José Luis Díaz Gómez
Departamento de Historia y Filosofía de la Medicna, Facultad de Medicina, UNAM y Academia Mexicana de la Lengua
Emprendo el camino de explorar algunos factores psicobiológicos que existen entre la conciencia que una persona tiene de sí misma (autoconciencia) y la conciencia que tiene de los demás (alteridad) escrutando el pronombre impersonal uno y sus sugerentes implicaciones en referencia a los vínculos cognitivos del yo con el tú.
El compositor porteño Enrique Santos Discépolo, autor de Cambalache, Yira yira y Malevaje, presentó en 1943 otro tango emblemático e indispensable, titulado secamente “Uno”, con música impetuosa de Marianito Mores. Aquí, el “poeta del tango” no sólo expresa un desgarrado despecho amoroso, sino que lo generaliza con el lacónico y dilatado pronombre del título, ese uno que se refiere a sí mismo, a usted, a mí y a los demás; el uno que somos todos:
Unobusca lleno de esperanzas
el camino que los sueños
prometieron a sus ansias...
Sabe que la lucha es cruel y es mucha
pero lucha y se desangra
por la fe que lo empecina.
Unova arrastrandose entre espinas
y en su afan de dar su amor
sufre y se destroza hasta entender
que uno se ha quedao sin corazón.
La amarga voz, que resuena con el timbre lunfardo de Hugo del Carril, de Julio Sosa o de Carlos Gardel sentencia a la vida como una travesía ardua y tenaz en busca del amor, pero fatalmente condenada al fracaso, a la desilusión advertimps queoledad: “uno está tan sólo en su dolor/ uno está tan ciego en su penar.” Cincuenta años más tarde, en 1995, la funesta ruptura del corazón por una pasión malograda fue desmentida, con menor trascendencia desde luego, en la cadencia tropical “Uno se cura”, de Raulín Rosendo que marca la brecha de tiempo y estilo entre el desgarrado tango rioplatense y la bullanguera salsa dominicana, en la cual se afirma que, en efecto, uno padece y desfallece…¡snif!… pero se cura:
Unose cura
Yo te juro, amigo mío, que uno se cura
Unocae y se lastima, se destruye y se calcina
Se deprime y se aniquila, se atormenta sin medida
Pero se cura
Es así que el pronombre uno se emplea en el habla coloquial para comprender, implicar y considerar a cualquier persona mediante un disfraz léxico que, como toda máscara, resulta engañoso, pues el yo brilla por su ausencia en ese uno que vocea un hablante para referirse de manera despersonalizada a sí mismo y a los otros. Este uno genérico es un yo solapado que profiere el pronombre impersonal como una asimilación colectiva para expresar apelaciones con las que cualquiera debiera estar de acuerdo: uno debe aprender de sus errores. De esta manera, por su tono generalizador, este pronombre indefinido es idóneo para formular refranes tan reputados y sentenciosos como los siguienes: uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde;uno no sabe para quién trabaja; a todo se acostumbrauno, menos a no comer;uno propone y Dios dispone. También se presta para plasmar sentencias de la propia cosecha, como esta de Jaime Gil de Biedma, poeta pesimista de la generación española del 50: “Que la vida iba en serio/ uno lo empieza a comprender más tarde/ como todos los jóvenes yo vine/ a llevarme la vida por delante.”
Aparte del uso canónico del uno cuando se refiere solapadamente al “yo”, uno también puede designar al prototipo de sujetos en los que el interlocutor está incluido, o bien en donde ambos, hablante y oyente, estarán de acuerdo pues uno debe ser consciente de lo que dice yuno debe saber cuándo callarse. En el diálogo, el uno declarado se coloca en el lugar del otro implicado (yo como tú) y al mismo tiempo proyecta una dilución o una incoporación de la propia identidad en la multitud (yo como todos). De esta forma, el uno permite al hablante generalizar su experiencia puntual o su situación hipotética para hacer una deducción totalizadora que aplica a los demás, o cuando menos a la gente comouno.
A diferencia del sentido generalizador del pronombre indefinido, en ciertos contextos lingüísticos y de conducta el uno puede ser auto-referencial y aludir sólo al hablante, como en cargarle auno el muerto, o en estáuno asqueado de la política. Usualmente confirmamos que uno se usa para indicar a la persona que habla, pero sin revelar su identidad, ni externar sus rasgos, excepto por el género porque, cuando una mujer conversa, expresa el prenombre en femenino: ¡se enterauna de cada cosa!;una ya no está para estos trotes.
En su tesis doctoral de filología, Marta León-Castro (2012) distingue dos objetivos del pronombre uno: encumbrimiento y generalización. En el encubrimiento, el hablante parece buscar un acuerdo o una aceptación por parte de su interlocutor, o bien protegerse de posibles críticas y pasar un tanto desapercibido. El pronombre se usa como una alusión cortés o indirecta a uno mismo para evitar, encubrir o desenfocar el sentido usualmente presuntuoso del yo. En cambio, en la generalización el hablante expresa una verdad con la que cualquiera puede identificarse, a veces con un sesgo crítico o irónico: hoy en díauna se viste como le da la gana. Ahora bien, la referencia del uno no está dada exclusivamente por la gramática o la sintaxis, sino que se especifica por el contexto extralingüístico de las circunstancias, las acciones y los elementos de la interacción y el entorno donde surge el pronombre uno. En efecto, con base en un extenso análisis de discursos naturales y conversaciones recogidas, Marie Rasson (2016) de la Universidad Complutense de Madrid, y Bernardo Pérez Álvarez junto con R. M. Alanís Torres (2023) de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo encuentran mayor frecuencia del uno pronominal en conversaciones uno a uno que conllevan mayor intersubjetividad, lo cual confirma que es un recurso fundamentalmente oral e interactivo. En estos estudios ha quedado claro que el uno se usa más en encuentros cara a cara que en medios escritos y, dentro de estos, más en la ficción que en escritos académicos, donde casi no aparece, excepto si un texto, como el presente, trata del pronombre uno.
Si bien los pronombres personales como yo, mí o mío son marcas del lenguaje alusivas a la subjetividad, el impersonaluno es la marca lingüística más contundente de autoconciencia y de alteridad intersubjetiva, porque al proferirla el hablante se refiere a sí mismo de manera indirecta e impersonal, como si vislumbrara su propia figura de soslayo entre dos espejos. Además, advertimos que el pronombre uno es a la vez autorreferencial, porque señala a quien la profiere, y heterorreferencial, porque alude a los demás, como si en cada uno de nosotros hubiera un principio común de humanidad, o al menos de los miembros de la lengua que hablamos y de la cultura que nos alberga. Esto es cierto en la medida que uno es un ejemplar de esta especie de criaturas terrestres, bípedas, gregarias, encefalizadas, autoconscientes, deseosas y capaces de descifrar y vocear la unidad y la variedad de sus miembros, pues el pronombre uno se refiere a sí mismo como visto por el otro y al otro como a uno mismo: uno y otro vienen a coincidir en el nosotros.
Pasemos ahora de la gramática a la aritmética, pero a una aritmética con aroma semántico. La voz pronominal uno procede directamente del latín clásico unus, el primer número natural, representado en la iconografía indo-arábiga por un glifo vertical y solitario (“1”) usualmente rematado arriba por un copete o serif y abajo por una pequeña plataforma, apariencia que podría evocar a una figura humana erguida sobre sus pies y vista a lo lejos. El numeral uno es el primero de los números enteros y tiene la característica de ser único y sin par, lo cual viene a coincidir con el concepto de persona como entidad humana singular, pues no hay nadie más igual a uno. Notemos así que el numeral uno y la noción de singularidad como sello distintivo de cada persona tienen un mismo significante: la identidad. En efecto, la unidad conformada por el número uno es un elemento de identidad porque cualquier número multiplicado por uno permanece siendo el mismo (a × 1 = a). Observemos entonces que el número uno es factor común de todos los números y el pronombre uno es factor común de todas las personas.
Otro factor común del pronombre uno y del numeral 1 es la “unidad”, definida escuetamente por el diccionario de la RAE como la propiedad de todo ser, en virtud de la cual este no puede dividirse sin que su esencia se destruya o altere. Esto se refiere al peculiar y singular estado de ser uno. Resuena aquí la definición minimalista de persona como una “unidad bio-psico-social”, donde la clave es la unidad de tres factores en uno. Como se puede ver, la noción matemática del numeral uno y la noción lingüística del pronombre uno tienen el mismo aire cognitivo: un ente singular, a la vez diferente y semejante a otros de su clase, lo cual expresa apropiadamente el principio de variedad en la teoría darwiniana. Esta semántica de doble faz, gramatical y aritmética, revela al uno pronombre y al uno numeral como conceptos gemelos que impregnan la noción que tiene la persona de sí misma y colige en semejanza y diferencia con las demás.
Al examinar las tesis humanistas expresadas por Bartolomé de las Casas a mediados del siglo XVI para aseverar la capacidad intelectual y religiosa de los indígenas americanos como seres humanos verdaderos y legítimos, el historiador Lewis Hanke (1974) las sintetiza en el vibrante título de su libro “All mankind is one” traducido literalmente como “La humanidad es una”, pero que admite una versión complementaria, acaso más honda y comprometida: “Uno es todo el género humano”. Esta noción recuerda el célebre reconocimiento de Publio Terencio el Africano “soy humano, nada humano me es ajeno” que Miguel de Unamuno fielmente reformuló como “soy hombre, a ningún hombre estimo extraño”.
En la expresión fraternal y festiva de ¡todos parauno yuno para todos!, uno llegó a ser pronombre de solidaridad, reciprocidad y auxilio mutuo en la masonería, en el juramento de los mosqueteros de Alejandro Dumas y en el lema no oficial de Suiza.
La liga entre la conciencia que un sujeto posee de sí mismo y la que atribuye y comparte con los otros fue profundamente examinada durante el siglo XX en la tradición fenomenológica y existencial de la filosofía europea. Los términos de “otredad” o “alteridad” se aplicaron en esta escuela a la representación que una persona llega a adquirir sobre sus prójimos y se manifiesta en las conductas que emprende y las relaciones que establece con ellos. Para aproximarnos a este trascendente concepto, visitaré brevemente a tres pensadores europeos del siglo pasado que aportaron reflexiones imprescindibles en referencia a la alteridad y su relación con la autoconciencia; se trata del judío austriaco Martin Buber, el pensador franco lituano Emmanuel Lévinas y el filósofo francés Paul Ricœur.
