El loco como peligro Un debate entre psiquiatras y penalistas mexicanos, 1934-1938

El loco como peligro

Un debate entre psiquiatras y penalistas mexicanos, 1934-1938

Cristina Sacristán

Instituto Mora, Centro Público de Investigación Conahcyt, México. Correo electrónico: csacristan@mora.edu.mx


En 1939, el destacado psiquiatra argentino Nerio Rojas publicaba en las páginas de la revista mexicana Criminalia un extenso artículo sobre los criterios a seguir en los peritajes de psiquiatría forense. El también profesor de medicina legal en la Facultad de Ciencias Médicas de Buenos Aires, aprovechó para lamentarse del escaso respeto que los juristas sentían por los psiquiatras:

la Psiquiatría es, sin duda la parte de la Medicina Legal que ha suscitado más crítica y escepticismo en los medios judiciales. Los juristas han dicho a menudo cosas amargas contra los alienistas y su ciencia. Entre ellos ha habido de todo, desde el autor que negaba a la Psiquiatría utilidad forense y jerarquía científica, hasta el magistrado que hacía él mismo examen mental del sujeto y fundaba su diagnóstico contrario a los peritos, después de haber leído algunos libros de la especialidad.

A esta queja añadió que con motivo de una causa por homicidio donde participó en calidad de perito, la sentencia dictada por la Cámara del Crimen de Buenos Aires sostuvo que la psiquiatría carecía de la suficiente certidumbre para llegar a conclusiones definitivas por tratarse de una “ciencia nueva”. Los magistrados defendieron su posición al advertir la existencia de distintas opiniones según los autores, la carencia de una terminología única, el hecho de que un mismo síntoma se presentara en patologías diferentes y la falta de una separación nítida entre ellas hasta el punto de que las diversas escuelas “se combaten encarnizadamente” (Rojas, 1939, pp. 53-54).

Que el conocimiento científico se construyera desde la pluralidad y los paradigmas vigentes dialogaran entre sí, quizá no haya sido una mala idea, pero es comprensible que los jueces aludidos hayan querido contar con una ciencia que les brindara certeza para determinar la responsabilidad penal de un asesino. Si bien es cierto que históricamente la relación entre médicos y jueces no siempre fue tersa, hubo momentos donde se establecieron canales de comunicación. Incluso en medio del disenso, que juristas discutieran con psiquiatras puede interpretarse como un primer paso en pro del reconocimiento de la otrora llamada medicina de la mente. Semejante interlocución tuvo lugar en México con motivo de un debate sobre la peligrosidad del enfermo mental y los medios para contener esa amenaza mediante lo que el psiquiatra mexicano Alfonso Millán denominó la “profilaxis del crimen”. Una suerte de limpieza para retirar del espacio social a todos aquellos enfermos cuyo “índice de peligrosidad” fuera “manifiestamente elevado”. Tal posición alertó a los penalistas, no sólo porque dudaran de que la psiquiatría contara con los instrumentos para medir el grado de peligro que suponía un enfermo mental, sino porque privarlo de la libertad sin haber cometido un delito iba contra la Constitución aprobada en 1917, tras un proceso revolucionario que costó muchos muertos. En este artículo analizaremos el debate que se suscitó en esta controversia donde la psiquiatría entró en el terreno de la justicia. 1

