Las furtivas, flexibles y feraces huellas del tiempo vivido. Sobre la memoria personal y la colectiva, el recuerdo y la nostalgia, el engrama y el hipocampo, la autobiografía, la consciencia autonoética y la identidad

Las furtivas, flexibles y feraces huellas del tiempo vivido.

Sobre la memoria personal y la colectiva, el recuerdo y la nostalgia, el engrama y el hipocampo, la autobiografía, la consciencia autonoética y la identidad

 

José Luis Díaz Gómez

Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina, UNAM y Academia Mexicana de la Lengua.


MNEMOSINA Y SUS CRIATURAS

En sus Confesiones del siglo IV, San Agustín de Hipona sugirió que la identidad de cada ser humano se erige al repasar su propia historia en el lienzo de la imaginación y tomar así consciencia de su pasado (Duplancic, 2008). ¿Es, en efecto, la memoria personal el cimiento del yo, de la consciencia de sí? Esta es la intrincada cuestión que transitaremos en el presente escrito y, para desmarcar por momentos a un yo meramente subjetivo, parece conveniente emprender el trayecto en segunda persona, dirigiéndome respetuosamente con el pronombre usted a quien discierne estas palabras. Con su venia, pues.

Usted perdura por un tiempo incierto y en su trayecto no duda de ser una misma persona porque rememora su pasado, porque lo reconstruye como su protagonista, porque usted reafirma saber quién es y otros reconocen su figura, su genio y su voz. Al repasar su historia, usted registra sus actos y andanzas como señas constituyentes de su condición humana singular, de su ser y su renombre. Además de cuantiosos incidentes que resguarda en su memoria episódica, un exuberante desván del que puede recuperar, rehacer y relatar acontecimientos, personajes, escenas, afanes o sueños que vivió, en su memoria semántica usted retiene datos y recopila conocimientos adquiridos en incontables esfuerzos de aprendizaje, adiestramiento y recreación. Además, usted disfruta de una memoria operacional consistente en habilidades, destrezas y pericias, recursos motrices adquiridos mediante la práctica, que usted reproduce en acciones distintivas y refinadas. Como consecuencia de todo esto, le parecerá muy justo afirmar que usted recoge, reúne y reitera sus recuerdos, sus conocimientos, sus destrezas y sus creencias como ingredientes y repositorios de su identidad, es decir, de su rol y su poder para operar en el mundo como quien es, como quien cree ser, o como quien quiere llegar a ser. De hecho, para aplicar y aprovechar los conocimientos obtenidos, para reconstruir su singularidad y redefinir su existencia, para reconocerse y ser reconocida, para reflexionar sobre su pasado, su presente y su porvenir, usted precisa en cualquier momento que lo requiera recaudar y rememorar sus peripecias, reformular y restablecer sus enseñanzas, reforzar y restaurar sus habilidades, reproducir y reajustar sus faenas. En pocas palabras, usted cree ser y saber quién es porque ejerce múltiples acciones distintivas de la memoria: usted recoge, registra, recuerda, reconoce, revive, recapitula, repasa, reitera o resalta cuantiosas instancias de su vida, incontables datos de información y una pléyade de acciones depuradas.

Pues bien, aunque todas estas aseveraciones parecen verosímiles o acaso indudables, la memoria como soporte de la consciencia de sí y de la identidad personal es tan necesaria como intrincada, nebulosa y problemática, por lo que los conceptos y los supuestos implicados con el prefijo re en el párrafo anterior necesitan de… revisión y revaluación. Con este propósito nos aventuraremos en el inagotable laberinto de la memoria donde mucho escrutaron, entre otros, Théodule Ribot y Hermann Ebbinghaus, Marcel Proust y Henri Bergson, Ivan Pávlov y Endel Tulving, Rosalía de Castro y Jorge Luis Borges, Brenda Milner y Eric Kandel. En este escrito ingresaremos al arduo laberinto por varias de sus puertas en busca de la esquiva identidad personal; ¿podrán la neurofilosofía y otras artes proveernos de un hilo de Ariadna …?

Intentemos acceder por el portal de los significados.

El diccionario del español de María Moliner define clara y sucintamente a la memoria humana como la capacidad para recordar o por medio de la cual se recuerda algo pasado. Una definición más acabada y afín a las ciencias cognitivas especificaría a la memoria como el conjunto de funciones mentales que permite captar, retener, reconocer, evocar y aprovechar información. Al adoptar a la información como materia prima de las actividades mentales, la memoria puede desglosarse en seis procesos distintivos y complementarios: origen, adquisición, depósito, recuperación, extinción y prospección (Díaz, 2009; Markowitsch, 2013). Elaboremos un bosquejo inicial de este séxtuple sendero de la información memorable.

  1. Origen y experiencia: la fuente de información retenida por una persona está constituida por ciertos estímulos que se integran como experiencias vividas. La palabra “experiencia” (del latín experiri: ensayar, probar, comprobar) se refiere al haber vivido, sentido, aprendido, conocido o presenciado algo. Es un proceso consciente asociado al devenir, a las actividades, las observaciones, los ensayos o las prácticas de la persona y constituye el origen de su información memorable, sea como vivencias que se retienen, como saberes que se adquieren mediante aprendizaje, o como habilidades que se consiguen y cultivan.

  2. Adquisición y aprendizaje: si bien ciertas vivencias se retienen espontáneamente por su relevancia o significado, los datos factuales y las habilidades efectivas se adquieren mediante estudio, ejercicio y práctica para lograr su consolidación y aprendizaje. Se sabe que la atención, la motivación, la emoción o los sueños tienen un papel importante en el aprendizaje y se han generado técnicas para mejorar la incorporación de la información, como sucede con el “arte de la memoria” del Renacimiento. Para facilitar su retención, múltiples procedimientos cognitivos asocian ideas, esquemas o ejercicios a contenidos de información ya almacenados. Mediante labores pedagógicas de enseñanza y aprendizaje, en todas las culturas humanas la información que un instructor detenta se transmite metódicamente hacia un aprendiz que la requiere y la procura. Este es un proceso medular de la cultura.
    El aprendizaje dispone una asociación entre un estímulo y una respuesta que usualmente se manifiesta en una conducta novedosa. Por ejemplo, en el condicionamiento clásico analizado por Pávlov la asociación implica un reflejo nervioso, como es la salivación evocada por el sonido de una campana. Otro tipo de asociación involucra la actividad de un organismo sobre el medio, estudiada por los conductistas como condicionamiento operante porque el organismo aprende la consecuencia de su acción, como obtener un alimento o evitar un choque eléctrico al presionar una palanca. Estas acciones pueden ser reforzadas mediante premios o inhibidas mediante castigos.

  3. Depósito y engrama: cuando la consolidación y el aprendizaje cumplen adecuadamente sus funciones retentivas resultan en el almacén de la información mediante la confección de una presunta huella en el cerebro que se denomina engrama, un tópico central de la neurociencia cognitiva. El almacén tiene estructura, procedimiento, temporalidad, capacidad y contenido. En referencia a la estructura de la información aprendida, hay un ordenamiento por significados que evoca a una biblioteca organizada por temas. Parece existir un almacén de conceptos y otro de imágenes que se depositan con diversas intensidades, dependiendo de la viveza, la persistencia y las asociaciones establecidas. El procedimiento se refiere a la naturaleza del engrama, un proceso maleable del tejido nervioso dependiente de modificaciones en las sinapsis, las células, los ensambles neuronales, los módulos y las pautas conjuntas de actividad. En cuanto a la temporalidad y la capacidad, hay dos variedades, una de corto plazo, conocida como memoria de trabajo, que se aplica durante las acciones presentes con capacidad de unos cuantos elementos, y otra de larga duración cuya capacidad no tiene límite establecido. Por ejemplo, el récord de decimales del número Pi repetidos de memoria por una persona rebasa los 100,000 dígitos. Finalmente, el contenido de la huella es un problema recóndito y central para la investigación y la teoría de la memoria.

  4. Recuperación y recuerdo: el recobro de la información almacenada tiene lugar en dos formas: el reconocimiento tácito, automático, incesante y progresivo de formas, pautas y objetos percibidos, y el recuerdo de vivencias pasadas o datos adquiridos. El recuerdo (del latín re: de nuevo y cordis: corazón; el supuesto órgano de la consciencia en la Antigüedad) es un dispositivo cognoscitivo básico e indispensable para pensar, imaginar, reflexionar, decidir, gestionar, emprender acciones o faenas y con todo ello definir la propia identidad. Además, sin la retención, evocación y aplicación de experiencias, enseñanzas o destrezas adquiridas no sería posible el conocimiento, pues la memoria es la facultad mental más involucrada en el saber consciente, y en el saber de sí como parte de la autoconsciencia. Sin embargo, el recuerdo no es una recuperación exacta de la realidad o de la experiencia pasada, sino una recreación simulada en el presente y sujeta a contingencias, obstáculos, ediciones y actualizaciones.

  5. Extinción y olvido: el desvanecimiento o la eliminación de la información es una forma de selección necesaria para la mayor eficiencia del sistema retentivo y proyectivo. En la memoria de trabajo se conserva efímeramente cierta información, como sucede con un número de teléfono que se olvida poco después de marcarlo. En la memoria episódica los recuerdos de la propia vida se desdibujan o se desvanecen si no se reactivan. En la memoria operativa el saber suele ser más perdurable, como se ejemplifica con el dicho de que el andar en bicicleta nunca se olvida. Sin embargo, para no atenuarse y perderse, muchos saberes prácticos requieren aplicarse y renovarse con cierta frecuencia y dedicación.

  6. Aplicación y prospección: a pesar de que por etimología y definición la memoria se refiere al pasado retenido, su función práctica más trascendente es anticipar y planear el futuro, pues el acervo de información que se denomina saber y conocimiento se aprovecha como herramienta cognoscitiva primoridal para imaginar, analizar, decidir, prever y realizar posibles acciones, rutas o escenarios. Recordar el pasado y proyectar el futuro son funciones estrechamente relacionadas y fundamentales desde un punto de vista adapatativo y evolutivo. De esta manera, la memoria vinculada a la agencia no sólo tiene un papel evocativo y estático, sino uno productivo, creativo y constructivo. No parece una fábula trivial que, según la remota Teogonía de Hesíodo, la madre de las nueve musas sea Mnemosina, mítica personificación de la memoria y el conocimiento.

RECUERDOS DE LA VIDA, CONSCIENCIA AUTONOÉTICA, YO ACREDITADO

A primera vista la memoria episódica podría considerarse un almacén de eventos recuperables en los que la persona estuvo presente o, mejor dicho, que la persona vivió. Si el archivo fuera un registro exacto y fidedigno, las impresiones nítidas de cada suceso retenido comprenderían las acciones propias y las ajenas, información del sitio, la época y la duración, de tal forma que un recuerdo fiel incluiría lo que pasó, con quien pasó, cuánto duró, cuándo, cómo y donde pasó. Un recuerdo diáfano de esta índole sería un viaje al pasado para experimentar de nuevo eventos específicos y la memoria episódica operararía como un flashback cinematográfico o una grabadora de experiencias que el sujeto rebobina y reproduce a voluntad para recuperar cualquiera de ellas que haya almacenado y pretenda recobrar.

Pero sucede que esta descripción no es adecuada para caracterizar la estructura, el trabajo y el cometido de la memoria episódica, ni tampoco permite concluir que el cúmulo de los recuerdos constituya por sí mismo la identidad personal, como se ha sostenido en el pasado. Si esto fuera así, podríamos considerar a los recuerdos como fotografías de escenas de la vida y a la memoria episódica como un album o película que las rotula, las ordena y las comenta. Pero esta analogía es engañosa, porque las fotos pueden ser vistas sin una interpretación personal, mientras que el valor, la emoción, la referencia y el modo de presentación del recuerdo están intrínsecamente ligados en una experiencia consciente: una cara recordada no sólo es la de alguien, sino que se evoca por algo, tiene varios significados y conlleva emociones, juicios o intenciones. Una cara recordada no es el retrato fijo de un pasado, es una experiencia manifiesta y multifacética que acontece en un momento presente con proyección hacia el futuro.

A través del tiempo se ha reiterado la propuesta de San Agustín de que la identidad de una persona es la suma de sus recuerdos organizados en su autobografía. Por ejemplo, en un poema al que regresaremos, Borges proclamó: “somos nuestra memoria”. En su autobiografía de 1980, Luis Buñuel puntualizaría: “nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestro sentimiento, incluso nuestra acción. Sin ella no somos nada”. También volveremos a este pasaje. Ciertamente, las ciencias cognitivas reconocen que la sensación de ser uno mismo a través de la vida (el self en inglés) y la memoria episódica o autobiográfica están fuertemente entrelazadas en su desarrollo y sus manifestaciones. Sin embargo, la relación supuesta entre estas instancias varía de acuerdo al enfoque teórico utilizado. Por ejemplo, el neuropsicólogo portugués Antonio Damasio (2003) propone que el self puede desglosarse en tres niveles de operación. El más básico y simple es un protoself interoceptivo de índole fisiológica y depende de la homeostasis o equilibrio funcional del organismo. El siguiente es un core self, un yo nuclear que ostentan los animales móviles y encefalizados que les permite de manera tácita y no verbal advertir y reaccionar a su entorno como entidades diferenciadas y particulares. Damasio estipula además un self extendido particularmente humano, que requiere memoria autobiográfica e identidad personal y subsiste a pesar de que el cuerpo y la mente cambien constantemente.