El pensamiento humanista de Martin Buber (1878-1965) se ha denominado filosofía del diálogo o del yo-tú porque este filósofo y teólogo no concebía un yo separado, sino siempre en relación con un prójimo, con el tú. En Yo y tú de Buber (1923), propuso que la alteridad presenta tres facetas: (1) el tú como persona concreta, la representación que un sujeto hace de un prójimo, establecida fundamentalmente a través del diálogo, (2) el tú en referencia a los objetos que adquieren significancia para el sujeto y (3) el Tú reverente: la relación que un creyente establece con lo sagrado a través de su deidad, ese Otro por antonomasia. Estas formas de relación con un otro hacen que el yo nunca se encuentre sólo, aunque en muchos momentos la persona pueda estar sin compañía. Si bien la relación interpersonal se basa en una personificación del otro, para que se desarrollen los lazos y las acciones de comprensión, apoyo y compromiso, es necesario que se establezca confianza. De esta forma Buber establece una ética del amor basada en una relación auténtica entre personas y afirma que, cuando cumple con requisitos de mutualidad y confianza, la relación yo-tú es, de hecho, generadora del yo. Interpreto esta idea en el sentido de que la autoconciencia personal requiere de alteridad y mutualidad para alcanzar una disposición acabada. En este mismo sentido, el pensador español Juan Arnau (2022) recapitula el pensamiento de Buber así: “La soledad es falaz, sin el otro no es posible realizarse; la vida real del yo es el encuentro con el tú.”
Por su parte, el filósofo Emmanuel Lévinas (1906-1995) califica de inmediatez al encuentro cara a cara por medio del cual el otro se nos presenta de forma real, directa y contundente. La alteridad no sólo involucra la atribución de estados mentales a los otros, sino también la aptitud y disposición para ponerse en el lugar del prójimo en una experiencia de empatía (Lévinas, 1993). En este pensador hay otra reflexión sobre la alteridad que resulta vigente en términos de las ciencias cognitivas y es la que se refiere al rostro, porque la cara del prójimo se presenta como una alteridad específica y concreta. Esto quiere decir que la fisonomía no sólo manifiesta de manera rotunda la identidad de alguien por su aspecto, sino también como manifestación de su ánimo, porque la subjetividad o la interioridad del otro se revelan y descubren en su semblante, tanto en los rasgos que lo identifican, como por los gestos y las voces que expresan sus emociones, actitudes, intenciones y otros estados internos. La investigación contemporánea sobre la expresión de la emoción en el gesto facial y en la voz otorgan una validez empírica a esa inmediatez presencial del otro (Díaz, 2007, capítulos V y VI). Además del rostro y sus expresiones, se debe subrayar que la voz humana constituye una encarnación del self en el espacio social, porque el sonido emanado de su sistema fonador no sólo identifica a un emisor, sino que contribuye a la percepción, la expresión y el intercambio de estados subjetivos entre personas (Sidtis y Kreiman, 2012). Como lo afirmaba el filósofo hispano-mexicano Eduardo Nicol (1957), el logos es la voz.
Varios analistas coinciden en calificar la postura de Lévinas sobre la alteridad como una ética fundamental en el sentido de que el yo no sólo se define en similitud y oposición con el tú o con el otro, sino “para-con-el-otro” una vez establecido el vínculo (Urabayen, 2011). Esta concepción de ser para y con el otro está explícita en el Dasein de Heiddeger, ese “estar allí” en un mundo compartido. Lejos de ubicarse de manera lejana o pasiva, el sujeto responde ante la presencia y el ser del otro que encuentra. La relación mutua entre agentes morales es el fundamento de una experiencia del otro que orilla al agente responsable a comportarse éticamente. Esta relación obligada no sólo se erige por la interacción entre las subjetividades de dos personas, sino por la red intersubjetiva de todos los sujetos que conviven en intercomunicación.
Por su parte, Paul Ricœur (1913-2005) considera que el significado del ser, término tan central como opaco y polémico de la metafísica, no implica una esencia separada y única de cada individuo (que en inglés se refiere como self), pues se gesta en relación obligada con los congéneres. Para este destacado fenomenólogo y hermeneuta francés, el sentido de ser uno mismo como individuo único y diferente constituye la ipsiedad o la mismidad, pero ésta implica obligadamente a la otredad: uno no puede definirse sin el otro. Ipsiedad deriva de ipse (uno mismo en griego): la condición de ser el mismo individuo en diversos tiempos y espacios. En su libro titulado “Si mismo como otro” (cuyo original en francés se publicó en 1990 y la traducción al castellano por Agustín Neira Calvo para Siglo XXI en 1996), Ricœur sostiene que, si bien la alteridad pertenece a la constitución ontológica de la ipsiedad, esta íntima relación del yo con el tú no surge del sentir propioceptivo, pues cada persona siente directamente su cuerpo, pero no el cuerpo ajeno, ni siquiera en el acto de amor. Además, una persona puede reclamar la pertenencia y la responsabilidad de sus actos en el mundo, pero no es responsable de las acciones ajenas. En vista de esta corporalidad tan individual y particular, ¿cómo sostener que se encuentren vinculadas de forma tan estrecha la identidad propia y la conciencia de los otros, es decir la autoconciencia y la alteridad?
Uno de los argumentos que ofrece Ricœur al respecto se basa en el sufrimiento porque, si bien sufrir es algo subjetivo y personal, lo comparten los seres humanos de múltiples maneras, sea porque parte del sufrimiento humano es resultado de acciones humanas, sea porque el sujeto siente dolor empático cuando ve sufrir a sus allegados, o porque, a través del dolor y del tacto, su cuerpo intercede y tercia entre la intimidad del yo y la exterioridad del mundo (Ricœur, 1996, p. 357). Entonces, la relación necesaria del yo con el tú incluye a la corporalidad no en el sentido que uno sienta el cuerpo ajeno como siente el propio, sino porque debe tener una noción mimética de la corporalidad ajena para llegar a conceptualizar y sentir al otro. Mi cuerpo es un cuerpo a los ojos de los otros y el de ellos es un cuerpo ante los míos: el cuerpo es naturaleza común de todos los seres humanos y esta naturaleza biológica también es social no sólo porque está entretejida en una red de intersubjetividades, sino de intercorporalidades, término que Cladakis (2000) deriva de la filosofía de Merleau Ponty. La persona construye su identidad personal en el seno de una comunidad, la que, a su vez, brinda singularidad a la persona (Souroujon, 2011).
Por otro lado, Ricœur afirma que el ego origina un alter ego definido por el contundente sentir y constante comprobar que los demás son otros como yo: el Otro es alguien que, como yo, dice “yo”. Ocurre un apareamiento entre el ego y el alter ego para constituir la intersubjetividad, pues se requiere tener una idea de que algo propio se identifica y se contrasta con el otro. Ésta sería la base misma de la ética como la concibe el pensador francés: ese “vivir bien con y para otro en instituciones justas.” Una vez más asoma la relación que tiene la autoconciencia con la conciencia ajena a través de la ética.
Una contribución amplia y detallada sobre la otredad es Teoría y realidad del otro, del médico español Pedro Laín Entralgo (1988) quien había evolucionado desde un falangismo inicial a posiciones liberales posteriores en el marco de una hermenéutica. El autor recorre el desarrollo del concepto de la otredad desde sus elementos intuitivos, hasta formas diversas de su tratamiento, en particular la reflexión ética, la valoración de la diferencia, el encuentro y la comunicación entre seres humanos y la relación médico-paciente. En su enfoque destaca la relevancia de la otredad para la construcción de una vida en común.
Algunas investigaciones empíricas han abordado esta dualidad unificada del yo y el tú, o de la conciencia de sí y del otro como caras de una misma moneda. A guisa de ejemplos menciono brevemente tres aproximaciones de las ciencias cognitivas: (1) el rol de la cognición social en la adquisición del yo individual en infantes colocados ante el espejo y ante fotografías de otros infantes (Lewis y Brooks-Gunn, 1979); (2) el ser individual (el self) se gesta por interacciones y relaciones interpersonales de diferenciación y participación (Kyselo, 2014); (3) la relación de la autoconciencia con la alteridad cuidadosamente analizada por Dan Zahavi, fenomenólogo danés contemporáneo que ha profundizado en el vínculo entre una voluntad extendida y la cognición social, destacando que la relación yo-tú hace posible la intencionalidad colectiva (Zahavi, 2014).
El trabajo inaugural sobre lo que ahora se conoce como teoría de la mente fue un estudio clásico de David Premack y Guy Woodruff, dos psicólogos experimentales de formación conductista interesados en demostrar las capacidades cognitivas de los simios a traves del análisis de su comportamiento en situaciones experimentales. El artículo apareció en 1978 con el provocador título de Does the chimpanzee have a theory of mind? (¿Tiene el chimpancé una teoría de la mente?) En este estudio se mostraban a chimpancés escenas en video de humanos lidiando con problemas sencillos como alcanzar un objeto distante o complicados como salir de una jaula cerrada con candado. Al finalizar la proyección se presentaban a los simios fotos o imágenes entre las que estaba la solución al problema, como podría ser un bastón para alcanzar el objeto o la llave del candado para abrir la puerta de la jaula. Dado que los chimpancés eligieron de forma correcta la imagen propia de la solución, los autores consideraron que los simios habían comprendido la intención de los personajes enfrentados a estos problemas y eligieron las alternativas correspondientes a su propósito. Para lograr esto se requería que los simios contaran con conceptos implícitos en una “teoría de la mente”, lo cual dio inicio a una fértil discusión sobre la estructura y los mecanismos de tal teoría.
Adivinar, inferir y comprender las emociones, creencias o intenciones de los demás es una capacidad de cognición social especialmente desarrollada en los humanos. A partir del trabajo de Premack y Woodruff, en las ciencias cognitivas se conoce a esta facultad como teoría de la mente (Saxe, 2006). La expresión puede parecer extraña, pues ligamos a la palabra “teoría” con un razonamiento explicativo, pero tiene razón de ser, porque, para poder colegir lo que otros piensan y sienten, el ser humano va conformando un sistema conceptual tácito sobre qué esperar de los demás y por el cual se les atribuyen estados mentales.
