Fernando Lolas Stepke *
* Profesor Titular, Universidad de Chile y Universidad Central de Chile. Director del Centro Interdisciplinario de Estudios en Bioética de la Universidad de Chile. Miembro de Número, Academia Chilena de la Lengua, Correspondiente de la Real Academia Española. Miembro Honorario, Academia Chilena de Medicina, Academia Nacional Mexicana de Bioética y Sociedad Española de Medicina Psicosomática. Correspondiente Extranjero, Academia de Ciencias Médicas de Córdoba (Argentina). International Distinguished Fellow, American Psychiatric Association.
Recuerdo con especial afecto mi presencia en este auditorio el día 29 de septiembre de 1998, al celebrarse 20 años del Instituto Mexicano de Psiquiatría, estando aún presente su fundador y director, el recordado maestro Ramón de la Fuente (Lolas, 1999).
Él dijo en aquella ocasión “La creación del IMP tuvo como móvil elevar a la psiquiatría en nuestro país a un nivel equiparable al que habían alcanzado otras ramas de la medicina y establecer modelos y programas de interés nacional”. Agregaba que los problemas de salud mental deberían abordarse desde un triple punto de vista: las neurociencias, las ciencias sociales y la clínica. Finalizaba señalando que la rigurosidad y el compromiso con los grandes desafíos nacionales e internacionales, al contemplar el trabajo realizado en dos décadas, continuaban perfilando a la psiquiatría como la más humana de las especialidades médicas (De la Fuente, 1999).
Entonces yo era Vicerrector de Asuntos Académicos y Estudiantiles de la Universidad de Chile y había dirigido la Clínica Psiquiátrica Universitaria. Mientras realizaba investigaciones en neurociencias en Chicago y era editor de “Acta Psiquiátrica y Psicológica de América Latina” habíamos interactuado no solamente con el maestro de la Fuente sino también con Juan Ramón, su hijo, con quien llegamos a publicar algún artículo para libros de texto y la Enciclopedia Iberoamericana de Psiquiatría, que editamos Guillermo Vidal, Renato Alarcón y yo en 1995.
Cuando contemplamos lo ocurrido en estos 25 años desde esa memorable reunión no puedo sino reafirmar lo que dijera entonces su director y fundador. El IMP no solamente es una institución ejemplar en el campo de las investigaciones psiquiátricas. Es marcadora de rumbos y tendencias. La revista Salud Mental, que he acompañado desde sus comienzos, es un referente internacional de exigente cuidado editorial. Héctor Pérez-Rincón, su director, es un humanista de insobornable escrupulosidad, mirada amplia y conocimiento del oficio editorial. Ha hecho del inglés el idioma de esta revista, para mayor difusión, pero se complementa con la publicación Mente y Cultura, aporte insustituible a las interfaces entre las disciplinas del comportamiento y las Humanidades.
Nuevos desafíos se presentan. La genética, la genómica y la epigenética son parte del “armamentarium” de la investigación psiquiátrica. La epidemiología de los trastornos mentales aborda problemas sociales que afectan toda política pública en contextos como el cambio climático, la sindemia del coronavirus, el panorama político, la corrupción generalizada y la Inteligencia Aumentada o Inteligencia Artificial. Estos desarrollos son esperanza y amenaza. También tenemos el desafío de neurotecnologías invasivas y no invasivas; junto al “machine learning” y los “large language models” plantean el problema de la convergencia de tecnologías y la necesidad de regular sus posibles usos negativos en la academia, la administración y la justicia. Algunas herramientas pueden escribir “papers” e incluso inventar autores y referencias; desafían los habituales sistemas de detección de plagio. Las dificultades para reproducir resultados empíricos se incrementan con la posible manipulación o deformación de los modos expresivos de las disciplinas científicas.
Estos desarrollos exigen, junto a la especialización de la investigación de frontera, una reflexión sobre los alcances, límites y esperanzas del discurso científico. La psiquiatría se caracteriza por pluralismos, metódico y epistémico, que obligan a replantear teorías que no sólo respondan a demandas y necesidades sino también anticipen escenarios, prevengan daños, contribuyan a la libertad y la justicia y se modifiquen a tenor de contextos cambiantes.
El maestro aceptaría que la psiquiatría no es solamente una especialidad médica. Es una profesión especializada (Lolas, 2010). Es una respuesta institucionalizada a demandas sociales. Demandas son necesidades o deseos de personas y grupos, resolver los cuales produce prestigio, dinero, poder y amor a quienes ofrecen soluciones o satisfacciones. Los psiquiatras hoy deben ser generalistas en el estudio de la condición humana. Su pluralismo metódico es también pluralismo hermenéutico e instrumental. Ello replantea las relaciones entre distintos discursos que desde sus particulares perspectivas construyen y manipulan “objetos disciplinarios”.