Por su parte, Martin Conway (2001), de la Universidad de Bristol, distingue una memoria episódica de otra autobiográfica. La primera retiene durante minutos a horas información bastante detallada de orden sensorial y perceptual de la experiencia reciente, como lo acontecido a una persona el día anterior. La mayoría de estas memorias se van desvaneciendo. En cambio, la memoria autobiográfica guarda reseñas y hechos por meses, años o acaso durante toda la vida y toma como referente al self de la experiencia, identificado por el propio Conway (2001) como el “Yo” con mayúscula. También Levine (2004) considera la memoria autobiográfica como una forma avanzada de consciencia que identifica al propio yo como algo continuo a través de la vida. Esta recolección autobiográfica implicaría una red neuronal distribuida al menos en los lóbulos frontal temporal y parietal del cerebro, en tanto que la corteza frontal anteromedial posee las conexiones necesarias para integrar la información sensorial de la memoria episódica con aquella que la propia persona se identifica a sí misma. Otra distinción es la que propone Nazim Keven (2023), para quien existen memorias de eventos como representaciones polisensoriales de sucesos discretos y memorias episódicas que son representciones de múltiples eventos organizadas de manera temporal, causal y funcional. Esta distinción le permite afirmar, entre otras cosas que diversas especies animales tienen memorias de eventos, pero las memorias episódicas son particulares de la humana.

Sigmund Freud describió como amnesia infantil la incapacidad de los humanos para rememorar y describir eventos de su primera infancia y le dio una explicación acorde con su teoría del desarrollo psicológico en tres etapas. Actualmente hay dos explicaciones del fenómeno, una cognitiva y otra neurobiológica. La primera mantiene que la memoria declarativa require de lenguaje, de teoría de la mente y de un sentido de ser uno mismo bastante consolidado, de un self. Los humanos no podrían guardar recuerdos hasta que empiezan a adquirir las herramientas cognitivas necesarias para asentar y organizar las memorias de su vida, lo cual coincide con la adquisición del lenguaje y de una noción elemental de sí mismos. El fenómeno ha sido explicado también por la neurociencia porque el desarrollo de ciertas regiones cerebrales que son clave para la memoria no alcanza suficiente madurez hasta la edad en la que pueden asentarse los recuerdos autobiográficos. Uno de esos eventos puede ser la adición de nuevas neuronas al hipocampo que llega su máximo a los 2 o 3 años para luego declinar junto con el fenómeno bautizado como “poda neuronal”, una forma de depuración celular que va consolidando las redes más efectivas (Josselyn y Frankland, 2012). La neurogenesis del hipocampo posiblemente impide la formación de memorias durables hasta que se establecen conexiones sinápticas estables. Por otro lado, la aparición de los primeros recuerdos y de la memoria autobiográfica alrededor de los tres años de edad coincide con cambios dramáticos en las conexiones del lóbulo frontal. Desde luego que las explicaciones cognitivas y cerebrales no parecen excluyentes, sino complemantarias, aunque falta mucha investigación para comprender sus ligas.

Endel Tulving (2002), el neuropsicólogo estonio-canadiense que en 1983 delineó a la memoria episódica como diferente de la memoria semántica, llamó consciencia autonoética al saber que uno/a es la misma persona que se recuerda en el pasado, se experimenta en el presente y se proyecta hacia el futuro. Por su parte, Gardiner (2001) identificó a la memoria episódica con la consciencia autonoética, el conocimiento explicable de uno mismo, como sucede cuando usted narra eventos de su propia vida en primera persona o deriva conclusiones y creencias sobre sí misma. En suma, los atributos fundamentales de la memoria episódica son el self, la consciencia autonoética y la sensación subjetiva del tiempo (Piolino, Desgranges y Eustache, 2009). Esta propuesta tiene precedentes ilustres. Por ejemplo, en 1881 el psicólogo francés Théodule-Armand Ribot argumentaba que hay dos formas de manifestación del yo, una es el estado global de consciencia en el tiempo presente, y otra la cadena de esos estados en continuación con el pasado que depende de la memoria (Hacking, 1995).

En todo recuerdo de su vida, la persona se representa a sí misma en la escena evocada asumiendo una perspectiva en primera persona, pues usa el pronombre “yo” seguido de un verbo en tiempo imperfecto: “yo estaba en X cuando Y…” Esta narración o testimonio en primera persona hace posible estudiar indirectamente la subjetividad, el aspecto más personal, íntimo y elusivo de la consciencia, porque los sucesos narrados de manera franca y sistemática pueden ser valorados y analizados metódicamente como textos fenomenológicos (Díaz, 2013). El yo de los recuerdos se presenta de varias maneras; el sujeto puede evocar la escena desde su punto de vista en aquel momento, pero también recrearla desde otros ángulos, vislumbrándose a sí mismo desde diferentes puntos de vista espaciales o fluctuando entre ellos. Lin (2018) denomina a esta instancia “la presencia fenoménica del Self” y le interesa analizar cómo se identifica el sujeto que recuerda una escena con el yo revivido en su recuerdo. Para puntualizar este acceso se basa en lo que el filósofo de la mente Thomas Metzinger (2004) denomina unidad fenoménica de identificación, la experiencia consciente como función primordial del self pues da al sujeto la firme sensación de ser el mismo a través del tiempo. Este yo revivido como personaje principal de todos los recuerdos personales y de la autobiografía que los ordena podría considerarse un yo acreditado en el sentido que la persona se identifica y confirma a sí misma cuando recuerda porque manifiesta una forma consciencia temporal que permite el autorreconocimiento. Sin embargo, esta acreditación no necesariamente significa que el contenido del recuerdo sea veraz o, mejor dicho, que sea fidedigno a los hechos tal y como ocurrieron o se experimentaron. En todo esto entran en juego los rancios y difíciles ‒pero siempre vigentes‒ conceptos de realidad y verdad (véase el manual sobre memoria y filosofía de Bernecker y Michaelian, 2017).

Cuando la narración de eventos pasados se apega a los hechos tal y como el sujeto los recuerda, constituye una declaración o un testimonio, términos de relevancia no sólo psicológica, sino histórica y jurídica. Dado que la certidumbre subjetiva no garantiza una verdad objetiva, para esclarecer esta última, sea en el análisis de fuentes históricas o en la jurisprudencia, se aplican requisitos lógicos, pero de difícil demostración, como son la credibilidad del testigo, la corroboración independiente o la refutación de hipótesis (Manzanero, 1991). Derivamos diversas creencias de lo que nos cuentan los demás sobre sus experiencias y para acreditarlas evaluamos tanto los testimonios ajenos como las creencias que nos ocasionan. Ésta es una de las múltiples espirales en las que confluye y topa la persona individual con la sociedad y sus valores en términos de memoria, veracidad y evidencia. Sigamos avanzando por este camino.

SIMULACIÓN ACTUALIZADA, IMAGEN CORPORAL, ESTATUA DE SAL

La obra del filósofo Henri Bergson, en especial su tratamiento de la memoria a finales del siglo XIX como instancia crucial de la relación entre mente y cuerpo, es un antecedente muy relevante de las investigaciones psicobiológicas de la memoria, aunque escasamente referido por ellas. Este premio Nobel francés de literatura en 1927 y célebre pensador vitalista recurrió a las investigaciones de los neuropsicólogos de su época para fundamentar su teoría de la duración como meollo de la memoria. Subrayó el papel del cuerpo, aún más que el del cerebro, en los mecanismos del recuerdo, así como el rol de la memoria en la construcción de la vida presente y futura: “La verdad es que la memoria no consiste en absoluto en una regresión del presente al pasado, sino al contrario en un progreso del pasado al presente” (Bergson, 2006, p. 246). Sin embargo, a pesar de que sus intrincados análisis desmontan parte de las nociones elementales y tradicionales de la memoria, no parecen ser aquilatados plenamente por la neurociencia contemporánea.

Al revisar la reciente literatura científica sobre las relaciones entre la autoconsciencia y la memoria es interesante constatar que varios grupos de Francia y de Suiza, región cultural de Bergson, se sitúan en las fronteras experimentales de esta indagación. Un equipo del Instituto de Psicología de la Universidad Paris Descartes ha estudiado extensamente la naturaleza de la memoria episódica a lo largo de la vida. Con este objetivo Pascale Piolino, Béatrice Desgranges y Francis Eustache (2009) han generado instrumentos para evaluar la memoria autobiográfica, como es el TEMPau task diseñado para medir los tres atributos que consideran particulares y propios de la memoria episódica: el self, la consciencia autonoética y la sensación o percepción subjetiva del tiempo. Estos instrumentos y aproximaciones empíricas les ha permitido correlacionar aspectos cognoscitivos, neuropsicológicos y de imágenes cerebrales, muchas veces efectuando comparaciones entre individuos sanos y pacientes con diferentes patologías y lesiones cerebrales. En un trabajo de 2009 asentaron lo siguiente (traducción mía):

…el viaje mental a través del tiempo subjetivo que permite a los individuos volver a experimentar eventos pasados a través de un sentimiento de autoconsciencia es el último elemento de la memoria autobiográfica en alcanzar su máxima capacidad de operación durante el desarrollo y el primero en perderse en la demencia y las amnesias.

Los estudios de este grupo parisino subrayan el papel crucial que juegan las áreas frontotemporales del cerebro y en epecial el hipocampo para volver a experimentar detalles del pasado reciente y el más remoto. Ahora bien, su formulación del recuerdo como “un viaje mental que permite volver a experimentar eventos pasados” se ajusta a la idea tradicional de la memoria como un sistema de playback o rebobinado que, como estamos analizando, no es apropiada para dar cuenta de la fenomenología de la memoria explorada desde Bergson hasta la actualidad. Mucha de la indagación actual, incluyendo la extensa argumentación de Kourken Michaelian (2016), filósofo de la memoria en la Universidad Grenoble en Los Alpes, caracteriza a la memoria no como una reproducción o un viaje en el tiempo, sino como una simulación actualizada de experiencias pasadas. Esa evocación pasa a través de un sentimiento de autoconsciencia que le da sentido al sustrato mismo de la memoria: la duración en el tiempo por la cual se reservan, recrean y utilizan las huellas de la vida. Es muy importante resaltar que una simulación no implica para Michaelian una falsedad o una discontinuidad entre el evento pasado y el recuerdo presente, sino una aproximación confiable, con la flexibilidad necesaria para recrearlo en el presente y proyectarlo hacia un futuro.

La experiencia de tipo visual que tiene una persona cuando rememora una escena pretérita ha sido estudiada en el Centro de Neuroprostética y el Instituto de Informática Biomédica de Ginebra utilizando realidades virtuales y neuroimágenes (Gauthier et al, 2020). Cuando los participantes en un experimento de realidad virtual codificaban y rememoraban escenas del pasado que involucraban el visualizar su propio cuerpo se incrementó la conectividad entre el hipocampo y el parahipocampo. Al parecer la formación de una autoimagen en el recuerdo ocurre mediada por la conectividad entre el hipocampo y zonas de la neocorteza involucradas en el procesamiento de señales corporales multisensoriales y en la autoconsciencia. Algo similar acontece con los recuerdos propios de la memoria episódica, pues necesitan la evocación tácita del sujeto realizada y actualizada desde su corporalidad imaginaria.

Esta imagen virtual de sí mismo está en relación estrecha con el yo autobiográfico y la consciencia autonoética que permite a los seres humanos recordar eventos pasados, aunque, como lo hemos repetido, la recreación no sea factualmente fiel a la realidad ni una réplica de la experiencia inicial. Ahora bien, al recordar momentos de su vida la gente está segura de revivir episodios de su pasado porque los representa y escenifica desde el interior o desde el exterior de su cuerpo. Cuando lo hace desde el interior recrea escenas que presenció y sensaciones que tuvo en el pasado y cuando lo hace desde el exterior se ve a sí misma en la escena que recapitula, lo cual es un ejemplo fehaciente de que el recuerdo no es una reproducción fiel, sino una recreación de la vivencia pasada. ¿Cómo sucede esta recreación, esta simulación?

El procesamiento de señales multisensoriales, es decir tactiles, visuales, auditivas, propioceptivas de postura o movimiento y de señales interoceptivas del estado de las visceras, en especial del corazón, los pulmones y el tubo digestivo, constituyen buena parte de la autoimagen corporal y esta información es intrínseca de la capacidad de recordar, como lo demuestran los estudios de Lucie Bréchet, joven investigadora del Departamento de Neurociencias de la Universidad de Ginebra. A partir de su tesis doctoral, Bréchet (2022) ha generado y revisado evidencias experimentales de que las señales corporales juegan un papel fundamental en la memoria autobiográfica en referencia a la autoconsciencia. En sus estudios posdoctorales, esta investigadora publicó un trabajo sobre los efectos benéficos de la estimulación magnética transcraneal sobre la memoria deteriorada en pacientes con enfermedad de Alzheimer.

La relación entre la memoria y la autoconsciencia considerada como el self ha sido repetidamente analizada en pacientes con enfermedad de Alzheimer, pues una de las primeras deficiencias congitivas de esta terrible afección cerebral enturbia precisamente las facultades de la memoria y la consciencia de sí. La dificultad o imposibilidad de estos enfermos para traer deliberadamente a la mente eventos pasados fue interpretada en 2013 por Sandrine Kalenzaga y David Clarys, del Laboratorio de Memoria y Cognición de la Universidad Paris Descartes, como una forma de anosognosia (a privativa, nosos enfermedad, gnosis conocer), síntoma neuropsicológico definido precisamente por la limitación o imposibilidad para reconocer las propias incapacidades cognitivas o deficiencias motoras. Mograbi, Brown y Morris (2009) habían denominado como “un self petrificado” a esta deficiencia en la enfermedad de Alzheimer, curiosa imagen retórica que evoca una mítica escena relatada en el Génesis: la conversión de la mujer de Lot en una estatua de sal al voltear a ver con nostalgia la Sodoma de su inicuo pasado. Parece relevante mencionar que esta potente figura de la estatua de sal fue el título de la autobiografía clandestina de Salvador Novo (2002) donde, en la homofóbica Ciudad de México de la primera mitad del pasado siglo, el escritor recrea su intento de construir una identidad homosexual.

