprende y encauza refuerzan su sentido de propiedad y de agencia. De esta forma, aunque por su fisiología y su fenomenología es posible distinguir los modos como la persona siente su cuerpo y los modos en los que puede moverlo, también es notorio que estas dos modalidades funcionales se traslapan y dependen una de la otra (Gallese y Sinigaglia, 2010; Haggard y Chambon, 2012). Por un lado, el sentido de propiedad modula el sentido de agencia porque tener un cuerpo implica poder moverlo y por el otro el sentido de agencia modula al de propiedad porque para mover el cuerpo es preciso tenerlo. Este no es un vano juego de palabras, sino una afirmación con base real y objetiva, como intentaré justificarlo a continuación y cotejarlo más adelante con la milenaria noción budista de anata, o sea de ausencia o inexistencia del yo.
Dado que la integración entre el sentido de posesión del cuerpo y el sentido de agencia parece indispensable para la conciencia de sí, el tema ha llamado la atención de los investigadores del cerebro (Braun et al., 2018). A primera vista, el sentido de agencia –la capacidad de decidir, iniciar y mantener acciones del cuerpo de acuerdo con las intenciones y objetivos del sujeto– parece involucrar fundamentalmente a su capacidad motriz. Pero la agencia es una facultad bastante más profusa que la sola expresión conductual porque, para comandar sus actos con dirección (en sus dos acepciones de mandato y de propósito) y lograr así afectar el entorno según sus deseos, decisiones y objetivos, el agente requiere además sentir su propio cuerpo y tener una noción conveniente de su entorno inmediato. En efecto: para engendrar el sentido de propiedad del cuerpo debe ocurrir una interacción y eventualmente una integración entre dos variedades de experiencia corporal, una proveniente del interior del propio cuerpo y la otra de su entorno. Esto se conoce porque la relación entre las diversas sensaciones propioceptivas e interoceptivas provenientes del propio cuerpo y la información sensorial exteroceptiva, en especial la visión del propio cuerpo y de sus actos, ha sido uno de los focos de interés en la neurociencia cognitiva. Además, la integración sensorio-motriz de las acciones que se dirigen hacia el propio cuerpo –como mirarse, tocarse, acicalarse o cuidarse– engendran, modulan o modifican el sentido de propiedad corporal.
Si la agencia se entendiera simplemente como la certidumbre que tiene todo sujeto de controlar sus propios actos, podría explicarse en alguna medida y a nivel sub-personal como el conjunto de mecanismos conocidos como “control motor” en la neurofisiología. Pero este sistema de comando no sólo tiene una dirección centrífuga que desde las neuronas gigantes de la corteza motriz del lobulo frontal, toma relevo en las neuronas del asta anterior de la médula espinal y termina en los músculos estriados o ”voluntarios” del organismo, sino que también consigna y emplea la información centrípeta resultante de diversas sensaciones tanto exteroceptivas como propioceptivas, pues el movimiento deliberado y propositivo usualmente ocurre en un entorno que el sujeto percibe, al mismo tiempo que siente los movimientos que ejecuta. Dado que el movimiento de su cuerpo es modulado por el sujeto con base en cómo lo siente y lo observa, al escrutar la agencia, más que referir al control motor es conveniente hablar del sistema sensoriomotor. Este sistema bidireccional acopla los movimientos con las percepciones, como sucede de manera patente durante múltiples actos, operaciones y prácticas manuales, porque las sensaciones de tacto provenientes de los dedos se acoplan con los movimientos de palpación y con la percepción visual de tales acciones.
Patrick Haggard, neurocientífico cognitivo del University College en Londres, uno de los investigadores actuales más activos sobre los mecanismos cerebrales de la agencia, postuló un efecto de enlace intencional, definido como la compresión por el propio agente del intervalo que media entre una acción voluntaria y sus consecuencias no solo en el entorno, sino también sobre su propia percepción. Ocurre así una liga causal entre el proceso motor de una acción y la forma en la que los movimientos comprometidos en ella son percibidos por el propio ejecutante (Caspar, Cleeremans y Haggard, 2015). Tal consistencia entre las predicciones supuestas por la historia del sistema y los procesos sensoriomotores presentes y en curso revalida y fortalece el sentido de agencia, pues el sujeto experimenta esta retroalimentación como intríseca de su capacidad de moverse y afectar el mundo; es decir: como parte de sí mismo (Haggard, 2017).
Como adelantamos arriba, este tipo de ajuste no ocurre como algo inédito cada vez que el sujeto se mueve o manipula un objeto, pues el organismo guarda un acerbo creciente y dinámico de sus experiencias sensorio-motrices que otorga una predicción automática no consciente, pero indispensable para que ocurra la conciencia. De esta manera, cuando ocurre una coherencia entre la predicción tácita y la experiencia actual de una acción particular, se facilita y se afina el aprendizaje sensoriomotor que es la base para la adquisición de habilidades y destrezas, como indagaremos en una sección próxima.
Reiteremos lo dicho hasta este momento: una persona sabe lo que hace cuando controla sus acciones y a través de ellas regula ciertos eventos en su espacio, esa porción aledaña del universo que llamamos hábitat y puede pensarse como el nicho del yo. Este control constituye el sentido de agencia de un individuo y es uno de los elementos más relevantes de su autoconciencia, pues se refiere a su capacidad para actuar en el mundo de manera directa y deliberada, con objetivo, dirección y sentido. En tanto operación cognoscitiva, el sentido de agencia se refiere a la liga causal que de forma implícita e inmediata establece un sujeto entre una intención que genera, la acción que emprende en consecuencia y los efectos de esta acción en el mundo. Esta liga implica a la sensación de control que tiene de sus acciones y las consecuencias de estas tanto en el mundo, como en sí mismo. En su fuero interno ocurre la predicción tácita de que emprender una acción va a producir ciertos efectos, los cuales son precisamente los resultados que busca obtener (Moore y Obhi, 2012). En otras palabras: la persona tiene la certeza firme y continua de ser la causa de los movimientos o las acciones que realiza, así como la de sus alcances y repercusiones, lo cual fue subrayado por Fichte y por Maine de Biran, filósofos iniciales del yo desde los tiempos de la Revolución Francesa. ¿Es esta la esencia más personal de la libertad? Sigamos inquiriendo, pues la respuesta a esta pregunta no es nada simple.
Además del comando motor hemos subrayado que el sentido de agencia depende crucialmente de las señales provenientes del propio cuerpo en movimiento, acopladas a las inferencias que estos actos van a tener sobre el mundo circundante (Moore, Wegner, Haggard, 2009). La relación entre posesión corporal y agencia corporal ya no se comprende como una simple división entre información de entrada perceptual en el primer caso y de salida motriz en el segundo pues, mientras las señales aferentes proveen de un contenido específico a la experiencia corporal, las señales eferentes estructuran la experiencia del cuerpo de manera integral y coherente con el medio.
El grupo de Shaun Gallagher, uno de los autores más conocidos en el campo de cognición corporizada y situada, ha considerado el papel conjunto de las señales aferentes (la información “de entrada” que llega al cerebro proveniente de los órganos de los sentidos y del propio cuerpo) y de las señales eferentes (la información “de salida” que va del cerebro a los músculos y dirige actos y acciones particulares). La experiencia coherente depende de la integración de información aferente con la información eferente, pues su combinación es necesaria para que el sujeto sienta su cuerpo como propio y pueda moverlo a voluntad (Tsakiris, Schütz-Bosbach y Gallagher, 2007).
Un caso muy demostrativo de esta integración sensorio-motriz en la agencia humana, es el hecho de que el organismo distingue las acciones que el propio sujeto emprende voluntariamente de muchas otras que ocurren sin su intención voluntaria. Desde sus inicios con Helmholtz, la neurofisiología describió que todo movimiento autogenerado es identificado como tal por el cerebro, dando a la criatura un sentido privativo y directo para diferenciar el movimiento originado y accionado por sí mismo del producido por fuerzas externas. El organismo registra y nota que es el ejecutante de una acción mediante la producción de una copia eferente que predice las sensaciones provocadas por un movimiento, literalmente “en el acto”. Si la predicción despachada al dirigir el movimiento concuerda con las sensaciones producidas, el organismo comprueba la eficiencia de sus actos y se genera o se refuerza su sentido tácito de agencia. Esta copia del comando motor se conoce en la neurofisiología como descarga corolaria, una pauta de actividad neuronal que es despachada a diversas regiones del cerebro como advertencia del movimiento inminente. Es posible que otro tipo de descarga corolaria pueda ocurrir en los sistemas cognitivos en forma de señales usadas como feedforward o control preventivo en la toma de decisiones (Subramanian, Alers, Sommer, 2019). En su notable libro sobre la psicología del pulpo, el filósofo australiano Peter Godfrey-Smith (2016) proporciona un ejemplo cotidiano y palmario del crucial papel que juega en la vida diaria este mecanismo de constancia perceptiva:
Para nosotros un objeto permanece como reconocible, aunque cambie nuestro punto de vista. Si te acercas o te alejas de una silla, esta no parece crecer, achicarse o moverse de lugar porque tácitamente compensas los cambios en apariencia como debidos a tus acciones … (p. 44, traducción mía).
Hermann von Helmholtz, insigne pionero de la neurofisiología moderna, ya había planteado a mediados del siglo XIX que esta función neural predictiva explica la estabilidad de la percepción visual, a pesar del desplazamiento de las impresiones llegadas a la retina, debido a los movimientos de los ojos, de la cabeza y de todo el cuerpo. Esta asombrosa función tácita e implícita del yo corporal no sólo esclarece la estabilidad de la escena visual a pesar de los movimientos de la imagen en la retina, sino también explica que un conductor no se maree cuando maneja un automóvil o que una persona no pueda hacerse cosquillas a sí misma. Podría colegirse que tampoco sería posible hacerle cosquillas a un robot, lo cual revelaría su falta de autoconciencia. Es posible que Issac Asimov, el autor clásico de ciencia ficción, estuviera en desacuerdo con esto, pues en el tercer relato de su célebre libro “Yo, robot” de 1950 inventa a Cutie, un tipo de autómata tan avanzado que desdeña a los humanos y se autoproclama profeta de los robots. Los pilotos de la nave no logran convencerlo por medio de la razón de que sólo es una máquina. Le apostaría a Asimov que su Cutie no siente (ni tiene) cosquillas.