Las disciplinas científicas y humanistas son discursos que construyen objetos disciplinarios. Los neutrones existen en el discurso de la física. Los términos científicos son polisémicos, no significan lo mismo para todos los hablantes de una lengua. El discurso especializado segrega de la masa semántica del lenguaje expresiones que se convierten en herramientas técnicas y solamente los iniciados en su uso, retórica y semántica pueden entenderlas (Barthes, 1987).
El psiquiatra, escribió el profesor de Heidelberg Hubert Tellenbach (1975), es un “camaleón metódico”. Debe usar múltiples recursos y disciplinas para arribar a la acción justa, la palabra adecuada, el tiempo apropiado y la anticipación razonable. Lo patológico es heterocronía o heterotopía, lo que debe ocurrir en la normalidad tiene lugar y tiempo diferente. Las palabras descriptivas, como las del diagnóstico, cambian según los hablantes, las circunstancias y las consecuencias de su uso.
Vuelvo a una metáfora a la que también aludí hace veinticinco años.
El bosque es un conjunto de árboles. Si contemplamos las raíces veremos que ellas se interconectan, entrelazan e influencian de modo tan estrecho que constituyen una malla. Si observamos las copas de los árboles muy próximos, observaremos que ellas, en proximidad e interrelación, constituyen también un estrato homogéneo y continuo.
Si pudiéramos ver un corte del bosque en el plano de los troncos de los árboles veríamos que cada uno está separado de los demás. Cada tronco es independiente, no tiene conexiones visibles con otros, a diferencia de las raíces y los ramajes, íntimamente entrelazados y confundidos.
Algo así ocurre con las disciplinas.
El magma original de deseos, necesidades, anhelos, esperanzas y propósitos es multiforme y universal. Todo el mundo desea felicidad, paz, bienestar. Son las raíces del bosque, el origen de pulsiones, deseos, aspiraciones. También de prejuicios, ideas preconcebidas y difusa necesidad de articular sensaciones, datos e informaciones en saberes articulados.
En el nivel de las copas de los árboles tenemos los fines. Queremos bienestar, justicia, esperanza, culminación del horizonte de expectativas que se origina en el campo de experiencias que constituyen las raíces entrelazadas en las cuales no siempre hay claridad de deseo, pero se abrigan esperanzas.
Para ligar uno y otro, el nivel de las aspiraciones y deseos y el nivel de los satisfactores y “soluciones”, ¿Qué tenemos? Caminos independientes: en nuestro bosque metafórico distintas disciplinas o discursos, que conectan, cada uno por separado, lo esperado y deseado con lo logrado. Distintas disciplinas abordan demandas sociales, las conceptualizan y definen en sus términos y arriban a conclusiones distintas según el poder de quienes hablan. Un mismo problema humano puede ser jurídico, médico, económico. Las disciplinas independientes, las profesiones diferentes, los troncos de nuestro árbol. Cada una legítima el “problema” en sus términos según su poder social. ¿Es la violencia un asunto médico, social, jurídico, económico? ¿Cómo interpretar el suicidio cuando hay explicaciones y formas de comprender disímiles históricamente desde el derecho, la medicina o la economía? La especialización extrema, saberlo todo de algo mínimo, se impone por la división del trabajo, presiones económicas y políticas de fomento de las tecnociencias. Cada disciplina interpela a quienes están familiarizados con su retórica, sus métodos y sus resultados. Aunque los desarrollos no ocurren en un vacío social, hay diferencias que precisan integración, “traducción” y renovación de propósitos.
He aquí el dilema de las ciencias del comportamiento, las humanidades y la psiquiatría. Se parte de premisas y prejuicios, concepciones sobre la naturaleza humana, obligaciones, derechos y deberes de las personas, los ambientes, la biósfera y la noósfera. Imaginamos el estado ideal y distintas disciplinas y discursos (corporizados en profesiones) conectan aspiraciones con fines. Las disciplinas son juegos de lenguaje que se ofrecen como alternativas para conectar unas con otros.
Quisiéramos miradas integradoras, holísticas que, así como velan por la salud, satisfagan deseos de dignidad, justicia y equidad. Desearíamos que la bioquímica cerebral se armonizara con especulaciones sobre espíritu y alma. Tenemos explicaciones y descripciones genéticas, bioquímicas, electrofisiológicas, sociales, económicas, políticas. Lenguajes irreductibles que se convierten en disciplinas y profesiones que aspiran a la hegemonía, entre los cuales puede haber competencia, coordinación o integración.
