Francisco López-Muñoz 1, Francisco Pérez-Fernández 2
1 Profesor Titular de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia, Universidad Camilo José Cela, Madrid, España.
2 Profesor de Psicología Criminal, Psicología de la Delincuencia e Historia de la Psicología, Universidad Camilo José Cela, Madrid, España. Email: fperez@ucjc.edu
Correspondencia: Prof. Francisco López-Muñoz, Vicerrectorado de Investigación, Ciencia y Doctorado, Universidad Camilo José Cela, C/ Castillo de Alarcón, 49, Urb. Villafranca del Castillo, 28692 Villanueva de la Cañada, Madrid, España. Correo electrónico: flopez@ucjc.edu
Resumen:
El caso de lo ocurrido con la brujería y la hechicería entre los siglos XIV y XVIII resulta paradigmático a la hora de comprender la evolución de la consideración del delito como enfermedad mental a caballo entre los siglos XIX y XX. La brujería pasó de ser un crimen excepcional en la medida que muy difícil de demostrar por vías convencionales, necesitado de un procedimiento especial para su esclarecimiento, a convertirse en un problema fundamentalmente médico, cifrado en la búsqueda de estigmas, e incluso fomentado por posibles situaciones de consumo de tóxicos. Desde ahí a considerar de manera falsamente humanitaria a las brujas como locas, con las grandes ventajas sociopolíticas y religiosas que de ello se derivaban, hubo solo un paso. La consecuencia lógica de todo ello fue la consideración del delito, el crimen y la exclusión social como problemas de salud pública y, por ende, en cuestiones de trasunto médico, psiquiátrico e higiénico. Una historia que no conviene perder de vista, pues las nuevas políticas públicas acusatorias y estigmatizadoras con relación al tratamiento de quienes no encajan en el cuadro social general, bien puede considerarse una nueva revisión de esta cuestión de hondo calado histórico.
Palabras clave: Brujería, psiquiatría, herejía, criminalización, salud pública, estigmatización.
Abstract:
The case of what happened with witchcraft and sorcery between the 14th and 18th centuries is paradigmatic when it comes to understanding the evolution of the consideration of crime as a mental illness between the 19th and 20th centuries. Witchcraft went from being considered as an exceptional crime very difficult to prove by conventional means, requiring a special procedure for its clarification, to becoming a medical problem centered in the search for diabolical stigmata, and even encouraged by possible situations of drugs consumption. From there to the falsely humanitarian consideration of witches as crazy persons, with the great sociopolitical and religious advantages that derived from this, there was only one step. The logical consequence of this perspective was the consideration of crime and social exclusion as public health problems and, therefore, transform them in matters of medical, psychiatric and hygienic issues. A history that should not be lost sight at present times. The new accusatory and stigmatizing public policies in relation to the treatment of those who do not fit into the general social picture can, as well, be considered like a new chapter of this issue of deep historical significance.
Keywords: Witchcraft, Psychiatry, Heresy, Criminalization, Public Health, Stigmatization.
Durante la baja Edad Media, la brujería, la hechicería, el curanderismo o la magia eran temáticas propias de un contexto en el que la capacidad de particulares para controlar las fuerzas naturales y la realización de actos milagrosos, la acción permanente de espíritus, espectros, seres maléficos, ángeles y santos, así como la presencia constante de fenómenos sobrenaturales, eran lugar común y asumido. En tal contexto, propio de sociedades poco instruidas, con escasos avances científico-técnicos reseñables, en el que los misticismos pagano y religioso trufaban todos los eventos de la cosmovisión general, el asunto de la hechicería y la brujería se mantuvo durante mucho tiempo en un contexto de tolerancia controlada. De hecho, no fue sino hasta comienzos del siglo XIV que la Iglesia, presionada por la queja constante de sus ministros en lo tocante a la discutida primacía de la ortodoxia, se decidió a tomar seriamente cartas en el asunto, promulgando disposiciones más restrictivas (López-Muñoz & Pérez-Fernández, 2017; 2020). Y aún entonces, existieron matices en lo que a la consideración “criminal” de tales prácticas compete. Entiéndase que el cristianismo no podía oponerse a la creencia de que algunos seres humanos podían interrumpir el curso de la naturaleza pues, en realidad, en esto consistían los supuestos “milagros” de las personas consideradas santas y el centro mismo de la fe cristiana, sino que debían perseguirse las alteraciones del curso natural de los acontecimientos que pudieran atribuirse al concurso de supuestos “demonios”. La separación de unas y otras circunstancias constituían, por tanto, el fondo de la controversia.
Fue por esto que, a finales del siglo XIV, la práctica de la hechicería y de la brujería empezó a transformarse en algo oculto, propio de iniciados, que se desarrollaba en la transcripción privada. Será entre 1400 y 1450 que nazcan actividades ocultas y sectarias como la del “aquelarre” –también denominado Sabbat o Sinagoga– 1 (figura 1). Resulta indudable, por consiguiente, que ante las primeras persecuciones más o menos templadas de la brujería y la hechicería, las personas afines a credos y costumbres paganas debieron enclaustrarse en grupos cerrados y clandestinos. Esto, más que aliviar la presión jurídica sobre ellos, alentó la imaginación de juristas, teólogos y sacerdotes, que imaginaron el aquelarre como la reunión impía y organizada de un grupo de brujas y hechiceros que invocaban al diablo, practicaban toda suerte de prácticas lujuriosas y, al fin, parodiaban la actividad de la propia Iglesia para con Dios. Fue en torno a estas leyendas, ricas en imaginería fantasiosa, que se fue gestando en las disposiciones penales inquisitoriales el concepto de “herejía” o “traición a Dios”, presente en el derecho canónico desde el IV Concilio de Letrán (1215). Tal se convertiría ya en un delito “oficial” cuando la Inquisición decidió condenarla públicamente en el año 1375 (Szasz, 1970). En tal sentido no cabe olvidar que la institución inquisitorial adquirió carta de validez con la bula Ad abolendam, emitida por el papa Lucio III (1097-1185). 2 Probada su eficiencia en el control de la herejía, esta institución (figura 2) se ocuparía posteriormente de perseguir duramente cualquier posibilidad de desviación de la ortodoxia católica, incluyendo, por supuesto, las prácticas de brujería y hechicería.
Sin embargo, el concepto de “herejía” no estaba tan bien definido en el marco teológico como se suele creer. Las ideas que se estipulan negativamente, o por contraposición, siempre dejan abierto el problema de la extensión, justificación y validez de sus contrarias. En este caso, si una conducta era herética porque se alejaba de la ortodoxia, ¿cómo saber con exactitud, entonces, si tal desviación era resultado del concurso del mal o del bien? En la respuesta a tal asunto, lógicamente, siempre operó un inevitable margen de arbitrariedad que alcanzó a todas sus manifestaciones y que, con el paso del tiempo, induciría a los teólogos, ya católicos ya protestantes, a adoptar posturas más templadas y razonables. De hecho, solo prestando atención a la posición oficial que adoptaría la Patrística a partir del siglo IV, es que tiene cierto sentido la persecución de los llamados “herejes”: si la Iglesia es la heredera y garante de la ortodoxia en lo tocante a la difusión de las enseñanzas de Cristo, institución mediadora por tanto entre los creyentes y Dios, solo podía tacharse de herético 3 –divisor, rupturista, partidista– a quien trataba de fragmentar el mensaje de unidad eclesiástico, tratando de imponer nuevas perspectivas de la fe, ajenas al mensaje difundido por la Iglesia misma. En suma, el “hereje” no era la persona equivocada o confusa con respecto a la fe, sino aquella que, a conciencia y de manera autónoma, persistía en la idea de sostener y difundir un mensaje religioso contrario a la doctrina oficial (Valdaliso, 2005).