Una vez más atestiguamos que la autoconciencia no se restringe a la representación cerebral y cognitiva que tiene una persona de sí misma, sino que involucra necesariamente al cuerpo, tanto en lo que se refiere a sus entradas sensoriales como a la modulación de sus conductas, unas y otras trabajando en conjunto y al unísnono. Además, se sigue perfilando la noción de un self, un yo central o elemental constituido por la sensación tácita o inconsciente de propiedad y control del propio cuerpo para engendrar acciones y su manifestación consciente en forma de introspección, narración o memoria autobiográfica.
En la neurociencia cognitiva se denominan funciones ejecutivas centrales a los mecanismos cerebrales de la experiencia de agencia, porque toda acción intencional está necesariamente relacionada con el control de ciertos movimientos que se ejecutan bajo la guía de una planeación motriz, donde la meta está representada y anticipada como la finalidad y el objetivo de la acción. Ahora bien, antes de sondear con más detalle las funciones ejecutivas parece conveniente abordar los mecanismos cognoscitivos que las establecen a la luz del concepto tradicional de voluntad (del latín volo o velle: querer, desear), una de las tres potencias del alma para Aristóteles y la escolástica. Dado que uno de los aspectos centrales de la agencia es la capacidad para encauzar la acción mediante la voluntad, importa explorar de qué forma este término de uso tan ancestral en referencia a la vida mental y la autonomía personal puede ser abordado y comprendido por la ciencia cognitiva moderna.
En los diccionarios de la lengua española, la palabra voluntad tiene varios significados, todos ellos referidos a la vida propositiva. Es así como el vocablo puede aludir indistintamente al deseo o la inclinación para actuar de cierta manera, a la intención o el proceso consciente de elegir algo y también referir a aquello que se desea. Otras veces se aplica a la capacidad mental que organiza la acción de acuerdo con creencias, ideales o principios morales, a la conducta dirigida a una meta y a la facultad de controlar las acciones propias. Todos estos son aspectos o facciones de la voluntad que requieren de valoración en el marco de las ciencias actuales de la cognición, del cerebro y de la conducta. Para facilitar este abordaje, es conveniente distinguir de entrada cuatro niveles operativos de acuerdo con el grado de voluntad involucrado en cada uno de ellos (Díaz, 2013):
Nivel 0:No hay voluntad en los reflejos o las conductas que se presentan en respuesta automática a ciertos estímulos. Esto sucede con los tropismos o con los llamados instintos, como el movimiento del girasol hacia la luz solar o el reflejo de succión del bebé recién nacido. Sin embargo, este nivel es una base funcional necesaria para que puedan encumbrarse los grados superiores de la voluntad.
Nivel 1:El primer nivel de voluntad ocurre en las conductas guiadas por una percepción y una motivación fisiológica predominantes. Esto sucede en los mecanismos vaticinadores de affordance en los cuales la simple percepción implica directamente a las acciones que el perceptor puede ejercer en referencia al objeto que percibe. Por ejemplo, durante muchos de sus encuentros agonistas, los individuos de múltiples especies animales resuelven entre pelear o huir sin que intervenga una elaborada ponderación cognitiva.
Nivel 2:El segundo nivel de voluntad opera cuando el individuo sopesa diferentes cursos posibles de acción y toma una decisión entre alternativas imaginadas y consideradas. En esa resolución interviene la ponderación de dificultades, costos y beneficios, pero también contribuyen las motivaciones, los afectos y otros ingredientes más o menos conscientes. En este nivel opera crucialmente la intención de actuar de una forma deliberada.
Nivel 3: Es posible distinguir un tercer nivel de voluntad cuando el sujeto toma una decisión que va en contra de sus motivaciones y deseos para acatar ciertas creencias o valores de tipo cívico, ético, moral o religioso. Por ejemplo, esto ocurre en el autocontrol de la expresión de las emociones, en el caso del deber y los actos de la “buena voluntad” planteados por Kant: el obrar según máximas o principios.
La identidad personal adquiere un sello particular en los dos niveles más elaborados de la voluntad, pues las pulsiones y las motivaciones suelen ser múltiples y universales en su dirección e intensidad, en tanto que las intenciones, las decisiones o los deberes se toman deliberadamente de acuerdo no sólo a tendencias, sino a proyectos, valores y creencias, cuya elaboración requiere de selección e inhibición tanto de impulsos y motivaciones como de cursos posibles de acción. Es importante resaltar que una decisión intencional, más que de un estado habitual de vigilia, requiere de un estado de autoconciencia, porque depende de la independencia, determinación, planeación y autonomía que son centrales en la individualidad, la personalidad y la libertad personal.
El psicoanalista Víctor Frankl (1988) afirmó que el ser humano experimenta su individualidad en términos de su voluntad y esto significa que su existencia personal es equiparable a su capacidad para expresar su voluntad en el mundo. La función terminal de la voluntad es el dar sentido a la existencia y es lo que mejor define a un individuo tanto para sí mismo como para los otros: “por sus hechos los conoceréis.” En relación estrecha con esta tarea o función de individuación, es importante mencionar el trascendental factor popularmente denominado “fuerza de voluntad”, el grado de determinación, firmeza y resolución con el que un sujeto es capaz de llevar a cabo sus decisiones, intenciones o deseos; una cualidad que requiere de esfuerzo y que los seres humanos solemos sentir como insuficiente. Volveremos sobre esto más adelante.
Dada esta plétora de significados, se debe concebir a la voluntad como una dilatada y heterogénea capacidad mental compuesta por diversos subsistemas que se engarzan para seleccionar y dirigir la acción por ciertos cauces y para ciertos fines. Efectivamente, desde el punto de vista de las ciencias cognitivas, la capacidad humana a la que genéricamente se llama voluntad, está conformada por el conjunto de actividades mentales, neurales y sensoriomotoras que tienden hacia el cumplimiento de objetivos. Esta capacidad implica la operación concertada de subsistemas neurofisiológicos y funciones cognitivas particulares que incluyen a los impulsos, las motivaciones, los deseos, las intenciones, las decisiones, las acciones deliberadas y la modulación de las acciones que se encuentran en marcha. Hagamos una primera aproximación a estos factores para profundizar en cada uno de ellos en las secciones siguientes.
La motivación se refiere al conjunto de tendencias y disposiciones que se desarrollan en los vivientes móviles dotadas de un potente impulso para actuar. El deseo consiste en intensas emociones de apetencia y anticipación, usualmente acompañadas de representaciones del objeto anhelado y de avidez de disfrutarlo. Las decisiones involucran una selección entre alternativas posibles y son necesarias para planear o dirigir programas de acción eficientes o valiosos. Con frecuencia, las actividades mentales que tienden hacia el cumplimiento de un objetivo implican la capacidad para elegir entre disyuntivas haciendo uso del conocimiento, de las creencias y de los valores que la persona admite y con frecuencia atesora. De esta forma, cuando la persona genera una intención y aplica esfuerzo para cumplirla, pretende obtener y disfrutar de algo que no posee y estima como valioso. El querer y el apuro por conseguir y disfrutar de un objeto o un valor son intrínsecos a la voluntad, y su operación se liga estrechamente a la cultura en la que el sujeto está inmerso, pues, en su médula, la cultura incluye un complejo y acordado sistema colectivo de normas o expectativas que estipula lo bueno y lo malo, lo que está permitido o prohibido, en qué consisten el éxito o el fracaso, el triunfo o la derrota, el mérito o la lacra, el honor o la infamia, la sensatez o la necedad.
Una vez planteado este panorama de la voluntad y la vida propositiva en el contexto de la autoconciencia y de la agencia, veamos con mayor detalle sus diferentes elementos y procesos constitutivos.
Las motivaciones son tendencias, disposiciones o impulsos de los seres vivos y animados que inician, modulan y mantienen ciertas conductas hasta alcanzar una meta u objetivo. Suelen estar ligadas a mecanismos fisiológicos de homeostasis cuando, al salir de su rango funcional, el organismo se ve impulsado a recuperarlo. Esto sucede con el hambre y la sed, motivaciones vitales de la conducta animal y humana. Ahora bien, en los seres humanos las motivaciones fisiológicas no siempre constituyen simples reflejos, pues su ejercicio puede estar sometido a regulación por recuerdos, creencias, conocimientos, valores o demandas sociales. En este sentido es importante diferenciar una motivación intrínseca, definida por el placer y el reforzamiento que procura un comportamiento particular, como puede ser trotar en las mañanas por la experiencia de bienestar que proporciona este ejercicio, de la motivación extrínseca supeditada a una recompensa externa al sujeto, usualmente de orden social, como puede ser correr en las mañanas para resultar más atractivo o saludable, aunque la faena no resulte fácil o agradable. En este caso intervienen la previsión de lo seductora, beneficiosa o placentera que se considere la recompensa y la evaluación de si el esfuerzo requerido se compensa y justifica por la gratificación anticipada.
En tanto la motivación básica es una necesidad que impulsa a la criatura a conseguir un elemento vital, como agua o alimento, el deseo se refiere a una intensa emoción de apetencia acompañada usualmente de anticipación. Podría plantearse que la motivación es más fisiológica y el deseo más emocional, pero los límites son imprecisos porque hay componentes biológicos, cognitivos, afectivos y sociales en ambas instancias. En el caso del deseo, el querer, anhelar o apetecer algo implica la representación anticipada del goce por poseer y disfrutar de ese algo, un proceso usualmente marcado por el apremio y la avidez. Por esta razón, el valor es una cualidad atribuida a cierto objeto –el objeto del deseo– capaz de orientar, sesgar o determinar las actitudes y las acciones del sujeto. El deseo se perfila de manera más clara cuando la satisfacción o la recompensa esperadas se ubican distantes en el tiempo y requieren deliberaciones, decisiones y un curso coherente y esforzado de acción. Los mayores objetos de deseo son temas y motores de pasiones y tragedias humanas: el poder y el dinero, la fama y la gloria, el amor y el sexo, la venganza y la envidia…
El deseo es una emoción o pulsión propositiva tan poderosa y primordial que doctrinas tan distantes entre sí como el budismo, la filosofía de Spinoza o la teoría psicoanalítica, le adjudican un papel fundamental en la conducta y la mentalidad humanas. En efecto, en el budismo se considera que la avidez es una fuente permanente de insatisfacción o sufrimiento, en tanto que una de las nociones más conocidas de Sigmund Freud se refiere a la dinámica del deseo caracterizada por la ausencia de un bien y por una falta que no necesariamente se satisface con su obtención, porque su pulsión es inconsciente (véase, Laplanche, 1996, p. 90). El deseo para Freud está orientado a evitar la frustración y obtener una gratificación o un goce mediante una realización que se ve aplazada porque un principio de realidad impide al sujeto obtenerla; pero el deseo permanece pues proviene de la pérdida y la falta. El deseo de origen inconsciente sería singular de un sujeto específico y no general de la especie porque, a diferencia de la motivación o necesidad fisiológica, no surge de un requisito directo de la supervivencia o la adaptación, sino de una historia personal y particular.