Cuando se comparten cometidos, hablamos de multidisciplinariedad. Cuando además se comparten contenidos y lenguaje decimos interdisciplinariedad. Y cuando a ambos, cometido y contenido, se agrega el contexto de enunciación (la palabra de los expertos) tenemos transdisciplinariedad.
Jaspers desconfiaba de una ciencia humana “total”; opera en nuestras prácticas epistémicas lo que Viktor von Weizsäcker llamaba “Drehtürprinzip”, puerta giratoria. Quien pregunta fisiológicamente recibirá respuestas fisiológicas, quien pregunte psicológicamente recibirá respuestas psicológicas, quien pregunte moralmente recibirá respuestas éticas.
Los diferentes lenguajes que usamos, los discursos que –cada uno con su forma y retórica– construyen objetos disciplinarios no siempre armonizables. De allí la dificultad de una teoría propia para la medicina y la psiquiatría. Pues son a veces sociología aplicada, bioquímica aplicada, genética aplicada o muchas cosas que modifican las expectativas sociales (Lolas, 1994).
La principal demanda de estos tiempos no es tanto perfeccionar técnicas (por cierto, deseable) ni mejorar sistemas sanitarios según el consejo de economistas y políticos. El principal desafío actual es ético. Ética es apertura al diálogo, lograr beneficios para todos los seres humanos, respetando dignidad y derechos universales. Esto implica “traducir” discursos disciplinarios, convertir expectativas y deseos en problemas formulables y solucionables no solamente desde un punto de vista sino integralmente, traducir lenguajes de oferta y de demanda a acciones concretas.
Integración supone no anular sino armonizar discursos. Considerando todos los interlocutores posibles: los pasados, los presentes, los enfermos, los expertos, los generados por algoritmos, los que anticipan el futuro, los que desean poder y ganancias. Estos discursos representan intereses sociales. El conocimiento responde a un interés y todo interés genera conocimiento, considerando que el conocimiento NO es solo información sino información estructurada y organizada por y para algún interés social.
Algunos intereses son más nobles que otros. El afán de lucro es menos valioso que la solidaridad. Promover el bien común es distinto de querer la guerra, castigar al disidente o acallar conciencias. Pero la realidad humana es multiforme, nunca totalmente mala, nunca totalmente buena.
Esto destaca la relevancia de ese juego de lenguaje que llamamos ética, la justificación lingüística de los usos morales. Precisa lo que debería ser, lo que tendría que ser según alguna concepción de lo humano, cuyo poder determina la legitimidad moral de las normas y la universalidad de los valores. Estos son “universales” que dan sentido a las acciones. El valor justicia es abstracto; cuando se aplica a situaciones concretas, se explicita en un contexto, da sentido a lo que se hace, como equidad, como igualdad, como retribución, como castigo, como premio. Entre estos universales lingüísticos y las normas de convivencia, existe un estrato intermedio, el de los principios prima facie, puente entre valores abstractos y normas concretas porque especifica aquellos y determina reglas para la aplicación de éstas.
El desafío no es el conocimiento, cada vez más commodity instrumental y maquinal o algorítmica sino el conocimiento sobre cómo usar sapiente y prudentemente el conocimiento. Esa prudencia reconoce la multiplicidad de motivaciones e intereses que constituyen las raíces de nuestro bosque metafórico. Destaca la necesidad de que los troncos, aislados unos de otros, se conecten respetando diversidades.
Este metaconocimiento, armonización, traducción e integración de discursos es lo que llamo bioética. Culminación civilizatoria del uso del diálogo (entre personas, entre discursos, entre morales) para formular y resolver dilemas sociales. Cuando no es posible resolverlos, deben disolvérselos en los superiores intereses del bien común.
El maestro de la Fuente hubiera aceptado que los principales desafíos hacia el futuro no son solamente técnicos. Son, fundamentalmente, éticos. Las profesiones son oficios éticos: significa que sus intervenciones se orientan al servicio humano, a evitar el mal y promover el bien, a actuar con justicia y respetar libertades, a definir y contextualizar la autonomía de las personas, a “traducir” los dilemas humanos a problemas formulables, explicar, comprender, describir y fundamentar modos de ser y de comportarse de personas e instituciones.