Se han debatido largamente dos explicaciones de la capacidad humana para suponer y adjudicar estados mentales a los otros (Röska-Hardy, 2009; Zilber, 2017). Una de ellas se denomina “teoría-teoría” y esta asume que existe una disposición o representación psicológica supuestamente innata y basada en el sentido común que establece relaciones causales entre estímulos del entorno, estados mentales y comportamientos. La otra explicación se basa en la simulación y postula que la atribución de estados mentales es producto de asignar a otros los recursos afectivos y cognitivos de uno mismo para explicar el comportamiento del prójimo sin la necesidad de una teoría tácita. El observador genera predicciones basadas en haber registrado y comprendido las apariencias, las actitudes, la conducta y la expresión verbal de uno mismo para entonces atribuirlas a los otros o, como dice el dicho, para “ponerse en sus zapatos.” Esta experiencia es necesaria para predecir lo que el otro piensa o es probable que haga, y para alcanzar la empatía –sentir lo que el otro siente– y, como secuela de ésta, para llegar a sentir compasión cuando sufre, es decir: el apremio de abolir su pena y desventura (Mercadillo, 2013).
La habilidad humana para identificar las creencias o motivaciones de otros que expliquen o predigan su conducta se ha estudiado por la psicología experimental y cognitiva mediante el uso de personajes actuados o filmados en situaciones que el participante en el experimento deberá identificar. De esta manera una prueba de creencia falsa consiste en ver si un humano, usualmente en diversos momentos de la infancia, es capaz de predecir la conducta de un personaje que actúa por una creencia errónea. Una larga serie de investigaciones empíricas indica que varias formas de leer la mente ajena puede ser un proceso automático que no se ve afectado por los estados mentales de los participantes (Pascarelli et al., 2024).
La aproximación teórica y metodológica a la teoría de la mente difiere entre disciplinas. Por ejemplo, la neurociencia social está interesada en las zonas del cerebro involucradas o “encargadas” de la atribución, mientras que la psicología cognitiva y del desarrollo se preocupa por analizar cómo y cuándo se adquiere esa facultad. En referencia a la neurociencia social, hay docenas de experimentos que analizan como se implementa en el cerebro la capacidad para atribuir estados mentales a los otros y a uno mismo. Si bien los diseños experimentales para evocar la atribución difieren, los resultados suelen tener en común la activación de una red neuronal del cerebro que incluye a la corteza medial prefrontal, el cíngulo posterior, la unión temporo-parietal y la cicunvolución posterior del lóbulo temporal (Frith y Frith, 1999; Carrington y Bailey, 2009). Dado que estas áreas son requeridas en diversas actividades cognitivas, no está claro su rol específico en la teoría de la mente. Es factible que esta compleja función se logre por las interacciones de estas regiones con otros sistemas cerebrales, que se activan según las demandas de la tarea en proceso (Gallagher, 2013). Por ejemplo, observar experiencias de dolor físico en personas allegadas activa varias partes de la matriz del dolor en el cerebro de quien observa (Cheng et al., 2010), lo cual sugiere que un sujeto siente verdadero dolor empático al ver sufrir a alguien querido. Sin embargo, este resultado es compatible con las dos opciones en disputa y la tendencia actual es la de considerar que hay componentes innatos y adquiridos en la capacidad de atribuir estados mentales a los otros y que esta tiene una relación estrecha con la conciencia de uno mismo, como veremos ahora.
La facultad para atribuir estados mentales a los demás tiene un vínculo necesario con la aptitud para reconocer los estados mentales propios, es decir, con la autoconciencia. Ya en 1983 Nicholas Humphrey, prolífico y agudo psicólogo británico, propuso que atribuir estados mentales y experiencias a otros durante la hominización fue uno de los orígenes de la autoconciencia. Esta capacidad habría hecho de aquellos ancestros “psicólogos naturales” en el sentido de que las capacidades de evaluación de la mente propia y la ajena fueron cada vez más necesarias para convivir, cooperar y trabajar en grupo. De esta manera, la autoconciencia se habría facilitado o incluso disparado en circunstancias sociales cada vez más demandantes, un nicho cognitivo que favorecería ganancias encefálicas y del conocimiento de uno mismo. En su estilo claro y directo Humphrey lo pone de esta manera:
La solución que la Naturaleza dio a este problema (el de predecir el comportamiento ajeno) fue la de dar a cada miembro de la especie humana tanto la inclinación como el poderpara usar la privilegiada representación de sí mismo como modelo de que se siente ser otra persona. (Humphrey, 1983, p. 6, traducción mía; cursivas suyas)
La noción afín de “nicho cognitivo” se debe al psicólogo Steven Pinker de la Universidad de Harvard (2010) y, de acuerdo con Wolfgang Prinz (2017), este entorno favorecería ganancias encefálicas y conocimiento de sí mismo. La investigadora francesa de la metacognición, Joëlle Proust (2014), ha detallado que una conversación entre dos personas constituye un ejemplo corriente y palmario de la manera como la conciencia de uno mismo y la del otro se entrelazan. En un diálogo normal los agentes que interactúan cara a cara toman el rol de hablantes y de escuchas alternadamente, aunque con frecuencia se interrumpen o a veces hablan al mismo tiempo. Para comunicarse y darse a entender, los interlocutores monitorean tanto sus propios procesos cognitivos como los de la otra persona y, al evaluar la expresión verbal y no verbal del otro, toman decisiones sobre la marcha sobre que decir, de que manera y cuándo hacerlo. Estas operaciones no se emprenden del todo deliberadamente, pues el intercambio es muy rápido, de tal forma que Proust infiere que los códigos y compases de la conversación deben ser reglas metacognitivas porque son normas implícitas de procedimiento, conformadas por certezas y estrategias seleccionadas y depuradas en la práctica cognitiva y en la práctica social.
Hay evidencias de que la autoreflexión y la adscripción de actividades mentales a otros involucran regiones distintas del cerebro (Vogeley et al., 2001), sin embargo son funciones fuertemente ligadas. Un grupo de psicoterapeutas cognitivos italianos ha encontrado que el grado de auto-reflexión y la memoria autobiográfica desarrollados por una persona influyen sobre su capacidad para inferir y conceptualizar el pensamiento y las emociones ajenas (Dimaggio et al., 2008). Es muy posible que el proceso inverso también funcione y que la capacidad de “leer la mente” ajena facilite la introspección.
La noción de leer la mente ajena (mindreading en inglés) ha sido objeto de atención y análisis no sólo para la ciencia (Nichols y Stich, 2003). Hay evidencias crecientes de que la lectura de novelas y cuentos ficcionales que exploran la personalidad, el comportamiento y la vida mental de diversos personajes en una trama inventada facilita las funciones de reflexión y de atribución de estados mentales. En su estupendo libro sobre Leer la mente el escritor y pensador mexicano Jorge Volpi (2011) hace un vigoroso y entretenido recuento del efecto que tiene leer ficción sobre la capacidad de juicio del lector en referencia a sí mismo y a los demás. Leer ficción es una experiencia que coloca virtualmente al lector en la piel de diversos personajes y constituye un ensayo literal de empatía, atribución y examen de la mente ajena. Además, la cuidadosa revisión que realiza Volpi de estas facultades en términos cognoscitivos y de neurociencia es pertinente para demostrar la enorme utilidad que tiene el leer ficción en téminos de la otredad. Dice el autor en la página 25:
Leer una novela o un cuento no es una actividad inocua: desde el momento en que nuestras neuronas nos hacen reconocernos en los personajes de ficción — y apoderarnos así de sus conflictos, sus problemas, sus decisiones, su felicidad o su desgracia — comenzamos a ser otros.
La lectura de la mente dista de ser precisa y se ha generado el concepto de expectativas de lectura mental en el contexto de las relaciones de pareja cuando alguno de los miembros de esta diada tiene la expectativa indebida de que el otro sepa o debe saber lo que ocurre en su mente. Cuando esto no ocurre, se suele tomar como una falta de empatía y es causa de distanciamiento (Wright y Roloff, 2015).
Veremos ahora con mayor cuidado que la atribución de estados y procesos mentales a otros individuos es un rasgo enraizado en la evolución y en ciertas funciones cerebrales que permiten su aprendizaje y desarrollo durante el crecimiento y maduración de los individuos de especies sociales, en particular de la humana. En efecto, inferir la mente ajena implica y requiere del conocimiento tácito y de los propios procesos corporales y mentales: la conciencia de los otros y la de uno mismo son facultades interdependientes y tienen raíces tanto evolutivas como aprendidas.
En los 1980s empezaron a aparecer estudios sobre comunicación animal que permitían atribuir facultades mentales a varias especies porque muchas conductas registradas no se ajustaban a los actos de agresión, huida, cortejo, reproducción o crianza usualmente considerados por la etología clásica como “instintivos” y, en algún sentido, automáticos. La observación prolongada, minuciosa y sistemática de actos estratégicos emitidos en contextos naturales entre miembros identificados de especies sociales convenció a diversos investigadores de que existen formas de conciencia animal. No sólo la capacidad para detectar y reconocer individuos, roles y rangos, sino el empleo de tácticas para adquirir o fortalecer acceso a recursos vitales, a posibilidades reproductivas o a situaciones protegidas permitieron tal inferencia y el surgimiento de una etología cognitiva (Díaz, 1994).
En 1988 Richard Byrne y Andrew Whiten recopilaron abundantes registros anecdóticos de que varias especies animales dotadas de cerebros avanzados, como es el caso de los simios, realizan acciones engañosas que implican una teoría de la mente y una conciencia de los otros. El llamado engaño táctico por estos autores está conformado por actos del repertorio conductual ejecutados de manera que otro individuo malinterprete el sentido de la acción y realice una respuesta errónea que aventaje al emisor de la conducta. En un desarrollo posterior, estos investigadores escoceses definieron a una conducta animal como “maquiavélica” cuando el individuo muestra tener como meta desorientar o embaucar a otro y parece entender lo que origina (Byrne y Whiten, 1992).