La conexión entre la memoria episódica y la autoconsciencia se hace patente en el proceder habitual de la vida psíquica pues al recordar un evento pasado la persona no sólo es sujeto de una experiencia consciente, sino también es protagonista de una escena virtual recreada en su imaginación. Esta conexión invita a inquirir e investigar cómo es que la persona se evoca e identifica a sí misma en esa simulación actualizada de su pasado, así domesticado. De acuerdo con Lin (2018), filósofo de la mente de la Universidad Yang-Ming en Taipei, el recuerdo episódico proporciona una posible ruta de análisis tanto conceptual como empírica de esta propiedad, una sugerencia que ha llegado a realizarse de diversas maneras en la investigación cognitiva, conductual y cerebral.

Además de ser protagonista de los recuerdos de su propia vida, hay otra conexión entre el recuerdo y la autoconsciencia que tiene lugar en el momento en el que una persona recuerda el hecho de estar consciente en el presente. En la práctica de diversas técnicas de meditación y contemplación la mente se distrae o se desvía de la tarea de permenecer enfocada o concentrada en alguna sensación, imagen u oración prescritas en la técnica que se encuentra ejercitando. El practicante pierde la atención y su mente divaga, pero cuando recuerda (o mas bien, se recuerda o adquiere autoconsciencia) logra redirigir voluntariamente la atención a la tarea. Al permanecer en control de su atención opera una forma de intención en acción que en diferentes técnicas de meditación y contemplación tiene por objeto ampliar los periodos de control de la atención y fortalecerles, no sólo en los periodos de práctica, sino eventualmente en las operaciones usuales de la vida cotidiana (Malinowski, 2013). Estos momentos y periodos de estar presente y en control de la atención constituyen una forma reflexiva de la autoconsciencia de percatarse de sí misma o de la atención de dirigirse no sólo a ciertos objetos, sino a su propia operación. Diversas tradiciones contemplativas coinciden en postular que este fortalecimiento de la autoconsciencia mediante el control de la atención, en vez de reforzar a un self o un yo unitario y ego personal, revelan su precariedad y aún su vacuidad en tanto conceptos de uno mismo. Esta es la esencia de la noción budista de anata en pali, anatman en sánscrito, y que literalmente quieren decir “sin yo”.

EN BUSCA DEL ENGRAMA; EL LÓBULO TEMPORAL Y EL HIPOCAMPO

Las huellas son vestigios que se imprimen y se conservan en múltiples materiales y objetos como marcas temporales de ciertos eventos y procesos. Cráteres en la Luna, estratos geológicos, círculos concéntricos en troncos de árboles, cicatrices en seres vivos, huellas de pies en la tierra o la salida de obreros filmada por los hermanos Lumière en 1895 son señas de sucesos recientes o remotos. Para averiguar la génesis y el devenir de su objeto de estudio, varias ciencias físicas, como la cosmología y la geología; ciencias biológicas, como la filogenia y la paleontología, o ciencias sociales, como la arqueología y la historia, dependen de la acertada interpretación de huellas e indicios, de restos y artefactos. Estas huellas son evidencias palmarias de eventos ya extintos, pero el caso de la memoria es muy especial porque sus huellas están ocultas y la neurociencia cognitiva trata de dilucidarlas a partir de sus manifestaciones psicológicas y conductuales. En efecto, lejos de ser inertes, estas huellas son estelas vivas y creativas que contribuyen al saber, capacidad, expresión y ajuste del organismo entero.

Al nacimiento, el cuerpo y su cerebro vienen dotados de una estructura morfológica y una potencialidad funcional y expresiva determinadas por la evolución de la especie y la amalgama de los gametos paterno y materno en un cigoto. Durante el desarrollo del organismo, el cuerpo y el cerebro sufren cambios y modulaciones causados por las experiencias, los aprendizajes, las prácticas y demás vivencias que van conformando a un individuo singular. La evolución, la herencia y el aprendizaje confluyen de tal suerte que el cerebro, órgano genéticamente programado para aprender, retoca su expresión heredada, pues muchas vivencias, instrucciones o adiestramientos del individuo dejan huellas que condicionan su capacidad funcional y su conducta, moldeando así su identidad. Esta incorporación plantea una cuestión fascinante, ardua y decisiva: ¿en qué consiste exactamente la huella que deja la experiencia pasada en un organismo y se manifiesta en las funciones de su memoria que son cruciales para determinar su comportamiento, su identidad y su devenir?

A finales del siglo XIX la posibilidad de cambios del cerebro en respuesta al medio fue prevista por Santiago Ramón y Cajal en términos morfológicos de contactos o circuitos neuronales y por William James en términos funcionales. Ambos sabios adelantaron la noción de este potente órgano como un sistema maleable que se organiza en función del tiempo y de la experiencia. El término “engrama” fue sugerido en 1904 por el naturalista alemán Richard Semon, quien tomó del griego la palabra gramma (letra) para denominar a la huella de una experiencia que se inscribe en “la sustancia irritable del cerebro” (Schacter, 2001). A partir de entonces las ciencias del cerebro se han abocado a identificar qué es y dónde está el engrama o huella cerebral de un ítem particular de información almacenada. El empeño de esta indagación –que algunos han denominado “el Santo Grial de la neurociencia”– es sin duda transcendental porque un evento consciente, como es el recuerdo, tiene una contraparte neurofisiológica, un evento físico. Se trata de un tema nodal, concreto y analizable del milenario problema mente-cuerpo, tal y como certeramente lo especificó Henry Bergson (2006) en su libro Materia y Memoria de 1896. Si bien el tema presenta considerables desafíos, ha sido profusamente investigado por la psicofisiología y la neurociencia cognitiva (Morgado, 2005). En la sección presente y en la siguiente de este escrito, haré un breve repaso del engrama cerebral a partir de una revisión realizada anteriormente (Díaz, 2009) y actualizada a finales de 2023. 1

En los años 30 y 40 dos investigadores de tradiciones académicas muy distintas, Karl Lashley y Wilder Penfield, generaron datos aparentemente contradictorios sobre la localidad cerebral de ciertas memorias. Después de realizar diversas ablaciones quirúrgicas de partes del cerebro en ratas para analizar su papel en el aprendizaje de un laberinto, en su libro “En busca del engrama” de 1939, el psicólogo estadounidense Karl Lashley afirmó que esta memoria tendría una extensa base nerviosa porque obtenía una reducción del aprendizaje proporcional a la cantidad de tejido destruida, mas no a su localidad. Otras teorías y evidencias posteriores también favorecieron que la memoria está distribuida en el cerebro. Por ejemplo, desde los años 70, Mark Rosenzweig y sus colaboradores mostraron que, si se comparan los cerebros de ratas que viven solitarias con los de otras que conviven en grupos, con acceso a ruedas de ejercicio y otros aditamentos en un ambiente enriquecido, estas últimas desarrollan con rapidez cerebros más pesados, cortezas sensoriales y motoras más gruesas, mayor número de sinapsis y mayor concentración de algunos neurotransmisores como la acetilcolina. Por su parte, la hipótesis holográfica de Karl Pribram, discípulo de Lashley, sugirió en los años 70 que la memoria se representa en el cerebro en forma paralela a los hologramas, donde cada sección puede codificar la información de la totalidad (Pribram y Martín Ramírez, 1981).

En un sentido aparentemente opuesto, varios neurofisiólogos han favorecido una localización cerebral de las memorias. Ciertas evidencias experimentales sobre la localización cerebral de los recuerdos fueron obtenidas en la década de los años 40 por el neurocirujano canadiense Wilder Penfield al estimular con electrodos puntuales diversas partes de la corteza cerebral en pacientes despiertos sometidos a neurocirugía. Como consta en todos los textos de neurofisiología, estas investigaciones definieron los mapas u homúnculos sensorial y motor del cuerpo en los lóbulos parietal y frontal respectivamente. Además, Penfield descubrió que la estimulación de puntos particulares del lóbulo temporal provocaba recuerdos muy vívidos de experiencias previas, como si se reactivara su huella precisamente en el sector estimulado. Los estudios posteriores indicaron que la memoria episódica depende crucialmente de las estrucrturas mediales del lóbulo temporal del cerebro que incluyen al hipocampo, la arcaica zona de la corteza cerebral cuya forma le evocara un caballito de mar a San Isidoro de Sevilla. Pero también se sabe que el lóbulo frontal del cerebro interviene en la adquisición, la codificación y la recuperación voluntaria de experiencias pasadas y su ubicación en el tiempo (Rugg y Vilberg, 2013).

En los anales de la neuropsicología destaca el caso del paciente conocido como H.M., cuyos hipocampos cerebrales fueron extraídos quirúrgicamente en 1953 para tratar una epilepsia grave. El paciente fue larga y sagazmente estudiado por Brenda Milner, neuropsicóloga canadiense que ahora tiene 105 años. Si bien se curó de la epilepsia, H.M. perdió la capacidad de formar memorias a largo plazo, en especial de hechos, nombres o imágenes propios de la memoria declarativa, lo cual constituye una amnesia anterógrada: la incapacidad de recordar eventos a partir de una lesión. Sin embargo, otras funciones cognitivas y recuerdos previos a la operación permanecieron intactos. De éste y otros casos, se derivó que el hipocampo es necesario para la formación de memorias a largo plazo a partir de las de corto plazo, pero que no es lugar de almacenaje y no participa de la memoria de procedimientos. En la neurología se conoce que la falta de irrigación sanguínea del hipocampo produce una amnesia global transitoria durante la cual el paciente desconoce su paradero y pregunta de forma característica y reveladora: “¿dónde estoy?” (Hodges, 1991). La evidencia más reciente indica que las memorias episódicas requieren de una plasticidad veloz en el hipocampo y gradualmente se consolidan en redes de la neocorteza (Kitamura et al., 2017).

Las evidencias de la neuropsicología, la neurofisiología y diversos estudios de conducta en animales, han mostrado que el hipocampo participa en la memoria espacial de las formas y dimensiones de los lugares, así como de la orientación y movimiento del organismo en el espacio. Además de la consolidación de las memorias episódicas (Numan, 2015), se conoce que esta región funciona para integrar tales funciones mediante sus conexiones con otras áreas. Por ejemplo, las interacciones entre el hipocampo y la corteza frontal son fundamentales en la modulación de las acciones dirigidas a una meta o a la obtención de un resultado particular. Las redes del hipocampo mapean múltiples dimensiones de la experiencia para organizar las formas de conocimiento que integran a la persona con su mundo circundante (Eichenbaum, 2017).

En 1971 el neurocientífico londinense John O’Keefe descubrió que algunas células del hipocampo se activan cuando la rata en estudio se encuentra en cierta localidad de un laberinto que ya conoce y las llamó neuronas de lugar (O’Keefe y Nadel, 1978). Estas células probablemente forman parte del engrama y de la representación cognitiva del laberinto en la rata. En 2005 los esposos May-Britt y Edvard Moser en Noruega identificaron neuronas en la región vecina de la corteza entorinal que generan un sistema de coordenadas necesario para hacer camino en un espacio. Es probable que las nociones o sensaciones de espacio y de tiempo se procesen inicialmente en diferentes redes de neuronas, pero sus señales convergen en el hipocampo para establecer el marco espaciotemporal de la memoria episódica. O’Keefe y los Moser recibieron el Premio Nobel de 2014 por estas investigaciones.

EL SABER OCUPA TIEMPO Y ESPACIO EN SINAPSIS Y REDES NEURONALES

La abundante investigación sobre el papel de varias estructuras cerebrales en la memoria ha ido aclarando el papel del hipocampo y sus zonas vecinas en la cara medial de los lóbulos temporales del cerebro. Las evidencias de la neuropsicología, de los estudios de conducta y de la neurofisiología experimental en animales, han mostrado que el hipocampo participa en la memoria espacial de las formas y dimensiones de los lugares, así como de la orientación y movimiento del organismo en el espacio. En este contexto no es sorprendente saber que la estimulación transcraneal del hipocampo mediante campos magnéticos mejora la precisión de los recuerdos episódicos (Violante et al., 2023).

Es importante destacar que varias formas de memoria involucran a diferentes partes del cerebro. Por ejemplo, la investigación de Joseph LeDoux (2002) neurocientífico y líder de una banda de rock denominada Los Amigdaloides, destaca el papel crucial que juegan los núcleos amigdalinos del lóbulo temporal en las respuestas condicionadas de miedo en la rata. En este mismo contexto, vale la pena citar la prolongada investigación del psicobiólogo mexicano Roberto Prado, quien inicialmente demostró la participación del caudado (un núcleo subcortical del cerebro involucrado en la regulación y coordinación del movimiento) en la memoria de una conducta aprendida por miedo. Las ratas en estudio evitaron para siempre entrar en una zona obscura de la caja experimental después de haber recibido un choque eléctrico en las patas la primera vez que la exploraron. Prado consideró que el engrama de esa conducta estaba localizado en el núcleo caudado hasta que una experiencia más intensa de aprendizaje rebasó esta estructura y protegió a esta conducta contra fármacos que contrarrestan la memoria (véase Bermúdez-Rattoni y Prado Alcalá, 2006). Ésta es otra evidencia de que una experiencia se codifica en diversas estructuras cerebrales y que su engrama puede moverse en el cerebro.