Usualmente las motivaciones y los deseos surgen en la conciencia de una persona, y para ser satisfechos o postergados, es preciso tomar decisiones para planear y encauzar la acción en direcciones que se estiman eficaces o valiosas. De manera ideal, la toma de decisiones implica la representación de resultados esperados y la selección de un plan de acción mediante una deliberación consciente. Por un lado, la decisión está ligada al pensamiento y al juicio porque requiere reflexión y razonamiento de pros y contras, costos y beneficios de varias alternativas, y por otro se vincula a las emociones en términos de valores y creencias afectivas, no siempre plenamente conscientes. La deliberación entraña evaluación de los motivos, las pulsiones o los impulsos para elegir los cursos que se consideren más convenientes y adecuados sobre los potencialmente dañinos o estériles. También involucra la selección de la alternativa más conveniente, una evaluación de la utilidad esperada, un balance estimado entre el costo y el beneficio de la tarea, y la organización de programas de acción para lograr el objetivo. La estipulación ordenada y coherente de metas y directrices, de estrategias en el tiempo, así como de instrumentos, operaciones y acciones para llegar a los fines deseados son operaciones propias de un agente o sujeto cognitivo que requieren de la memoria, en particular del aprendizaje y depuración de su propia efectividad y validez. Estas capacidades adquiridas son funciones netamente metacognitivas en el sentido de que se refieren y regulan sus propios mecanismos de operación.
Una “decisión racional” supone consistencia entre creencias y deseos, e implica que las creencias estén basadas en datos o evidencias convincentes y razonamientos lógicos. Cuando este es el caso, y muchas veces no llega a serlo, la persona puede justificar su plan de acción para realizar un propósito. Ahora bien, la racionalidad no sólo es cálculo de probabilidades, pues las deliberaciones, las emociones y las creencias aparecen como sistemas traslapados entre sí y dotados con elementos y dinámicas tanto conscientes como inconscientes, tanto racionales como afectivas, tanto imaginarias como concretas. Segundo-Ortin (2020) propone una “psicología ecológica radical” que subraya cómo contribuye la información perceptual para actualizar los esquemas y hábitos sensoriomotores sin la necesidad de que medien inferencias, cómputos o representaciones mentales. Su tesis se ajusta a lo que arriba identificamos como el primer nivel de la voluntad, una forma de selección basada fundamentalmente en la percepción de contingencias, pero no al segundo nivel que por definición requiere de estas operaciones cognoscitivas, ni al tercero en el que intervienen valores, compromisos y obligaciones.
Utilizando un complicado paradigma psicofísico y de registro neuronal en monos rhesus, Ranulfo Romo y sus colaboradores (2004)" y(2013) en la UNAM derivaron que la experiencia previa y la información sensorial en curso se combinan para poder generar una decisión, la cual es comunicada al sistema motor para ejecutar las acciones correspondientes. La toma de decisiones involucra a regiones del cerebro implicadas en la percepción, la atención, la memoria, la emoción y la planeación, las cuales trabajan en paralelo, en secuencia o en conjunto conforme avanzan las distintas fases de la resolución, lo cual constituye el tema central de la interdisciplina denominada neuroeconomía (Glimcher, 2009).
La decisión suele estar modulada y en ocasiones determinada por mensajes provenientes del entorno social que generan motivaciones y convicciones. Tales comunicados permean a la sociedad en estrategias programadas de seducción, retórica o persuasión. Una de las más eficientes es la publicidad sea explícita o subliminal, pues se aboca con bastante éxito a la producción de objetos de deseo con una finalidad mercantil. Vale la pena revisar un estudio experimental de imágenes cerebrales durante un tipo de persuasión plausible y racional. En 2010 Falk y colaboradores analizaron la correlación entre una señal neurobiológica asociada a un mensaje persuasivo y la modificación de la conducta resultante. Durante una sesión de resonancia magnética funcional del cerebro, los sujetos voluntarios fueron expuestos a un mensaje verbal y razonado sobre la conveniencia de usar crema bloqueadora de sol para evitar el cáncer de piel. Al terminar la sesión se les proporcionó una crema bloqueadora y se les solicitó que manifestaran su intención de usarla. Una semana más tarde se les entrevistó y se correlacionó el nivel de uso reportado con la actividad de varias regiones cerebrales durante el mensaje de persuasión. La activación de la corteza medial prefrontal se asoció al uso de la crema en un grado mayor que la declaración de intenciones, lo cual cuestiona el papel que se otorga a las decisiones conscientes como guías del comportamiento y plantea que ciertos mecanismos cerebrales inconscientes pueden ser más definitivos para normar la conducta. Como veremos después, estos hallazgos son relevantes a la discusión sobre el libre albedrío.
Otro medio de inducción es la propaganda coercitiva de índole política o religiosa, popularmente conocida como “lavado de cerebro”, que en ocasiones se manifiesta en el síndrome de Estocolmo como una sumisión voluntaria por parte de la víctima. La propaganda es un intento deliberado de producir creencias y percepciones cuyos contenidos ideológicos han sido previamente definidos por quienes la generan y distribuyen mediante formas de persuasión masiva, grupal e individual. La susceptibilidad de los seres humanos a la publicidad y la propaganda es notable y no sólo ha resultado en movimientos sectarios de consecuencias a veces trágicas, como los suicidios en masa promovidos en algunas sectas por líderes delirantes, sino que constituye el inverso de una voluntad libre, autónoma y robusta. El antídoto de este tipo de credulidad sumisa estriba en dudar y evaluar no sólo las creencias y convicciones ajenas, sino las propias. Alguien es libre cuando no es sujeto de compulsión interna o control externo, lo cual implica que hay grados de libertad y que para ser más autoconsciente y autónoma es preciso para una persona cultivar la autocrítica, una función particularmente meritoria de la autoconciencia esforzada.
Muchas acciones cotidianas y rutinarias suceden sin plena conciencia; por ejemplo, al manejar su automóvil un conductor competente puede percibir eventos, evadir obstáculos, frenar o acelerar mientras su conciencia explícita está más comprometida en una animosa conversación con su acompañante. Esas acciones casi automáticas se toman y se modulan en una “periferia” de la conciencia, mientras que su “foco” está colocado en la plática. Otro caso de comportamientos ejecutados sin plena voluntad es el de acciones reflejas que se generan por fuerzas externas, como el acomodo automático que realiza una persona para no caerse cuando alguien la empuja. Estas y otras muchas instancias similares indican que las acciones voluntarias ocurren en diversos grados de control y muestran que aquellas que se toman deliberadamente o con plena conciencia son las más relevantes a la voluntad, la autonomía, la libertad y la conciencia de sí.
La filosofía de la acción progresó desde mediados del siglo pasado a partir del libro Intention de Elizabeth Anscombe (1957), filósofa católica irlandesa, discípula de Ludwig Wittgenstein. Ella abrió el tema de las relaciones entre intención, acción, deseo y creencia notando, entre otras cosas, la independencia de la intención y la razón, la capacidad de saber qué acciones se ejecutan sin necesidad de observarlas y la naturaleza cognitiva y representativa de la intención. Distinguió entre los diversos sentidos del término al notar que la intención de iniciar un movimiento a propósito es un proceso particular, otro distinto es la intención que acompaña a una acción deliberada y un tercero la finalidad que se persigue con el movimiento. Defendió la existencia de la agencia humana en términos de la intención y planteó a esta facultad como el ajuste entre un acto mental y un acto motor constituido por el movimiento propositivo.
Unos lustros más tarde el influyente filósofo analítico estadounidense Donald Davidson (1980) convino que la acción es un movimiento ejecutado como consecuencia de un proceso mental propositivo, como son las intenciones. Las conductas no intencionales, como la de evitar una caída luego de un resbalón, no serían acciones propiamente dichas porque no son consecuencia de una intención o voluntad deliberadas y se conforman más bien como respuestas reflejas y automáticas. La voluntad de mover una parte o la totalidad del cuerpo consiste en un proceso causal multidimensional de estados cerebrales, contracciones musculares y desplazamientos del cuerpo del agente en el espacio. El agente no sólo da por hecho que su voluntad es causa suficiente del movimiento, sino que puede explicar cómo y por qué lo ejecuta. De esta forma, en su Teoría Causal de la Acción, Davidson propone que una acción es intencional cuando tiene como causa un estado mental propositivo, como son los deseos, las creencias o las intenciones y además el agente puede dar cuenta de estos factores. En términos de O’Shaughnessy (1980), las intenciones serían eventos mentales explícitos mediante los cuales el agente realiza precisamente los movimientos que pretende ejecutar.
Otra aportación a la teoría de la intención y la intencionalidad ocurrió en 1983 con el trabajo de John Searle donde este reconocido filósofo de Berkeley estipuló que algunas acciones se planean previamente, pero otras no. Entre éstas últimas están las que conllevan un tipo de intención mental durante la expresión misma del acto, son las susodichas “intenciones en acción.” El filósofo de la mente Marc Slors (2019) distingue entre las intenciones pasivas de las que nos hacemos conscientes una vez que están en curso, de las intenciones activas que se conforman conscientemente. Estas últimas se manifiestan como actos o acciones iniciadas por una persona cuando pretende obtener resultados concretos y para lo cual requiere generar intenciones de actuar en ese sentido. Estas distinciones teóricas y fenomenológicas empiezan a clarificarse empíricamente con modelos y resultados de la neurociencia cognitiva (Pacherie, 2000; Ibarra y Amoruso, 2011).