En el léxico cotidiano, un engaño intencional es propiamente llamado mentira y, para que pueda considerarse como tal, se requieren tres condiciones: (1) tener conciencia de los otros, (2) tomar decisiones para actuar engañosamente y (3) poseer la noción de que se infringe una regla moral. Aunque no se puede saber si las elaboradas tácticas observadas en los primates cumplen cabalmente estos tres requisitos, en particular el tercero, las evidencias apuntan a que la conciencia de los otros y la táctica de engaño son rasgos de antiguas raices evolutivas y plantean preguntas de gran interés respecto a la conciencia de sí en referencia a la conciencia de los otros.
Además de los tres requerimientos señalados, para mentir es necesario emplear diversas y complejas funciones cognitivas, como valorar el riesgo de ser detectado, recordar las respuestas ofrecidas previamente, inhibir la tendencia a decir a verdad y elegir la estrategia más apropiada de expresión de acuerdo con muchas circunstancias. De esta forma, si bien se ha mostrado repetidamente una mayor activación de la corteza prefrontal en comparación con decir la verdad, esta función nerviosa no debe ser la única base cerebral del engaño. Varios grupos de trabajo han propuesto que estas características de alta carga cognitiva requieren de una amplia red moduladora del engaño que involucra memoria de trabajo, inhibición de respuestas, sostén de la atencióm, cálculo de probabilidades y elección de estrategias entre otras funciones (véase la revisión de Jiang et al, 2015).
Durante unos registros neurofisiológicos realizados en neuronas motoras del cerebro de macacos Rhesus, el equipo de Giacomo Rizzolatti en la Universidad de Parma descubrió a fines del siglo pasado que ciertas neuronas se activaban cuando el animal realizaba un movimiento definido y que las mismas neuronas también disparaban cuando el animal veía a otro individuo realizar el mismo movimiento (Rizzolatti y Raighero, 2004). Éste fue un hallazgo importante y aun revolucionario para la neurociencia porque demostró que una misma neurona puede ejercer labores tanto motoras como sensoriales, pues se activa cuando el individuo realiza un movimiento (función motora) y al ver a otro realizar ese mismo movimiento (función sensorial). El descubrimiento de estas “neuronas espejo” y de otras que se activan con el reconocimiento de individuos particulares (Quian Quiroga y Kreiman, 2010) constituyen hallazgos clave en referencia a la alteridad pues sugieren que existen neuronas y posiblemente redes o sistemas neuronales involucrados en la representación de los otros y de sus actos.
A raíz de estos hallazgos han ocurrido especulaciones de que las neuronas espejo son responsables de la teoría de la mente, de las experiencias de empatía, de compasión y de la conciencia moral en general, pero esto no se puede afirmar con suficiente certeza. Al parecer ha ocurrido una sobrevaloración de las funciones de las neuronas espejo y es necesario revisar críticamente los datos de las investigaciones sobre estas células para evaluar si las inferencias mencionadas tienen un fundamento verosímil. Por el momento, lo más prudente es considerar que las redes de estas neuronas formen parte de un sistema de reconocimiento de acciones realizadas por otros y que tengan un referente inmediato a las acciones propias. Si este es el caso, estas redes podrían ser componentes importantes de la percepción del movimiento propio y del ajeno y, con ello, de la identidad de uno mismo y de los otros.
Es probable que estos sistemas neuronales necesarios para implementar las representaciones de uno mismo y de los otros sean cruciales en la vida social. En un artículo ingeniosamente intitulado “a través del espejo” (en clara alusión al País de las Maravillas de Lewis Carroll), los descubridores de las neuronas espejo proponen un mecanismo especular para el sentido de uno mismo y el de los otros que reta la idea de que se trata de dos funciones separadas e independientes (Sinigaglia y Rizzolatti, 2011). Se trataría de un fundamento cerebral que faculta a una criatura el ser consciente de sí como distinta a otros porque le permite experimentarse a sí misma y a los demás en términos de sensaciones y posibilidades motoras. Se ha acumulado evidencia empírica en favor de que la expresión y la percepción de acciones de uno mismo y de los otros son funciones conectadas que se basan en sistemas de neuronas ubicados en las áreas premotoras del lóbulo frontal y partes de la corteza parietal que facultan una cognición motora (Jackson y Decety, 2004).
El neurocientífico social francés Jean Decety, actualmente en la Universidad de Chicago, propuso que el self, la conciencia de ser uno mismo a través del tiempo, es una función a la vez individual y social, y que las interacciones entre el individuo y sus pares en las etapas formativas es un incentivo fundamental para el desarrollo de la conciencia de sí. Decety revisa la evidencia que los infantes humanos tienen una motivación potente y específica para interactuar con otros niños y que la conciencia de que existen otras mentes se basa en la noción progresiva de que los otros infantes del entorno son seres conscientes, como uno mismo. Los estudios de imágenes cerebrales sugieren que la corteza parietal inferior y la prefrontal del hemisferio derecho tienen un papel predominante en esta distinción entre el propio ser y el de los de los otros y en la habilidad del propio sujeto para representar a los otros (Decety y Chaminade, 2003; Decety y Ickes, 2009).
Por su parte, Kai Vogeley (2017) del Departamento de Psiquiatría en la Universidad de Colonia, ha propuesto que existen “dos cerebros sociales”, es decir, dos redes de neuronas involucradas en las interacciones: la red de neuronas espejo y la red de la teoría de la mente. Ambos sistemas se reclutan durante procesos que entrañan interacción o comunicación social con individuos conespecíficos y que constituyen en conjunto una base cerebral de la intersubjetividad, porque la capacidad para mentalizar o entender la experiencia subjetiva de los otros es requisito indispensable para establecer con ellos una comunicación exitosa, para engañarles o tenerles empatía. El sistema de neuronas espejo madura muy temprano en el desarrollo al detectar señales corporales de los otros y el sistema de teoría de la mente se adquiere a partir de éste para evaluar el estado emocional y en general el estado mental de los otros. La necesidad de estudiar los fundamentos nerviosos de los encuentros sociales entre seres humanos ha dado origen a la interesante propuesta por parte del grupo de Vogeley de una neurociencia en segunda persona (Schilbach et al., 2013) que vendría a constituir el fundamento cerebral de la relación yo-tú tan analizada desde las propuestas de Martin Buber (1923) que vimos antes.
Estudiar directamente las bases cerebrales de las interacciones sociales ha sido un reto técnico y en diversos proyectos se ha ido revelando la complejidad de la actividad cerebral durante intreracciones sociales en tiempo real, a diferencia de las que se ponen en juego cuando el sujeto pasivamente observa interacciones sociales. Las predicciones de la conducta del prójimo, las adaptciones corporales en curso o la selección de estrategias de interacción se acompañan de activaciones secuenciales o simultáneas de redes neuronales tan diversas como la red default, la red de la atención, redes frontoparietales o de ganglios basales (Lehmann et al, 2023).
Todo esto parece tener implcaciones para la psicopatología. Por ejemplo, un grupo transdisicplinario de investigadores canadienses ha propuesto que una característica fundamental de la esquizofrenia es la desorganización en las interacciones sociales como producto de una desincronización del espacio interpersonal debida a una disfunción del acoplamiento neurocognitivo en segunda persona (Olarewaju, Dumas & Palaniyappan, 2023).
Hemos venido repasando que la investigación cerebral proporciona información relevante para el mejor entendimiento de la conciencia de uno mismo y de los otros. Bordaré ahora sobre este tema a partir de un artículo publicado en 2013 por Joseph Moran, William Kelley y Todd Heatherton sobre los fundamentos cerebrales de la autorreflexión y la reflexión sobre los prójimos cercanos. Estos investigadores argumentan que la neurociencia proporciona conocimientos necesarios para saber cómo el cerebro implementa los procesos psicológicos de la autorreflexión y para elaborar nuevas formas de analizar esta fascinante función. Los autores destacan inicialmente dos hallazgos; el primero se refiere a la red cerebral conocida en inglés como default mode network, que traduzco como red basal, y el segundo a un grupo de estructuras de esa red que se activan cuando las personas se encuentran reflexionando sobre sí mismas y sus características de personalidad, pero no cuando piensan de manera general e inespecífica sobre el yo o la autoestima. Las áreas del cerebro que se activan sólo durante la autorreflexión son la corteza prefrontal medial y la corteza parietal medial, dos zonas que se encuentran en la cara interna de los dos hemisferios cerebrales y se conocen en conjunto como estructuras corticales mediales.
La red basal del cerebro se descubrió cuando los voluntarios sometidos a estudios de imágenes cerebrales obtenidas por resonancia magnética o tomografía de positrones se encontraban sin realizar ninguna tarea, relajados y con los ojos cerrados. Todo indica que la red se activa cuando el sujeto se desengancha del mundo externo y divaga ensimismado en sus pensamientos, que muchas veces versan sobre sí mismo o sus allegados. Varios metaanálisis que tomaron en cuenta muchos experimentos similares y comparables han confirmado que las zonas de la red basal se enlazan cuando el sujeto pone atención al flujo de su propia conciencia.
La anatomía de estas zonas del cerebro es muy interesante. La corteza prefrontal medial es la región más grande de la corteza prefrontal humana y está más profusamente conectada con otras zonas que la equivalente en otros primates superiores. Tiene además la mayor densidad de espinas dendríticas, los puntos de contacto sináptico ubicadas en las ramas de las neuronas que reciben la información de otras neuronas. Esta profusa conectividad indica que la región y sus concurrentes procesan una información asociativa compleja. En conjunto estas regiones forman parte del “cerebro social,” una red de módulos involucrados en la representación de las personas que forman parte del entorno y sus relaciones con el sujeto. Se supone que estas zonas constituyen el fundamento de una representación social que sería decisiva en la selección evolutiva de los humanos modernos. Este sustrato común entre los fundamentos anatómicos y fisiológicos de la autorreflexión y la reflexión social viene a empatar con la interdependencia entre la identidad personal y la identidad de los otros, o, en los términos arriba expuestos de Lévinas (1993) o de Ricoeur (1996) entre la ipsiedad (la noción de ser uno mismo en el tiempo) y la otredad o alteridad (la noción del otro como equivalente a uno mismo).