Rodrigo Quian Quiroga, neurocientífico argentino que investiga en Inglaterra, ha logrado registrar la actividad de neuronas individuales en cerebros de humanos conscientes sometidos a neurocirugía. Al presentar fotos de diversas celebridades a estos pacientes, encontró que ciertas neuronas en la base del lóbulo temporal sólo disparaban cuando el sujeto reconocía a una celebridad en particular. Algunas de ellas fueron llamadas neuronas de Jennifer Aniston, porque sólo se activaron con las fotografías de esta actriz. Seguramente diferentes neuronas están involucradas en el reconocimiento de otras celebridades o personas conocidas y el importante hallazgo permite inferir que unas células de esta zona procesan información clave para identificar a una persona formando parte de una red involucrada en ese reconocimiento y probablemente en el concepto que conforma el sujeto de esa particular persona (Quian Quiroga y Kreiman, 2010).

Es factible que la memoria episódica utilice varios indicios y dominios para operar. Por ejemplo, se ha postulado una distinción entre las trazas de memoria y su ubicación en el tiempo. Las trazas o huellas son las representaciones de episodios que se han vivido, en tanto que la ubicación en el tiempo integra estas escenas en un marco espaciotemporal para su comprensión, su narración y para definir posibilidades a futuro (Cheng, Werning y Suddendorf, 2016). Se puede mantener que la memoria requiere tanto de sitios cerebrales específicos como de redes distribuidas para funcionar adecuadamente y para ello es ilustrativo referirse a una de las evidencias más robustas y convincentes sobre su fundamento neuronal.

En la segunda mitad del siglo XX se fue acreditando la hipótesis de la facilitación interneuronal formulada inicialmente por Cajal y especificada a mediados del siglo por el neuropsicólogo canadiense Donald Hebb (1949), maestro de Brenda Milner. La hipótesis propone que al aprender algo se refuerzan los contactos o sinapsis entre las neuronas involucradas en la tarea y la huella física de recuerdos específicos se comprende como una red de neuronas que se enlazan y acoplan mediante el fortalecimiento de las sinapsis que las conectan. El aprendizaje establece nuevas redes en el cerebro porque las neuronas que se activan durante una experiencia, una tarea o una práctica, tienden a conectarse entre sí formando un sistema funcional inédito. El adagio científico de este fenómeno fue acuñado por el propio Donald Hebb de esta forma: “las neuronas que disparan juntas se conectan juntas”, noción que evoca una metáfora persistente de la neurociencia cognitiva moderna, la que se refiere a un “alambrado cerebral” establecido por herencia y por aprendizaje.

Usando a la liebre de mar, el gran molusco marino Aplysia califórnica, como un modelo de estudio más simple y asequible, el psiquiatra y neurobiólogo Eric Kandel (2006) comprobó en múltiples experimentos que, en efecto, el aprendizaje facilita conexiones nerviosas y promueve nuevas, además de estipular diversos mecanismos neuroquímicos involucrados en el proceso, todo lo cual le mereció el Premio Nobel del año 2000. La hipótesis ha recibido respaldo ulterior con los estudios de un fenómeno experimental conocido como potenciación a largo plazo, una intensificación duradera de la transmisión nerviosa en el hipocampo y otras zonas que ha permitido analizar los sustratos neuroquímicos que facilitan la proliferación y la actividad de las sinapsis involucradas (Dringenberg, 2020).

Por éstas y muchas otras evidencias, se puede afirmar que ciertos engramas están distribuidos y abarcan redes neuronales entre varias regiones del cerebro, tanto de la corteza cerebral como de núcleos subcorticales. Cada una de estas regiones codifica información particular o distinta del evento, como pueden ser cualidades sensoriales, afectos, información de tiempo o lugar. Es muy posibe que las regiones nodales para un engrama cambien a lo largo del tiempo y esto se manifiesta en las modificaciones que sufre el recuerdo a lo largo de la vida. Estos factores forman parte de la memoria episódica del individuo y proveen de una información relevante de cómo ciertos eventos del pasado se retienen, almacenan, elaboran y germinan en el cerebro. Es indispensable hacer una distinción entre la memoria como la capacidad diacrónica de almacén de información y el recuerdo como la capacidad sincrónica para recuperarla, recrearla o simularla en la consciencia.

Como hemos visto, a lo largo del siglo XX y principios del XXI la investigación neurobiológica de la memoria fue descubriendo zonas, módulos o redes del cerebro que se involucran para consolidar, almacenar, recuperar o perder información. Las extensas investigaciones, que comprenden cientos de trabajos científicos, han mostrado que el aprendizaje y la memoria involucran y afectan todos los niveles de operación del cerebro, desde sus fundamentos moleculares y celulares hasta las redes neuronales, muchos módulos del órgano, en especial el hipocampo y otras partes definidas del cerebro. La idea de que el recuerdo involucra un engrama fijo, estable y permanente ha cedido o evolucionado a una noción dinámica de la huella cerebral que en buena medida contradice la noción clásica de consolidación de la información, pues, lejos de la solidez inscrita en este término, subraya la naturaleza plástica, cambiante y fecunda de la huella y la información retenidas (Robins, 2020).

La base fisiológica de la memoria se concibe actualmente como una modificación plástica del cerebro que acontece en todos sus niveles y aspectos de operación. Este cambio de paradigma pone en duda el concepto mismo de engrama, aunque aún no se puede sustituir por el necesario pero muy genérico de plasticidad cerebral. Será enriquecedor ajustar y reconciliar las nociones discordantes de engrama persistente, dinámica neuronal y plasticidad nerviosa. Como sucede con el devenir mismo del individuo o de persona, la identidad no sólo se refiere a la conservación de rasgos a través de los cambios, sino a un proceso vital e histórico que tiene una trayectoria singular, distintiva y característica.

Las conexiones entre las redes que procesan aspectos de la propia identidad en el espacio y el tiempo son fundamentales para integrar la diversa y dispersa información sobre uno mismo en una autoconsciencia conformada por múltiples caretas. A partir de un caso de pérdida de la identidad personal y conservación de la memoria episódica, Klein y Nichols (2012) propusieron que el sentido de identidad y los contenidos de memoria son sistemas distintos pero interactuantes.

Cajal estaba en lo cierto al suponer que cada persona “esculpe su cerebro” con las experiencias, aprendizajes, destrezas y capacidades que emprende y adquiere en su vida. El cerebro se enriquece tanto morfológica como funcionalmente con la experiencia y así se vuelve más dúctil y eficiente, pues los cambios resultantes de esa adquisición favorecen sus funciones cognitivas y motrices. Las evidencias van aclarando el cómo, cuándo y dónde se imprimen las huellas, pero permanece desafiante el Santo Grial del dilema mente-cerebro: ¿de qué manera se manifiestan los contenidos conscientes del recuerdo en referencia a sus correlatos cerebrales dilucidados?

LA ECFORIA Y LA RECREACIÓN EL MUNDO

Más que duplicados fieles de experiencias pasadas, los recuerdos son recreaciones simuladas que, si bien no conservan la exactitud, la nitidez y el detalle del evento o la experiencia original, suelen ganar en conocimiento y relevancia. Una forma automática de recuperación es la ecforia, término poco usado para identificar a un suceso bastante común (Tulving, 1983b). A parte de acuñar el término de engrama a principios del siglo XX, Richard Semon subrayó el papel de las claves sensoriales para recuperar información almacenada en la memoria y denominó ecforia a este evento. Semon teorizó sobre la existencia de engramas latentes en el cerebro que se recuperan de improviso cuando ocurre el mismo estímulo sensorial que les dio origen. El ejemplo paradigmático de ecforia es el recuerdo de Marcel, el protagonista de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, cuando el sabor de una magdalena le evoca una escena infantil que da origen al inmenso y admirable relato que para Lehrer (2010) constituye un verdadero saber relevante a la neurociencia de la memoria.

La ecforia ha permitido estudiar los fundamentos neuronales de la ractivación del engrama en animales de experimentación. Dado que muchos engramas se conforman por claves ambientales externas y estados internos, la recuperación sucede cuando las claves implicadas en la conformación de la red correspondiente al engrama reaparecen como estímulos. Algunas técnicas actuales de la neurociencia permiten identificar los ensambles neuronales que constituyen los engramas de ciertas memorias en roedores de laboratorio. Entre las técnicas para marcar neuronas durante procesos de memoria destaca la optogenética, basada en la expresión de proteínas fotosensibles de la membrana celular que al ser iluminadas alteran la actividad eléctrica de la neurona (Josselyn, Köhler y Frankland, 2015). Con estas técnicas se marcan poblaciones de neuronas que se activan durante la codificación, se modulan una vez establecido el engrama y es posible sondear cómo se reactivan durante el recuerdo (Frankland, Josselyn, y Köhler, 2019). Esta extraordinaria línea de investigación ha confirmado la tesis esgrimida sucesivamente por Cajal, Hebb y Kandel que un engrama se forma por la facilitación de las sinapsis que conectan una red de neuronas y por la formación de otras nuevas que engarzan y consolidan una red.

Las evocaciones sensoriales, las escenas del pasado, las ensoñaciones o las fantasías retenidas, reaparecen de varias formas en el recuerdo como representaciones elaboradas de orden visual, auditivo, táctil o de sabores. La experiencia memorizada adquiere consolidación y plenitud gracias a una integración de modalidades sensoriales e imaginativas que en la antigüedad se conocía como “sentido común” y que tiene una base en los sistemas de integración sensorial: las áreas y mecanismos cerebrales que conectan y asocian a las zonas que reciben y conciertan la información de cada uno de los sentidos. Esta elaboración multisensorial acomoda, almacena y recupera la información de manera sistemática y no se restringe a combinar de manera congruente los datos y cualidades de los sentidos, sino que los confecciona con ingredientes cognitivos para integrarse en la memoria y recrearse en el recuerdo y la reminiscencia.

Además de la ecforia, que recupera escenas del pasado cuando el sujeto percibe un estímulo similar al que precipitó la memoria original, en muchas ocasiones la persona volitivamente busca en los archivos de su memoria y recupera un dato, un personaje o una escena de su pasado. Ciertas evidencias de la conducta y de la fisiología neuronal sugieren que los recuerdos pueden ser recuperados mediante el escaneo de un mapa o representación que se encuentra “comprimido” en el tiempo (Howard, 2018). De vez en cuando ocurre que el esfuerzo para recordar el nombre de un lugar o de una persona no tiene éxito, a pesar de que el sujeto tiene la seguridad de que la información está allí y puede dar detalles de ella. Éste es el fenómeno de “punta de la lengua,” que suele resolverse cuando ya no se aplica esfuerzo para recordar. Este tipo de experiencias indica que los engramas difieren en accesibilidad, lo cual refleja cambios en la organización de la red neuronal; se trata de engramas no siempre disponibles, a veces denominados silenciosos o latentes, como lo hizo el propio Semon.

Santo Tomás de Aquino denominó experimentum a la combinación de los elementos de la memoria en un esquema de organización cognitiva superior que es propia del conocimiento (Echavarría, s.f.). Esto implica que en el dominio del conocimiento personal hay algo más que un catálogo de memorias, recuerdos y datos: opera una organización de elementos que al ser puesta en práctica mediante la inteligencia permite al ser humano adaptarse y sobrevivir. En este mismo contexto del conocimiento y del experimentum, se puede decir que la visión y el concepto que tiene un sujeto de sí mismo y del mundo no sólo están influidos por lo que recuerda y discierne de su vida pasada sino también por cómo recuerda los eventos vividos y cómo engarza, enmarca y utiliza y aplica esa información en el momento presente para comprender su situación y planear sus posibilidades.

Además de esta operación de integración y síntesis del conocimiento que utiliza los ingredientes de la memoria, también opera un mecanismo en el sentido opuesto pues hay evidencias de que las opiniones, las creencias y los objetivos que tiene una persona influyen en cuáles recuerdos recupera de su vida pasada y en cierta medida en cómo se presentan. Mahr y Csibra (2017) propusieron perspicazmente que la memoria episódica implica una actitud epistémica o de conocimiento hacia los eventos que se registran y se recuerdan, de tal forma que los contenidos de los recuerdos episódicos se suelen reconstruir de acuerdo a justificaciones explícitas de ciertas creencias. Esta operación supone una capacidad generativa o creativa de la recolección en el sentido de que lo recordado se acomoda a lo que se cree en el presente. Es así que para Johannes Mahr (2023), la memoria episódica tiene una función comunicativa porque el sujeto, al tomar una autoridad epistémica sobre su pasado, puede convencer a otros y servir como testigo de la realidad de los eventos que vivió.

En el año 2003 Anne Wilson y Michael Ross, dos psicólogos canadientes, plantearon que la memoria y la consciencia de uno mismo son funciones interactuantes en el tiempo de tal manera que pueden producirse toda una gama de distorsiones cognitivas y valorativas de la memoria. Como dice el dicho “recuerdas lo que te conviene,” al que cabe agregar “y como te conviene.” Ahora bien, este acomodo tiene límites, porque el conocimiento y la consciencia de la propia historia implican asegurar lo que ocurrió en el pasado y para sostener esta autoridad el sujeto justifica sus recuerdos en el ámbito público por la referencia explícita a eventos pasados que pueden ser comprobados o refutados por otros y por fuentes externas. De acuerdo con el psicoanalista Néstor Braunstein (2008), esto permite representar y expresar las razones que justifican tanto las creencias como los recuerdos. La manera como la persona se construye a través del tiempo está al servicio de crear una imagen coherente de sí misma que suele ser favorable y propicia.