Bajo el término bioética muchas de estas preocupaciones ya cristalizaban ese año del vigésimo aniversario del IMP. Aún no se redescubría el trabajo pionero de Fritz Jahr, quien en 1927 había acuñado la expresión “imperativo bioético” (Rincic & Muzur, 2019) y los trabajos de Potter y Hellegers (Muzur & Rincic, 2019; Lolas, 1998; 2002) de los años 70 ya habían llevado a la creación de comités nacionales e internacionales que buscaban hacer factible la aspiración central de toda ética, justificar mediante la palabra aquello que debe ser y aquello que tiene que ser. No hay juego de lenguaje tan decisivo para moldear expectativas y esperanzas, examinar supuestos de las acciones y sus fines y reformular los grandes dilemas, aquellos problemas perennes cuyas soluciones crean otros problemas que a veces no se anticiparon y se constituyen en tales porque cambian los contextos sociales e institucionales y hay radicales transformaciones en las técnicas. La preocupación de aquellos pioneros era respetar la vida en todas sus formas. El impulso de algunos hizo que el término bioética se medicalizara y se centrara en problemas de salud y relaciones interpersonales (microbioética). Ello no anula la importancia de la mesobioética, relacionada con moral institucional, y la macrobioética, los dilemas de la relación con la naturaleza. Estos discursos deben considerarse integral e integradamente.
Las tecnologías, formalizaciones discursivas de las técnicas, pueden ser operativas, semióticas, dramatúrgicas o comunicativas. Conversábamos en la villa Serbelloni en Bellagio con otras personas que allí gozaban del retiro creativo y concluímos que “tools shape thought”, las herramientas determinan el pensar. Algunos piensan, como Pasteur, que solo existen la ciencia y las aplicaciones de la ciencia. Pero el pensar tecnológico tiene su propia dinámica y puede determinar problemas para la investigación fundamental. Se difumina la tradicional distinción entre lo básico y lo aplicado, y entra de modo importante la consideración económica, los intereses nacionales, la lucha por el poder.
El discurso bioético puede considerarse en la triple perspectiva de proceso social, procedimiento técnico y producto comercial y académico. Contribuye a delinear para la psiquiatría “áreas morales”, pues tanto en clínica como en investigación, en intervenciones judiciales y políticas hay papeles sociales distintos que los psiquiatras desempeñan. Reitero que la psiquiatría, más que especialidad médica, es una profesión especializada. En cada área moral hay deberes, derechos y límites (boundaries). El problema de los límites afecta a las racionalidades expertas, que conocen tanto ventajas como riesgos de las nuevas tecnologías. No me refiero solo al “machine learning” o a las neurotecnologías; también a las tecnologías “soft”, las de la empatía y la comunicación interpersonal, las de las presentaciones del self en la vida cotidiana, las de las definiciones (aún imprecisas) de qué es trastorno y qué normalidad. La razón técnica, crea tecnocracias, formas expertas de perfeccionar y perfeccionarse.
La Inteligencia Artificial o Inteligencia Ampliada, en cualquiera de sus versiones, confluye con dominación tecnológica, desde intervenciones directas sobre el sistema nervioso central (neurotecnologías) hasta manipulación del genoma (genómica instrumental) o ingeniería social (sociotecnologías). Generan desvaríos y mitos, anticipan desastres y proponen moratorias (sabemos por la historia de Asilomar que éstas no sirven) que no siempre persiguen el bien sino la protección de grupos especiales. Hay optimismos y pesimismos. Hay una curiosa deriva hacia una “inflación de derechos”. Derechos son necesidades o deseos refrendados por leyes y siempre relacionales; derechos proclamados, pero no equiparados por correlativos deberes son ilusiones. No necesitamos más cartas de derechos ni inflar las actuales listas con más derechos sino crear buenas listas de deberes que serán y son marca de humanidad. Se llega a propugnar derechos de la naturaleza a personas que ni siquiera la conocen o neuroderechos porque las células del SNC son muy importantes para el comportamiento. Así, no tardarán en aparecer “hetapoderechos” porque las células hepáticas también requieren protección, o “cardioderechos” porque la comida chatarra y la industria ponen nuestras células cardíacas en riesgo.
El discurso de los derechos humanos, que desde el siglo XVIII en carácter prescriptivo y se consagra nuevamente en el XX por declaraciones universales rimbombantes es tan usado que pierde valor. Como los billetes de banco, que se ajan y desgastan con el uso, la jerga y la doctrina de los derechos humanos son instrumentalizadas con fines contingentes y transitorios. Aparentes obligaciones, transgredidas en todas partes del mundo y en todo régimen político, hacen que este discurso tenga valor instrumental pero no reemplaza una seria consideración de las circunstancias fácticas y las realidades concretas. Por no hablar de las diferencias culturales y de la inevitable reflexión histórica que debiera preceder todo discurso sobre derechos humanos, de la Tierra o del orden natural.