Esta tesis resultaba profundamente dogmática, por cuanto era una parte en litigio –la Iglesia– quien se atribuía de manera unilateral la bondad incuestionable del discurso, negando cualquier otra interpretación posible del mensaje de Cristo. Solo así se comprende que, en diciembre de 1484, el Papa Inocencio VIII –Juan Bautista Cibo– (1432-1492) se animara a promulgar la bula Summis desiderantes affectibus (figura 3), que abrió las puertas durante tres siglos a la persecución, tortura y condena de centenares de miles de personas supuestamente dedicadas a la brujería, la hechicería, la adoración del diablo y toda otra suerte de supuestas herejías que quepa imaginar. Un documento que, en realidad, no añadía gran cosa a las disposiciones del IV Concilio de Letrán, pero que sí refundía su texto y daba a la “caza de brujas” un sentido “oficial”:
“Ha llegado a nuestros oídos, no sin afligirnos con amargo pesar, que [...] muchas personas de ambos sexos, olvidadas de su propia salvación y apartándose de la Fe Católica, se han entregado a los demonios, íncubos y súcubos [...]. Decretamos y ordenamos que los antedichos inquisidores gocen de la facultad de proceder a la justa corrección, encierro y castigo de cualesquiera personas, sin obstáculos ni impedimentos, con todos los medios, como si las provincias, parroquias, diócesis, distritos, territorios y, lo que es más, como si las mismas personas y sus crímenes de esta categoría estuvieran nombrados y designados individualmente en Nuestro documento [...]”. 4
Debido a este evento, la historia recuerda a Inocencio VIII 5 como uno de sus más preclaros “malvados”, pero es difícil creer que el personaje tuviera una noción concreta acerca de lo que sucedería con la aprobación de esta bula, dirigida específicamente a los inquisidores de Constanza, Heinrich Kramer (1430-1505) y Jakob Sprenger (ca. 1436-1495), pues en Italia las persecuciones y ejecuciones por brujería eran cosa poco común entonces. Debe recordarse, por lo demás, que se trataba de un Papa de circunstancias que no terminó en el trono de San Pedro por sus méritos personales, sino a causa de la turbulenta situación interna que vivía el colegio cardenalicio de la época. 6 Inocencio fue un hombre de carácter débil, al que se recuerda más por sus errores, que por su gobierno. De hecho, es presumible que los inquisidores de Constanza aprovecharan sus contactos en el colegio cardenalicio, así como la maleabilidad del carácter de Inocencio VIII, para arrancarle esta bula, en la que el propio Papa mostró escaso interés personal (Hertling, 1981). Sea como fuere, el texto de la bula se completaría dos años más tarde con la publicación del célebre manual para los cazadores de brujas, el Malleus Maleficarum (figura 4), popularmente conocido como Martillo de Brujas, lo cual puso en marcha una verdadera histeria colectiva por la que se dio pie a la súbita aparición de una verdadera “epidemia” de brujería a lo largo y ancho de la Europa cristiana. Baste un dato para corroborarlo: la obra vivió 29 ediciones entre 1487 y 1669, siendo al menos 16 de ellas en lengua alemana (Pacho, 1975).
El libro en sí tiene una historia controvertida, paralela a la mencionada bula papal, en la medida que Kramer y Sprenger estaban plenamente convencidos de la existencia de la brujería, así como de su enorme peso con relación a los problemas que afectaban a sus respectivas comunidades. Ambos habían sido nombrados, en 1484, representantes máximos del Santo Oficio en las regiones de Mainz, Colonia, Tréveris, Salzburgo y Bremen, si bien eran personajes de andaduras dispares. Kramer 7 era un fanático convencido de la existencia de la brujería y defensor a ultranza del poder del papado, y mantuvo una célebre polémica a este respecto con el canónico Antonio Roselli (1381-1466). Se dice, por lo demás, que logró “arrancar” el placet papal al contenido del Malleus Maleficarum tras lograr que el Colegio de Docentes de la Universidad de Colonia firmase una falsa acta de aprobación del texto. Sprenger, 8 por su parte, de carácter más templado, comenzó a colaborar de manera más intensa con Heinrich Kramer a partir de 1481, año en el que ambos conciben la idea del Malleus Maleficarum y comienzan a recabar documentación para escribir la obra. No obstante, participó activamente en diversos juicios masivos por brujería, destacando el proceso de Constanza –entre 1481 y 1486–, que concluyó con la quema de 48 brujas (Pastore, 1997) (figura 5).
Es cierto que el Malleus no era cosa nueva, pues el tema de la brujería ya había sido objeto de estudios eruditos con anterioridad. Ya la Inquisición de la Corona de Aragón, por ejemplo, tomó la iniciativa con relación a esta materia en fecha tan temprana como 1376, cuando su muy controvertido inquisidor general, el gerundense Nicolás de Eymerich –o Aymerich– (ca. 1320-1399) escribió y publicó, durante su primer exilio en Aviñón, el Directorium Inquisitorum, obra que vería su primera reimpresión en 1503. No obstante, este texto, que debió inspirar de manera notable a los autores del Malleus, no caló y fue tenido en cuenta muy poco con posterioridad. Tal vez ello se debiera a su escasa sistematicidad, que mezclaba hechicería y brujería, atribuyendo esta última nomenclatura a lo que en realidad no dejaban de ser prácticas de adivinación comunes, tales como la astrología o la quiromancia, e incluso confundiendo la adoración a falsos ídolos con el hecho de ser musulmán y, por lo tanto, practicante de otra religión (Finke, 1947).
El hecho es que las maniobras de Kramer y Sprenger tuvieron el valor intrínseco de triunfar allá donde otros habían fracasado. En primer lugar, la controvertida situación sociopolítica de la Europa Occidental de la época, ubicada en las alteraciones de la vida pública y económica que propiciaron el paso de la Edad Media al Renacimiento, la tornó proclive a las disidencias y cismas en materia ética, científica, moral y religiosa, hecho que facilitaba todo tipo de persecuciones e insidias. Con ello, el texto navegaba con viento a favor (Levack, 2013). En segundo término, el libro sistematiza con gran eficacia toda la tratadística teológica que lo había precedido de un modo convincente y coherente, a la par que pergeña con claridad el formato y aspecto de esta tipología criminal emergente e instituye los mecanismos básicos para su persecución. En tercer término, y no menos importante, los dominicos supieron burlar con eficiencia la tradicional idea de que la brujería era el mero resultado de fantasías enfermizas, del consumo de sustancias, o de la simple demencia, aportando al tema un velo de realismo que lo dotaba de tintes tan creíbles como amenazadores. No en vano, el éxito sin tacha del Malleus Maleficarum puso en funcionamiento un enorme esfuerzo recopilatorio por parte de teólogos e inquisidores que dio como resultado un corpus literario específico, el de los “martillos de brujas”, que pronto se vio complementado y ampliado por un buen número de tratados demonológicos, manuales de exorcismo y otros textos denominados, irónicamente, “antisupersticiosos”. Una base literaria que se acabó retroalimentando a –y de– sí misma (Tabla 1) y que, por supuesto, comenzó a multiplicarse y diversificarse en diferentes idiomas, escuelas teológicas y tradiciones (López-Muñoz & Pérez-Fernández, 2017).
Esta tratadística se caracterizaba por ser una recopilación técnica –complejizada y con fines demostrativos, negativos y/o polémicos– de muchos supuestos fantásticos que bullían en la mentalidad colectiva de Occidente desde que el cristianismo fraguara, sobre todo a partir del siglo II, en la forma de comunidades sectarias insertas en el contexto adverso del Imperio Romano (López-Muñoz & Pérez-Fernández, 2020). No cabe olvidar que los primeros cristianos, en tanto que problema sociopolítico para las autoridades romanas, generaron un clima de animadversión sociocultural generalizado que los llevó a ser acusados de todo tipo de delitos, impiedades y perversiones. El hecho es que, tras la promulgación del Edicto de Milán, en el año 313, todo este argumentario, simplemente, dio la vuelta: los grupos disidentes y opositores, los herejes, los heterodoxos o los sectarios se convirtieron precisamente en los acusados de toda suerte de horrendos crímenes a los que, además, se sumaban todas las prácticas sacrílegas y blasfemas que quepa imaginar (Nixey, 2018; Rey Bueno, 2005). Además, si sobre alguien se cebarían estas persecuciones con el paso del tiempo sería sobre las mujeres, dada su compleja situación psicosocial a ojos de una fe que, en ese momento, nunca ocultó su carácter marcadamente misógino. De tal modo, la imaginería relativa al “pecado original” y su proverbial “debilidad” ante las tentaciones se magnificarían en este contexto (figura 6). En el sexo femenino –señalaron los autores del Malleus– el apetito carnal era “insaciable”, mientras que los hombres, salvo casos puntuales de extrema debilidad de espíritu, parecían quedar fácilmente al margen de la práctica de la brujería por la peregrina razón de que Jesucristo, nacido hombre, privilegiaba a la condición masculina. Así, el libro pivotaba ya desde el primer momento sobre la tesis de la superioridad moral del hombre sobre la mujer.