Por su parte, la corteza posterior del cíngulo, que también forma parte de la red basal, está muy interconectada con la corteza prefrontal medial, dentro de cada uno de los dos hemisferios cerebrales, y entre ambos. Esta zona también es proporcionalmente mucho mayor en los humanos en relación a otras especies de primates y se supone que esta ventaja permite integrar la información exterior e interior que constituye una parte importante de la actividad mental del ser humano. Es así que las neuronas de la corteza del cíngulo posterior reciben una extensa información de las zonas visuales, participan en el procesamiento de memorias autobiográficas, en la formulación de planes a futuro y la navegación en el medio, cuatro tareas propias de la autoconciencia, pero de diferentes contenidos y objetivos. Las características anatómicas y fisiológicas de estas dos zonas parecen idóneas para realizar actos de introspección, en especial cuando el sujeto se desentiende de la información proveniente del medio ambiente, y entran en actividad precisamente cuando el sujeto relfexiona libremente sobre sí mismo. El conjunto de estas zonas reúne condiciones para retener y actualizar información sobre uno mismo de manera flexible y confiable, así como determinar lo que es propio y ajeno.
Un tema difícil que evocan estas investigaciones es si el Self, en tanto representación central y estable de uno mismo, requiere un mecanismo neurológico especial dada su propiedad especular o recursiva. Si esta propiedad es realmente recursiva, debería tener un fundamento nervioso muy peculiar por medio del cual la representación pueda a su vez ser representada. La alternativa a este mecanismo sería una función neural potente pero ordinaria en el sentido de que las estructuras funcionen dentro de los parámetros usuales para llegar a ser recursivas, como lo es cualquier mecanismo nervioso de retroalimentación. A favor de la primera posibilidad se ha propuesto que la corteza medial prefrontal constituye un nodo (hub en inglés) que congrega información altamente procesada en otras áreas cerebrales. Diríase que funciona como un panóptico, un punto desde el cual se monitorean un conjunto de módulos o de procesos separados. A favor de la segunda opción se afirma que estas zonas cruciales de la corteza cerebral pueden actuar en conjunto de manera metacognitiva para guiar y decidir ciertos procesos de pensamiento de acuerdo a un conjunto de reglas, como lo postula Joëlle Proust (2014) y he analizado al examinar la metacognición sobre la introspección en un artículo previo de esta serie (Díaz Gómez, 2022).
Moran, Kelley y Hetherton (2013) favorecen esta misma posibilidad consistente en una operación neuropsicológica recurrente muy desarrollada. De esta forma, las estructuras corticales mediales pueden representar información social sea en forma general, pero tambien de manera selectiva cuando procesan datos, hechos o asuntos referentes al propio yo. El reflexionar sobre familiares cercanos activa la corteza prefrontal medial igual que cuando el sujeto reflexiona sobre sí mismo y la cercanía afectiva, el grado de cariño que siente el sujeto por ciertas personas, es la variable más importante para activar esta área y la red neural que la contiene. Por lo demás, las investigaciones sobre la autoreflexión han mostrado que la zona ventral de la corteza prefrontal medial se activa de forma distinta cuando el sujeto reflexiona sobre sí mismo y sobre familiares próximos en diferentes culturas. En efecto, esta activación no sucede en igual magnitud en las culturas occidentales, donde el individuo tiene un sitio más independiente en la comunidad que en las orientales, donde el individuo se considera como integrante de la comunidad.
En suma, los autores del trabajo que comento defienden que las cortezas mediales constituyen la región más central y decisiva del cerebro para la autorreflexión y la reflexión sobre las personas queridas, porque su anatomía, función y conectividad se asocia a un procesamiento de información social. Como podemos constatar de nuevo, la representación de uno mismo se liga con la de los demás tanto desde el punto de vista cognitivo como neuroanatómico y neurofisiológico. Esta noción se basa en la idea de una intersubjetividad trascendental, el conjunto de procesos y estructuras que capacitan el compratir signiticados, creencias y normas con los demás haciendo posible una comunicación e interacción en el mundo social (Zahavi 1999). Una vez más, estos hallazgos tienen una repercusión psiquiátrica: se ha sugerido que la esquizofrenia involucra un trastorno de la intersubjetividad que afecta no solo la constitución del mundo social y cultural en el enfermo, sino necesariamente la formación de su identidad personal (Blankenburg, 1980).
La energía que las personas invierten en ejercicios, dietas, atuendos, peluquerías, cosméticos o maquillajes revela la importancia que otorgan a su aspecto, fisonomía e identidad públicas. La apariencia personal es una cualidad recursiva y referencial; es recursiva porque constituye la imagen o representación de la propia figura, facha o semblante, y es referencial porque, en ese teatro imaginario o gran simulacro del aspecto externo (Rochat, 2014, p. 294), el sujeto conjetura tácitamente cómo lo perciben o juzgan los demás y actúa en consecuencia. Recordemos la famosa frase de “Como gustéis” de William Shakespeare: “El mundo es un escenario, y todos los hombres y mujeres son meros actores.” De hecho, uno de los sentidos de la expresión ser autoconsciente en el habla popular y cotidiana se refiere específicamente a cómo supone una persona que los demás perciben y juzgan su aspecto, su personalidad, sus actos o sus capacidades. A pesar de que estas atribuciones no siempre se justifican por la conducta o el discurso de los otros y son más bien imaginarias y proyectivas, tienen un peso notable para la mayoría de los humanos en términos emocionales, cognitivos y comportamentales.
Tal y como se acredita oficialmente en credenciales, pasaportes, diplomas o licencias de conducir, el reconocimiento y la representación de la propia cara es un parámetro dominante de la imagen corporal, de la identidad e identificación propias. Los rasgos faciales permiten el reconocimiento tanto de la persona para los demás como para sí misma y son muy significativos no sólo por permitir su identificación inmediata, sino también por su valoración estética. De esta manera, la fisonomía del rostro y su supuesta belleza o fealdad juegan un papel importante en la autoimagen y, como consecuencia, en la actitud y comportamiento de la persona en su ámbito social. Me refiero aquí a la fisionomía o fisonomía como el aspecto particular del rostro que caracteriza una persona y no a la fisiognomía, una pseudociencia según la cual la apariencia de la cara permite inferir rasgos de la personalidad.
No cabe duda que la cara tiene un significado muy relevante y especial. Una de las primeras acciones que las personas suelen realizar tras despertar cada mañana es mirarse al espejo, apreciar cómo se encuentran sus facciones y proceder a “arreglarse”, o sea… a reparar los desperfectos. El reconocimiento no sólo procede por vía visual, sino tambien propioceptiva y táctil, pues el sujeto siente su rostro y al tocarlo comprueba que concuerdan su tacto y su vista. Ese rostro actualizado por la anuencia de varios sentidos entre sí y con la memoria es un componente fundamental de la identidad que, lejos de ser fija, se recalibra con el tiempo, la edad y las circunstancias. Aunque aún no se conoce bien cómo los individuos representan su propia cara, la investigación ha confirmado la importancia del propio rostro y establecido algunos de sus fundamentos. Es así que, mediante técnicas computacionales ha sido posible manipular los rasgos del rostro en imágenes verídicas y modificadas, lo cual permite establecer algunos elementos de la representación del propio rostro (Felisberti y Musholt, 2014).
Las personas reconocen con mayor celeridad su propia cara que las caras ajenas y el reconocimiento es más rápido en individuos de culturas occidentales en comparación con orientales, lo cual se interpreta en términos de la importancia concedida al grupo social en estas culturas (Bortolon y Raffard, 2018). La percepción de la propia cara difiere de la de caras ajenas porque el sujeto pude ver directamente los rostros de los demás, en tanto que sólo puede visualizar el suyo de manera indirecta. Se sabe que el procesamiento cognoscitivo y cerebral de la propia cara y de las ajenas son procesos separados (Felisberti y Musholt, 2014). En un estudio de imágenes cerebrales se comparó la actividad encefálica de sujetos en tres condiciones: el reconocimiento de la propia cara, el reconcocimiento de rostros familiares y la percepción de caras desconocidas (Platek et al., 2006). La exposición a caras desconocidas activó la base del lóbulo occipital confirmando que esta es un área involucrada en el reconocimiento del rostro humano en general. El reconocimiento de una cara familiar comparado con el de desconocidos involucró a las zonas mediales del cerebro y el lóbulo de la ínsula. Finalmente, la exposición a la propia cara en comparación con las caras familiares activó la circunvolución superior derecha y la medial del lóbulo frontal.
Con base en una extensa experiencia con imágenes cerebrales obtenidas en sujetos sometidos a tareas de reconocimiento del propio rostro y en una valoración de otros resultados sobre el tema, Motoaki Sugiura (2015) de la Universidad Tohoku en Sendai ha llegado a conclusiones relevantes. Las imágenes cerebrales orillan a abandonar el concepto de un self unitario y apoyan la idea de que hay categorías de identidad, autorreconocimiento, autoimagen o relación con los otros, cada una de ellas fundamentada en un proceso cerebral distinto. Sugiere entonces que tres sistemas intervienen en la representación del self y estos se pueden aplicar al reconocimiento de la propia cara. Uno de ellos es el reconocimiento del propia fisonomía, lo cual involucra partes de las cortezas motoras y sensoriales como expresión de una comparación entre lo que el sujeto percibe y el esquema de su cara que conserva en la memoria. Un segundo sistema de reconocimiento toma la apariencia del propio rostro en referencia a su papel interpersonal. El tercer sistema opera cuando las personas se percatan del efecto que tiene su presencia y su apariencia sobre los otros, lo cual constituye una parte importante de su autoconciencia social, de su yo público. Sugiura concede relevancia no sólo a las zonas del cerebro que se activan durante el auto-reconocimiento, sino a aquellas regiones que se desactivan o se inhiben y apunta que múltiples estudios de activación regional del cerebro han mostrado que la corteza del hemisferio derecho está involucrada en el reconocimiento de la propia cara cuando ésta se distingue de las caras ajenas. Sin embargo, no hay un área única o especializada en el reconocimiento del propio rostro, sino que, dependiendo del contexto y del objetivo, diversos sistemas se enganchan al realizar la tarea requerida. Una idea similar a la Sugiura ha sido sugerida y justificada por Georg Northoff, 2011 y 2016, neurocientífico, psiquiatra y filósofo alemán, actualmente en la Universidad de Ottawa.