A veces los seres humanos imaginan una acción antes de emprenderla: se trata de representaciones figuradas de los movimientos necesarios para lograr una meta. Esta representación no sólo evoca un movimiento del cuerpo, sino también toma en cuenta las características del medio circundante, específicamente la relación dinámica entre ambos (Pacherie, 2000). El lóbulo parietal del cerebro tiene un papel decisivo en esta tarea, pues su estimulación eléctrica en humanos se manifiesta como la intención de mover partes del cuerpo, sin que ocurra el movimiento (Haggard, 2008). Ahora bien, el sistema cognitivo de la intención incluye calcular el momento propicio para iniciar una acción y sentir los movimientos del cuerpo. La red de estructuras cerebrales conectadas para esta función se ha denominado Sistema Quién por la filósofa francesa Frédérique de Vignemont (2004) y (2018).
Varios proponentes de la ciencia cognitiva situada han desarrollado propuestas en referencia a la naturaleza del self que fincan al yo en la acción del sujeto más que en las representaciones mentales de su propio cuerpo o de su propia historia. Esta doctrina sostiene que la relación estrecha o enactiva del cuerpo vivido con el entorno posibilita el conocimiento de uno mismo y la autorrepresentación. La enacción es un concepto utilizado por Varela, Thompson y Rosh (1991) para designar los esquemas sensoriomotores que vinculan a un organismo con su medio y que consideran los elementos clave de procesamiento cognoscitivo, más que las representaciones mentales de la ciencia cognitiva clásica. En su tesis de filosofía de la Universidad St Andrews, Brett Welch (2014) argumenta que la relación sensoriomotriz entre el sujeto y el entorno constituye un self primario, un yo nuclear. Este self elemental se desarrollaría muy pronto durante el crecimiento infantil y acompañaría a cómo se siente toda experiencia y el sentido de propiedad o posesión que la faculta. Para Welch este componente elemental o fundamental de la persona descansa en el sentido del cuerpo y en una integración de los procesos sensorio-motrices (los actos acoplados a las percepciones) con la experiencia afectiva. Propone que, con el desarrollo cognitivo, este yo mínimo puede desarrollarse como un yo narrativo, la capacidad para relatar las propias vivencias y la propia vida. El self o yo mínimo estaría presente en todo acto de conciencia. Como hemos revisado en “Neurofilosofía del yo” (Díaz, 2022), el yo mínimo constituye la primera propiedad de la autoconciencia en el modelo de diez funciones allí desglosado.
Varios grupos académicos, como el de Shaun Gallagher (2013) en los Estados Unidos y el de Alfred Newen (2018) en Alemania, proponen que el self no solo es una representación neurocognitiva de uno mismo centrada en el cerebro, sino que está necesariamente encarnado en un cuerpo viviente y actuante. En un trabajo muy cartesianamente titulado “me muevo, luego existo,” Newen y sus colaboradores (Synofzik, Vosgerau y Newen, 2008) proponen que el sentido de agencia, la capacidad de emprender acciones con fines determinados, y el sentido de posesión, la noción que el cuerpo y sus actos pertencecen al sujeto que los emprende y ejecuta, son dos sistemas distintos en su nivel fisiológico y en el de las representaciones mentales. Este mismo grupo plantea la ocurrencia de un desarrollo cognitivo desde los procesos sensoriomotores hacia procesos conceptuales del pensamiento y finalmente a procesos de agencia y posesión que suceden en el mundo de la comunicación social, un desarrollo cognoscitivo del infante relacionado a las etapas de maduración planteadas décadas antes por Jean Piaget (Piaget e Inhelder, 2007).
La relación entre el deseo y la posibilidad de realizarlo es un tema de perenne interés e importancia porque la contraposición del querer con el poder resulta muy relevante en la vida de las personas. Un refrán clásico al respecto fue proferido por Publio Terencio, inmigrante cartaginés a la Roma imperial, donde fue esclavo: “Cuando no se puede lo que se quiere, hay que querer lo que se puede.” Esta diáfana admonición implica que tanto el querer como el poder están acotados. Querer no sólo consiste en desear y decidir lo que es imporante y anhelado tener o gozar, sino que implica la capacidad de elegir y de ejercer voluntariamente los deseos o rectificarlos para cumplir con los objetivos. Pero al mismo timpo implica el tomar en cuenta la viabilidad de lo que se pretende realizar en referencia al estado del entorno, las oportunidades de maniobra y las circunstancias que condicionan el objetivo. El agente está limitado al saber de lo que es capaz y al aceptar hasta donde es posible conseguir lo que desea.
La atención es una facultad básica y crucial para el funcionamiento de la mente, de la agencia y, en consecuencia, de la persona. A finales del siglo XIX, en su clásico Principios de Psicología, William James (1890) declaró de forma actualmente muy conocida que todos sabemos qué es la atención por expriencia: el tomar posesión selectiva de ciertos contenidos de la conciencia para procesar la información con mayor eficacia y consecuencia, relegando a los demás eventos. Esta operación es característica de la mente pues, mediante una selección sea automática o deliberada, la conciencia solventa sólo una parte reducida del enorme cúmulo de información que procesa el cerebro. Este filtro o cuello de botella opera muchas veces como consecuencia del interés y la curiosidad: los sentientes móviles atienden a lo que les importa y lo hacen impulsados por la novedad o la búsqueda de información. Esto sucede en buena medida de manera automática porque ciertos estímulos del medio ambiente o del propio cuerpo adquieren relevancia por su intensidad o singularidad y son seleccionados para ser atendidos y procesados en mayor detalle. Pero en algunas instancias el sujeto atiende de manera voluntaria a ciertos estímulos, procesos o contenidos de su mente, muchas veces provenientes de su propio cuerpo, como acabamos de revisar. Esta atención deliberada, es decir generada por el sujeto, concierne a la autoconciencia, al yo y a la agencia que estamos explorando aquí. Pero para comprender mejor esta faena, debemos bosquejar un mapa mínimo de la atención.
Empecemos por mencionar que, en relación a la conducta expresa, hay dos formas de atención, una manifiesta y otra encubierta. La atención se hace patente y manifiesta en las reacciones de orientación que presentan los animales no humanos y los humanos en respuesta a un estímulo intenso e inesperado, por ejemplo: un ruido imprevisto, fuerte y cercano produce un reflejo de sobresalto y la dirección de la mirada y la atención a la fuente del sonido: el reflejo orienta el cuerpo y sus sentidos hacia el estímulo y su origen. En muchas ocasiones imprevistas o extrañas, el rostro humano manifiesta la emoción primaria y universal de la sorpresa por la apertura intensa de los párpados y de la boca, la elevación de las cejas y otras conductas que maximizan la entrada de información sensorial y en el pasmado gesto facial revelan la colocación automática de la atención.
En cambio, la atención encubierta es aquella que no se muestra en la conducta. Un ejemplo paradigmático es el llamado “efecto fiesta de coctel” y ocurre cuando una persona se encuentra platicando con otra en una fiesta y atiende focalmente a la voz de su interlocutor sobre el intenso ruido imperante. Pero el efecto mencionado sucede de manera más patente cuando esta persona oye detrás de sí que se nombra a alguien significativo para ella y, sin desviar la cabeza o los ojos, coloca subrepticiamente su atención en ese discurso sobre el bullicio y sobre la voz de su interlocutor. Esta atención encubierta y selectiva tiene dos mecanismos de operación conocidos en la investigación cognitiva como linterna y zoom, dos metáforas para significar que el sujeto puede colocar su atención encubierta como si fuera una linterna para iluminar un sector de su mundo o de su cuerpo sin necesidad de movimientos externos. El zoom se refiere a que puede ampliar o reducir el campo de la atención sobre un sector determinado o extenderlo a varios (Díaz 2007, pp. 47-50).
Propongo realizar ahora mismo un ejercicio demostrativo de estas capacidades. Al terminar de leer éste párrafo, la lectora debe fijar sus ojos sobre el asterisco que allí aparece y, sin desviar su mirada de ese sitio, podrá atender subrepticiamente a objetos que se encuentran fuera de esta página en su campo visual pero que no ha percibido previamente para focalizarse en la lectura (efecto linterna); una vez localizados esos objetos, puede seleccionar y concentrar su atención encubierta sobre uno en particular (efecto zoom). Inténtelo ahora por unos segundos, fijando la mirada en este asterisco. *
Recordemos otro ejercicio, ya ensayado previamente. El lector puede voluntariamente percibir las sensaciones provenientes de su pie izquierdo sin necesidad de mover sus ojos o su cuerpo. Inténtelo ahora… Esa información sensorial ya estaba disponible, pero no había sido atendida conscientemente. Uno de los requisitos que debe cumplir cualquier hipótesis del correlato nervioso de la conciencia es explicar como sucede esto a nivel cerebral. Por ejemplo, se puede proponer que, para llegar a ser consciente, la información sensorial pasa de ser procesada en un módulo cerebral, como en este caso puede ser la zona sensorial del pie situada en el homúnculo de la corteza parietal, a ser procesada entre diversos módulos, con lo cual se vuelve consciente por involucrar pautas coordinadas intermodulares de actividad nerviosa de gran complejidad. Este mecanismo se postula en varias hipótesis neurofisiológicas de la conciencia, como la hipótesis del enjambre (Díaz 2007 y 2020).
Se denomina atención exógena a la que está dirigida por el estímulo o está acoplada a él en un mecanismo que se concibe “de abajo arriba” es decir que asciende de la perifieria sensorial del cuerpo hacia el centro operativo constituido por el cerebro. Es una atención centrípeta, rápida, automática, pasiva y guiada por el estímulo. En cambio, se nombra atención endógena a la que está dirigida por el agente o por la cognición en un mecanismo descendente “de arriba hacia abajo,” desde el cerebro al resto del cuerpo. Es una atención centrífuga, lenta, consciente, controlada, activa y asociada a un procesamiento de información deliberado y estratégico. En el español habitual se distinguen los dos tipos: en el caso de la atención exógena, se usan los verbos atraer, captar o llamar la atención; en el caso de la atención endógena se aplican los verbos conceder, dedicar, dirigir, poner o prestar atención. De manera especifica se usa el verbo oir para percibir un sonido y el verbo escuchar para el acto de aplicar voluntariamente el oído, o bien el verbo ver para percibir luces o formas y mirar para la colocación de la mirada no sólo mediante el movimiento de ojos y cabeza, sino mirando “de soslayo” o “con el rabo del ojo” ubicando la atención en un sitio de la escena que no se mira directamente, como se realizó hace unos párrafos.