Buena parte de la fuerza de convicción de un texto como el Malleus se basó en su precisión a la hora de diferenciar entre las mujeres “supersticiosas”, tales como hechiceras, curanderas, falsas beatas y otro largo etcétera, frente a aquellas que eran verdaderamente “malvadas” o “maléficas” –las brujas– (Zilboorg, 1978). Así, mientras que las primeras serían herejes desde la ignorancia y la superchería, hecho hasta cierto punto disculpable, las segundas lo serían desde el establecimiento de pactos voluntariamente contraídos con demonios. La deducción era clara: si la superstición podía inducir al mal desde el error haciendo a sus protagonistas recuperables, la brujería induciría al mal de suerte activa y consciente. Ello haría a sus protagonistas tan viles y peligrosas, como virtualmente irredentas. Tenía entonces pleno sentido preguntarse, como lo hicieron Kramer y Sprenger, por la realidad y sentido de las actividades y poderes propios de las brujas: vuelos nocturnos, aquelarres, capacidad de metamorfosearse en animales y etcétera (figura 7). Asuntos todos ellos cuya veracidad resolvieron recurriendo a creencias populares, citas bíblicas, referencias teológicas previas y confesiones extraídas bajo tortura, pero sin referir un solo caso real documentado de todo ello.
Todo cuanto se dice en el Malleus resulta disparatado y absurdo cuando se contempla desde la perspectiva presente, pero no cabe olvidar que sus autores fundaron un nuevo género literario –el brujológico tal y como hoy se entiende– (Zamora Calvo, 2003), y, simultáneamente, fueron los primeros en publicar un auténtico manual de criminología, entendido en un sentido explícitamente moderno, es decir, destinado a la instrucción sistemática del defensor de la ley para la persecución, detección, confesión, procedimiento penal y castigo de una tipología delictiva concreta (Pérez-Fernández, 2005). El libro, por lo demás, comenzaba ya con una declaración de principios que delimitaba perfectamente la naturaleza y alcance del delito que trataba de definir y perseguir: “La creencia en la existencia de brujas constituye una parte tan esencial de la fe católica, que obstinarse en mantener la opinión contraria huele indefectiblemente a herejía” (Kramer & Sprenger, 1971, p. 1). De otro modo: Satanás y sus servidores también forman parte de la religión cristiana, al igual que Dios y sus santos, sin que pueda caber duda alguna al respecto. Negar, por lo tanto, que las brujas puedan existir ya es, en cierto modo, convertirse en sospechoso (Pérez-Fernández, 2005).
Establecidos estos parámetros, quedaba entonces claro que “brujo” o “bruja”, en sentido estricto, serían todas aquellas personas que mantuvieran relaciones con los demonios o bien indujeran, valiéndose de medios mágicos o de la simple seducción, a terceros a realizar cualquier clase de “prodigio maligno”, o bien a “mantener relaciones con demonios”. De este modo, el inducido, en la medida que sujeto bautizado y miembro de la Iglesia de Dios que cede a la tentación, habría de ser contemplado como un genuino hereje antes que simple víctima de un engaño, pues sucumbiría voluntariamente al Mal. Ahora bien, no cabe equivocarse ni en cuanto al alcance de la consideración de la brujería como crimen, ni en lo referente a su ámbito de aplicación, precisamente por el contexto de manifiesta arbitrariedad en el que se movía todo el problema. Cualquier conducta extravagante o poco usual era susceptible de ser transformada en acto, causa o efecto de “pactos demoníacos”, “rituales mágicos” o cualquier otra suerte de circunstancias “malignas”. No resulta sorprendente, pues, que durante los siglos de mayor intensidad de la caza de brujas, la superstición encontrase un suelo fértil sobre el que germinar y, con ello, se multiplicasen en toda Europa los casos de encantamientos, vampiros, ogros y licántropos (figura 8), así como la proliferación de leyendas que involucraban la presencia de seres sobrenaturales y quiméricos de toda especie, forma, tamaño y apariencia: ondinas, duendes, gigantes, unicornios y otro largo etcétera (Pérez-Fernández & López Muñoz, 2023). 9
Esto explica el aspecto de muchas de las variantes locales que fue adquiriendo el asunto de la brujería. En Escocia, por ejemplo, las brujas eran muy a menudo asociadas con las tradiciones élficas. Así lo atestiguan casos enjuiciados como el de Bessie Dunlop (1576) o el de Allison Peirson (1588), quienes murieron en la hoguera al ser acusadas, respectivamente y entre otras cosas, de aceptar hierbas medicinales de la reina de las hadas, de prescribir pociones mágicas, así como de tener tratos con la tan popular como pagana Reina de Elfame (Callejo, 2006) (figura 9). Esta clase de acusaciones que vinculaban a seres de la mitología pagana –especialmente a la mencionada reina elfa, personaje cuyo origen es oscuro y se pierde en las brumas del druidismo– con las actividades propias de brujas y hechiceras fueron habituales en las Islas Británicas, especialmente durante el periodo de máxima crudeza de las persecuciones, acaecido entre 1570 y 1680.
Sea como fuere, lo relevante aquí es mostrar que, bajo el imperio moral del cristianismo, el binomio Maldad-Bondad y sus manifestaciones físicas se hicieron tan obvios y absolutos que arraigaron en la mentalidad colectiva con enorme fuerza. Esto explicaría porqué hubo entonces más brujas que nunca, pero también porqué se multiplicaron los supuestos milagros y, en el ámbito católico, creció el santoral en proporción desmesurada con respecto a etapas previas de la historia eclesiástica. Todo cuanto acaecía en la vida diaria era bien obra de Dios, bien trabajo del diablo, sin excepciones a la regla ni posible término medio en la ecuación (Fondebrider, 2004). Sin embargo, no eran los sucesos –o las consecuencias– que supuestamente provocaban las prácticas de las brujas lo que se condenaba con extrema dureza por parte de los tribunales inquisitoriales sino, ante todo, el delito ideológico: la herejía, la venta del alma al diablo y la consiguiente traición a Dios, aun cuando se tratara de un crimen moral extremadamente difícil de identificar y catalogar en la medida que, tal y como reconocían la mayor parte de los juristas del momento, era prácticamente imposible sorprender a una supuesta bruja in flagrante crimine. Así,
“en 1468 se declaró a la brujería crimen excepta, delito excepcional, para el que no servían ni las normas ni las garantías habituales. En los procesos por brujería se aceptaban pruebas que no se admitían en otros casos: testimonios de reuniones con el demonio, ritos mágicos y supuestas metamorfosis, aportados por niños pequeños, por cómplices, perjuros e individuos excomulgados. Se permitía la tortura con el fin de obtener confesiones de culpabilidad; de hecho, era imprescindible, pues la confesión sin tortura no se consideraba digna de crédito. Y, para asegurar el trabajo y los ingresos de todo el aparato de los cazadores de brujas, el acusado tenía que acusar a sus cómplices, quienes a su vez eran torturados hasta que confesaban y denunciaban a otros” (Robbins, 1988, pp. 109-110).