Dado que el recuerdo es un evento consciente estrechamente vinculado a la imaginación (Michaelian, 2016), el papel que juega la imaginación en la memoria se ha estudiado con creciente amplitud. Una de las formas de enfocar este tema es considerar los dos tipos de recuerdos que mencionamos arriba: aquellos que se refieren a vivencias externas, o sea experiencias de la persona en el mundo, y aquellos que se originan como vivencias internas, como pueden ser aquellas fantasías o sueños que también se almacenan en la memoria episódica. Se puede pensar que la persona distingue claramente unos de otros, pero no siempre es así, como es el caso de la criptomnesia, el confundir imágenes mentales con recuerdos de sucesos en el mundo, y con la paramnesia, el confundir delirios con recuerdos de sucesos (Ramírez Bermúdez, 2006). En su célebre autobiografía de 1982, el cineasta Luis Buñuel dice, muy fenomenológicamente:

Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento. Sin ella no somos nada. La memoria, indispensable y portentosa, es también frágil y vulnerable. No está amenazada sólo por el olvido, su viejo enemigo, sino también por los falsos recuerdos que van invadiéndola día tras día… La memoria es invadida continuamente por la imaginación y el ensueño y, puesto que existe la tentación de creer en la realidad de lo imaginario, acabamos por hacer una verdad de nuestra mentira. Lo cual, por otra parte, no tiene sino una importancia relativa, ya que tan vital y personal es una como la otra.

En la recuperación de los primeros recuerdos, muchas personas admiten que no pueden distinguir entre lo que ocurrió, las fantasías que pudieron agregarse o el papel que puede haber jugado una foto o un relato familiar (Braunstein, 2006; 2008). De nuevo, la noción misma de “realidad” está en juego, aunque las fuentes internas de la memoria no dejan de ser realidades que se verifican en el aparato mental. Esto lleva a considerar no sólo el papel que juega la imaginación en la memoria de cada individuo, sino el que juega el imaginario social en la construcción de la historia (véase Souroujon, 2011).

TIEMPO PASADO, TIEMPO FUTURO, TIEMPO MEJOR

En la construcción de la autobiografía personal, destaca la clase de memorias auto-definitorias, piedras miliares o bloques constitutivos de una identidad narrativa de suficiente coherencia y sentido. Son recuerdos repetitivos, vívidos y emocionales que, por constituir escenas centrales de la vida de una persona, coadyuvan a definir su identidad, su disposición y su perspectiva. Estos recuerdos de eventos preponderantes funcionan como piezas clave de un rompecabezas que al ser ensambladas en un marco espacial, temporal y social forman una parte esencial de la manera como la persona construye el sentido y el propósito de su vida, su autobiografía y su autoconsciencia (Habermas y Köber, 2015).

Ahora bien, la memoria impacta de manera coyuntural el pensamiento que desarrolla cada persona no sólo sobre su pasado, sino también sobre su futuro. Es así que la autoimagen y la autobiografía incluyen al presunto porvenir en el formato de representaciones de lo que la persona quiere lograr y llegar a ser y, en consecuencia, de lo que debe realizar o evitar para alcanzarlo. En un trabajo clave sobre la memoria, la autobiografía y el self, Martin Conway (2005) de la Universidad de Leeds, ha propuesto un modelo para la formación de la memoria autobiográfica basado en una integración del conocimiento de las experiencias pasadas y la simulación de eventos futuros que provee contenido a la representación de la experiencia tanto en términos escenográficos e icónicos como verbales y semánticos. Recordar eventos pasados e imaginar eventos futuros son procesos de simulación atemporales cuando no se sitúan en el contexto objetivo y rígido del tiempo físico o, mejor dicho, del tiempo de los relojes y los calendarios. Estas simulaciones pueden y suelen adquirir una ubicación temporal cuando el sujeto deliberadamente las vincula a fechas de su pasado o de su futuro. Se puede hablar de un razonamiento autobiográfico porque la persona elabora escenarios y narrativas utilizando la recreación de experiencias pasadas para simular experencias y situaciones por venir: la imaginación de eventos posibles forma parte de la vida mental y esta depende de lo ya vivido (D’Argembeau y Van der Linden, 2004). Consideremos este tipo de imaginación eidética y trans-temporal en referencia a la memoria y al yo.

Cuando las personas no están realizando tareas que demandan su memoria de trabajo y su atención, es frecuente que su mente se embarque en una forma no deliberada o espontánea de lucubración que constituye la llamada divagación mental (Casey, 1976). Durante este “soñar despierto”, la mente suele figurar escenas pasadas y futuras sobre lo que pudo haber sido y no fué, lo que podría o debería haber dicho o hecho la persona para salir airosa de un evento desafortunado, lo que podría hacer y evitar en un futuro. Por momentos, la persona recuerda un evento de su pasado y recrea de forma casi sensorial una escena y una acción dramática que tiene como protagonista al propio yo y en esas condiciones simuladas vislumbra o ensaya sucesos y acciones futuras. En estos escenarios, el yo imaginario, es decir la imagen mental de la propia persona, interviene como un protagonista a veces sagaz, solvente y exitoso que emprende acciones deslumbrantes, pero en otras puede mostrarse torpe, incapaz o derrotado. McAdams y Adler (2010) afirman que el meollo de las representaciones del yo futuro consiste en la articulación y la inversión en las metas y objetivos personales, el dónde, cuándo y cómo tener una vida mejor y más satisfactoria. Usualmente la simulación imaginaria se deriva de una jerarquía de aspiraciones generales, de objetivos específicos y del camino que se quiere o se teme recorrer, lo cual puede promover planes, decisiones y acciones. De esta forma, una función cardinal del pensamiento proyectivo es generar simulaciones imaginarias más o menos detalladas y verosímiles de escenarios anticipados, de obstáculos previsibles y de cómo evitarlos o solventarlos.

Como vemos, al contener y encuadrar detalles sensoriales, afectivos, espaciales, dramáticos y escenográficos, la recreación de eventos ya vividos tiene mucho en común con el fantasear y figurar posibles eventos del porvenir. La experiencia de proyectarse hacia el futuro no solo implica la construcción de escenas y acciones, sino la predicción de cómo sería vivir una experiencia en particular y otras posibles. Se trata de pre-experimentar eventos previsibles, un ensayo más propio de la imaginación que del razonamiento verbal, aunque la imaginación no es necesariamente irracional, pues tiene coherencia morfológica, espacial y topográfica. Se nutre de una memoria imaginal y eidética, asociada a la semántica, que recopila y organiza formas, figuras, pautas o apariencias de tal forma que es posible reconocerlas, recrearlas y generar nuevas, tema que abordó con erudición histórica Frances Yates en su Arte de la Memoria de 1966. Tanto Bergson (2006) como Ricoeur (2004) han señalado que la memoria y la imaginación están estrechamente vinculadas en los procesos cognitivos del reconocimiento. De hecho, la imaginación prospectiva involucra a las diversas formas de memoria (la episódica, la semántica, la imaginal y la operativa), pues recluta y moviliza a sistemas de visualización, simulación, navegación y prospección, lo cual requiere pensamiento divergente, flexibilidad cognitiva y escenificación verosímil.

Como se puede inferir por estos ejemplos de la vida mental cotidiana y común de los seres humanos, si bien por convención la memoria se refiere al pasado, su función adapatativa es la planeación del futuro y en buena medida la creación técnica y estética. Michael Corballis (2019) denomina a estas operaciones “viajes mentales en el tiempo” y argumenta que son resultado de una larga evolución filogenética. En este sentido es relevante señalar que entrever el futuro depende de los mismos sustratos y mecanismos neuronales y cerebrales que intervienen al recordar el pasado (Schacter, Addis y Buckner, 2007). La regiones que se activan en ambas tareas incluyen a la corteza prefrontal medial, diversas áreas mediales y laterales de la corteza temporal, la corteza del posterior del cíngulo y partes inferiores de los lóbulos parietales, áreas muy interconectadas de una red que en buena medida corresponde a la red default o basal del cerebro. Es conveniente decir que el hecho de que la imaginación de eventos pasados y futuros tenga un mismo sustrato cerebral no implica que los dos eventos sean idénticos o equivalentes, pues tienen una diferencia epistémica y ontológica. Esto sugiere que esos sustratos cerebrales entán enmarcados en una circusntancia o un marco de referencia más amplio que involucra a otras funciones verebrales y corporales, al comportamiento, al lenguaje y a la inserción del sujeto en su mundo.

Uno de los primeros autores en señalar la importancia de la prospección fue el propio Endel Tulving (1983a), a quien hemos recurrido repetidamente en este escrito. Como complementos prospectivos de la memoria episódica propuesta por Tulving se han sugerido expresiones como pensamiento episódico del futuro o bien proyección futura de autodefinición, designio propuesto por un grupo de la Universidad de Lieja encabezado por el psicólogo belga Arnaud D’Argembau, el cual se ha dedicado al estudio de la imaginación y la memoria en la construcción de la autobiografía y del yo. Sus investigaciones han puesto en evidencia la función productiva y práctica de la memoria con base en la utilización de detalles recordados para vislumbrar eventos posibles aún no experimentados. Varias funciones ejecutivas, en particular la habilidad para evocar y organizar las acciones y eventos motores ejecutados en el pasado, juegan un papel central en la construcción de posibles escenarios y eventos (D’Argembeau, 2021). Dependiendo de los detalles y las carterísticas de las tareas de autoreflexión, autoproyección o construcción de narrativas personales, se activan varias redes cerebrales que se traslapan o se desarticulan según el caso. Este mismo grupo ha analizado que en formas distintas de psicopatología, como la esquizofrenia, la depresión mayor, los trastornos de la ansiedad y de la personalidad, así como en diversas farmacodependencias, ocurren deficiencias, sesgos o trastornos de la memoria autobiográfica y del pensamiento prospectivo. Por ejemplo, muchos pacientes esquizopfrénicos tienen dificultades para recordar eventos de su pasado y en especial para imaginar eventos y escenas de su posible futuro, pues sus descripciones suelen ser fragmentarias en el tiempo y adolescen de consistencia espacial. Es posible que estos síntomas sean consecuencia de una anomalía en la formación del self porque los pacientes tienen problemas para organizar y extraer sentido de sus experiencias que les permitan elaborar una congruente y coherente narrativa personal (D’Argembeau et al., 2004). Por lo demás, las personas con mayor capacidad para recrear imágenes visuales informan más detalles sensoriales tanto al recordar eventos pasados como al imaginar posibles eventos futuros (D’Argembeau y Van der Linden, 2006). La vivacidad de la imagen proyectada al futuro depende de sus elementos constitutivos, como son el sitio, los objetos, las personas y demás componentes de la escena, una capacidad creativa de la mente que el cerebro pone cotidianamente en marcha durante la fabricación de ensoñaciones durante el dormir (Díaz Gómez, 2018).

¿SOMOS NUESTRA MEMORIA?

Estamos revisando y sosteniendo que la memoria constituye una capacidad mental dinámica, plural, constructiva y creativa. Es una facultad sensitiva porque almacena e integra ciertos datos sensoriales de origen externo e interno; es una facultad imaginativa porque recoge y simula figuraciones de escenas vividas, imaginadas o soñadas; es una facultad cognoscitiva, porque permite congregar y utilizar información que constituye el conocimiento; es una facultad expresiva porque permite la manifestación de nuevas conductas o locuciones y es también una facultad taxativa o identitaria cuando circunscribe y conforma la individualidad personal.

En referencia a la memoria y la identidad vale la pena cuestionar la idea de que la identidad personal es idéntica a sus memorias ya que ambas instancias son falibles e inciertas, además de que pueden afectarse indistintamente (Klein y Nichols, 2012). La duda existencial sobre la fidelidad de la memoria había sido expresada en el siglo XVI por el padre del ensayo moderno, Michel de Montaigne, quien se tenía a sí mismo por melancólico. Una de sus sentencias más célebres afirma lo siguiente: “mi vida ha estado llena de terribles desgracias, la mayoría de las cuales nunca sucedieron.” El inquietante final del poema “Cambridge” de Jorge Luis Borges en su Elogio de la sombra de 1969 afirma lo siguiente:

Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos.

Los espejos rotos de Borges implican dispersión y deformación de los recuerdos. El poema “Memoria,” de José Emilio Pacheco (2010) previene esto mismo:

No tomes muy en serio
lo que te dice la memoria.
A lo mejor no hubo esa tarde.
Quizá todo fue autoengaño.
La gran pasión
sólo existió en tu deseo.

Múltiples estudios académicos debaten la veracidad del recuerdo. En 1886 el psiquiatra alemán Emil Kraepelin describió varios errores de la memoria bajo el nombre de “paramnesias” (Ramírez Bermúdez, 2006). Las más comunes son el tomar fantasías o sueños como vivencias ocurridas en el mundo externo y el considerar una escena vista o una situación vivida como duplicación de una anterior, lo que luego se conoció como déjà vu (ya visto) y déjà vécu (ya vivido). Otra distorsión de la memoria es la confabulación que consiste en fraguar adiciones a los recuerdos y sus relatos narrados. Esto sucede con frecuencia en las amnesias y llega al delirio en los alcohólicos crónicos con síndrome de Wernike-Korsakoff, quienes, en un intento de paliar la carencia propia de su patología, rellenan sus lagunas de memoria con narrativas inventadas (Arts, Walvoort, Kessels, 2017).

También se han documentado numerosos sesgos de la memoria en personas normales que se manifiestan en el guardar y recordar eventos o experiencias de forma distorsionada. En su libro Los siete pecados de la memoria, Daniel Schacter (2012) ha descrito algunas desviaciones prevalentes y éstas incluyen agrandar logros, recordar calificaciones mejores de lo que fueron, retener el contenido pero no la fuente de la información, confundir una memoria con una imaginación, considerar los eventos remotos como recientes y los recientes como remotos, o recordar mejor las tareas no terminadas que las terminadas. Estos sesgos manifiestan la fuerte conexión cognitiva que existe entre la memoria, la imaginación, el razonamiento, el sistema de creencias y la consciencia de uno mismo, en especial la parte referente a la autoimagen que de esta manera construye un falso ego, una de las acepciones del término pali budista de anata, la vacuidad o carencia de un ser ingénito y permanente como esencia de cada persona.