Subrayo que la atención endógena no está conducida por un estímulo situado en el medio ambiente o en el cuerpo, sino por la voluntad del sujeto que la coloca y la enfoca donde se le antoja. Es decir: para poder ejercerse apropiadamente, esta atención implica que el sujeto supere el estado de vigilia habitual y de reacción automática para acceder a un estado de autoconciencia por cuya facultad y esfuerzo puede realizar funciones controladas y ejecutivas. Una de ellas implica la habilidad para enfocar y discriminar algo, como sucedió hace un momento cuando la atención se enfocó sobre objetos fuera del centro de la mirada o hacia las sensaciones propioceptivas del pie. Esta capacidad de fijar la atención en un ítem con exclusión de los demás se denomina concentración y puede llegar a ser sostenida cuando se mantiene esforzadamente por periodos de tiempo, ya pasado el efecto inicial y a pesar de una motivación que escasea por la falta de novedad. En su Compendio de Psicología dice William James:
Y es en esta capacidad de sujetar la atención errante, una y muchas veces, donde se halla la raíz del juicio, del carácter, de la voluntad, nada es compos sui, si no la posee. La educación que perfeccione esta facultad será la educación por excelencia. (James, 1930, p. 257)
Este texto está tomado de la primera traducción al castellano realizada por Santos Rubiano en el cual la expresión compos sui significa competencia o competente y se refiere a la capacidad adquirida para “sujetar la atención errante,” diáfano enunciado de William James. Las técnicas budistas de meditación usan y cultivan precisamente esta capacidad que con el tiempo y el arduo entrenamiento desemboca en una absorción mental, la estabilización embebida de una atención penetrante en el objeto hasta llegar al samadhi, el rapto o embeleso de la absorción. El meditador sin duda aplica un esfuerzo deliberado, propio de un agente y que al parecer refuerza su capacidad de agencia, lo cual parece contradecir la noción budista de carencia de un yo. Esto empieza a aclarar que la noción del self o del yo que el budismo objeta es otra, como veremos adelante.
La destacada investigadora mexicana de la atención, Marisa Carrasco (2018), ha demostrado con ingeniosas técnicas psicofísicas y psicofisiológicas que cuando la atención visual se mueve voluntariamente en una escena manteniendo fijos los ojos, la fenomenología de la percepción cambia y se notan en el objeto atendido diferencias aparentes en contraste, saturación de color, tamaño, velocidad y otros efectos que no son ilusiones de óptica, sino diferencias verídicas que implican preceptos novedosos determinados por el estado de concentración. Dado que la atención mejora la discriminación de las características del objeto, se puede suponer que esta propiedad favorece la percepción del mundo, del propio cuerpo y de los contenidos mentales, una capacidad evidentemente propicia para el conocimiento y la adaptación.
La atención focal, ejecutiva o volitiva se correlaciona con la actividad de una red neural asociada con la selección de posibilidades, la corrección de errores y la regulación de la expresión de las emociones. Los estudios de imágenes cerebrales realizados por el grupo de Michael Posner (2012) en la Universidad de Oregon destacan tres fases de la atención, cada una de ellas dipuesta por la actividad consecutiva de diversas redes neuronales: una primera fase de orientación se habilitaría por una red colinérgica que incluye a la corteza parietal y el colículo superior, una fase de alertamiento por una red noradrenérgica que inerva las cortezas frontal y parietal, y una fase ejecutiva por una red dopaminérgica que implica los ganglios basales, el cíngulo anterior y la ínsula.
La atención voluntaria requiere de un “esfuerzo mental” que las personas reconocen como similar al “esfuerzo físico” en el sentido que requiere la inversión de energía, en oposición a las tareas o situaciones espontáneas, gratas o relajadas. El valor subjetivo del esfuerzo mental se correlaciona con la actividad de la corteza ventromedial prefrontal y el estriado ventral, zonas del cerebro involucradas en valoraciones de costo/beneficio y en la proclividad a aplicar esfuerzo en referencia a estados y rasgos de la personalidad (Westbrook, Lamichhane y Braver, 2019). Se ha encontrado que las tareas que demandan mayor esfuerzo mental, entre ellas el sostén voluntario de la atención, activan zonas frontales del cerebro y partes del cerebelo (Khachouf et al., 2017). Esta capacidad se utiliza de manera sostenida y a largo plazo como un operador cognitivo que desde el inicio de este artículo hemos descrito como “fuerza de voluntad”.
La atención contribuye de manera sustancial al aprendizaje y a las transformaciones cerebrales que lo posibilitan. Sabemos por experiencia que al emprender una práctica para adquirir alguna destreza, como andar en bicicleta o tocar el piano, los movimientos son torpes y se requiere aplicar una atención esforzada y sostenida para lograrlos. Al ir desarrollando destreza se necesita menos esfuerzo, pero el aplicar atención en las fases avanzadas del aprendizaje facilita la adquisición y consolidación de los niveles superiores de pericia o virtuosismo. La práctica sistemática tiene aspectos mentales, cerebrales, conductuales, sociales y ambientales indivisos, y es requisito común para perfeccionar múltipes faenas, oficios, técnicas, deportes y para ejercer de forma óptima las artes, las ciencias o la medicina.
La destreza es un ejemplo palmario de la relación dinámica y acrecentada que tiene un agente con su cuerpo y su entorno, pues consiste en aprender a ejecutar ciertas acciones de manera cada vez más segura, refinada y eficaz. Mediante la práctica, el movimiento voluntario se convierte en una herramienta cada vez más eficiente para obtener una meta. La adquisición de habilidades, pericias o destrezas es facultad propia de un agente en el sentido que obedece a un propósito y requiere un robusto compromiso de ejercicio y de una aplicación práctica que llega a ser muy demandante. En toda adquisición de habilidades y destrezas se erige una evolución del conocimiento adquirido que distingue a una persona principiante o novata de una adiestrada o competente, a esta de una versada o experta hasta alcanzar los niveles más elevados y valorados en las personas que se califican como “virtuosas” en las artes, “peritas” en las técnicas, “expertas” en las ciencias, “especialistas” en la medicina, etc. Existen cualidades propias de este tipo de conocimiento práctico, como son la habilidad, la sagacidad, la astucia, la precisión, o incluso el genio que se atribuye a alguien cuando su destreza se combina con talento y creatividad excepcionales.
La adquisición de destrezas que demandan una intensa práctica constituye un tipo de conocimiento peculiar que el gran erudito de origen húngaro Michael Polanyi analizó detalladamente como “conocimiento tácito”. El tema surgió de sus Conferencias Gilford de 1951-2 y se plasmó en Personal Knowledge: Towards a Post-Critical Philosophy de 1958. Si bien existen reglas explícitas que implican ciertos movimientos y uso de instrumentos, Polanyi concluyó que mediante la práctica el aprendiz aprende y utiliza reglas que no se pueden explayar o explicar de manera completa. Esto quiere decir que las reglas no son explícitas sino implícitas y de allí el concepto de conocimiento tácito. El saber cómo hacer algo no empata con saber explicarlo y aunque fuera posible llegar a formular reglas de ejecución, esto no proveería al aprendiz más que con una vaga noción de lo que se trata o se requiere, pero de ninguna manera la explicación sustituye a la práctica. Ahora bien, el hecho de no poder explicar las reglas no quiere decir que estas sean irracionales o ilógicas, sino que obedecen a procesos pragmáticos básicos embebidos en la capacidad sensorio-motriz del cuerpo y la manipulación puntual y habilidosa del entorno.
En su amplio análisis, Polanyi se enfocó sobre el sujeto que aprende una destreza y sobre los procesos mentales y conductuales que desarrolla. Enfatizó especialmente la corporalidad del conocimiento práctico y de esta manera conjuntó al sujeto y al objeto del conocimiento, en lugar de hacer una distinción tajante entre ellos al modo de la filosofía tradicional del conocimiento. Esto implica que existen dos tipos de conciencia sensorio-motriz, una focalizada y otra subsidiaria, una distinción que requiere ser explicada. Por ejemplo, un estudiante de piano pone su atención en la música que toca, en tanto los movimientos de sus dedos permanecen como coadyuvantes o subsidiarios de su atención focalizada y deliberada. Lo mismo sucede con la jugadora de tenis que aplica su atención a la trayectoria y velocidad de la pelota, en tanto los movimientos de su cuerpo, su brazo y la raqueta que enarbola responden subsidiariamente a la tarea y al objetivo de lanzar la pelota a la cancha de la adversaria de manera tal que esta falle el contragolpe.
Los animales adquieren y refinan varias destrezas, como las complejas conductas de acecho y caza de los predadores o las de protección y huida en las presas, pero fuera de tantear y ejercer estas actividades vitales cuando se presentan las circunstancias oportunas, no practican estas pericias como hacen decididamente los humanos, aunque podría considerarse que el juego en los animales es una práctica útil para múltiples fines, incluyendo la caza, la lucha, la huida o el cortejo. Los mecanismos cognitivos que facultan el conocimiento tácito se basan en un tipo de aprendizaje que no depende directamente de la conciencia del practicante, sino del refuerzo por ensayo y error de ciertas conductas y el debilitamiento o inhibición de otras. Es un aprendizaje predictivo que se basa en comportamientos evolutivamente primarios. Las personas emplean sus capacidades sensorio motoras básicas y ancestrales para desarrollar conductas refinadas que, una vez desarrolladas, las definen ante sí mismos y los demás. La pianista o el tenista que han invertido miles de horas en depurar sus destrezas llegan a identificarse por sus capacidades adquiridas: “yo soy pianista,” “yo soy tenista,” etc.