La imposibilidad manifiesta de probar materialmente este tipo delictivo terminó provocando que la tortura (figura 10), destinada a forzar “confesiones”, se convirtiera en elemento habitual –posiblemente el más difundido en la cultura popular– de la escenografía de los procesos por brujería. Ello aún a pesar de los profundos inconvenientes legales que provocaba y de que no era, en general, práctica observada con benevolencia y/o agradado en instancias inquisitoriales. Por ello, al menos teóricamente, la práctica de la tortura se encontraba reglamentada con extremo celo (Levack, 2013). Al fin y al cabo, el hecho de que bajo tortura una persona inocente podía autoinculparse fácilmente de cualquier crimen, por extremo que fuera, era cosa tan conocida entonces como ahora. El problema, con el devenir de los años, fue que muchos tribunales civiles y eclesiásticos acabaron por no mostrar ambages a la hora de suministrarla, en la medida que, o bien pensaban sinceramente que Dios protegería a los inocentes, o bien, por cualquier motivo, no creyeran a priori en la inocencia de la persona acusada (Armengol, 2002).
La discrecionalidad en el uso y abuso de la tortura motivó que, entretanto en algunos lugares todo el procedimiento jurídico se reducía a un mero “examen médico” seguido de sucesivos interrogatorios más o menos capciosos, apoyados sobre delaciones y testigos interesados –o supersticiosos–, en otras se acabaran diseñando toda suerte de alambicadas formas de sufrimiento físico y moral. Así, por ejemplo, el célebre cazador de brujas inglés Matthew Hopkins (ca. 1620-1647), quien cuenta con el dudoso honor de ser considerado como uno de los hombres más perversos y odiosos de la historia de Inglaterra y cuyo declive vino motivado precisamente por su exceso de celo, diseñó toda suerte de imaginativos castigos psicológicos para doblegar la voluntad de las acusadas. Tales iban desde las célebres ordalías acuáticas (figura 11), hasta hacerlas caminar sin descanso, comida o agua, a fin de minar su resistencia, entretanto las interrogaba incesantemente (Callejo, 2006). Tan popular es la figura de este cazador de brujas en la historiografía británica que, incluso, ha inspirado películas de terror como la producción británica titulada The General Witchfinder o –El inquisidor–, filme de 1968 dirigido por Michael Reeves (1943-1969) y protagonizado por el actor de género Vincent Price (1911-1993) (figura 12).
Con relación al tema de la brujería, la profesión médica se especializó en la detección de estigmas, “marcas del diablo” (figura 13), enfermedades anormales o raras que pudieran entenderse como causadas por “actos de brujería” y otras cuestiones similares. De hecho, este de los peritajes llegó a ser un negocio que proporcionaba pingües beneficios, incrementaba el prestigio de los implicados y admitía la intromisión de todo tipo de arribistas y charlatanes. Fueron muy pocos quienes se atrevieron a alzar su voz públicamente, desde la profesión médica, contra esta mala praxis (López-Muñoz & Pérez-Fernández, 2017). Posiblemente, el crítico más conocido haya sido el médico personal de Guillermo de Cleves (1562-1609), Johann Weyer –Wier o Wierus– (1515-1588) (figura 14), quien, aun creyendo en la existencia de las brujas, sostenía que muchos de sus colegas solían emitir diagnósticos de brujería con excesiva ligereza y exagerada frecuencia. En su De Praestigiis Daemonum (1563), Weyer argumentaba que muchos médicos ineptos u otros impostores atribuían cualquier enfermedad incurable, o cuyo remedio desconocían, a actos de brujería. Acusaciones que despertaron la furibunda respuesta de algún prestigioso jurista del momento, como Jean Bodin –o Bodino– (1529-1596), 10 quien no dudó en acusar a Johann Weyer de ser “amigo y defensor de las brujas” y, probablemente, también “un brujo”. Acusaciones sorprendentes, por cierto, si se tiene en cuenta que este personaje, educado por carmelitas, estuvo a punto de terminar en la hoguera por su protestantismo militante y su cercanía al calvinismo (Touchard, 1988). A pesar de que sus obras de carácter político estaban condenadas por la Inquisición, irónicamente, tanto católicos como protestantes dieron carta de validez a sus textos sobre brujería, asumiendo sus ideas extremas en lo tocante al modo de combatirla (Robbins, 1988).
La verdad es que, en la mayor parte de los casos, los “forenses” de turno no solo ocultaban su propia ignorancia, sino también un deseo de enriquecerse, con lo que estas conductas abusivas se extendieron. Se tornó habitual la confusión entre los supuestos “efectos fisiológicos” de la brujería y lo que, en muchas ocasiones, era efecto de un veneno, una intoxicación, una enfermedad poco usual que acuciara a una comunidad o algún tipo de enajenación mental. La medicina, en este momento, era todavía una práctica dudosamente empírica, mal institucionalizada, separada legalmente de la cirugía, aún sesgada por criterios pneumáticos y humoralistas, variando mucho, por lo demás, la calidad y valor de los títulos universitarios que se impartían en diferentes centros académicos (Pérez-Fernández & López-Muñoz, 2023). Tampoco era inhabitual, por lo demás, la acusación de brujería interesada en contra de parientes o vecinos. Incluso las propias autoridades recurrieron a estos procesos para apropiarse “legalmente” de la jugosa hacienda de algunos acusados. Estas irregularidades no impidieron que el texto de Weyer fuera censurado por la Iglesia, permaneciendo en el índice de libros prohibidos nada menos que hasta comienzos del siglo XX (Szasz, 1970).
Sea como fuere, las sospechas que introdujo Weyer en el debate resultaban tan sugerentes como difíciles de eludir. Los criterios “médicos” para la detección de la brujería eran por lo común un fraude devenido de las propias características peculiares tanto del “crimen” como de los “criminales”, por cuanto no existían cuadros nosológicos claros y solía pasar que las supuestas “brujas” confesaban mediante tortura, o precisamente por temor a ella, hecho que, por cierto, no solía eximirlas de padecerla. Además, sucedía que los supuestos especialistas cobraban por cada diagnóstico positivo, a la par que se apoyaban en textos prejuiciosos y sesgados de otros pretendidos especialistas que tampoco habían asistido a casos de brujería “reales” (López-Muñoz & Pérez-Fernández, 2017).
La lenta emergencia del humanismo renacentista supuso una recuperación de la cultura clásica, así como un interés por acercarse de primera mano, lejos de las oscuras, limitadas e interesadas traducciones árabes o escolásticas, a los textos griegos (Puerto, 1997). Esto implicó, en el ámbito de la medicina y la terapéutica, un retorno al ideario hipocrático-galénico de los cuatro elementos y los cuatro humores, 11 que no mejoró en demasía la calidad de los conocimientos vigentes, pero sí resultaría muy inspirador a medio plazo, pues siguiendo esta lógica, la proporción en que se combinasen los humores en el organismo determinaría los diferentes temperamentos, es decir, sanguíneo, colérico, melancólico y flemático. El predominio de un determinado humor ocasionaría las diferencias temperamentales observables, conformando en cada caso lo que hoy llamaríamos “personalidad”, de suerte que la locura en sí misma sería una forma peculiar de personalidad. De este modo, los trastornos psiquiátricos tipificados en la época, como la manía, la melancolía o el frenesí, se achacaban a modificaciones temperamentales en el cerebro del paciente, siendo la curación el proceso, conducido por la acción del médico, por el cual dichos cambios se invertían (López-Muñoz, Álamo & García-García, 2008).