Como justificación verbal de actos y conductas la ética precisa de poder. Discutir sobre valores y moral sin reflexionar sobre el poder que legitima valores, principios y normas, es como hablar sin pensar. La justificación proviene de un poder. Antes fue la religión y la doctrina jurídica. También la conveniencia económica para un grupo o nación. A veces, los mitos justifican: ser el “pueblo escogido”, la “clase privilegiada”, aceptar la “obligatoriedad de la historia”, el “destino manifiesto”, la “supremacía étnica”, todos mitos, dan peso moral a decisiones y acciones. El poder de los mitos y las creencias, como el poder de las superioridades económicas o militares, producen justificaciones, no la justificación misma, que siempre radica en las conciencias individuales. La libertad individual existe como elección entre cosmovisiones distintas, propuestas estéticas o morales, acciones apropiadas o inapropiadas. Escoger buenos fines supone, según la moralidad occidental, escoger medios adecuados. El bien y el mal no son lo conveniente o lo inconveniente. El casuismo aportó una forma de discernimiento que considera la circunstancia, lo contextualmente decisivo. La idea de un bien no siempre se acompaña de un correlativo mal y las doctrinas que suponen un Dios misericordioso y justiciero deben justificar por qué existe el mal en el mundo. El pensar dicotómico y binario nos lleva a dificultades prácticas. Incluso en las actuales discusiones sobre sexo y género. La lógica adversarial hace que quienes no están conmigo están, o podrían estar, contra mí.
La gran aportación de la mentalidad bioética, a mi juicio, es la horizontalización de la toma de decisiones conjurando principios de solidaridad humana que promueven y facilitan el diálogo que nos pide la “bifurcación de la Naturaleza” (Whitehead), las “dos culturas” (C.P. Snow) o el “mosaicismo” de las actuales sociedades conformadas por pequeños grupos de opinión y poder que se mantienen en sus burbujas gracias a la digitalización de la vida. Los ámbitos culturales, o subculturas, merecen consideración especial. Ya Max Weber, con su idea de tipos ideales, había discernido formas de vida que aun coexistiendo en espacio podían diferir en expectativas. No hay solamente dos culturas como esquemáticamente lo formuló Snow. Hay, también, la cultura estética, el pensar desde el arte concebido como la búsqueda de lo bello y grato o de lo que emociona (mueve a actos) y por cierto la cultura religiosa que apuesta por la trascendencia, por lo que no es visible ni palpable salvo por la fe.
El conocimiento de cómo usar el conocimiento para servir mejor los fines y deberes que imponer ser humano nada tiene que ver con moralinas pontificantes o el “buenismo” beato. Moralizar es perder el tiempo aconsejando y no permite aprender de los demás ni entender sus necesidades, deseos, derechos y deberes. Tampoco es productivo frasear la política en términos de lenguaje bélico y alentar “luchas” y conquistas del poder que harán mejor a la sociedad. Como decía Ortega, una rebelión corrige abusos; pero una auténtica revolución cambia usos. Se sabe cómo empiezan y terminan unas y otras, aunque confundamos las palabras. Muchas “revoluciones” no son sino rebeliones de reivindicación que agitan, permiten tomar el poder con violencia para luego recaer en usos y costumbres ancestrales.
Un paradigma bioético quizá no es la forma correcta de aludir al futuro.
Paradigma es palabra polisémica que Thomas S. Kuhn usa en diferentes formas en su obra y se refiere a un logro sin precedentes en teoría y praxis que produce una revolución conceptual en las disciplinas. Es una perspectiva internalista, como si la ciencia estuviera aislada de las comunidades que la crean o se sirven de ella (Kuhn, 2013).
En disciplinas de acciones (praxiologías y oficios éticos), cuyo valor depende de acciones bien hechas y no objetos disciplinarios construidos discursivamente, como la psiquiatría y la medicina, su fisonomía no depende solamente de lo que los expertos hacen sino de demandas sociales que satisfacen; es mejor hablar de “mentalidades”. Estas mentalidades se engarzan en la episteme propia de un tiempo y lugar que impregna todas las manifestaciones culturales (Lolas, 1996).