En los últimos tiempos ha ocurrido un interés creciente en las neurociencias por comprender la regulación sensorial y el control motor que se requiere para desarollar destrezas y habilidades, sea técnicas, científicas o artísticas. Las investigaciones de este asunto se enfocan a las funciones cerebrales que controlan el movimiento, en especial al conjunto de procesos fisiológicos asociados a la práctica y que producen cambios cerebrales durables asociados a la ejecución de los actos y acciones que cada prácica demanda del sujeto. La adquisición de habilidades y destrezas requiere de la conjunción de dos capacidades cerebrales: el aprendizaje y el control motor. Pero estas no son suficientes, pues hay que considerar también los cambios sensomotores que permiten la ejecución adecuada de los movimientos aprendidos. En este último caso se trata de un factor biomecánico que debe formar parte del sistema corporal implicado en la destreza. Más aún: como hemos insistido en este escrito, hay que tomar en cuenta no sólo a las señales eferentes que van desde los circuitos cerebrales involucrados en el control motor hasta los músculos, sino, en la misma medida, a las señales aferentes que van desde los músculos y los receptores sensoriales del tacto, la vista y otros más hasta el cerebro. La modificación progresiva de estos sistemas en conjunto permite la adquisición de una habilidad o destreza con la práctica, pues la repetición constante favorece el aprendizaje sensoriomotor, como lo implica el dicho “la práctica hace al maestro” (en inglés: practice makes perfect).
Un golfista profesional realiza cientos de swings antes de ganar un torneo, una estudiante o profesional de piano dedica cientos de horas a digitar complicadas presiones, secuencias y lapsos en el teclado antes de presentarse ante el público. Estos movimientos van estabilizando y consolidando un tipo de aprendizaje al que contribuyen no solo los actos ensayados, sino periodos intermedios en los que el sujeto piensa o imagina sobre ellos o los periodos de sueño que son indispensables para la consolidación. Hay evidencias de que no sólo el movimiento efectuado produce en el cerebro cambios plásticos durables, sino que el sólo imaginar el movimiento tiene efectos similares. Muchos estudios han mostrado que el entrenamiento y la práctica producen cambios en la anatomía y la funcionalidad del cerebro y que estos cambios son proporcionales a la cantidad, la calidad y el tiempo de la práctica. Por ejemplo, se ha encontrado incremento en el volúmen de las áreas cerebrales involucradas en el control motor o en la percepción sensorial de los movimientos que se practican (Hikosaka et al., 2002).
El hecho de que las mismas áreas cerebrales estén involucradas en la trasformación de información visual a movimientos motores, en la planeación o imaginación de la práctica en el piano subraya las propiedades multimodales de las áreas de la corteza cerebral involucradas en estas tareas y en general prueba la extraordinaria capacidad de adaptación nerviosa conocida como plasticidad cerebral (Meister et al., 2004). Por ejemplo, se conoce que la práctica afanosa y prolongada de tocar el piano reorganiza las funciones de integración sensorio motoras que permiten el control cada vez más fino y preciso de los movimientos de los dedos y las manos durante la ejecución en el teclado del instrumento (Hirano, Kimoto y Furuya, 2020).
Desde hace décadas, las ciencias cognitivas llaman funciones ejecutivas a las operaciones mentales de formular planes, tomar decisiones o dirigir y regular la conducta para lograr los fines anticipados y proyectados por el sujeto. Las funciones ejecutivas se han denominado de esta manera –que evoca a un director de orquesta o una gerente empresarial– porque supervisan o modulan otras tareas cognoscitivas para proveer organización, sentido y estrategia a la conducta (Goldberg, 2001; Anderson, Jacobs y Anderson, 2008). Dichas funciones contribuyen crucialmente para amoldar la acción cuando surgen situaciones imprevistas, lo cual implica tareas como reconocer obstáculos, inhibir actos ineficaces o establecer maniobras alternativas. Dado que las funciones ejecutivas permiten a las personas jugar con ideas, pensar antes de actuar, enfrentar retos inesperados, mantener el foco de la atención o resistir tentaciones para actuar, la neurocientífica del desarrollo, Adele Diamond (2012), considera que sus capacidades funcionales esenciales son el control inhibitorio, la interferencia y la flexibilidad cognitiva para visualizar y considerar las circunstancias desde diferentes ángulos.
Existen múltiples evidencias (Fuster, 1997) de que el lóbulo frontal humano, en especial la corteza prefrontal, interviene en la anticipación y establecimiento de metas, la formulación de planes y programas, el inicio de operaciones motrices, la autorregulación de tareas y la habilidad de llevarlas a cabo. El registro de la actividad de neuronas individuales y las técnicas de imágenes cerebrales efectuadas en primates no humanos y humanos que llevan a cabo complejas tareas sensorio-motrices han permitido identificar redes y circuitos de neuronas comprometidos en las funciones ejecutivas, la toma de decisiones y las acciones voluntarias (Romo, 2013). De esta forma, las imágenes cerebrales obtenidas durante procesos de decisión económica han mostrado que los modelos tradicionales de racionalidad basados únicamente en variables externas de costo y beneficio son incompletos porque no consideran los procesamientos de información de orden cognitivo, afectivo y volitivo que llevan a cabo los individuos. Hemos mencionado ya que el análisis vigoroso y abundante del papel del cerebro en la toma de decisiones y la evaluación de riesgos y recompensas ha dado origen a la interdisciplina de la neuroeconomía (Glimcher, 2009).
El pionero en el análisis de las funciones coordinadoras del lóbulo frontal fue el eminente neuropsicólogo ruso Aleksandr Romanovich Luria en las décadas de los 1930s a 1950s. Uno de los más conocidos y entusiastas proponentes del concepto de funciones ejecutivas ha sido el profesor ruso Elkhonon Goldberg, quien, antes de ubicarse en la Escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York, se formó precisamente con Aleksandr Luria en Moscú. En uno de sus textos vincula confiadamente a estas funciones con el self:
Entre todos los procesos mentales, la formulación de metas es la actividad más centrada en el actor (…) se trata de “yo necesito” y no de “esto es así.” Por ello, la emergencia de la capacidad para formular metas debió ligarse inexorablemente a la emergencia de la representación mental del self (…) y a la evolución del lóbulo frontal. (Goldberg, 2009, p. 24, traducción mía).
Además del concepto y del estudio de las funciones ejecutivas, se denomina memoria de trabajo a la faena cognitiva que se emplea durante tareas realizadas en el tiempo presente. Se puede decir que esta memoria es la requerida para integrar los eventos sensoriales entre sí y acoplarlos con la expresión motora y con las circustancias del entorno en las que el sujeto opera. De esta manera, para ordenar y llevar a cabo las faenas y tareas en proceso, la memoria de trabajo constituye un taller cognoscitivo que incorpora y engancha funciones tan diversas como son las percepciones y los afectos, los pensamientos y las imágenes mentales, las memorias y las intenciones, los planes y las acciones. El modelo tradicional de la memoria de trabajo de Adan Baddeley (1996) incluye un módulo rector denominado ejecutivo central porque recluta y aplica las operaciones resolutivas en el tiempo presente. De esta forma, se puede considerar a la memoria de trabajo una función propia de la autoconciencia, pues, al vincularse con las funciones ejecutivas, provee una dirección voluntaria a la atención y al movimiento. Como consecuencia de esto, la neurociencia cognitiva necesita abordar el sentido de agencia no sólo en términos de los sistemas cerebrales que involucran al lóbulo frontal, sino de la autoconciencia necesaria para que el sujeto ejerza estas funciones operativas de alto nivel.
Las funciones ejecutivas y los procedimientos de la memoria de trabajo dependen de las áreas de los lóbulos frontales que proliferaron aceleradamente en las últimas etapas evolutivas de los homínidos hasta dar origen al Homo sapiens hace unos 300 mil años. Significativamente, las zonas frontales que permiten estas funciones son las últimas porciones del cerebro en aparecer durante la evolución de los primates y los homínidos, y también las últimas en madurar durante el desarrollo humano (Ardila, 2008; Fuster, 1997). El investigador antes mencionado, Elkhonon Goldberg (2001), argumenta que estas funciones juegan un papel destacado en la integración de las civilizaciones porque intervienen en el sentido de responsabilidad social de los individuos. En este mismo inciso parece pertinente anotar que la disfunción frontal afecta las funciones ejecutivas y se asocia con los actos impulsivos o lesivos y con los problemas interpersonales característicos de los enfermos psicópatas (Kandel y Freed, 1989).
La tendencia fenomenológica y situada de la ciencia cognitiva actual toma en cuenta a la experiencia del mundo que tiene cada persona como un factor esencial, la cual determina en buena medida la forma en la que las funciones “superiores” del cerebro –las implicadas en el conocimiento, la inteligencia y el lenguaje– se manifiestan en operaciones sobre el entorno (Armengol de la Miyar y Moes, 2014). En concordancia con este enfoque, más que localizar a cada una de las operaciones cognitivas en módulos particulares del cerebro, la evidencia experimental y la formulación teórica actuales subrayan la vinculación funcional de sistemas neurales integrados por diversos módulos y operaciones conjuntas, entre los que sobresale el lóbulo frontal humano.
Una de las funciones ejecutivas necesarias para regular la propia conducta y así conseguir ciertos objetivos es el autocontrol, la capacidad para inhibir la expresión de las propias emociones, pensamientos y conductas cuando surgen impulsos para satisfacer los deseos engendrados por estímulos atrayentes o seductores. Estos eventos –que arriba hemos valorado como propios del tercer nivel de la voluntad– son de sobra conocidos y cotidianos para todas las personas. Existen además pruebas psicométricas para evaluar el control; por ejemplo, el psicólogo Walter Mischel desarrolló en 1989 una célebre prueba en la cual se proporciona a infantes humanos un malvavisco con la instrucción de que pueden comerlo cuando quieran, pero que si esperan 15 minutos recibirán un segundo malvabisco. Los niños que resisten la tentación muestran tener un desempeño más satisfactorio y exitoso en su edad adulta. La prueba no sólo es un indicador de autocontrol y de su opuesto, la impulsividad, sino que denota indirectamente aquella virtud un tanto en desuso que es la paciencia, entendida de forma simplificada y operativa como la aptitud para posponer la gratificación (Barragan-Jason y Atance, 2017) y de manera más amplia como aceptar la realidad y saber esperar sin angustia. Decía Baltasar Gracián en su Arte de la Prudencia que no hay mayor señorío que el de sí mismo: es el triunfo de la voluntad.