Desde este nuevo enfoque aperturista y siguiendo el camino abierto por Johann Weyer, otros autores, como Luis Vives (1492-1540), cuestionaron el origen demoníaco de lo que, a su parecer, no cabía considerar más que como enfermedades mentales. En la misma línea se situaron Jean Fernel (1497-1588) e incluso el célebre y “maldito” Paracelso –Theophrastus Phillippus Aureolus Bombastus von Hohenheim– (1493-1541) (figura 15). Este último adoptó un enfoque más radical y fisiologicista de la psicopatología, cimentado sobre los presupuestos de la iatroquímica, 12 que puso en conjunción con el galenismo (López-Muñoz, Rubio, Álamo & García-García, 2006). De esta manera, partiendo de la teoría humoral de Hipócrates de Cos (460 a.C.-370 a.C.) y Galeno de Pérgamo (129-216), que fusionó con los procedimientos alquímicos, se estableció la idea ciertamente revolucionaria e inspiradora de que el cuerpo humano es un genuino microcosmos químico, cuyo desequilibrio y reequilibrio solo era explicable o alcanzable mediante procedimientos químicos. 13
Así pues, y de acuerdo con Paracelso, el fin más importante de la disciplina química no podía ser otro que producir fármacos con los que paliar el sufrimiento humano. Al poner en conjunción esta idea con su perspectiva de la enfermedad mental, concluyó que se trataba de alteraciones del archeus, una entidad organizadora de los procesos químicos del organismo que operaba como una especie de “alquimista del cuerpo”. Su cometido era controlar el equilibrio entre los tres principios naturales: mercurius, sulphur y sal (Montiel, 1998). El mercurio era volátil –pneumático o espiritual si se quiere–, por lo que su alteración química en el organismo debería encontrarse en el fundamento de la mayoría de los trastornos mentales, ya se tratara de manías, vesanias o delirios. Así las cosas, Paracelso llegó a la lógica conclusión de que las experiencias asociadas comúnmente a los testimonios que podían extraerse de los casos de brujería –como el del vuelo nocturno– no podían ser otra cosa que desequilibrios químicos generados por uso y abuso de sustancias por parte de las supuestas brujas. Por ello, en un verdadero alarde de modernidad, sería uno de los primeros autores en proponer la terapia farmacológica para hacer frente a las dolencias mentales, a la par que condenó el indigno e ignorante trato social y judicial que recibían las personas acusadas en los juicios por brujería (López-Muñoz & Pérez-Fernández, 2017).
Del mismo modo, el médico segoviano Andrés Fernández de Laguna (1499-1560) 14 (figura 16) pudo ser el primer científico que demostró la correlación existente entre el consumo de sustancias psicotrópicas contenidas en las plantas de la familia de las Solanaceae 15 y la práctica de la brujería (Rothman, 1972) (figura 17). En sus anotaciones del Dioscórides, 16 Laguna no sólo describió los efectos de estas plantas, sino que fue capaz de demostrarlos experimentalmente, al aplicar estas unturas de brujas a ciertos sujetos, 17 concluyendo que estas drogas –“raíces que engendran locura”– ocasionan un incremento de la sugestibilidad, induciendo una especie de trastorno mental transitorio. Sus apuntes de naturaleza psiquiátrica abrieron una nueva luz sobre la visión social de las brujas y hechiceras, que comenzaron a dejar de considerarse como poseídas y ser evaluadas desde la perspectiva de sujetos enajenados (López-Muñoz, Álamo & García-García, 2007).
No menos relevante en este ámbito fue la aportación de Juan Huarte y Navarro (1529-1588) 18 (figura 18). Su única obra, el famoso Examen de ingenios para las ciencias (1575), 19 es una de las grandes joyas del Humanismo europeo, que, asimismo, le convierte en precursor de los movimientos racionalistas del siguiente siglo y en uno de los grandes pilares de la psicología moderna (Velarde, 1993). Por supuesto, y en tanto que disidente declarado de las posturas oficiales, Huarte tampoco se libró de los problemas con el Santo Oficio, en la medida que su libro penetraba profusamente en la discusión relativa a la conexión entre el alma y el cuerpo. Ello hizo que entrase en el Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum de la Sagrada Congregación de la Inquisición en 1583, pudiendo solo ser publicado libremente tras pasar el pertinente proceso de expurgación en 1594. A pesar de ello, nunca dejaron de circular versiones clandestinas del texto procedentes en su mayor parte de los Países Bajos (Sánchez Granjel, 1988; López-Muñoz, Álamo & Cuenca, 2005). Mucho se podría decir del valor de la obra precursora de Huarte, si bien, en este punto, sea preciso referenciarla por su peso en la discusión acerca de la “capacidad mental” de las pretendidas brujas.
Toda vez que se abrieron nuevas perspectivas en torno al problema de la salud mental, sería cuestión de tiempo que comenzaran a desterrarse de los estudios psicopatológicos las viejas teorías galénicas y, consecuentemente, se establecieran los primeros intentos nosológicos para catalogar las dolencias psíquicas de los pacientes a través de sus sintomatologías. Algo que comienza a ocurrir, básicamente, a partir del trabajo de Félix Platter (1536-1614). La obra de Platter inspiró a otros, como Robert Burton (1577-1640), quien esbozó en su conocida Anatomía de la melancolía (1621) la avanzada tesis de que la enfermedad mental surgía a través de una combinación perversa de elementos desestabilizadores, tanto de orden orgánico-psíquico, como de origen social. Tampoco fue ajeno a este proceso de renovación Paolo Zacchia (1584-1659), a quien puede considerarse gran precursor de la actual psiquiatría forense, en tanto que autor de las monumentales Quaestiones medico-legales (figura 19), obra de nueve tomos aparecidos entre 1621 y 1651. Sus aportaciones inspiraron en gran medida el devenir de la comprensión de la supuesta “mentalidad criminal” (Pérez-Fernández, 2005; Pérez-Fernández & López-Muñoz, 2023).
El hecho es que el poder sociopolítico de la Iglesia, así como su capacidad para mediatizar la cosmovisión general, fueron elementos de presión que empezaron a remitir por razones sobradamente conocidas hacia finales del siglo XVII. De tal manera, los procesos por brujería sufrieron un retroceso constante a partir de este momento. El último que se celebró en Europa tuvo lugar en Italia, en fecha tan tardía como 1791, y su protagonista fue Giuseppe Balsamo (1743-1795), un supuesto nigromante –poco más que un charlatán– que se daba a conocer como Cagliostro y al que ya no se condenó a muerte, sino a cadena perpetua (Oliván, 1947). Para entonces este tipo de procesos ya eran historia en Holanda, Inglaterra, Escocia, Francia, Alemania, Suiza o los Estados Unidos. Sorprenderá no encontrar a España en esta relación, pero lo cierto es que la situación en este país adquirió visos diferenciales. La Inquisición española, ocupada en otras cuestiones más acuciantes como la “limpieza de sangre” y la detección y persecución de los “malos cristianos”, nunca fue filosóficamente afín a la caza de brujas e instó con rotundidad a sus miembros a no ceder a la presión popular que parecía querer sumarse con fruición a la tendencia continental. El argumento habitual para sostener la argumentación contraria a la condena –e incluso existencia– de la brujería fue, paradójicamente, de una enorme modernidad al resultar coincidente en sus líneas generales con los planteamientos que la psiquiatría emergente encontró para explicar el fenómeno: las llamadas brujas no podían ser más que simples dementes y, acaso, drogodependientes (López-Muñoz & Pérez-Fernández, 2017).
La evolución del problema, pues, siguió un curso ciertamente sorprendente, aunque no por ello menos adecuado a la lógica científica de los acontecimientos: la criminalización de la brujería, en tanto que herejía o “traición a la fe”, se metamorfoseó paulatinamente en una forma estigmática de criminalización “por alienación”. Se abrió paso, pues, la idea del crimen como producto de una supuesta “mentalidad criminal” y, por ende, como un problema de carácter fundamentalmente médico –qué es y cómo se desarrolla una dolencia tan singular–, a la par que jurídico –qué hacer con aquellos sujetos que la padecen– (Pérez-Fernández, 2005). De tal suerte, las personas diferentes, descontentas, desfavorecidas, inadaptadas, marginadas y asociales dejaron de ser asiduas visitantes de potros de tortura, hogueras y patíbulos, para convertirse en simples y llanas “locas”, “dementes” u “orates” que habían de ser apartadas de la vida pública tanto por el bien colectivo, como por el suyo propio (figura 20). Tras las revoluciones modernas, imbuidas de Ilustración, había nacido un nuevo orden social que ya no concebía sus males intrínsecos en términos de Gracia Divina, sino como asuntos de Salud Pública: “de esta manera, a los enemigos internos se los etiquetaba como locos; y, como la Inquisición anteriormente, apareció la Institución Psiquiátrica para proteger a la colectividad de esta amenaza” (Szasz, 1970, p. 27). Y más allá:
“A finales del siglo XVIII, la situación de los enfermos mentales era espantosa en gran parte de Europa. Es probable que muchos de ellos, a los que se consideraba maleantes, vagabundos y criminales, cayeran en las manos punitivas de la justicia, que no solía tratarles con demasiados miramientos. Otros, mendigos o idiotas inofensivos, podían llevar una existencia lastimosa gracias a la caridad de sus semejantes” (Kraepelin, 1999, p. 28).