Una forma impactante de recuerdo es el flashback, la recolección repentina, vívida e involuntaria de una experiencia previa, usualmente aterradora. En las personas que padecen un síndrome post-traumático, la palabra flashback, importada al castellano del inglés y del cine, implica un fogonazo retrospectivo, una recolección intensa que revive en el presente lo que fue una experiencia terrible o intolerable que no logra asumirse. Pero acontece que el recuerdo derivado de eventos desgarradores frecuentemente se graba o recupera de forma distorsionada o da lugar a falsos recuerdos (Brewin, Huntley y Whalley, 2012). El tema de los falsos recuerdos es amplio, y su existencia se ha documentado de manera rigurosa (Scoboria et al., 2017) así como la capacidad de generarlos por sugestión: En un célebre experimento de 1994, Elizabeth Loftus mostró que fue posible convencer a una cuarta parte de los participantes en un estudio que en la infancia se habían perdido en un centro comercial (Loftus y Ketcham, 2010).

Otro tópico relevante a la fidelidad de la memoria es el olvido. Se dice que las cosas “han caído en el olvido” como si hubiera un oscuro sumidero, un hoyo negro a donde va a dar lo que ya no se recuerda, pero es más verosímil plantear que la huella o el engrama de la memoria se diluye, se desintegra, se silencia o se pierde con el tiempo. Una canción de la compositora mexicana Lolita de la Colina habla del recuerdo de alguien supuestamente olvidado y en un momento memorable de autoconsciencia dice: “y la verdad no sé por qué / se me olvidó que te olvidé / a mí que nada se me olvida.”

Pero el paso del tiempo por sí solo no es suficiente para erosionar la huella, pues algunos recuerdos perduran y otros decaen. Un recuerdo tiende a perderse cuando no se reactiva y es posible que los recuerdos remotos sean más indelebles porque han sido más reactivados: la repetición del recuerdo entraña una rehabilitación y un reforzamiento de la huella (Frankland, Josselyn y Köhler, 2019). Freud describió una forma activa de olvido en el mecanismo de defensa que denominó represión, por el cual un recuerdo angustioso o traumático es desterrado a las profundidades del inconsciente. El notable neuropsicólogo Ramachandran (1994) propone que una forma peculiar de represión ocurre en el síndrome de anosognosia, la negación que suele presentar una víctima de lesión cerebral, usualmente en el lóbulo parietal, por la que pierde movilidad de un brazo o pierna contralateral, pero la víctima niega que exista el problema.

Ahora bien, es necesario subrayar que todas estas fallas y sesgos no invalidan la utilidad de la memoria. Lejos de ello: aunque la información recuperada no sea exacta en comparación con el estímulo o con la experiencia originales, el recuerdo debe ser lo suficientemente eficaz para que sea adaptativo y pueda ayudar a promover decisiones y conductas apropiadas; es decir, debe existir una cuota operativa en el sistema de consolidación, almacén, recolección, simulación y actualización. El error de base no es el de la inexactitud de la memoria, sino la falaz demanda que le exige a esta facultad de ser “objetiva”, “veraz” y fiel a la “realidad,” una fórmula un tanto positivista que asume una separación terminante entre lo objetivo y lo subjetivo, entre la realidad externa y la interna, entre lo físico y lo psicológico. Ahora bien, la idea contraria de que toda memoria es falsa porque no es posible recuperar las experiencias pasadas con seguridad, en plena viveza y en todo detalle, puede desembocar en un nihilismo sobre la validez del recuerdo y, en este contexto, de la identidad de la persona (Sant’Anna et al., 2023). Los ajustes que se producen en la recuperación y reconsolidación no necesariamente invalidan el recuerdo, incluso lo pueden fortalecer y enriquecer cuando se ubica en tiempo y lugar, cuando se identifican los personajes involucrados y sus relaciones, o, sobre todo, cuando se les encuentran significados e implicaciones a los “hechos” rememorados. La memoria no es como una pantalla cinematográfica que reproduce en la consciencia películas grabadas en el pasado, sino como un taller de artes plásticas o como la puesta en escena de un argumento modificado con cada representación.

Pero el autoengaño del falso recuerdo tampoco debe tomarse o desdeñarse a la ligera: desde la teoría y la investigación científicas será conveniente escrutar el artilugio de la memoria y su relación con el yo y, en el fuero interno de cada quien, reflexionar la propia historia para esculpir y depurar la identidad personal y trazar un derrotero futuro con algo de provecho. Subrayemos con San Agustín esta característica esencial del recuerdo: su recuperación a la consciencia ocurre en un marco fenomenológico y cognitivo más cercano a la imaginación y a los sueños que a la percepción (Duplancic, 2008). Por ejemplo, un recuerdo episódico, como lo es una escena inolvidable de la propia existencia y que se puede evocar en todo momento, surge en un formato multisensorial –visual, auditivo, táctil, cinético– frecuentemente acompañado por emociones y consideraciones que afloran, o mejor dicho retoñan, en el periodo mismo de recordar. Esta actividad es propia del pensamiento y la imaginación y como tal es un ingrediente propio del conocimiento. Además, hay que distinguir la fidelidad de la memoria de la identidad personal fincada en las evocaciones de la vida.

Insistamos en esto: las veredas del pasado no se remontan y el recuerdo no es un viaje en el tiempo. Parafraseando a Heráclito, no es posible bañarse dos veces en las mismas aguas de un río, sea el Caístro de Esmirna, el Miño de Galicia o el Usumacinta de Mesoamérica. La experiencia no se almacena como una grabación o reflejo de la realidad externa, porque esta “realidad”, como sea que se conciba, no es totalmente accesible. Para reforzar lo dicho, repasemos brevemente el quíntuple embudo cognitivo: (1) sólo una parte muy reducida de las energías del mundo y del cuerpo es asequible a la percepción; (2) de lo percibido sólo se procesa en la memoria de trabajo la fracción que se atiende, emociona y se usa; (3) de esta sólo algunos estímulos salientes o secciones significativas de la vivencia se afianzan en la memoria a largo plazo. Estos tamices sucesivos no sólo conciernen a la incorporación, porque (4) la recuperación de la información pasada implica una actualización que se realiza entre obstáculos de olvido, tergiversación y falsos recuerdos; finalmente, (5) el recuerdo no es una reproducción o evocación fiel y fija del pasado porque en cada remembranza ocurre una recreación, una reconstrucción, una figuración. Estamos sosteniendo que en estas facultades es donde reside su utilidad y servicio.

La memoria personal sólo es una iota de lo existente, pero su contenido es indispensable para actuar en el mundo y definir la identidad personal, en especial si los recuerdos se reflexionan y se depuran. Dado que los recuerdos son parte de la identidad personal, su tratamiento y aplicación son recursos determinantes para realizarla progresivamente. Si la persona pretende conocerse a sí misma, le será necesario analizar y depurar este anclaje de la identidad en la memoria. Hacia la mitad del El elogio de la sombra, Jorge Luis Borges, moderno Virgilio en este délfico empeño, lo expresa de manera franca y honda:

Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy

AMARCORD: EL YO DE UNA AUTOBIOGRAFÍA

Amarcord, estrenada en 1973, es una de las películas más celebradas del talentoso director italiano Federico Fellini. La palabra titular significa “yo me acuerdo” y proviene de la región de Rimini, ciudad natal del conocido director y donde, en un sitio más o menos análogo, acontece la infancia del protagonista. En la pantalla de la ficción, la historia recrea una serie de reminiscencias del director que supuestamente acontecieron durante su infancia, pero, como suele suceder en las autobiografías, nadie puede asegurar la veracidad histórica de los hechos narrados y escenificados. El propio Fellini se encargó de despachar el asunto al decir, según recuerdo, lo siguiente: debo declarar que mis películas narran recuerdos totalmente inventados. Sin embargo, el género autobiográfico depende crucialmente de la experiencia recordada, aunque cada vez con mayor licencia hasta constituir la denominada autoficción de la literatura actualmente tan en boga.

En “El pacto autobiográfico” el ensayista francés Philippe Lejeune (1994, p. 50) define estrictamente a la autobiografía como un “relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad.” Subrayo persona real porque, de acuerdo con la definición de Lejeune, una persona concreta escribe verazmente su vida, aunque, como lo estamos revisando en este escrito, esta intención se encuentre constreñida por la fidelidad y accesibilidad de los recuerdos, así como por la capacidad para expresarlos, para no mencionar las motivaciones que sesgan el texto de formas impensadas. Subrayo también la historia de su personalidad, pues elucidarla supone el característico desdoblamiento de la autoconsciencia: un yo presente espía y relata a un yo pasado o quizás a varios yoes del pasado que se cristalizan de maneras diversas en el presente y se recrean en el texto.

Una extensa revisión y reflexión sobre la relación entre el yo, la identidad y la autobiografía fue realizada en un libro sobre escritura autobiográfica, editado en 2016 por Blanca Estela Treviño García. En los diversos ensayos de este libro se aclara que la autobiografía es un género o un venero muy importante de la literatura donde no sólo se ventilan las nociones del yo, el sujeto, la verdad, la historia o la visión del mundo, sino está en juego ese gran tema de la memoria que es el recuerdo y el olvido. Además, entre las líneas de una autobiografía convergen y se enredan tres expresiones o caretas de identidad: el autor, el narrador y el personaje. En efecto: una persona de carne y hueso (el autor: un yo verídico o empírico) cuenta su vida en primera persona (la voz narrativa: un yo poético o literario), cuyo protagonista (el personaje: un yo narrado o relatado) es, o pretende ser… ¡el propio autor! Ahora bien, advierte Candau (2006) en su Antropología de la memoria que esta identidad es frágil porque el yo del presente que evoca y narra no es exactamente el mismo yo que el evocado de un tiempo ido. En cualquier caso, el yo autobiográfico y auto-biografiado es necesariamente un yo del discurso, una creación presente, un personaje dramático que el narrador perfila para comprenderse a sí mismo, ejerciendo una forma creativa de autoconsciencia mediante una confesión (del latín: acción y efecto de admitirlo todo). Adentrémonos entonces en la confesión.

Para María Zambrano (1988) la confesión es en sí misma un género literario, es el lenguaje del sujeto en cuanto tal, la declaración más propia de eso que nombramos el yo, el cual se manifiesta mediante la expresión más profunda y auténtica que le es posible. De esta forma, al tener el sujeto como aspiración el ser comprendido abriendo sitio para la realidad más íntima y veraz, la confesión obliga al escucha o al lector a verificarla en sí mismo. Es así como la confesión le parece a Zambrano un método de adentrarse para encontrar a “ese quien, que es uno mismo”. Pocas confesiones literarias alcanzan esta elevada aspiración y la filósofa del exilio español admite y analiza sólo unos cuantos ejemplos, entre los que necesariamente destacan Job, San Agustín, Juan Jacobo Rousseau y Nietzche.

Se ha debatido mucho si la autobiografía es una narración histórica o una ficción. Aunque algo asume de ambas, quien la emprende no sigue los rigurosos métodos del historiador, ni tampoco el camino ficcional del novelista, sino emprende una senda híbrida peculiar. Los críticos posmodernos no consideran a la autobiografía un género literario, sino una forma de elaborar textos que ocurre en muchas obras, sobre todo en las que expresan auto-referencia, algo difícil de precisar. Entre ellos, hay quien estipula que todo escrito literario es autobiográfico por el hecho de estar escrito por una persona que no puede escapar a su propio mundo y a su punto de vista.

Acudamos a las ciencias cognitivas para ver si sus paradigmas y modelos arrojan alguna luz sobre la autobiografía y si esta práctica narrativa, a su vez, ilumina los procesos y la estructura de la memoria y la autoconsciencia. La ciencia cognitiva inicial asumía que el mundo se representa e interpreta mediante el lenguaje y que los consecutivos actos del habla se comparten de múltiples maneras entre las personas. El agente de esta intención comunicativa sería un yo relativamente definido y estable. Pero, como estamos revisando, en las corrientes más actuales, el yo no se considera una unidad definida y definitiva, sino más bien un self concebido como un proceso multidimensional y maleable de autoconsciencia que cambia o se acomoda –a veces de forma explícita, pero en muchas otras implícita– por la construcción en marcha de una autobiografía cuya finalidad es proporcionar un sentido a la experiencia y una organización a la propia identidad. También se ha puntualizado con tino e ingenio que quien produce una autobiografía no es un yo, sino al revés: la elaboración de la autobiografía construye o constituye al yo. Se perfila así que la autoconsciencia y la narrativa de la propia vida son dos sistemas cognitivos dinámicos de alta jerarquía que se enlazan, se nutren y refuerzan mutuamente.

Cada persona organiza la historia de su vida mediante un mapa mental que no semeja una línea progresiva y homogénea del tiempo histórico en la que se identifican puntos salientes, como son las cronologías lineares que se presentan en un libro de historia con una flecha del tiempo continua, progresiva e invariable. La mente no construye el tiempo pasado como una flecha cronológica y homgénea, sino en trayectorias diversas y oblicuas, como la secuencia laboral, las aficiones y hobbies, la vida sentimental o la familiar que, al ser rememoradas se disponen mediante indicadores internos y externos. Desde luego estas líneas narrativas pueden y suelen encontrarse, entrelazarse y empalmarse, o bien la persona puede ordenarlas de diversas maneras al contar o al escribir su vida. Una reflexión relevante sobre este tema fue realizada por Alan Dix (2018), experto en la interacción persona-computadora de la Universidad de Birminham, a raíz de su larga experiencia como caminante en Gales. Dix concluye su ensayo con esta consideración (traducción mía):

Así, nuestras memorias se instalan entrelazadas, nuestra experiencia semeja una trenza más que un único hilo; también en la física se entrelazan, cada una constituye un hilo que tejemos con los otros para fabricar esta cosa que llamamos realidad.