Vemos así que el autocontrol implica un esfuerzo para resistir los impulsos, controlar la atención, enfrentar el estrés y regular la expresión de emociones negativas como la ira. Diversos estudios indican que el autocontrol depende de la energía corporal, en especial de la disponibilidad de glucosa y se ha informado que los actos de autocontrol fallan cuando el cerebro no tiene suficiente acceso a esta azúcar, que es su fuente fundamental de energía (Gailliot y Baumeister, 2007). Los modelos en la psicología o la neurociencia cognitiva usualmente sugieren que el esfuerzo es aversivo y que la gente trata de evitarlo. Sin embargo también parece ser que muchas personas llegan a valorar el esfuerzo no solo porque paga dividendos en términos de beneficios, como los implicados en el aprendizaje, sino porque consideran que cultivar el esfuerzo tiene una repercusión notoria para enfrentar los problemas y dificultades de la vida.
El factor crucial que identificamos varias veces en este escrito como “fuerza de voluntad” implica habilidades para resistir tentaciones, impulsos, hábitos y persistir en faenas constructivas, aun cuando éstas no sean gratificantes en sí mismas. El esfuerzo es indispensable y depende de una motivación avanzada, para distinguirla de las motivaciones primarias que definimos como vitales y ejemplificamos con el hambre y la sed, pues, para ejercer el autocontrol y la fuerza de voluntad parece indispensable la formación de motivaciones que superen a las atracciones. El psiquiatra y economista conductual George Ainslie (2001) y (2020) ha propuesto que la fuerza de voluntad involucra dos funciones diferentes, la resolución y la supresión. La resolución se basa en la interpretación por el agente de que la elección actual es prueba y ensayo de un conjunto de elecciones futuras, en tanto que la supresión inhibe la valoración de la gratificación y filtra la atención a las alternativas que no sean las intenciones inmediatas. De esta conjunción emerge que la preferencia en elegir metas futuras se llegue a experimentar como un hábito reforzante en sí mismo.
La solución de problemas es inherente a la vida habitual de las criaturas vivientes y se realiza constantemente como estrategia de afrontamiento a las dificultades y conflictos. Dado que implica la interacción del agente con su hábitat, el procedimiento requiere de flexibilidad, resiliencia, destreza y creatividad para generar nuevas opciones. De las múltiples investigaciones en las ciencias cognitivas sobre la solución de problemas (véase Sarathy, 2018) derivo diez fases, aspectos o funciones del afrontamiento a situaciones complejas y difíciles que implican y requieren capacidades de agencia:
Condiciones ambientales: suceden siempre cúmulos cambiantes de contextos naturales, artificiales y/o sociales que pueden ser neutros, favorables o adversos para un ser vivo con facultades de agencia. Los romanos clásicos denominaban Fortuna, o bien Ocasión, a este contexto fortuito.
Identificación de relevancias: las circunstancias destacadas del entorno son percibidas por la criatura viviente y consciente mediante sus sentidos, lo cual permite su tanteo inmediato o bien su valoración razonada, como se especifica a continuación.
Evaluación de la situación: implica discernir los alcances y posibles efectos de las condiciones del medio mediante procesos de predicción y razonamiento que requieren memorias episódicas, semánticas y operativas.
Toma de decisiones: la previsión y estimación de las acciones posibles se establece por el agente mediante procesos cognitivos y afectivos implicados en la consideración de costos y beneficios de posibles alternativas. Las tareas demandantes implican un esfuerzo selectivo y tienen costo. La gente prefiere aplicar menos esfuerzo, pero jusifica el costo cuando anticipa beneficios potenciales de llevar a cabo una tarea difícil.
Generación de intenciones: el proceso previo inmediato de una acción deliberada consiste en el comando para responder con acciones concretas ante circunstancias particulares o para emprender acciones novedosas y lograr ciertos fines considerados ventajosos o gratificantes.
Puesta en práctica: la ejecución de las acciones seleccionadas, promovidas y comandadas en los momentos propicios y oportunos para obtener ciertos fines.
Intención en acción: corrección o modulación sobre la marcha de las acciones emprendidas para ajustar sus efectos según las circunstancias, la eficacia del acto y la respuesta del entorno.
Evaluación de la ejecución: estimación de los cambios en la situación obtenidos por la acción intencional y ajuste implícito y proyectivo de los momentos oportunos en los que se debe efectuar la acción adoptada.
Discernimiento inductivo a posteriori: el agente valora hasta donde su faena ha tenido éxito para movilizar la situación hacia un estado más favorable, o bien de qué forma y por qué ha fallado en su cometido.
Aprendizaje empírico disponible: la experiencia práctica de ensayo y error se incorpora al acervo motor de forma tanto tácita (8) como explícita (9) y operará como un factor predictivo imprimiendo al aparato sensorio-afectivo-motriz un sello particular que contribuye a la identidad individual y a la adaptación del individuo.
Un factor crucial de todo el proceso de evaluación y afrontamiento es el tiempo operativo, el cual requiere de un reloj cerebral para estimar y calibrar los momentos y periodos en los que evolucionan los eventos y la predicción de las oportunidades que requieren las acciones para que los efectos buscados puedan realizarse de la mejor manera posible. Esta operación temporal es demandante porque los procesos involucrados suelen desenvolverse en velocidades y ritmos distintos, a veces acelerados o en otras imperceptibles. El aprovechamiento de la ocasión propicia para actuar constituye una de las características nodales de una acción efectiva. Las diversas funciones y acciones mencionadas acaban formando un círculo que inicia y termina con las condiciones ambientales en las que opera el agente, de tal forma que estos procesos cíclicos se encuentran en constante devenir. Los procesos neurales que permiten estas operaciones temporales se han empezado a investigar. Por ejemplo, el notable neurofisiólogo colombiano Rodolfo Llinás (2009) ha estudiado los mecanismos que permiten al cerebelo modular varios aspectos de la ejecución motora: la coordinación y la secuencia que imparten coherencia temporal a la acción, y la reorganización del movimiento en curso cuando ocurre un error. Las neuronas del sistema olivo-cerebeloso están dotadas por la evolución para ejecutar un marcapaso oscilatorio capaz de resetear la descarga del sistema que provee de la temporalidad requerida para la acción y la reacción motoras.
Además del afrontamiento al conflicto y la dificultad, en la resolución de problemas y las consecuencias sean exitosas o no de las acciones emprendidas ocurre un aprendizaje tácito o implícito derivado directamente de la interacción con el medio (Sarathy, 2018), el cual deviene de un acervo metacogntivo de normas epistémicas para guiar la acción. La persona empleará este bagaje tácito para guiar sus decisiones futuras y aplicar sus conocimientos de forma instruida, aunque no necesariamente consciente (Proust, 2019). Este bagaje tácito de aprendizaje se constituye en condición necesaria para lograr una vida provechosa para la persona y su entorno, una característica propia de la sabiduría. Robert Nozick (1989, p. 267), filósofo libertario de la Universidad de Harvard, lo expresó de esta manera: “la sabiduría es lo que necesitas entender para vivir bien, para lidiar con los problemas centrales y evitar los peligros y predicamentos en los que se suelen encontrar los seres humanos” (traducción mía).
Los estilos o formas de enfrentar percances, obstáculos y peligros son característicos de especies con historias evolutivas tan diferentes como los peces, las aves y los mamíferos. A pesar de grandes diferencias morfológicas, fisiológicas y comportamentales, en las diversas especies estudiadas se ha encontrado que los sistemas neuronales que utilizan serotonina en el cerebro juegan un papel importante en los procesos de afrontamiento (Puglisi-Allegra y Andolina, 2015). Entre estos sistemas se ha destacado al circuito de retroalimentación que involucra a la corteza prefrontal medial en comunicación con la amígdala del lóbulo temporal y cuya función se relaciona a las respuestas adaptativas y al estrés en los mamíferos encefalizados. Desde luego que este sistema no sólo involucra a neuronas que utilizan serotonina, sino a otros neurotransmisores como el GABA y el ácido glutámico, así como a receptores de la cortisona, hormona que se libera de las cápsulas suprarrenales en respuesta al estrés. La cortisona tiene múltiples receptores en el hipocampo y el hiportálamo del cerebro que a la larga determinan cambios estructurales en estas y otras regiones del cerebro que influyen sobre las respuestas fisiológicas y conductuales ulteriores al estrés y que pueden ser adaptativas o nocivas.
Se plantean dos formas distintas de contender con las condiciones adversas del medio, la primera es un afrontamiento pasivo que implica paciencia y tolerancia al estrés (“hacer de tripas corazón”) y la segunda un afrontamiento activo asociado a la re-evaluación del problema y la ejecución de ciertas acciones para intentar solucionarlo (“según la situación se cambia de opinión”). Se ha presentado una teoría bien documentada de que estas dos formas de enfrentameniento implican a dos receptores diferentes a la serotonina en el cerebro (Carhart-Harris y Nutt, 2017). Las dos formas de afrontamiento están magistralmente expresadas en el famoso monólogo de Hamlet “ser o no ser”, cuyo inicio transcribo en la traducción del Instituto Shakespeare:
Ser o no ser... He ahí el dilema.
¿Qué es mejor para el alma,
sufrir insultos de Fortuna, golpes, dardos,
o levantarse en armas contra el océano del mal,
y oponerse a él y que así cesen?
Existen grandes diferencias entre los individuos en sus respuestas al estrés y en el proceso de ajuste y superación a la adversidad, la fatalidad o la desgracia. Este proceso de contienda y acomodo se conoce como resiliencia, un término introducido por el ecólogo canadiense Crawford S. Holling en 1973 en el contexto de la teoría matemática del caos para designar los procesos de cuencas de atracción y estabilidad como expresiones de la capacidad de los ecosistemas para absorber variaciones de estado y persistir (Folke et al., 2021). El término se difundió en múltiples disciplinas y actualmente es utilizado en la psicología clínica, las ciencias cognitivas y las ciencias de la salud. En todas estas discipinas se afirma que hay dos modos de resiliencia: el conductual utiliza comportamientos aprendidos para favorecer la adaptación, la salud y la solidaridad, en tanto que el cognitivo aplica estrategias de regulación del pensamiento y las emociones.
La resiliencia involucra diversos mecanismos biológicos en los organismos encefalizados, como son varias redes neuronales del cerebro, la barrera hemato-encefálica, factores humorales del sistema inmune o incluso al microbiota intestinal (Cathomas et al., 2019). Feder, Nestler y Charney (2009) postularon que la resiliencia está mediada por cambios adaptativos de las redes neuronales que regulan la recompensa, el miedo, la reactividad emocional y la conducta social. Estos subsistemas actúan de forma integrada como sustrato de una capacidad psicológica y comportamental de conflagración que tiene la persona para enfrentar con mayor o menor éxito la desgracia, el desastre o el infortunio y su consecuente carga de angustia, aflicción y trauma.