Sea como fuere, el pretendido humanitarismo de eludir la peliaguda cuestión de la quema de brujas por la vía de la tacha de demencia implicaba un oportuno mensaje propagandístico colateral: no se debe otorgar fama ni credibilidad a estas mujeres, sus prácticas o sus mensajes heréticos, pues, en realidad, son simples locas. No en vano, las profusas actas de los procesos inquisitoriales que involucraban casos de esta índole, especialmente a partir de 1600, nos muestran que calificaciones como las de “hereje”, “brujo”, “endemoniado” u “orate” no funcionaban aisladamente, sino que conformaban un sistema de vasos comunicantes mediante el cual los tribunales podían desplazar la causa –que podía prolongarse incluso décadas– en una dirección u otra a propia conveniencia. Así, la Iglesia se garantizaba la exclusividad en el uso del discurso político-religioso y en la administración del orden moral:
“[…] Cuando los inquisidores ordenaban a los médicos que visitaran a los reos, era con un doble objetivo: por un lado, intentar saber si el preso fingía o no y, por otro, devolverle la cordura cuanto antes para poderlo juzgar. […] Desde el punto de vista de los inquisidores, la demencia era a veces muy molesta pues obstaculizaba la aplicación de las penas. De ahí las numerosas verificaciones que hacían para saber si era o no auténtica. Otras veces la locura, arma defensiva en manos de los reos, se volvía arma ofensiva en manos de los mismos inquisidores que la utilizaban para aniquilar y excluir. […] Cuando los inquisidores no querían que un reo se valiese de su locura como circunstancia eximente o atenuante, podían hacerlo pasar por endemoniado” (Tropé, 2010, pp. 485-486).
Esta actitud, con el discurrir del siglo XVIII, marcó tendencia, dando pie a un cambio de enorme relevancia en la consideración del delito. No es sólo que la caza de brujas hubiera entrado en el ámbito de la marginalidad jurídica, sino también que el resto de los delincuentes comunes o habituales, generalmente considerados vagos, vagabundos, ladrones, mendigos, prostitutas y etcétera, comenzaron a ser observados desde un prisma supuestamente humanitario que posibilitó una proliferación sin precedentes de instituciones asistenciales (Pérez-Fernández & López-Muñoz, 2017). Con anterioridad a este planteamiento, el grueso del cuerpo social estimaba que,
“El aumento de las cabezas de ganado es útil, mientras que la superpoblación es sólo una fuente de perjuicios. Este razonamiento [...] fue uno de los argumentos a favor de la hostilidad de las clases pudientes en lo que al desarrollo de las instituciones caritativas y de asistencia social se refiere [durante el Renacimiento]. Representa, por otra parte, la justificación ideológica de la literatura en contra de los vagabundos y una definición de las causas de las ‘innobles costumbres’ de los mendigos” (Geremek, 1991, p. 156).
La reversión paulatina de esta mentalidad, junto con la novedosa idea de las actividades delictivas como un problema, ante todo, de salud pública, contribuyó en gran medida al nacimiento de instituciones asistenciales destinadas a la atención de los más desfavorecidos. La idea era sencilla: una mejora en las condiciones de estas personas –o el mero hecho de apartarlas de sus vidas miserables–, redundaría en un inestimable beneficio psicosocial, político y económico. Se fundaron, de este modo y en todas partes, infinidad de hospitales mentales e instituciones de caridad, pasando por toda suerte de dispensarios. Todo ello en aras de un humanitario criterio de “beneficencia”. No sorprende por lo tanto que, en muchos países, la legislación relativa a la construcción y reglamentación de manicomios, hospitales e incluso presidios (figura 21), se vinculara de manera más o menos directa y/o explícita con reformas benéficas (Pérez-Fernández & Peñaranda-Ortega, 2017; Pérez-Fernández & López-Muñoz, 2020). Pero en el fondo de la cuestión nada cambiaba realmente, pues ello sólo sirvió para poner en marcha una política de encierro a gran escala de supuestos dementes (Foucault, 2001).
Es interesante recordar en este punto que el periodo comprendido entre los siglos XVI y XVIII es también un “periodo de los pobres” o “de la caridad”, cuya razón de ser se encuentra en la propia organización estamental de la sociedad, cifrada en la volatilidad de la economía, la necesidad de diferencias explícitas interclases y la exigencia de argumentos para el ejercicio de una caridad cristiana que, a su vez, justificaba en su dignidad a los pudientes. Existía por ello una marginación manifiesta, incluso fomentada y tolerada, de los menos favorecidos por la fortuna, que se habían convertido en su gran mayoría en personajes netamente urbanos. 20 Por cierto, que muchas de estas personas pobres –la gran mayoría de hecho– eran mujeres abandonadas o viudas (Bouza, 1996). Ello motivaba que se produjera un deslizamiento rápido, a menudo sin posible retorno, desde la vida normal hacia toda suerte de actividades extremas, social y legalmente sancionables, como la prostitución y la hechicería, lo cual terminaba colocando con facilidad a las víctimas de la miseria en el ojo del huracán de las persecuciones por brujería o herejía (Pérez-Fernández & López-Muñoz, 2017). La pobreza ciudadana fue, por ello, uno de los grandes temas para la reflexión intelectual del siglo XVI y, sin duda, motivo para una creatividad literaria que convirtió al pícaro en uno de sus grandes héroes. Interesantes son en este ámbito las reflexiones de Juan Luis Vives y Cristóbal Pérez de Herrera (1558-1620). 21
El 27 de abril de 1656, cuando Luis XIV de Francia (1638-1715) promulgó el edicto para la creación del “Hospital General” de París –finalmente compuesto por La Pitié, La Salpêtrière y La Bicêtre–, en realidad estaba decretando el encerramiento masivo de pobres, mendigos y otra canalla. 22 Ello significó el principio de una cascada de reformas en esta misma dirección por toda Europa que, de súbito, vivió una multiplicación de las instituciones asilares, casi todas erigidas a imagen y semejanza del hospital londinense de St. Mary of Bethelem (figura 22), al que hicieran famoso las patéticas pinturas de William Hogarth (1697-1764), y que fuera levantado en 1247 como asilo para pobres por Simon FitzMary (n.d.), entonces Sheriff de Londres. El Bedlam –así llamado en atención a la fonética slang de la palabra Bethelem– adquirió el grado de Royal Hospital en 1375, y sería reconvertido finalmente en manicomio en 1405 (Britannica, 2013). Precisamente por ello puede ser considerado como la primera institución de carácter psiquiátrico de Europa, ya que la más cercana en el tiempo fue fundada en Valencia, en 1409, por Fray Juan Gilabert Jofré (1350-1417) (figura 23). Sea como fuere, interesa subrayar ahora, a fin de entender la filosofía intrínseca a esta clase de instituciones, las normas de admisión de los centros franceses que entraron en vigor en 1680. Éstas indicaban explícitamente que los hijos de artesanos u otros habitantes pobres de París, menores de veinticinco años, que abusaran de sus padres o se negaran a trabajar, o, en el caso de muchachas, que hubieran sido prostituidas o estuvieran en peligro evidente de serlo, debían ser encerrados. Tal medida debía tomarse bien a petición de los padres o, en el caso de que estos hubieran muerto, de los parientes cercanos o del párroco local (Rosen, 1964). Las personas sometidas a esta práctica, que solo puede calificarse de carcelaria, abandonarían su reclusión cuando las autoridades médicas –no políticas, no judiciales– y el director del centro estuvieran de acuerdo en ello. Obviamente, esto no significa que no hubiese auténticos dementes entre los habitantes de esta clase de instituciones, sino que la inmensa mayoría de quienes caían en ellas no lo era en absoluto.