Todo esto refuerza el argumento de que, si bien el pasado rememorado no tiene la consistencia o la claridad de la experiencia presente, adquiere nuevos y feraces significados que modelan y anclan la consciencia de sí. Esto se reafirma por varias razones; una es el hecho de que cualquier incidente recordado ha sobrevivido al olvido, lo cual constituye un filtro que usualmente opera fuera de la voluntad y tiene relación estrecha e interdependiente con otras funciones mentales, como la atención, la motivación, la emoción o el sistema de creencias y valores. Otra razón que liga al recuerdo con la autoconsciencia se refiere a que cada evocación asienta y descifra al recuerdo, pues mientras más se evoca un incidente, es más fácil recuperarlo y porque, con cada evocación, el recuerdo suele sufrir ajustes e inferencias que lo resignifican al reforzar y reconfigurar el engrama correspondiente. En suma: la memoria autobiográfica no sólo recapitula vivencias pasadas protagonizadas por un yo previo, sino que, al hacerlo, restaura y moldea al yo presente y faculta un yo futuro, proveyendo a la persona de continuidad temporal. De esta manera es posible reafirmar la idea de Tulving (1983a) que el conocimiento sobre uno mismo derivado de la evocación, interpretación y acomodo de la propia historia es propiamente autonoético, porque rastrea, borda, solventa, facilita y permite el saber sobre uno mismo.

Más aún: la memoria autobiográfica se integra al autoconocimiento porque dispone las experiencias individuales en indicadores y marcos de referencia históricos, sociales y culturales. Este tipo de memoria surge en los infantes humanos junto con la adquisición del lenguaje y se afianza en la adolescencia mediante una narrativa que se enriquece en el diálogo con los demás y las vivencias sociales. En efecto: la estructuración autobiográfica durante la adolescencia se conforma al patrón de socialización y al uso que el/la joven hace de pautas y símbolos culturalmente disponibles. Al urdir en el tejido social un nicho al yo, las narrativas familiares contribuyen al desarrollo de la memoria autobiográfica y se ha observado que los padres que poseen una narrativa personal pulida y articulada tienen hijos con la misma capacidad (Fivush, et al, 2011).

Un ejemplo manifiesto de esta autorreferencia contextual es el libro “Identidad en el laberinto de la memoria” del fotógrafo mexicano Pedro Tzontémoc (2014), quien efectúa una búsqueda de identidad en la historia de la rama paterna de su familia que proviene de la emigración gallega a México. Este artista estuvo expuesto a la tradición en su infancia y juventud no sólo en su núcleo familiar, sino en el contexto del amplio árbol genealógico que transfiere el apellido Díaz desde una pareja de campesinos de la montaña lucense casados hacia 1865, hasta cientos de descendientes en varios paises (la diázpora, en la que está incluido quien esto escribe). Las fotos de lugares y personas que Pedro Tzontémoc ha tomado y recolectado constituyen la cartografía de una descendencia forjada en el laberinto de esta estirpe familiar y en los paisajes y retratos contrapuestos de México y Galicia.

La memoria y la narración autobiográficas parecen cumplir una función de autorregulación y de homeostasis, muchas veces en el marco de incertidumbres que requieren ser despejadas o de conflictos que requieren ser comprendidos. Estas facultades llenan así un cometido que rebasa al individuo, a sus memorias y a sus intenciones personales, porque un objetivo manifiesto en casi todas las autobiografías que ven la luz es comunicar el yo del autor a otros (Eakin 1991, p. 83). En su capítulo sobre “vida, memoria y filología”, en referencia a la propuesta de Ottmar Ette sobre la filología como una ciencia de la vida, Sergio Ugalde Quintana (2018, p. 148) escribe lo siguiente:

Un saber sobre el vivir requiere indudablemente de la memoria, pues la memoria no soló es imporante para la identidad del individuo y de las sociedades, sino para la vida misma. […] Una filología que aspire a un saber sobre el vivir debería tomar en cuenta esas formas, figuras y vida de la memoria que emanan de las obras literarias y que configuran una transmisión consciente de la tradición cultural. Este saber implicaría, también, una transdisciplina.

Si bien se ha dicho que, con la inauguración del ensayo literario, Michel de Montaigne instauró la consciencia moderna de un yo que escribe sobre sí mismo, parece importante recordar que el mismo autor francés advirtió que “la palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha.” En efecto, para completar sus ciclos de comunicación, el yo relator necesita a otro yo receptor que lo escuche, lo lea y lo comprenda en un acoplamiento autorreflexivo, afortunado concepto de Wolfgang Iser (Ette y Ugalde, 2015).

A los 13 años, Ana Frank resolvió el cometido de figurar una recepción al inicio de su entrañable e inmortal Diario de una adolescente:

No me falta nada aparentemente, salvo la amiga. Con mis camaradas, sólo puedo divertirme y nada más. Nunca llego a hablar con ellos más que vulgaridades, inclusive con una de mis amigas, porque nos es imposible hacernos más íntimas; ahí está la dificultad. Esa falta de confianza es quizá mi verdadero defecto. De cualquier modo, me encuentro ante un hecho cumplido, y es bastante lastimoso no poder ignorarlo.
De ahí la razón de este Diario. A fin de evocar mejor la imagen que me forjo de una amiga largamente esperada, no quiero limitarme a simples hechos, como tantos hacen, sino que deseo que este Diario personifique a la amiga. Y esta amiga se llamará Kitty.

Hablando de memoria episódica, al citar el diario de Ana Frank me ha venido a la mente el recuerdo vívido de un evento muy remoto, ocurrido hacia 1957. Al comunicarle a un amigo de la primera adolescencia mi entusiasmo por el Diario de una adolescente, que en su primera edición en español estaba yo devorando a la misma edad que la autora, mi amigo, llamado Horacio, me asestó de repente: “¡Estás enamorado de una muerta!” La impresión de lo escuchado incrustó el suceso en mi memoria y ahora me doy cuenta que… mi amigo tenía razón. Y me doy cuenta de algo más, que liga la memoria personal con la memoria histórica: el horror y el dolor del holocausto se imprimieron para siempre en mi persona y me confirieron una convicción y un rasgo de identidad reforzado décadas más tarde por la evocación del asesinato del hermano mayor de mi padre al inicio de la Guerra Civil Española (Díaz, 2010). ¡Cuántos razonamientos reminiscentes (Ugalde Quintana, 2018) recreamos los seres humanos para ligar recuerdos, identidades y perspectivas!

REMINISCENCIA, NOSTALGIA, MELANCOLÍA

Según el diccionario de la Real Academia Española, la palabra reminiscencia tiene dos principales significados: (1) el venir a la memoria algo casi olvidado o lejano en el tiempo y (2) un tipo de recuerdo vago e impreciso. Este lexicón agrega que el término se aplica en la literatura y la música para designar aquello que evoca algo vivido anteriormente o que denota su influencia. Entendemos que, a diferencia de un recuerdo más diáfano y aparentemente certero, la reminiscencia es una referencia borrosa o huidiza del pasado. Ahora bien, aunque la reminiscencia sucede cuando surgen o se traen a la consciencia eventos imprecisos, remotos o relegados del pasado, se ha descrito que tales evocaciones ayudan a preservar la identidad personal, paricularmente en la vejez (Chaudhury, 1999) o en la demencia de Alzheimer (Macleod et al., 2021) y que se han hecho intentos de aplicar tareas de reminiscencia en intervenciones psicoterapéuticas para mejorar la calidad de la vida.

Al ligar la memoria con la identidad personal, vale la pena revisar la peculiar forma de reminiscencia y reverberación que acontece en la nostalgia, esa dulce y doliente tristeza evocada por la lejanía, la ausencia o la pérdida de sitios, personas, hechos o vivencias y por un anhelo de revivir algo remoto o perdido. En esa resonancia actual de un goce lejano, se recrea y se recuenta una privación producida por el paso del tiempo y se acompaña de la sensación de que el pasado fue mejor y de un deseo de estar en sitios y circunstancias preferibles. Se asocia, además, a un sentimiento de soledad, separación y angustia recreado en el término portugués de saudade, ese sentirse a sí mismo en privación, que en la cultura lusitana colmó la expresión musical del fado (Pérez López, 2012) y en Fernando Pessoa se disolvió en una banda de heterónimos. En forma análoga, el término gallego de morriña implica no sólo la evocación del hogar remoto, sino el anhelo de volver a gozar el vergel perdido, tan bellamente recreado en la poesía de Rosalía de Castro (Piñeiro, 1984). Copio al efecto su conocida cuarteta, con la traducción al castellano de la Fundación Rosalía:

Airiños, airiños aires,
airiños da miña terra;
airiños, airiños aires,
airiños, leváime a ela.
Aires, mis dulces aires,
dulces aires de mi tierra
aires, mis dulces aires,
aires llevadme a ella.

La poeta no sólo experimenta y transmite tristeza y añoranza, sino también calidez, cariño y pertenencia, sentimientos reconfortantes que suelen surgir en momentos difíciles y en circunstancias adversas. Esta feraz nostalgia es un sentimiento cognoscitivo no sólo porque se finca en recuerdos y reminiscencias del pasado, sino porque suele acarrear reflexiones, consideraciones, tomas de consciencia o ajustes inesperados. Es una emoción calificada de agridulce porque se sufre y se goza. Se padece, pues carga con sentimientos negativos y desagradables: ausencia de lo amado, dicha perdida, vano deseo de volver al pasado, aflicción, desilusión y, muchas veces, amargura. Pero también se disfruta porque acoge sentimientos cálidos y agradables: el fortalecimiento de la identidad personal, la afinidad social y la pertenencia cultural en un marco de sensaciones afectivas de arraigo y encanto. De esta forma, la nostalgia puede constituir un refuerzo, pues los recuerdos dan respiro y esperanza cuando la persona se encuentra ante obstáculos o dificultades.

En la consciencia nostálgica cunde la irrevocabilidad del tiempo y el conflicto entre el pasado y el presente. La narración autobiográfica y la literatura de ficción tienen muchos elementos nostálgicos, como revela el predominante uso de verbos en pretérito. La evocación de experiencias pasadas es una rúbrica de muchas formas de literatura en las que se filtra la pérdida de la infancia, de la juventud, del amor, del terruño. En relación con la autoconsciencia, destaca que la cálida, evocativa y anhelante reflexión sobre sitios queridos, eventos significativos y personas decisivas del pasado refuerza la identidad personal. En este sentido, la nostalgia es un sentimiento autonoético porque fortalece la propia identidad al implicar a un self continuo en el tiempo y porque pone en evidencia circunstancias y hechos que nos definen e identifican en referencia al mundo. Así, la nostalgia no sólo recrea la dicha pasada en el momento presente, sino permite usar lo vivido como autodescubrimiento: profundizar y comprender los gratos paisajes y sucesos del pasado, coadyuva a definir quién soy y dar sentido a mi vida.

La psicóloga Krystine Batcho, profesora de Le Moyne College en Siracusa, ha mostrado que la nostalgia tiene repercusiones positivas para reafirmar la identidad personal y social, para favorecer las ligas interpersonales y definir un sentido a la existencia, aunque no está claro como se producen estos efectos benéficos (Batcho, 2023). Ciertos estudios recientes en neurociencia afectiva y social podrían ofrecer alguna explicación a nivel cerebral. Por ejemplo, un grupo de investigación de la Academia China de las Ciencias ha llevado a cabo diversos estudios que implican la producción de estados de nostalgia en sujetos voluntarios. En estas condiciones experimentalmente definidas detectaron activación de áreas del cerebro, como la corteza medial prefrontal, la corteza del cíngulo posterior, el precúneo y la red de la recompensa (estriado, sustancia nigra, área tegmental ventral y corteza frontal ventromedial), implicadas en la autorreflexión, la memoria autobiográfica y el reforzamiento (Yang et al., 2023).

Aunque emparentadas por sus componentes de recuerdo y añoranza, la nostalgia y la melancolía difieren en el tinte de las emociones involucradas en cada una de estas dos complejas emociones cognoscitivas. La persona nostálgica se deja llevar a un terreno de añoranza del que puede salir airosa o incluso reconfortada, en cambio la melancólica no se libra del sentimiento de pérdida, aunque pueda intentarlo o desearlo. En efecto, la melancolía no se limita a un dolor sordo por la falta de alguien o algo, sino que conlleva sentimientos más abstractos y generales de carencia, ausencia, desánimo, apatía, tedio y pesimismo. Si bien la nostalgia está marcada por un anhelo de experimentar de nuevo estados específicos de felicidad o bienestar que en la distancia adquieren un halo idealizado y acaso esplendoroso, la melancolía se asocia a la sensación o la intuición de haber perdido irremediablemente algo valioso y carga con un matiz de tristeza que se aproxima a la depresión, o de plano desbarranca en ella. La melancolía desgasta la identidad personal porque no logra liberarse de la acedia y de la duda existencial. El manual de trastornos psiquiátricos DSM 5 (la quinta edición del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders del 2013) hace una diferencia entre la depresión clínica y la depresión melancólica, considerando a ésta última como una enfermedad más severa, profunda y durable que se ve acompañada de disfunciones autonómicas y neuroendocrinas. El Manual perfila a la depresión melancólica como un subtipo de depresión asociada con disfunción en el sistema de recompensa y manifestada por una marcada anhedonia, la pérdida del interés y de la reacción placentera a estímulos previamente gratificantes, sean de orden sensorial o social: la persona enferma de melancolía no sólo ha extraviado el goce del momento, sino el recordado y el anticipado.