Así, es la mentalidad bioética la que debemos delinear, perfeccionar y ojalá cuestionar como conocimiento que permite usar el conocimiento y tomar decisiones dialógicamente basadas en la interpelación de distintos hablantes, distintos saberes y distintos intereses. Se trata no solamente de vencer o convencer. Se trata de integrar atendiendo a los superiores intereses del vivir bien, de la eudamonía, de la convivencia, de la solidaridad y la reciprocidad. No es la aplicación ingenua de un “principialismo” tosco que si bien da soluciones y puede hasta automatizarse no responde a lo esencial: anticiparse a los problemas y dilemas, formular nuevas preguntas, expandir intereses científicos, estéticos, magisteriales, humanos en general. Es un trabajo de descripción, explicación, interpretación y aplicación en el clima de multiplicidad, ambigüedad y polisemias en que nos movemos. La autoridad que fundamente valores, principios y normas ha de ser mezcla de raciocinio, creencia y pregunta, usará de mitos y prejuicios, cultivará las diferencias, pero respetará las discrepancias.
Es el camino hacia una “psiquiatría bioética”, más amplia que la psiquiatría biológica, la social o la clínica. No se basa en un ámbito o modo de tratar objetos disciplinarios sino en formas de comportamiento. Dialógicamente conformadas, sus indicaciones serán prescriptivas solamente cuando sean legítimas y no solo legales, cuando interpreten a quienes usan y generan conceptos y técnicas. Estamos hablando de determinantes bioéticos (o morales) de la salud mental, más amplios de que los determinantes sociales o biológicos.
En estos tiempos de traducción y necesidad de interpelación disciplinar, es bueno retomar la idea de las disciplinas traslacionales. Cuando en medicina y psiquiatría usamos el término solemos referirnos a pasar del laboratorio a la cama del enfermo/a y ver, según la escala, la factibilidad, la seguridad, si el conocimiento realizado bajo condiciones controladas es susceptible de ser usado en circunstancias reales, habitualmente no controlables.
Pero, así como hay medicina y psiquiatría traslacionales, equivalentes al “scaling up” de la industria y la creación de productos físicos o químicos, también debemos considerar las “humanidades traslacionales”. Traducir las intuiciones y convicciones de un modo de pensar a otro requiere, en primer lugar de prudencia, forma justa de usar el discernimiento práctico, luego de informaciones contextuales, de sensibilidad y empatía por entornos valóricos y creenciales distintos, de uso adecuado y humilde del lenguaje, porque éste determina “jerarquías epistémicas”; muchos malentendidos provienen de usar jerga especializada, o galimatías estadístico producido por máquinas, cuando bastaría la palabra justa en el momento adecuado. Las humanidades traslacionales tienen que ver con asuntos tan obvios como que el lenguaje de los derechos y la bioética son siempre locales, aunque tengan alcance universal. La “glocalización” debiera ser la guía moral para proponer políticas, diseñar estrategias e implementar acciones.
Cuando insistimos en la fundamentación dialógica de las decisiones y las prácticas –el núcleo de la mentalidad bioética– debemos considerar niveles epistémicos y su adecuada conceptualización.
Los datos en psiquiatría son de varios tipos.
Biológicos (en sentido amplio), derivados de determinaciones bioquímicas, electrofisiológicas, genéticas, imagenológicas, evolutivas. Biográficos, mediante el lenguaje que es la vía regia a la interioridad de las personas. Sociales, que consideran el contexto socioeconómico y familiar. Históricos o evolutivos, que aluden a las mutaciones en el contexto global político, económico, familiar.
Las informaciones son datos avalados por una teoría que les da sentido. Decir que hace calor es un dato. Indicar que la temperatura es de 30 grados es información. “Me siento triste” es un dato. Indagar si eso es rasgo, estado o trastorno según una praxis diagnóstica aceptada es información.
Las informaciones no son conocimiento. El conocimiento es información organizada, estructurada con vistas a un interés social. La misma información, en una publicación periodística, es un conocimiento distinto del de una publicación científica. La audiencia, la retórica, la semántica estructuran las informaciones de modo distinto. Por ende, no hay un conocimiento único y universal sino conocimientos con distintas formas de verdad o veracidad. La investigación científica no persigue verdades. Solamente certidumbres o certezas metódicamente sustentadas por una comunidad de expertos. Los “conocimientos” –como arquitecturas de información– pueden ser múltiples. Lo cual plantea el problema de las jerarquías, del valor relativo de unos y otros. Hay poder de soberanía, cuando se aceptan creencias y convicciones por simple afinidad, y poder de disciplina, cuando se respetan las normas de una comunidad epistémica particular, que define ortodoxias y heterodoxias (Foucault, 2007).