Lo importante, más allá de subrayar los paralelismos existentes entre la vieja Inquisición y su reemplazo por las nuevas instituciones mentales y hospitalarias que proliferaron por todo el continente –y en las que, excepciones y autocomplacencias aparte, el ideario ilustrado penetró de manera más bien restringida y generalmente revestido de falsa moral–, es comprender que la medicina y la justicia, ahora teñidas de Ilustración, positivismo y falsa moral, tuvieron que reordenar y adaptar las vetustas ideas relativas a la mentalidad criminal –dominada en lo teórico por la herejía y sus variantes– a fin de adecuarlas a nuevos tiempos que, a no mucho tardar, traerían consigo discutibles y controvertidos avances, hallazgos, descubrimientos, en el campo de la fisiología cerebral, la farmacología, la eugenesia y las prácticas terapéuticas (López-Muñoz & Pérez-Fernández, 2023).
Fue principalmente con el concurso del médico británico William Battie (1703-1776) (figura 24), fundador en 1751 del Hospital de San Lucas, que nació una nueva figura médica especializada, la del “alienista” o experto en el tratamiento de enfermos mentales, cuyos efectos a medio plazo fueron más institucionales que prácticos. Y ello porque las nuevas instituciones asilares “para alienados” habían de revestirse de una adecuada pátina de profesionalismo. Battie, a la sazón autor del que se tiende a considerar como primer manual de psiquiatría moderno, A Treatise of Madness (1758), fue de los pocos que realmente creyeron en el humanismo propugnado por la Ilustración a la hora de dirigir el tratamiento de los pacientes que se ponía a su cuidado. De hecho, la idea del trato humanitario hacia el alienado –el famoso moral management– encontró oídos en otros avanzados a su tiempo, como el también británico Samuel Tuke (1784-1857), Johann Christian Reil (1759-1813) en Alemania, Vincenzo Chiarugi (1759-1820) en Italia, Benjamin Rush (1745-1813) y Thomas Story Kirkbride (1809-1883) en los Estados Unidos, Antoni Pujadas Mayans (1812-1881) en España y Philippe Pinel (1745-1826) en Francia (Pérez-Fernández & Peñaranda-Ortega, 2017; Pérez-Fernández & López-Muñoz, 2019). Todos ellos trataron de aplicar en el desempeño de sus funciones, así como en sus respectivos manicomios, el humanitarismo propugnado por Battie, del que también trataron de convertirse en difusores. Poco más. El grueso de la comunidad médico-alienista se mantuvo anclada en la consideración del demente como un imbécil subhumano, despreciable, grosero, vago –o simplemente criminal– capaz de soportar estoicamente cualquier suerte de brutalidad que el “especialista” de turno diese en considerar como “terapia”. Al fin y al cabo, la filosofía de fondo tras el “Gran Encierro” era precisamente esa (Kraepelin, 1999).
La situación de muchas instituciones mentales, equivalentes a presidios, a tal punto que en muchos casos se tornaron virtualmente indistinguibles de ellos, llegó a ser tan intolerable que autores como el jurista británico Jeremy Bentham (1748-1832), muy conocido por sus aportaciones al pensamiento político y su adscripción al ideario utilitarista, propuso diferentes reformas del sistema legal y penal de las islas a fin de paliar en la medida de lo posible tales horrores, entretanto un coetáneo suyo, John Howard (1726-1790), a través de su muy popular –aunque lamentablemente inefectiva– obra State of Prisons in England and Wales (1777), contribuyó no poco a que los cambios solicitados por Bentham fueran tomados en consideración por el Parlamento británico, con nulo éxito. Con todo, la propuesta panoptista de Bentham no solo era irrealizable en la práctica, sino que, además, terminaba generando interpretaciones, aplicaciones y efectos tanto o más dramáticos que aquellos que pretendía combatir (Pérez-Fernández & López-Muñoz, 2020; Pérez-Fernández & López-Muñoz, 2022). De hecho, la condición de los manicomios no mejoró en exceso ni entonces, ni mucho tiempo después, pues al fin y al cabo a nadie importaba demasiado la suerte que los “locos” pudieran correr al otro lado de los muros. De este modo, la misma cuestión social que criminalizó a las brujas fue la que terminó por transformarlas en locas inútiles: del delito, al estigma y de la hoguera, al encierro.
1 Estos conceptos, como puede advertirse, hacen referencia explícita a las perseguidas tradiciones “infieles” del judaísmo y que fueron en gran medida diseñados y publicitados por la propia Inquisición, pues fue en sus actas donde más profusamente apareció.
2 Así, en 1184, en el Languedoc francés y con la intención de combatir las herejías albigense y cátara, se estableció su forma primigenia −la Inquisitio Haereticae Pravitatis Sanctum Officium− (Rust, 2012).
3 Tomado del occitano antiguo eretge, del latín tardío haereticum, “partidista, sectario”, y este del griego hairetikós, derivado de haireisthai, “escoger” (Nebrija, 1492).
4 Bula papal de 9 de diciembre de 1484. Cit., en Kramer & Sprenger (1971), pp. XIX-XX. Esta edición del Malleus Maleficarum es una reimpresión de la edición inglesa de 1928, realizada por Montague Summers, y de la que existe otra reimpresión realizada en 1948. La traducción que se ofrece es nuestra. Existe otra edición contemporánea del texto en lengua alemana preparada por J.W.R. Schmidt (2000), publicada previamente en Berlín (1906, 1922) y posteriormente en Viena (1938).
5 Hijo del noble genovés de origen bizantino y senador romano Arano Cibo (1377-1457) y de Teodorina de Mari (ca. 1380-1470), pasó su infancia en la corte napolitana del rey aragonés Alfonso V (1396-1458), fue elegido papa (el 213 de la Iglesia Católica) con 52 años y su pontificado, de casi 8 años de duración, tuvo lugar entre 1484 y 1492. Anteriormente fue obispo de Savona en 1467, obispo de Molfetta en 1472 y cardenal de la Curia romana desde 1473. La principal actividad pontificia de Inocencio VIII se centró en la organización de una nueva cruzada contra el Gran Turco, pero la falta de recursos económicos y la desunión de los reyes de la Cristiandad, incluyendo el constante conflicto del Vaticano con el Reino de Nápoles, imposibilitaron esta empresa. No obstante, pudo vivir, el mismo año de su muerte, la expulsión completa de los musulmanes de la Península Ibérica, tras la toma del Reino de Granada por los monarcas de Castilla y León, lo que sirvió de base para una de las fundamentaciones en la solicitud del título de “Reyes Católicos”. Su pontificado también estuvo marcado por la lucha contra la herejía valdense y husita, así como contra la brujería. De hecho, impulsó decidida y activamente las actividades de la Sagrada Congregación de la Inquisición en los reinos de Aragón y Castilla. Sobre su vida y obra puede consultarse a Serdonati (1829).
6 De origen genovés, Cibo llegó tarde a la carrera eclesiástica y alcanzó el papado como resultado del enconado enfrentamiento que mantenían Rodrigo Borgia (1431-1503), luego Alejandro VI, y Juliano della Rovere (1443-1513), luego Julio II. Apoyado por este último, de quien fue títere,sería elegido contra todo pronóstico en 1484.
7 Nacido en Sélestat −o Schlettstadt−, Estrasburgo (Francia), fue ordenado dominico muy joven, como era costumbre en la época. Fue profesor de teología durante bastantes años en Salzburgo, si bien su vida está repleta de episodios dudosos. En 1500 sería nombrado inquisidor de Bohemia y Moravia, jurisdicción en la que destacó por su furibunda persecución de la herejía. Es de rigor señalar que la actitud extremista de Kramer despertó no pocas perplejidades y oposiciones en la propia Iglesia, que se vieron acalladas cuando logró el apoyo incondicional de Inocencio VIII tras presentarle los resultados de una investigación sobre el terreno (Zamora Calvo, 2003).
8 Nacido en Rheinfelden, Argovia (Suiza), tuvo una vida menos controvertida. Miembro del Colegio de Docentes de la Universidad de Colonia y teólogo, fue siempre un gran devoto de la Virgen María, y entre 1472 y 1488 ejerció de prior del convento de Colonia.
9 Sobradamente conocidos son, por lo demás, los casos de criminales sistemáticos medievales y renacentistas cuyas andanzas se revistieron de elementos sobrenaturales, como los de Gilles de Rais (ca. 1405-1440), Erszébeth Báthory (1560-1614) o Peter Stubb (n.d.-1589) (Masters & Lea, 1970).