El dramático procedimiento quirúrgico denominado “trasplante de cara” presenta una oportunidad inusitada para analizar tanto la identificación de la persona con su fisonomía, como la maleabilidad de autorrepresentación para asumir y acomodar una nueva faz. Este tipo de intervenciones reconstructivas se efectúan en personas que tienen el rostro severamente desfigurado por alteraciones genéticas, accidentes o patologías adquiridas que afectan de manera importante su calidad de vida. Existen evidencias de que el trasplante facial existoso resulta en el surgimiento de un autorreconocimiento facial para un rostro de apriencia radicalmente distinta a la previa. Esta adapatación se acompaña de una reorganización de la red neuronal implicada en el reconocimiento facial que es capaz de asimilar los cambios al tiempo que persiste un sentido de continuidad individual a través de los cambios en apariencia (Azevedo et al, 2023).
Hemos repasado que en la autoimagen corporal de una persona sobresale la apariencia de su rostro, la parte del cuerpo más expresiva y expuesta a la vista de los otros. Además de los rasgos faciales que permiten el reconocimiento, la cara propia entraña una valoración estética, uno de los atributos relevantes de la conciencia de sí y que supone un efecto sustancial sobre las actitudes, percepciones, experiencias y comportamientos sociales de la persona. La valoración estética del rostro constituye una de las motivaciones más básicas y arcaicas de la especie humana porque soporta una pesada carga simbólica; dígalo el dicho: “el mal y el bien en la cara se ven.” Es así que desde Cicerón se supone que “el rostro es el espejo del alma” y a lo largo de la historia y lo ancho de la geografía ha ocurrido una equiparación entre la belleza y la bondad, o entre la fealdad y la maldad, supuesta correspondencia que inunda mitos, narraciones o artes visuales y aún impacta la vida social, como se puede constatar en el magnífico ensayo “El rostro y el alma” de Francisco González Crussí (2014). En efecto, se conoce que, independientemente de su bondad o inteligencia, las personas consideradas hermosas (del latín fermoso: bien formado), tienen mejores evaluaciones, desempeños y remuneraciones en la vida laboral: ¿acaso no decía Schopenhauer que la belleza es una carta de recomendación…? Para los actores y particularmente para las actrices de cine, el atractivo fìsico es un factor determinante de su contratación, publicidad y del éxito de las películas que protagonizan, además de convertirlas en compendios de belleza y focos de admiración o aún adoración, sobre todo para miembros de la población que se convierten en fans o fanáticos de las llamadas “estrellas del cine” las cuales, cuando empatan belleza con aptitud, esplendor y temperamento, son encumbradas al rango de divinidades.
Los incontables concursos de belleza, la profusión de cosméticos, o la creciente importancia de la cirugía plástica y de la ortodoncia atestiguan el valor social que tienen la belleza del cuerpo y en especial del rostro. Desde luego, esta sobrevaloración tiene fuertes detractores en algunos colectivos académicos, feministas y religiosos. La polémica implica condiciones y consecuencias profundas para la autoconciencia y para la alteridad porque la valoración del propio rostro, siempre tasada en comparación con otros, impacta a la imagen corporal, a la actitud social y a las interacciones del sujeto con sus congéneres.
Un punto central y relevante es el modelo o estandar de belleza facial contra el que se compara la representación de un rostro, tanto el propio como el ajeno. En este sentido es ilustrativo examinar si, como afirmaron entre otros David Hume y Oscar Wilde, “la belleza está en el ojo del observador.” Este dicho proclama que la belleza no es un factor objetivo en el mundo, sino un hecho subjetivo prescrito por la valoración del observador. Si esta noción fuera verídica en el caso del rostro, estaría supeditada a un modelo asumido e implícito de belleza facial. Para puntualizar esta disyuntiva, es importante referir que desde Francis Galton en el siglo XIX se ha realizado una extensa investigación de los rasgos que se consideran atractivos en un rostro humano mediante técnicas fotográficas y, recientemente, computacionales (Laeng, Vermeer y Sulutvedt, 2013).
Los tres rasgos objetivos más estudiados y establecidos de belleza facial son el promedio, la simetría y el dimorfismo sexual (Rhodes, 2006). El promedio se refiere a que, en todas las culturas estudiadas, se califican como más atractivas las caras que resultan del mayor número de rostros aparejado o promediado. Este efecto es muy notorio y se demuestra fácilmente al realizar una síntesis de fotos reales en un rostro promedio, una cara quimérica al eliminar las diferencias individuales y conservar las generales, con lo cual se valora como cada vez más hermosa. Existen páginas en la red en las que el consultante puede seleccionar los rostros a promediar o bien visualizar los promedios por país, por etnia o por género. La preferencia por el promedio facial se explica evolutivamente por la formación de un prototipo de la especie relacionado con la selección de parejas. La simetría se refiere a la similitud que tienen la parte derecha e izquierda del rostro cuando se divide en dos mitades por la línea media. Al realizar caras compuestas de los dos lados derechos y de los dos izquierdos se hace patente que los rostros asimétricos son menos atractivos que los simétricos. El dimorfismo sexual consiste en las diferencias entre el rostro masculino y el femenino y que se revela en las caras quiméricas de hombres y de mujeres. Si bien estas caras promediadas resultan más atractivas que cualquiera de las iniciales y verídicas, la faz resultante resulta aún más atractiva si se exageran los atributos propiamente femeninos o masculinos (Cellerino 2003). Estos tres rasgos de belleza y atracción están bien demostrados y se han interpretado como indicadores biológicos y en especial hormonales que se asocian a mayor fertilidad, potencial reproductivo y de crianza (Rhodes, 2006).
Si bien esto es evolutivamente verosímil, no todo es innato y genético en el modelo de rostro ideal, pues el estándar se modifica durante el crecimiento de acuerdo con la experiencia de cada individuo en relación al tipo de personas y rostros que encuentra en su vida y a los parámetros estéticos prevalentes de su cultura (Voegeli et al., 2021) y que se presentan profusamente en anuncios comerciales, en revistas de modas, en la televisión o en las películas, especialmente en las comedias románticas. De esta manera, la exposición constante de un individuo en desarrollo a su hábitat puede reforzar, remendar o transformar el modelo de rostro atractivo. Es decir: la efigie del rostro ideal parece tener elementos universales e individuales que inclinan a cada persona hacia cierto prototipo de rostro como epítome de belleza, lo cual probablemente tiene consecuencias en el enamoramiento y la selección de pareja sexual o parental. Puede parecer una exageración y una simplificación decir, como lo afirmó Milan Kundera, que cuando uno está enamorado, está enamorado de un rostro, pero si bien La Bella se enamora de la personalidad y no de la feroz apariencia de La Bestia, satisface que al final de la fábula se rompa el hechizo y el monstruo se convierta en un hermoso príncipe. Ambos resultan muy bellos, claro está, … y muy buenos, por añadidura.
Este tipo de análisis parece subrayar que la belleza es una propiedad tanto objetiva como subjetiva, pues sería absurdo decir que algo es bello si a nadie atrae y no se puede evadir que esos rasgos producen en quien los percibe y observa emociones de placer, fascinación o embeleso. Hay además una relación objeto-sujeto que cumple con este rasgo de atracción que pertenece al mundo del amor y al deseo asociado de poseer o disfrutar aquello que se ama.
El cotejo frecuente que hace una persona de su fisonomía en relación con la de los demás afecta la representación que tiene de sí misma: uno se siente feo entre quienes considera guapos y guapo entre feos (Zell y Balcetis, 2012). Algunas investigaciones han mostrado que si se les solicita a miembros de parejas de larga duración que seleccionen las fotos de múltiples rostros que les parezcan más atractivas, el promedio de ellos es similar al rostro de la pareja. Hay asimismo un toque narcisista: las personas eligen como atractivos los rostros que se asemejan más a los propios (Nojo, Tamura, Ihara, 2012). Esto implica una forma de homogamia que se expresa en el aformismo biológico “like mate with like” (lo similar se aparea con lo similar, o en términos de biología de la reproducción “apareamiento selectivo positivo”) y que funciona en muchas especies animales, incluyendo en alguna medida a la humana. Los biólogos evolutivos han determinado que la consanguinidad humana juega un papel importante en la evolución porque cuando es muy elevada, como en el caso de hermanos, o cuando es muy lejana, hay menos descendencia que cuando hay una consangunidad moderada.
Hay evidencia de que la mayoría de las personas mantienen una imagen de su propia apariencia, en especial de su cara, más bella que la verídica, lo cual explicaría la creencia de que uno no es muy fotogénico, porque al verse en una foto considera que la imagen no le favorece ni le hace justicia (Wen y Kawabata, 2014). El reconocimiento de la propia cara es mejor cuando se compara con imágenes discretamente modificadas para exponerla con ojos más grandes, narices más pequeñas y apariencias más atractivas (Felisberti y Musholt, 2014). Esto concuerda con las observaciones de que los autorretratos dibujados de memoria suelen ser más atractivos que las caras originales y verídicas, precisamente porque acentúan estos rasgos. La discrepancia entre los rasgos reales y los idealizados implica que la representación subjetiva del propio rostro es más atractiva que la verídica en la mayoría de las personas y probablemente redunda en un ego más aceptable y en una mayor asertividad social.
Se sabe que la percepción de caras incrementa la actividad de varias zonas del cerebro, pero cuando una cara se percibe como bella se activa en especial la corteza medial orbitofrontal. El grupo de investigación de Samir Zeki, uno de los pioneros de la neuroestética, ha informado que cuando se identifica un rostro como especialmente bello, se presenta una pauta colectiva y específica de actividad coordinada entre cinco áreas cerebrales que se involucran en la percepción de las caras y se correlacionan con la actividad de la corteza orbitofrontal (Yang et al., 2022). La percepción de un rostro bello no depende una sola parte del cerebro sino de la coordinación de varias zonas que probablemente procesan características diferentes como proporción, simetría, complexión, rasgos, etc.
Termino esta sección con la última frase de la película clásica de Billy Wilder Sunset Boulevard (1950), pronunciada por la delirante y desorbitada exdiva del cine mudo Norma Desmond (actuada por Gloria Swanson en clara referencia a su propia fisonomía en el cine mudo): “Muy bien, señor DeMille, estoy lista para mi closeup.”