El último nivel epistémico es la sabiduría. Pero ésta es más virtud personal que logro metódico y muy pocas personas son sabias en el sentido de ponderar los distintos conocimientos y establecer jerarquías y precedencias. Ese discernimiento práctico cambia con la historia y la prudencia es el correlato de la sabiduría. Saber cómo usar el saber (en forma y tiempo adecuados) no se asegura por sistemas formativos o entornos institucionales. La “lex artis” es construcción histórica pero también logro personal de naturaleza moral.
Lo dialógico se apoya en formas de establecer y respetar jerarquías epistémicas. Hay injusticias epistémicas y hermenéuticas cuando la comunicación es arbitraria y no todas las formas de conocimiento reciben atención y respeto. Ya sea por hablantes, lenguaje o fundamentos. En psiquiatría a veces hay injusticia testimonial cuando personas en el papel social de enfermos no son respetadas en su sentir y experienciar. Los “pacientes”, decía Laín Entralgo, de repente se volvieron “impacientes” y demandaron participar en las decisiones. Los “axiogramas” (o constelaciones valóricas) de expertos y profanos debieran ser motivo de permanente examen, así como los prejuicios y las creencias referidos a raza, estrato social, nivel educacional. Pues la justicia no solamente es distributiva, también es contributiva.
Hoy día, aparte de la empatía y del escuchar, aparte del considerar el contexto socioeconómico y los determinantes sociales, necesitamos atender a los determinantes morales. Una psiquiatría basada en valores (value-based) es tan necesaria como una psiquiatría basada en pruebas (evidence-based) cuando mediante la traslación humanística podemos armonizar discursos. Y los interlocutores clásicos –pacientes, expertos en salud, familiares, amigos– tienen ahora el complemento de los algoritmos. No es de extrañar que la “algocracia”, el dominio de los algoritmos, sea una forma altamente difundida de tecnocracia. Parece representar la modernidad, la rigurosidad y la precisión, incluso individual. Pero precisión no es rigurosidad. La rigurosidad es esquiva pues toma en consideración todo aquello más allá de lo mecanístico e instrumental. La rigurosidad clínica requiere más que precisiones instrumentales. Supone experiencia y prudencia. La misteriosa frase de Heidegger “die Wissenschaft denkt nicht”, la ciencia no piensa, implica que la precisión universal e irrefutable es ciega a la individualidad. Más que la autonomía práctica, que epitomiza el bioeticismo principialista, lo que la gente desea es respeto de su individualidad, sus preferencias, su historia y sus creencias. Rigurosidad significa complementar toda precisión con las modulaciones de las diferencias individuales. Lo idiográfico versus lo nomotético.
Las asimetrías del saber son también asimetrías de poder. El conocimiento formal, que canónicamente se establece por los procesos sociales de investigación científica y acreditación profesional, sigue siendo preeminente. La irrupción de la “cibercondria”, la consulta de los profanos enfermos a las plataformas digitales cuestiona el poder profesional. Sin ser una amenaza, pues a veces hay informaciones útiles, lo que los expertos debieran asumir un papel directivo, de mentores, para que el autocuidado sea supervisado y no se convierta en fuente de perjuicios. En la máxima de no dañar también ha de incluirse la tarea de no crear falsas esperanzas ni desacreditar las creencias de una población. Ello genera pérdida de confianza, esencial para que el conocimiento formal –que es, a su vez, un conjunto de convicciones falible y modificable– siga prevaleciendo.
En el ejercicio profesional impera un sistema social de recompensas consistentes en prestigio, dinero y poder. También debe incluirse el amor o el respeto que despiertan las profesiones éticas, que tratan con vulnerabilidades humanas y que aspiran al bienestar (“wellness” más que “health”, porque esa palabra indica no solamente un bienestar presente sino un bien-ser para el futuro, a veces no ligado a la salud: la tranquilidad de un juicio justo, por ejemplo). De allí que la psiquiatría médica sea siempre asunto privado, aunque el quehacer se inserte en redes de servicios públicos. Depende de la eticidad y la conciencia de los profesionales (su actuar virtuoso). Distinta es la medicina privatizada o institucionalizada, en que tanto expertos como profanos quedan entregados a fuerzas de mercado que anteponen el lucro o la eficiencia a la dialogicidad de las decisiones compartidas (“shared decisions”), fundamentales para la legitimación de los actos preventivos o terapéuticos. La prudencia y conocimiento individual son reemplazados por protocolos y “guidelines”, lo que desmotiva a los actores sociales. Un ejemplo es el síndrome de Tomás, aquel médico de la “Insoportable levedad del ser” de Milan Kundera, desmotivado, que ejerce su oficio mecánicamente. La mecanización de lo asistencial (a veces confundida con “deshumanización”, que no es lo mismo) conduce a insatisfacciones y pérdida de eficacia. Aún una terapia inocua o no eficiente puede ser útil si renueva la esperanza y despierta deseos de colaborar en las tareas de prevención y sanación.