10 Conocido ante y sobre todo por sus aportaciones a la reflexión política y jurídica, Bodin fue un gran curioso que se introdujo, como jurista, también en el de la magia y la brujería, acerca de las cuales escribió dos célebres tratados –De la Demonomanie des Sorciers (1580) y De Magorum Daemonomania (1581)–.
11 Según este planteamiento, los cuatro contrarios que formaban el mundo –caliente, seco, frío y húmedo, que se correspondían con los cuatro elementos clásicos– se combinan en el cuerpo del ser humano para producir los diferentes humores, de tal manera que la mezcla de caliente y húmedo originaría sangre; caliente y seco, bilis; frío y húmedo, flema; y frío y seco, melancolía.
12 De hecho, los seguidores de Paracelso, conocidos popularmente como “iatroquímicos” o yatroquímicos, consideraron a la alquimia como una disciplina auxiliar de la medicina.
13 Aunque el florecimiento de la iatroquímica comenzó con los paracelsianos, ya en el siglo I autores como Pedacio –o Pedanio– Dioscórides Anazarbeo (ca. 40 - ca. 90) hablaban, en términos protofarmacológicos, de sustancias de origen mineral y vegetal que podrían utilizarse con fines curativos (Conrad & Nutton, 1995).
14 Andrés Laguna puede ser considerado como el prototipo de científico humanista del Renacimiento y una de las más brillantes figuras de la cultura europea de la época. Hijo de médico judeoconverso, cursó estudios de artes y de lenguas clásicas en diferentes universidades españolas y posteriormente medicina en París. En 1536 ejerció de profesor en la Universidad de Alcalá, y pronto inició sus habituales periplos viajeros, primero por Inglaterra y posteriormente, acompañando al Emperador Carlos V (1500-1558), del que fue médico personal, por los Países Bajos y Alemania, instalándose finalmente como médico en la ciudad de Metz, en Lorena, entre 1540 y 1545. Su inquieta vida continuó en Italia, donde permaneció hasta 1554, siendo nombrado doctor por la Universidad de Bolonia y alcanzando el puesto de médico personal del papa Julio III (1487-1555). Tras sendas estancias en Venecia, junto al embajador español y gran humanista Diego Hurtado de Mendoza (1503-1575), y en los Países Bajos, regreso a España en 1557, siendo también médico del rey Felipe II (1527-1598). Cuando se preparaba para formar parte de la comitiva que debía recibir en Roncesvalles a Isabel de Valois (1545-1568), el agravamiento de una dolencia intestinal, tal vez un cáncer rectal, le ocasionó la muerte en Guadalajara, el 28 de diciembre de 1559. Aunque escribió más de 30 obras de diversas materias, incluyendo las de orden filosófico, histórico, político y literario, además de las estrictamente médicas, la obra más conocida de Laguna es la traducción comentada de la Materia Médica de Dioscórides. Para profundizar en su vida y obra puede consultarse Sánchez Granjel (1990), García Hourcade & Moreno Yuste (2001), Sacristán & Gutiérrez (2013).
15 Las solanáceas constituyen un grupo de plantas, entre las que se encuentran el beleño, la belladona, la mandrágora, el estramonio, entre otras, muy ricas en alcaloides dotados de propiedades psicotrópicas y una gran actividad sedante, como la hiosciamina y la escopolamina. Estas plantas constituyeron un ingrediente habitual de los calderos y los ungüentos de las brujas (López-Muñoz, 2017; López-Muñoz, 2018), y más recientemente se utilizaron ampliamente en el ámbito de la Psiquiatría. Los usos psiquiátricos de estas plantas alcanzaron su máximo esplendor en la segunda mitad del siglo XIX, cuando se aislaron sus alcaloides, que constituyeron un ingrediente muy utilizado en los cócteles psiquiátricos que se aplicaban en esa época en las instituciones psiquiátricas, como el famoso Hyoscine CoA, que contenía hioscina, morfina y atropina, y se administraba a pacientes maníacos muy excitados y agresivos (López-Muñoz, Álamo & Cuenca, 2005).
16 El Dioscórides constituye la denominación popular y vulgarizada del tratado Sobre la Materia Médica, principal obra científica del médico griego Pedacio Dioscórides Anazarbeo. Una de las más relevantes versiones comentadas del Dioscórides fue la del español Andrés Laguna. Inicialmente publicada en Lyon, en 1554, con el título Annotaciones in Dioscoridem Anazarbeum, su reimpresión en Amberes en 1555 (Pedacio Dioscorides Anazarbeo, acerca de la materia medicinal, y de los venenos mortíferos) constituye la versión primigenia fundamental de esta obra, primera realizada en lengua castellana. El texto de Laguna tuvo un enorme éxito editorial y, hasta el siglo XVIII, fue reimpreso en 22 ocasiones.
17 Estos hechos sucedieron siendo Laguna un médico asalariado de la ciudad de Metz, en Lorena. En la casa de unos brujos condenados por las autoridades se encontró una olla medio llena de un ungüento verde, “con el que se untaban, cuyo olor era tan grave y pesado, que mostraba ser compuesto de yerbas en último grado frías y soporíferas: cuales son la cicuta, el solano, el beleño y la mandrágora” (Laguna, 1563). Posteriormente, ensayó Laguna esta pócima con una mujer afecta de tan profundos celos (la mujer de un verdugo municipal) que “había totalmente perdido el sueño y vuéltose casi medio frenética”. Tras ser untada, la mujer entró en un profundo sueño, de 36 horas de duración, del que fue difícil despertarla, aun utilizando diversos medios: “fuertes ligaduras y fricciones de las extremidades, con perfusiones de aceite de costino y de euforbio, con sahumerios y humos a narices, y finalmente con ventosas”. Al despertar, la mujer comentó que “estaba rodeada de todos los placeres y deleites del mundo...” (Laguna, 1563).
18 Más conocido como Juan Huarte de San Juan por su localidad de nacimiento, Saint Jean-Pied-de-Port, villa entonces perteneciente a la Baja Navarra. Huarte procedía de una familia hidalga, cursó estudios de filosofía en Huesca y se licenció en Medicina en la Universidad de Alcalá de Henares, en 1559. Su naturaleza viajera le hizo residir en diversas ciudades, como la propia Huesca, de la que podría haber sido incluso regidor, Granda, Baeza –villa de la que fue nombrado en 1566 médico vitalicio por el rey Felipe II– y Linares, donde fallecería (Iriarte, 1948)
19 Esta obra, impresa en Baeza, en 1575, por Juan Bautista de Montoya (1568-1617), tuvo que ser sufragada por un tercero (Conde Garcés) debido a la escasez de fondos de su autor, pero llegó a ser uno de los tratados científicos de mayor proyección en la Europa y América de la época. Del gran éxito de esta obra da fe el hecho de las cuatro reimpresiones españolas realizadas antes de que finalizase el siglo XVI, así como su traducción al francés (Lyon, 1580), italiano (Venecia, 1582) e inglés (Londres, 1594). En el contexto europeo se pueden contabilizar más de 50 ediciones del texto (Iriarte, 1948; Sánchez Granjel, 1988).
20 Se ha calculado, por ejemplo, que en la España de la época, entre el 10 y el 15 por ciento de la población de las ciudades se encontraría en condiciones de extrema miseria. Un porcentaje que se incrementaba en tiempos de crisis o carestía, pues las economías familiares eran muy inestables y se caía en la pobreza con gran facilidad.
21 Pérez de Herrera, por cierto, mantuvo una relación epistolar con el escritor Mateo Alemán (1547-1614), que le inspiraría para la creación de su famoso personaje, Guzmán de Alfarache (Geremek, 1991).
22 Una dinámica que recuerda sospechosamente a lo que acontece en la actualidad con el tratamiento que recibe en Occidente, en algunas circunstancias, el inmigrante de patera y cayuco, quien bajo el pretexto “humanitario” de la acción benéfica, en realidad, se aparta por ley de las calles, como colectivo molesto, antiestético, inquietante, estigmatizado o tenido por peligroso (Álvarez, 2012).
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