Por otra parte, el término de melancolía tiene un significado cultural y social que rebasa a la depresión definida por la psiquiatría para constituir una especie de mito cultural, como lo argumenta extensamente Roger Bartra en parte de su obra. Para este original antropólogo, la melancolía permea la historia de la civilización y se recrudece en Occidente a partir del Renacimiento y el Barroco conformando un malestar esencial característico de la modernidad. Sin embargo, el propio Bartra (2017) subraya que la melancolía no sólo asume tientes oscuros, sino que ha desembocado en grandes obras de arte, tanto pictóricas como literarias y musicales. Considera entonces que constituye un lastre subjetivo de la identidad moderna, pero al mismo tiempo un recurso para contender y comprender realidades adversas y el rol del sujeto en ellas rescatando el papel de la voluntad individual. En un sentido similar, el neuropsiquiatra y ensayista Jesús Ramírez Bermúdez (2022) habla de la transmutación artística de la melancolía gracias a la facultad del lenguaje, a la posibilidad de pensar y hablar de las propias emociones y así darles curso y expresión como formas creativas de reparación ante el abandono.

RECUERDO, RECUERDA, RECORDAMOS: LA MEMORIA HISTÓRICA

La disciplina de la historia se cimenta en la investigación metódica y rigurosa de los anales, documentos y otras creaciones existentes con el objeto de reconstruir e interpretar el pasado humano de la manera más objetiva, racional e imparcial que sea posible. Ahora bien: la historia no sólo es el producto de la investigación de historiadores, cronistas, pensadores y otras instancias de autoridad académica, sino que, una vez configurada, difundida y enseñada, se convierte en un filón de memoria semántica, de conocimiento verosímil y finalmente de cosmovisión para una comunidad humana y para cada una de las personas que la aprenden y la integran en sus creencias y saberes. En efecto, el conocimiento histórico socialmente sancionado tiene un gran poder de convicción y constituye un ingrediente clave de la imagen e interpretación del mundo en una cultura determinada y en cada uno sus partícipes. Ahora bien, la sanción pública y la historia oficial de hechos pasados no es garantía de veracidad y toda persona inquisitiva aplica sus recursos de aprendizaje, verificación, reflexión y crítica para deslindar el conocimiento histórico verdadero del falso, el verosímil del incierto y el valioso del intrascendente. Este juego entre la cognición social e individual constituye un proceso fundamental en la evolución de las personas, de las sociedades humanas y en último término de la especie.

Se suele designar como memoria histórica al conjunto de creencias y conocimientos que una comunidad humana comparte sobre su propia formación y se manifiesta de diversas maneras, como son la conmemoración de personajes, figuras, acciones o fechas señaladas. Los datos de este memorial se ventilan en la arena pública, frecuentemente sometidos a deformaciones, glorificaciones, u ocultamientos por parte de círculos de poder, instituciones humanas y medios de opinión. Constituyen además temas comunes, cotidianos y muchas veces candentes en referencia a los datos y los criterios de otros y a la reflexión e interpretación de los hechos. Lo que se juega en estos lances es dual: por una parte la veracidad y la significación del pasado, y por la otra ciertas facetas de la propia identidad. Está en juego la realidad, ya no como una verdad sustancial dura y contundente, sino como la interpretación que hacen los grupos humanos y los individuos particulares de los procesos y los hechos históricos.

En efecto: los hechos y narraciones de la ciencia de la historia suelen acarrear una carga simbólica, imaginativa y afectiva de tal envergadura que los convierte en parte importante de la cosmovisión personal y colectiva. Esto sucede con aquellos personajes que, elegidos como héroes o villanos, constituyen símbolos que forman parte de la identidad ideológica personal, de los grupos y, en alguna medida, de las naciones. De forma análoga, los criterios asumidos por una persona sobre su identidad o filiación política tienen referentes históricos (datos, personajes), fuentes ideológicas (teorías, doctrinas), datos de memoria colectiva (testimonios, controversias), recuerdos y evaluaciones de la memoria personal (enseñanzas escolares, confiablidad y contexto de las fuentes de información). En este sentido es interesante anotar que, además de estos ingredientes sociales, existen tendencias morales innatas que inclinan a las personas hacia un perfil progresista o conservador que se ven revestidas y afianzadas por las ideologías que adoptan en su devenir personal (Haidt, 2012).

Aparte de designar al sistema cognitivo de retención y recuperación de información personal, las palabras “memoria” y “memorial” se usan para referir a informes escritos en los que se expone información de algún suceso público. En este contexto, la labor de un cronista (“el relator del tiempo”) es narrar los sucesos que presencia en el orden en el que sucedieron. En su testimonio se conjuntan eventos del entorno con sus procesos subjetivos, lo cual resulta en un documento que puede cimentar parte de la historia, como sucede con la notable Historia verdadera de la conquista de la Nueva España atribuida usualmente a Bernal Díaz del Castillo.

En el contexto del memorial ha surgido el potente vocablo de desmemoria. No se trata de un olvido natural o de una falta, falla o pérdida de la memoria colectiva, sino de hechos que un gobierno o un sistema dominante pretende borrar, hechos que no quiere o no le conviene evocar ni asumir. No se trata de un olvido, pues el recuerdo está allí en las mentes y los rumores de la gente, sino de un silencio impuesto, una amenaza de callar lo que se sabe. De esta manera se coarta y obstruye el conocimiento del pasado y con ello se impide que se haga justicia a las víctimas de hechos execrables. Los ejemplos abundan, ahí están la desmemoria del franquismo sobre las atrocidades de la Guerra Civil Española que se continuó un tanto paliada en la restauración de la democracia (Díaz, 2010) o la desmemoria de la matanza de la Noche de Tlatelolco, perpetrada el 2 de octubre de 1968, durante una larga época de la hegemonía priista en México.

El malogrado pensador alemán Maurice Halbwachs (2004, 2011), discípulo de Bergson, es una referencia obligada para discernir la historia en tanto ciencia, la memoria histórica y la memoria colectiva. Este sociólogo, asesinado en el campo de concentración de Buchenwald en 1945, planteó a la memoria colectiva como una extensión de las memorias individuales, porque las personas comunican sus vivencias, las contrastan y las depuran en la arena pública, de cara a los demás. De esta forma, no sólo la memoria personal se despliega en un marco social, sino que, por su parte, la memoria colectiva impacta y moldea de diversas maneras a la memoria individual. La memoria colectiva estaría compuesta por una interacción entre las memorias individuales y los marcos sociales, concebidos éstos como construcciones y representaciones lógicas de acontecimientos y personajes que permiten encuadrar una narración identitaria para una colectividad y para sus miembros individuales. Esta colectividad extendida construye un pasado común que se transmite entre generaciones tanto de manera oral como por múltiples huellas, como son las artes literarias, plásticas, musicales y cinematográficas.

La memoria colectiva sería entonces el proceso de reconstrucción que realiza una determinada sociedad de su pasado. A diferencia de la relación difundida y oficial de hechos rescatados y cotejados en diversas fuentes, la memoria colectiva se refiere a los recuerdos que un grupo social destaca y atesora, los cuales son construidos, compartidos y transmitidos por ese grupo humano como parte crucial de su tradición y su cultura. Se podría decir que, así como la memoria personal, tanto la episódica como la semántica y la operativa, permite un auto-reconocimiento individual, la memoria colectiva, con sus datos, valoraciones, insignias, monumentos y obras de arte, permite a una sociedad reconocerse colectivamente. Como sucede con el engrama de los recuerdos episódicos y semánticos labrados en el cerebro individual, ocurre una extensión externa en los recuerdos de los otros y en las marcas de la memoria colectiva.

El citado antropólogo mexicano Roger Bartra (2014) ha propuesto una forma de cognición distribuida que denomina exocerebro porque involucra un acoplamiento interactivo entre recursos internos del cuerpo, en especial del cerebro y sus engramas de la memoria, con instancias externas de naturaleza simbólica que en su conjunto integran parte de la consciencia de sí. Ciertos datos y recuerdos significativos del individuo y las creencias más enraizadas de la colectividad resultarían procesos con dos polos, uno íntimo y subjetivo que las personas atesoran como parte de su identidad, y otro colectivo, conformado no sólo por las circunstancias ambientales y sociales que originan la experiencia, sino también por el conjunto de historias, nociones, valores, lugares, ideas, rituales, artes, símbolos, pautas de comportamiento y demás menesteres que conforman la cultura. La cognición individual tendría una asa externa y una asa interna en estrecha articulación; la primera se integraría con los memoriales ubicados en el mundo y que incluyen símbolos, artes, libros, monumentos, crónicas, conmemoraciones y demás marcas públicas, en tanto que el asa interna se integraría con las memorias individuales y sus engramas cerebrales. La neurociencia social se ha interesado en las bases cerebrales de las relaciones intersubjetivas y de la memoria colectiva. Por ejemplo, Legrand y sus colaboradores (2015) han postulado que existen esquemas de memoria que conectan los engramas del cerebro con los eventos históricos que conforman la memoria colectiva y que funcionan debido a similitudes en la codificación de información a nivel individual y a nivel social.

Si bien a primera vista la memoria personal y la disciplina de la historia tienen en común los hechos pasados, Paul Ricoeur (2004), gran filósofo y hermeneuta francés del siglo XX, señala que el recuerdo individual tiene un vínculo vivencial con el pasado que, por ser algo plenamente subjetivo e irrepetible, usualmente no se puede comprobar la veracidad de sus contenidos. La narración histórica carece de esa raíz vivencial, pero cumple en cambio con requisitos metodológicos que intentan garantizar la veracidad de los hechos referidos, en especial cuando se encuentran coincidencias entre fuentes o señas independientes. Ricoeur razona que si bien la memoria personal parece ser un evento individual y privado narrado en primera persona, aparentemente en contraste con la historia que constituye una construcción narrativa realizada por terceras personas y narrada en tercera persona, esta dicotomía no es tajante y existen diversos y significativos entrecruces. Entre ellos cabría mencionar a las narraciones de la propia vida que, recogidas de forma sistemática en documentos o entrevistas estructuradas, son utilizadas como testimonios relevantes para comprender los procesos históricos y políticos (de Garay, 2013).

Como lo hace Halbwachs, Ricoeur establece una relación dialéctica entre memoria e historia, puesto que la memoria individual puede incidir en la memoria colectiva, a la vez que ciertos fenómenos sociales ayudan a configurar la memoria de los individuos. Desde su perspectiva, la memoria colectiva es fundamental para el análisis de las temporalidades de los grupos sociales y aporta testimonios fundamentales para caracterizar a los sujetos y los procesos históricos. Además, la historia no solo se refiere a continuidades temporales o a evoluciones y relaciones de los sucesos públicos, sino a la comprensión y explicación de la naturaleza misma de los grupos sociales. Adoptando una escala temporal por demás anchurosa, Ricœur (2004) se refiere al tiempo vivido para aludir a lo que experimentan los seres humanos en su cotidianidad o diario transcurrir. A partir de esta experiencia individual plantea tres estratos sucesivos y superpuestos: (1) el nivel más elemental es el papel de la narración y la comunicación de la experiencia personal a través de la rememoración; (2) un segundo estrato aprehensible a través de un paradigma colectivo es el ingreso de la memoria narrada en la tradición y en la historia; (3) finalmente, el tercer estrato concierne a los humanos como la especie biológica que ha trascendido por decenas de miles de años e incide por herencia y tradición en la cultura.

En este contexto merece la pena evocar el sentido del término “rememoración” en Walter Benjamin, pues concierne a la tarea común de la memoria personal, la colectiva y la histórica en la recreación de un pasado en un presente (véase Wilding, 1996). En la rememoración la huella del pasado permite hacernos con las cosas en el presente porque surge una cercanía que las actualiza, independientemente de cuán lejos esté lo que se dejó atrás. Para Benjamin, la historia no solo es una ciencia, sino una forma de rememoración (Pereyra, 2018). De sus planteamientos se podría colegir que la huella de la memoria no se restringe al engrama siempre movil, ductil y feraz del cerebro, sino que anida en todo el cuerpo para permitir la modificación de la conducta que es su manifestación visible y consecuente: el cuerpo entero es archivo laborioso de la memoria.

La memoria, tanto la personal como la social, además de codificar, evocar e interpretar información temporal, llena un menester adaptativo y evolutivo: reconstruir el pasado para aprender de él y labrar un mejor futuro; recuperar y encauzar lo ya vivido para sedimentar y cristalizar el valor personal, el valor cultural y, en definitiva, el valor humano.

COLOFÓN: DOS RECORDATORIOS

En el conmovedor e inolvidable “Memorial de Tlatelolco”, sobre la matanza del 2 de octubre de 1968 en esa plaza de la Ciudad de México, Rosario Castellanos nos recuerda:

Mas he aquí que toco una llaga: es mi memoria.
Duele, luego es verdad. Sangre con sangre
y si la llamo mía traiciono a todos.
Recuerdo, recordamos.
Ésta es nuestra manera de ayudar a que amanezca
sobre tantas conciencias mancilladas,
sobre un texto iracundo, sobre una reja abierta,
sobre el rostro amparado tras la máscara.
Recuerdo, recordamos 
hasta que la justicia se siente entre nosotros.

Poco después, una escalofriante fotografía de la Guerra de Vietnam motivó este desgarrado exorto del poeta y filósofo Jaime Labastida:

…¿Recuerdas
[…] a la niña desnuda que corría
¿a dónde, así, quemada, aullante?
por la carretera? Toda ella
una lágrima? […]
¿Recuerdas? ¿Recuerdas? ¿Recuerdas?

1   Las referencias correspondientes pueden encontrarse en esta revisión (Díaz 2009) y en el capítulo sobre la memoria de un libro posterior (Díaz Gómez, 2020).

 

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