El polo opuesto de la resiliencia es el síndrome de desgaste, despersonalización, pérdida de motivación o sentido llamado burnout en inglés y que se suele presentar en profesiones demandantes en tiempos de crisis, por ejemplo, el personal hospitalario durante la pandemia de COVID. El cuadro clínico fue descrito con este nombre en 1974 por Herbert J. Freudenberger, sobreviviente del holocausto, discípulo de Abraham Maslow y psicoanalista en la ciudad de Nueva York. El estatus psiquiátirco del síndrome es aún incierto y hay discusión sobre si se trata de una forma peculiar y extrema de depresión reactiva a una sobrecarga laboral, un cuadro psicosomático relacionado al estrés crónico, o tiene rasgos psicopatológicos propios. Los niveles de agotamiento y despersonalización de quienes presentan el síndrome se correacionan de manera inversa con el volúmen de la corteza medial prefrontal, una región cerebral clave en la modulación de los estímulos estresantes, y con el volúmen de la ínsula, una zona necesaria para la sensación de bienestar o malestar corporal (Abe, Tei, Takahashi y Fujino, 2022). Sería interesante, aunque difícil, establecer si estos rasgos neuroanatómicos locales son previos o consecutivos al síndrome de burnout.
Desde la década de los años 70, el investigador estadounidense Benjamin Libet llevó a cabo sistemáticos e ingeniosos experimentos neurofisiológicos en sujetos humanos con referencia al movimiento voluntario. Sus resultados suelen considerarse evidencias científicas contra el libre albedrío, porque antes de que el sujeto haya tomado la decisión de mover un dedo, se registra un potencial eléctrico, denominado a veces “preparatorio”, en la corteza premotora de su cerebro (Libet, Freeman y Sutherland, 2000). Como este potencial se inicia 500 milisegundos antes de la acción y 300 antes de la decisión consciente, se suele concluir que la libertad de acción es un espejismo, una falsa sensación de libertad en la conciencia humana.
Si bien los experimentos de Libet fueron muy importantes por abordar de manera empírica un problema filosófico y existencial de primera magnitud, no parecen demostrar o probar que el libre albedrío sea inoperante o inexistente. Por una parte el diseño del experimento involucra el movimiento de un dedo en una situación experimental muy distinta a la múltiple y compleja experiencia de agencia en los humanos que hemos revisado en las pasadas secciones. Por otra parte, los sujetos de Libet determinaron el momento de la decisión al observar la manecilla de un reloj diseñado especialmente y su testimonio puede ser inexacto en el rango de los milisegundos. La interpretación fisiológica más sencilla y frecuente del experimento es que el incremento del disparo en un grupo creciente de neuronas de las zonas del lóbulo frontal que se registra como un potencial previo al movimiento está necesariamente involucrado en generar el movimiento del dedo. Sin embargo no hay una evidencia clara y verosímil de que el potencial sea o refleje la causa única, necesaria y eficiente del movimiento del dedo, por lo que el calificativo de potencial preparatorio puede ser engañoso.
Un experimento del mismo tipo fue realizado años después con imágenes cerebrales obtenidas por resonancia magnética funcional antes, durante y después que los sujetos decidieran apretar un botón sea con la mano derecha o con la izquierda y refirieran el momento de la decisión observando letras en un monitor de computadora que cambiaban cada 500 milisegundos (Soon et al., 2008). Estos neurofisiólogos registraron eventos cerebrales desde 5 segundos antes de que los sujetos tomaran la decisión y pudieron incluso predecir cual mano se iba a usar. Este experimento refleja la operación de una red de neuronas que prepara o antecede una decisión, tiempo antes de que esta se haga consciente. Otro experimento involucró la estimulación de zonas cerebrales en pacientes conscientes durante neurocirugías realizadas con anestésicos locales (Desmurget et al., 2009). Al estimular la corteza parietal los pacientes sintieron el deseo o el impulso de mover partes de su cuerpo, pero no lo hicieron; en cambio, la estimulación de la corteza frontal premotora produjo un movimiento sin conciencia de haberlo decidido.
Por el momento se puede concluir que existen una serie de eventos cerebrales inconscientes, previos y probablemente preparatorios a la toma de la decisión, pero no que tales eventos sean la causa única, suficiente y necesaria para que esta ocurra o para que se produzca el movimiento intencional. Es decir: no está claro si la actividad cerebral previa al movimiento voluntario refleja o no el proceso temporal de la decisión de actuar (Armstrong, Sale y Cunnington, 2018). Pero pasemos ahora del escenario neurofisiológico al filosófico en busca de nexos o concomitancias entre ellos.
Sin entrar en los intrincados detalles de la acalorada, extensa y ancestral discusión científica, filosófica y teológica sobre la realidad del libre albedrío (véase Dennett, 1992), se plantean varias alternativas teóricas. Dos se refieren al determinismo: o bien todos los eventos del mundo están estipulados por secuencias de causas y efectos, o bien en algunos casos existe indeterminación. Las otras dos alternativas se refieren al libre albedrío, sea que éste exista o no. Quienes suscriben una causalidad universal y consideran que por ello se elimina el libre albedrío, optan por un determinismo fuerte. Por el contrario, quienes consideran que la causalidad física no opera en todos los casos, como sucede a nivel subatómico según varios postulados de la física cuántica, y con esa base sostienen la humana autonomía de acción, eligen una libertad indeterminada o acausal. Otros más sostenemos que es deseable y posible armonizar el determinismo causal y la libertad de acción por dos razones. La primera es que todos los eventos de la realidad a partir del nivel atómico parecen estar sujetos a una ley de causa y efecto, y la segunda es que la responsabilidad moral y legal de toda persona proviene de que verdaderamente es un agente capaz de elegir entre alternativas y llevar a cabo sus acciones con iniciativa y propósito. En las secciones pasadas hemos recorrido múltiples evidencias de toma de decisiones, formulación de intenciones y control voluntario de la acción. Como veremos ahora, este compatibilismo entre el determinismo y el libre albedrío es la postura más verosímil para la ciencia y, desde luego, para las humanidades, la ley y la ética.
Siendo muy joven, William James, pionero de la psicología científica moderna, ponderó en abril de 1870 las opciones entre el determinismo y el libre albedrío moral y astutamente declaró lo siguiente: “Mi primer acto de libre albedrío será creer en el libre albedrío”. Unos lustros más tarde, el propio James (1956) intentó reconciliar el determinismo fisiológico con el libre albedrío razonando que la voluntad sentida no puede surgir de la nada, sino que se debe estar determinada por procesos fisiológicos. El reconocido filósofo de la mente Daniel Dennett (1992) también defiende que el libre albedrío existe en un mundo causalmente determinado permitiendo a los humanos actuar muchas veces de maneras impredecibles o imprevisibles. Se trata entonces de posiciones compatibilistas adoptadas de manera cuidadosamente justificada por dos notables filósofos.
En uno de mis primeros trabajos sobre la conciencia y el problema mente cuerpo (Díaz, 1979), elaboré un argumento para apoyar una compatibilidad que armonice el determinismo neurofisiológico con la libertad de elección, tal y como la experimentamos en la vida diaria. A continuación actualizo y formalizo el argumento de esta manera:
Primera premisa: la voluntad es un fenómeno mental que se ejerce en un estado de autoconciencia, pues durante la conciencia de la vigilia habitual opera un determinismo estímulo-respuesta bastante automático.
Segunda premisa: como todo estado de conciencia, la sensación de voluntad y la intención deliberada deben tener correlatos nerviosos que involucran, entre otras, a zonas frontales premotoras y zonas parietales del cerebro.
Tercera premisa: las redes neuronales implicadas en la autoconciencia y en la intención deliberada se activan por ciertas causas funcionales, como los procesos cerebrales de motivación, decisión e intención; además, una vez activas, esas mismas redes tienen consecuencias igualmente fisiológicas, como son los procesos cerebrales de control motor que desembocan y modulan los actos deliberados.
Conclusión: la libertad de acción o “libre albedrío” es un evento psicofísico real y efectivo que precisa de un determinismo neurológico de causas y efectos.
El argumento rechaza la tesis determinista dura de que un mundo causal es incompatible con la libertad de elección y de acción, así como también la tesis de que el libre albedrío implica una violación a la causalidad determinista del resto de la naturaleza. Desde luego, quedaría por averiguar el correlato cerebral preciso de la selección y la decisión, un reto experimental a todas luces formidable.
En suma: una decisión, una intención y una acción conscientes son procesos psicofisiológicos que tienen aspectos neurológicos de alta jerarquía y en consecuencia tienen la capacidad para inducir comportamientos y acciones. Estas funciones ejecutivas tienen una serie de causas fisiológicas y requieren la participación de varias redes cerebrales que incluyen diversos módulos del lóbulo frontal humano, controlan la conducta voluntaria y están ligadas a la conciencia de libertad de decisión y de acción.
La libertad de acción es un fenómeno psicofísico real, causado y consecuente que se experimenta y se ejerce en un estado de autoconciencia. Se trata de una voluntad deliberada y, en la medida que se ejerce, dispone a los humanos como agentes gestores e intencionales y por lo tanto responsables de sus actos. Dado que no es posible conocer el grado de autoconciencia con el que un sujeto ejecuta una acción benéfica u ofensiva, su valoración ética, moral o legal depende por necesidad de las condiciones ostensibles en las que tal acción se ejecuta y del marco regulatorio del entramado social en donde ocurre.
Cierro este ensayo con el siguiente parlamento del astrólogo rey Basilio en La vida es sueño, célebre obra de teatro escrita en 1635 por Pedro Calderón de la Barca:
… porque el hado más esquivo,
la inclinación más violenta,
el planeta más impío,
sólo el albedrío inclinan
no fuerzan el albedrío.
En concordancia, el rey Basilio afirma que su hijo Segismundo puede vencer mediante la voluntad a su infausto destino, representado por la disposición de su horóscopo:
Mas fiando a tu atención
que vencieron las estrellas
porque es posible vencellas
a un magnánimo varón.
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