Hay una forma de concebir el basamento en valores que no tiene que ver con el sentido filosófico de esta palabra sino con valor en el sentido de precio. La salud o el bienestar se convierten en “commodities” transables en el mercado o utilizables como argumento de clientelismo político (que viene a ser lo mismo que el lucro, en el sentido de que despoja a los actos de su finalidad intrínseca y los hace medios para otros resultados). Parte del discurso de la salud como derecho se basa en esta instrumentalización del estar bien para servir a otros fines sociales (pecuniarios, políticos, de prestigio). Un derecho es una necesidad o un deseo legitimado por normas sociales y jurídicas. Y si bien se distingue entre derechos inalienables y derechos secundarios (o propios de una condición o situación) ocurre lo mismo que con los valores: algunos son fines y otros son medios. Una reflexión sobre esto podría conducir a que las personas sigan pensando paternalísticamente que son sujetos pasivos de derecho y que no tienen el deber de autocuidarse y trabajar por su bienestar.
Tal vez la lección positiva de la “horizontalización” del discurso bioético y la justicia epistémica y hermenéutica que supone consista en empoderar a las personas para ser partícipes de su propio destino. Lo que incluye el autocuidado, la prevención de trastornos, la evitación de situaciones patogénicas y la compartición de las decisiones. El modelo del “shared decision making” no ignora las asimetrías de conocimiento y poder que existen entre quienes poseen formación especializada y quienes no, pero el discurso final debe considerar las perspectivas y valores de quienes están involucrados en el bienestar, la felicidad y –como parte de ello– la salud y la calidad de la vida. Prueban esta tendencia las posibilidades que se ofrecen para directrices anticipadas en el ámbito de la salud mental. No se trata de que quienes están en el papel social de enfermos decidan lo que debe hacerse, mal concepto de autonomía empírica, sino de que sus preferencias sean consultadas cuando pueden racional y razonablemente aportar una preferencia para el futuro y al menos indicar lo que no desearían para ellos o sus familiares. Sin duda, la predicción se hará más precisa con las herramientas disponibles de inteligencia artificial y el uso de grandes masas de datos, pero la predictibilidad no es asunto de uniformar poblaciones; hay factores individuales o con validez limitada a grupos homogéneos de personas, que son problemáticos, especialmente en materia diagnóstica. Es una de las dificultades de una ciencia de acciones de tan feble soporte empírico como la psiquiatría, más si se practica en condiciones institucionalizadas, que limitan las decisiones individuales, ya sea por falta de recursos apropiados o por disposiciones que obligan a uniformar las prácticas.
Las respuestas deben considerar la unicidad de las personas, su irrepetible configuración biográfica y las determinaciones impuestas por el contexto en que se nace, el idioma que se habla o las perspectivas económicas. Actualmente el mundo experimenta una de las mayores migraciones masivas estimuladas por el cambio climático, las guerras, los regímenes políticos opresivos, la pobreza y el influjo de los grandes consorcios económicos. Eso significa pérdida de opciones individuales y limitación de la libertad de elección, fundamento de todo comportamiento éticamente aceptable en una sociedad equilibrada y sana. Las sociedades enfermas –si se acepta metafóricamente que las sociedades pueden enfermar– tienen regulaciones y normas patogénicas, que compete a los profesionales descubrir, analizar y en lo posible modificar. Repitamos que el poder –la posibilidad de influir en las conductas y los pensamientos y de decretar excepciones– es la fuente justificadora de toda norma. Como observaba Max Weber, la política se asocia al uso legítimo de la fuerza o la violencia, a través de permisos y prohibiciones que afectan a los ciudadanos. Legalidad no es lo mismo que legitimidad. Para que exista ésta los participantes han de concurrir solidariamente a las decisiones. Solidaridad tanto horizontal, entre pares, o vertical, entre gobernantes y gobernados, como indicaba Emile Durkheim. La desviación o el trastorno, tanto en su definición como en su corrección, tiene un componente moral, entender el cual es el gran desafío de toda ciencia, incluso aquellas que parecen no afectar directamente a las personas.
1 Conferencia pronunciada en el Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente Muñiz dentro de la XXXVIII Reunión Anual de Investigadores, el 4 de octubre de 2023.
REFERENCIAS
Barthes, R. (1987). El susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós.
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