El sonrojo es una afección facial bien conocida: el enorjecimiento automático, transitorio y funcional del rostro que requiere y expresa una autoconciencia social. A partir de los 5 años de edad la mayoría de los humanos de ambos sexos se sonrojan en circunstancias de exposición pública indeseada al experimentar emociones sociales como vergüenza, culpa o modestia. En su otro clásico La expresión de las emociones en el hombre y los animales de 1872, Charles Darwin (1984) consideró que ruborizarse es la más humana de las expresiones de la emoción:
Lo que precipita el sonrojo no es un simple acto de reflexionar sobre nuestra propia apariencia, sino de pensar sobre lo que los otros piensan de nosotros: En la soledad absoluta la persona más sensible sería indiferente a su propia apariencia. Sentimos la culpa o la desaprobación mucho más que la aprobación y, en consecuencia, los comentarios derogatorios o el ridículo, sea de nuestra apariencia o conducta, causa nuestro sonrojo mucho más que el halago.
Esta vasodilatación facial transitoria acontece usualmente cuando la persona se angustia porque siente que causa una impresión negativa. Es una afección involuntaria cuando cae sobre el individuo una atención no deseada y puede acompañarse de sensaciones de sofoco, incomodidad, vulnerabilidad y amenaza tan severas que algunos desarrollan eritrofobia. Durante el rubor, el flujo sanguíneo se redirige a las áreas de gran significación social, como es el rostro. Se trata de una vasodilatación específica que implica no sólo mayor aflujo sanguíneo, sino mayor retención de sangre en estas zonas en tanto ocurre una vasocostricción en otras de menor exposición social (Ioannou et al., 2017).
En un libro sobre este tema, Crozier (2006) considera que el rubor o sonrojo es una forma de expresar involuntariamente una equivocación social. En la base de las emociones involucradas en el rubor facial está una autoimagen pública, es decir una noción de como aparece uno a los ojos de los demás y que se pone en entredicho por alguna circunstancia fuera de su control. El individuo que se ruboriza está en una situación estresante de autoconciencia y de mortificación que le impulsan a escapar de esta exposición, pero sin hacerlo porque esto tendría peores consecuencias. Sin embargo, el sonrojo muchas veces se valora positivamente como signo atractivo de calidez y sinceridad, y, como lo observó Darwin, puede presentarse cuando se adula o se alaba a la persona.
Es posible sentir vergüenza, culpa y arrepentimiento tiempo después de ocurrido un evento desafortunado, pero ese acontecimiento que implica a la memoria episódica se refiere a incidentes experimentados en el pasado, cuando el sujeto, de cara a alguien, desearía ser invisible o desaparecer ilustrados con la elocuente exclamación de ¡trágame tierra! Usualmente el sonrojo expresa vergüenza, la cual constituye una de las emociones sociales que implican autoconciencia, como son la culpa, el remordimiento, el orgullo o la gratitud. Tanto Gabriele Taylor (1985) como Michael Lewis (1992) discurrieron que estas emociones necesariamente asumen un concepto de uno mismo, pues, para que surjan, se requiere que la persona dirija su atención hacia sí misma y así pueda evaluar los sentimientos y comportamientos propios en referencia a reglas sociales que ha internalizado. Otros autores, como Zahavi (2014), consideran en cambio que las emociones de apreciación social no surgen porque el sujeto reflexione y valore conscientemente que su conducta ha sido inapropiada, sino que la valoración debe estar tácitamente asumida para que la emoción surja de manera inmediata y espontánea. La persona no se sonroja porque juzgue que su conducta ha sido inapropiada o porque haya expuesto algo que considera bochornoso: el sonrojo surge automáticamente, antes de que haga esta evaluación. De hecho, no todos los casos de vergüenza se explican por una transgresión ética o moral; la gente puede sentirse avergonzada porque se oyen gruñir sus tripas, por su color de piel, su peso corporal, su edad, su vestimenta y muchos otros eventos y factores.
La autoconciencia preflexiva y constitutiva fue argumentada por Jean Paul Sartre (1943) en “El ser y la nada”. Es ilustrativo reformular el sutil argumento de este célebre existencialista y fenomenólogo francés usando la segunda persona y siguiendo a Zahavi (2002). Antes de reflexionar discursivamente sobre algo que ha hecho, uno siente vergüenza porque el objeto de esa emoción es uno mismo. Dado que uno es el objeto que ese otro supuestamente juzga, debe existir una relación asumida donde al yo implícitamente le importa la evaluación del otro. El factor decisivo de la vergüenza es la mirada asumida del otro porque a veces ocurre que uno se da cuenta que el otro no juzga mal su conducta, pero de todas formas siente vergüenza. No es una reacción ante quien tiene enfrente, sino es un juicio autodirigido que consiste en una autodisminución. En otras palabras, además de ser un sentimiento que se desencadena ante una audiencia real o imaginaria, factual o asumida, el sentir vergüenza implica que la persona se perciba y se juzgue negativamente.
La vergüenza parece tener sus raices evolutivas en una necesidad ancestral de afirmación, pertenencia y reconocimiento y en un miedo al rechazo y la marginación. Constituye un ejemplo palmario de que la alteridad no se resume a la relación de un sujeto con sus semejantes, sino implica una concepción preverbal y preconsciente establecida de lo que esa relación demanda y del valor que tiene el propio sujeto en el mundo social. Para Zahavi, la vergüenza manifiesta la exposición, la identidad y vulnerabilidad de un sujeto que están ligadas a actitudes y disposicones de la autoconciencia social, como son el ocultamiento y la exposición, la sociabilidad y la privacía, la interdependencia y la separación, la conexión y la divergencia. Zahavi (1999) menciona que si Platón consideró que la vergüenza previene al ser humano para hacer actos deshonrosos es porque la honra supone una disposición asumida e implícita de autorrespeto y autoestima.
La capacidad de tener verguenza se ha tomado como una virtud moral y su carencia es calificada como desvergüenza o impudicia. En efecto, en algunas ocasiones la vergüenza puede conducir a un sentimiento ardiente de culpa, acompañado incluso de odio hacia uno mismo. En su extremo, la vergüenza y la culpa pueden desembocar en la ignominia, que de forma tan desgarrada retrató J. M. Coetzee en su novela Disgrace de 1999, en la cual el protagonista se derrumba moralmente por la implacable violencia, tanto propia como ajena, antes de encontrar una precaria redención.
De acuerdo con el filósofo finlandés Fredrik Westerlund (2023), la autoconciencia social es la conciencia de como las personas creen parecer ante la mirada y el juicio de los demás y esto se basa en un sentido intuitivo de si los otros las consideran ridículas o refinadas, despreciables o admirables, poderosas o débiles y un largo etcétera de cualidades y factores sociales. En efecto, guiadas por un intenso deseo de parecer atractivas, valiosas o respetables, las personas desarrollan una sensibilidad muy aguda sobre como quieren y como creen mostrarse a los demás. A pesar de que este sentido puede estar errado, de ello dependen situaciones tan relevantes como conseguir o malograr el amor, el poder y el control de la propia vida.
El mismo Westerlund (2023) reflexiona porqué las partes del cuerpo que constituyen el mayor foco de vergüenza en la desnudez pública son las áreas pudendas y anogenitales y propone que estas “partes privadas” tienen dos cualidades opuestas: por un lado manifiestan o encarnan el deseo sexual y por otro se asocian a funciones excretoras que provocan asco y rechazo. Su exhibición no deseada escapa al control que la persona quiere mantener de su persona y su apariencia pública. Las partes privadas tambien se denominan “partes vergonzosas” y Francisco González Crussí (2020) nos recuerda que son así porque no obedecen a la razón, sino mandan sobre todo en quienes sucumben a la arrolladora fuerza del deseo sexual y son víctimas del pecado capital de la lujuria. Son las partes del cuerpo que en todos los idiomas se denominan con volcablos “malsonantes” y en las culturas originales poseen poderes mágicos. Pero las mismas zonas tambien son llamadas “partes nobles” por ser generadoras de nuevos seres humanos y su ocultamiento se aprecia como las virtudes del pudor y el recato.
Antes de la caída, Adán y Eva merodeaban desnudos en el Paraíso y no sentían vergüenza ni pudor, pero, luego de comer la fruta prohibida, sintieron estas emociones porque adquirieron el conocimiento propio de la autoconciencia social: el captar o estimar como aparecemos ante la mirada ajena. La desnudez pública se vuelve vergonzosa no sólo porque muestra una falla en el control de la intimidad y la privacidad, sino porque expone nuestra condición más verdadera y no la aparente que deseamos proyectar a los demás de manera controlada: el self social. Esa particular vergüenza consiste en sentir que estamos expuestos a la mirada evaluadora de los otros sin esa máscara que dio origen a la palabra persona. En tales circunstancias nuestra persona pública está en riesgo y nos sentimos vulnerables. No es en vano que una de las acciones más degradantes y violentas en contra de personas encarceladas por motivos políticos sea forzarlas a desnudarse, pues es privarlas de su identidad pública.
La relación que un individuo establece con las personas que le son más próximas, significativas y queridas sobresale en el ámbito de los lazos interpersonales. El tema es de enorme amplitud y profundidad; se trata del amor y sus facetas de apego, compromiso, entrega, deseo, pasión, sensualidad, goce, celos, revancha y tantas otras manifestaciones de este vínculo afectivo primordial. El inabarcable e insaciable asunto ha sido del mayor interés y permanente ocupación para todas las actividades creativas que van desde un vasto sector de las artes visuales, la música o la moda, hasta las ciencias relacionadas a la reproducción y la sexualidad. Se ha dicho que el bolero de la música popular antillana y mexicana es un vasto catálogo de los posibles estados amorosos; se podría decir otro tanto del tango, de la música country, de la copla española y de tantas otras tonadas consabidas y entonadas por la gente de todas las latitudes (Bambford et al., 2024).
Sería sin duda relevante vislumbrar de qué manera la conciencia de sí interviene en el vínculo afectivo y es agitada por éste en el marco de la autoconciencia y de la otredad. Pero aún esta empresa resulta demasiado ambiciosa y extensa, por lo que solo abordaré algunos datos y teorías académicas que pueden ser de interés para la alteridad y la autoconciencia. No pretendo trazar un paisaje general del tema del amor pues va mucho más allá de esta perspectiva, aunque, como sucede para la mayoría de los seres humanos, el amor reviste una importancia decisiva en mi vida.
Empiezo por evocar a la querencia humana primigenia refiriendo a “teoría del apego” desarrollada por los años 60 por John Bowlby, psicoanalista inglés interesado en la etología, quien planteó la necesidad de estudiar algunas nociones teóricas freudianas y kleineanas con herramientas de esta pujante ciencia de la conducta. Asumió el audaz reto de formular o aplicar ciertos planteamientos psicoanalíticos como hipótesis científicas y consideró que el caso más viable era la relación entre la madre y su bebé que fuera destacada como clave del desarrollo humano por Freud y su escuela con base en inferencias y teorías derivadas de experiencias clínicas en adultos. Con este fin, Bowlby (1979) realizó observaciones y registros sistemáticos de la interacción y la relación madre-infante en ambientes relativamente controlados, como son los de un pabellón pediátrico en un hospital londinense. Entre otros importantes hallazgos, sus estudios introdujeron el síndrome de ansiedad de separación, el patente estrés que muestran los bebés privados por periodos prolongados de la presencia de su figura de seguridad, usualmente la madre.
Sus datos y teorías dieron origen a una célebre investigación experimental realizada en macacos de laboratorio por Harry Harlow (1965) en Chicago. Este proyecto consistió en separar a sus crías de sus madres, lo cual las llevaba a manifestar conductas de estrés, agitación, exasperación y finalmente depresión y “desesperanza” que podían ser parcialmente neutralizadas con muñecos sustitutos de la madre que cumplieran con ciertos requisitos de apariencia visual y textura táctil. El tema de las conductas de apego y de separación, así como sus correlatos y consecuencias en el comportamiento, el funcionamiento neuroendócrino y la maduración nerviosa se convirtió en un área de investigación psicobiológica firme y creciente, que continúa hasta la actualidad (Battaglia, 2015).
Con base en sus datos, Bowlby (1979) desarrolló la teoría de que los seres humanos nacen con un sistema innato de apego cuya función es promover la proximidad entre el bebé y su guardián(a) que garantice su sobrevida, sobre todo en condiciones precarias de necesidad y estrés. Los infantes se apegan a sus proveedores de cuidados como figuras primarias de adhesión y vínculo, pero estos varían mucho en su comportamiento hacia el infante. Si la figura proveedora de atención y afecto es sólida y confiable, el vínculo establecido da seguridad al infante para enfrentar los retos del desarrollo, sobre todo en el ámbito de las interacciones y relaciones interpersonales. Pero si la figura de apego es inconsistente o está ausente, los infantes desarrollan un apego inestable, lo cual deriva en problemas de vinculación afectiva en la edad adulta. Más adelante aparecieron evidencias de que las cualidades de seguridad o inseguridad desarrolladas durante el apego afectan a las auto-representaciones e influyen en las relaciones afectivas de adolescentes y adultos (Mantini, 2015; Debbané et al., 2017). La manera como los individuos se vinculan con compañeros escolares, amistades, novios, parejas sentimentales o sexuales y eventualmente con sus propios hijos e hijas, está influida por los diferentes estilos de apego.
A partir de los años setenta, Colwyn Trevarthen presentó evidencias de los orígenes del self o del yo en la intersubjetividad que se establece durante las interacciones cara a cara entre el infante de 2 o 3 meses de edad y su madre (Trevarthen, 1993). Las emociones se comparten mediante las percepciones y emisiones sincornizadas, alternadas y bidireccionales de gestos, tonos de voz, toques, mimos y actitudes que conforman un fundamento protoconversacional y preverbal muy temprano de aquello que estamos revisando como alteridad. Schore (2021) propone un modelo neurobiológico interpersonal de las protoconversaciones descritas por Trevarthen como comunicaciones rápidas, recíprocas, visuofaciales gestuales, prosódicas auditivas y tactiles entre una madre y su infante que se encuentran “psicobiológicamente entonados.”
Además de este apego primario y sus consecuencias, a partir de la juventud se van presentando compromisos adquiridos por una persona y que forman parte de sus ligas con el entorno social y cultural. Los compromismos explícitos son declaraciones sobre ciertas conductas y sentimientos continuados y dirigidos hacia una persona, una ideología o una creencia. La palabra compromiso evoca una intención recia, enfocada y duradera, usualmente acompañada de un propósito y un plan de acción, formalizados en diferentes tradiciones mediante una declaración verbal y ritual sobre el vínculo propuesto (Arriaga y Agnew, 2001). Este tipo de declaraciones suelen estar cultural y ritualmente formalizadas como acuerdos o pactos, sea en forma de votos religiosos, juramentos civiles, promesas verbales directas y ofrendas de objetos de valor simbólico, como son los paradigmáticos anillos de compromiso y las alianzas matrimoniales. Sin embargo, en ocasiones los involucrados rompen su compromiso o lo profieren sin plena convicción, como sucede con la fidelidad en el matrimonio o en los votos religiosos de castidad o de obediencia. Es posible que, si bien el deseo y la intención pueden ser genuinos en el momento de realizar los compromisos, quienes los toman y profieren desconocen los requisitos cognitivos y emocionales involucrados a largo plazo en la consecución de los objetivos que prometen.
La intensidad emocional de la experiencia amorosa se finca en procesos neurobiológicos derivados de la formación y el mantenimiento de la pareja. El tema del amor ha sido abordado por la neurobiología desde hace décadas y se han aclarado algunos de los mecanismos asociados a las conductas de vínculo en modelos animales y en diversas situaciones humanas. En particular se ha destacado el papel de varios neurotransmisores como la oxitocina, la dopamina y la vasopresina en la regulación de circuitos cerebrales involucrados en la formación de vínculos afectivos, amorosos y sexuales. Las redes neuronales que utilizan estos neurohumores interactúan para vincular ciertas conductas y estímulos de la pareja con el placer y la recompensa y así facilitan las conductas que intervienen para crear y fortalecer un vínculo provechoso y satisfacotrio (Blumenthal y Young, 2023). Con base en estos datos se ha propuesto que el amor se manifiesta en tres formas que supuestamente presentan sustratos neurobiológicos específicos: (1) el amor erótico cursa con altos niveles de atracción sexual, excitación, deseo y euforia, implicaría la liberación de monoaminas en el sistema límbico y la red de recompensa en la que intervienen las hormonas sexuales; (2) el amor romántico a veces denominado “platónico” implica idealización, fascinación, obsesión y anhelo sobre el objeto amoroso; finalmente, (3) el lazo afectivo a largo plazo, denominado amor de apego, implica compromiso, conocimiento y aceptación crecientes y mutuos de la pareja. A pesar de su divulgación, estas supuestas formas y fases del amor son propuestas preliminares y simplificadas de un complejo panormal de los vínculos que involucran esferas afectivas, cognitivas, volitivas, morales o culturales de las personas. La intensidad, hondura y extensión del deseo amoroso parecen emanar y hundirse en la fuerza o la energía de la vida misma.
Una de las necesidades y motivaciones primordiales de la mayoría de las personas es el llegar a disfrutar de relaciones íntimas y entrañables que contribuyan a su existencia más plena y satisfactoria. Escribó Doris Lessing en El cuaderno dorado:
“Todo el mundo piensa esto: ‘yo deseo que haya una sola persona con la que pueda hablar y que realmente me comprenda y sea amable conmigo.’ Esto es lo que la gente realmente quiere, si dicen la verdad.” (Traducción mía).
En buena parte de su extensa obra, esta Nobel de Literatura, ha explorado el valor de esta ancestral convivencia y confrontación, en la cual el hombre intenta detentar el mando, pero la mujer aventaja en perspicacia. En este rubro, es relevante su libro de ciencia ficción Marriages between zones three, four and five (Los matrimonios entre las zonas tres, cuatro y cinco) (1980) de la serie Canopus en Argos.
En su pretensión ideal, una relación amorosa satisfactoria implica la interacción múltiple y duradera de dos seres humanos independientes, maduros, solidarios y capaces de compartir comprensión, cariño, goce, cuidado y apoyo. Para que la relación sea viable en estos términos, parece indispensable que cada persona de la pareja perciba a la otra con claridad y renuncie a la expectativa de que éste satisfaga plenamente los objetivos y deseos de su propia vida. Sin embargo, tal situación es difícil de alcanzar y dista de ser una realidad para la mayoría de las parejas establecidas, cuyos integrantes deberán practicar difíciles acomodos que requieren de autoconciencia reflexiva y autocrítica, adaptaciones del propio yo, percepción verídica de la pareja, negociación de metas y buena voluntad. Esto hace de la relación de pareja conyugal un terreno de convivencia complejo y espinoso, pero que, por eso mismo, presenta oportunidades de crecimiento y maduración personal. Robin Dunbar, conocido biólogo evolucionista, primatólogo y neurocientífico social, ha subrayado el valor evolutivo y adaptativo que tiene la pareja humana precisamente por las difíciles demandas que en los homínidos instituyeron las relaciones diádicas para la conciencia y la autoconciencia durante el desarrollo evolutivo del cerebro (Dunbar y Schultz, 2007).
El tema de la ipsiedad y la alteridad asoma con frecuencia en la poesía de Antonio Machado, de quien elijo sólo este conocido fragmento de Proverbios y cantares, publicado en 1924:
El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.
Esta estrofa de tres versos asonantes es típica de la llamada soleá en el flamenco. Por su contenido, constituye un proverbio o una metáfora del self en el sentido de que lo esencial, tanto de quien ve como de quien es visto, es el ser de ambos: la esencia contrasta con la apariencia. Lo esencial del ojo y del ser es que constituyen un punto de vista por sí mismos, no porque sean percibidos o captados por el otro. El remedio entre el solipsismo de la primera persona y la distancia de la tercera persona está en esa segunda persona a quien está dirigida y dedicada la rotunda estrofa que revela la entraña misma de la alteridad como un ideal u objetivo humanista: tú eresotro como yo, o bien, para retornar al inicio de este ensayo con mayor conciencia: tú eres uno como yo.
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