EL CONTEXTO DEL DEBATE

Al calor de la Ilustración, la llamada escuela clásica de derecho inspiró la formulación de los primeros códigos penales decimonónicos desde una concepción nueva del delito, de la pena y del delincuente. El delito fue visto como una ofensa a la sociedad –ya no a Dios o al monarca– y se asentó sobre un principio dirigido a preservar las garantías individuales y la libertad de los ciudadanos: no hay pena sin delito. De manera que para establecer la responsabilidad penal de un delincuente era necesario que el individuo hubiera cometido una acción ilícita de forma voluntaria, libre y consciente, es decir, sin ningún tipo de coacción y teniendo conocimiento del hecho delictivo. Para ello, requería disponer de la capacidad para discernir entre el bien y el mal, en cuyo caso se hacía merecedor de un castigo, pues de antemano entendía las consecuencias de sus actos. Además, la pena debía ser proporcional al daño causado a la sociedad. Por el contrario, la escuela positivista, que se expandió a fines del siglo XIX, rechazó la idea del libre albedrío en tanto se pensaba que la conducta delictiva estaba determinada por una base biológica, psicológica y/o medioambiental (el famoso criminal nato); de ahí que el delincuente carecía de responsabilidad moral, aunque ello no lo liberaba de su responsabilidad social. Al causar un daño a otros miembros del grupo, la sociedad se adjudicaba el derecho a defender su existencia frente a aquellos que la amenazaban. Desde la doctrina de la defensa social, el delincuente se hacía acreedor a una medida correctiva al margen de si tuvo conocimiento del hecho ilícito, de ahí que prevenir el delito fuera más importante que castigarlo, sobre todo por la poca utilidad de las penas para contener la criminalidad ante sujetos que delinquían por factores ajenos a su control. Por ello, la sanción tenía que ser proporcional al grado de peligrosidad del delincuente y, más que los medios punitivos, procedía aplicar medidas de seguridad. Por otro lado, la noción del estado peligroso valía tanto para quienes habían cometido un delito como para los sospechosos de cometerlo, entre quienes se encontraba una población tan variopinta como los enfermos mentales, los menores abandonados, los vagos, los bebedores habituales, los toxicómanos o las prostitutas, susceptibles todos ellos de ser potencialmente peligrosos. Al trasladar esta doctrina al ámbito de la psiquiatría, los enfermos mentales quedarían sujetos a medidas correctivas y curativas en establecimientos médicos –tanto si habían cometido un delito como si no– lo que suponía el tratamiento del loco peligroso por medios científicos en vez de punitivos. Esta posición no fue compartida por todos los juristas, pero sí por quienes se acercaron a los psiquiatras que participaron en el movimiento internacional de higiene mental, cuya influencia se extendió en las primeras décadas del siglo XX con la mira puesta en la prevención. Tal estado de cosas supuso un desafío para la psiquiatría que se planteó cómo establecer y tratar la peligrosidad de un enfermo mental que no había cometido ningún crimen, pero también significó un reto para los juristas que debían elevar su cultura psiquiátrica. Al criminalizar determinadas patologías en virtud de su peligrosidad, la prevención de la enfermedad quedó ligada a la prevención del crimen, punto de encuentro entre psiquiatras y penalistas que, a veces, favoreció la convergencia y otras, abrió aún más la brecha entre estas disciplinas (Speckman Guerra, 2002; Campos, 2021, pp. 118-138).

En México, el Código Penal de 1872 se adscribió a la escuela clásica, el de 1929 –de vida muy efímera– a la escuela positiva y el de 1931 mantuvo una postura ecléctica ante las duras críticas que recibió su antecesor y se colocó en una posición intermedia que, sin enarbolar plenamente la noción del estado peligroso, conservó la doctrina de la defensa social. Algunos psiquiatras reaccionaron ante una legislación que les pareció ambigua, insuficiente y al margen del conocimiento científico porque no garantizaba la protección de la sociedad frente a los actos antisociales de los enajenados y porque la participación de la medicina en el nuevo ordenamiento jurídico resultaba bastante marginal. Además, el momento parecía propicio para que fueran escuchados porque el Estado mexicano posrevolucionario desplegó un programa que requirió la participación de los médicos de cara a establecer medidas profilácticas para el control del alcoholismo, las toxicomanías, las enfermedades mentales, las desviaciones sexuales y las tendencias al crimen, conductas en las que se creía que la herencia jugaba un papel importante, aunque podían prevenirse si se aplicaban las medidas adecuadas, entre ellas, el aislamiento (Urías Horcasitas, 2004). Por ello, a fin de conservar una población sana y productiva que contribuyera al proceso de reconstrucción nacional, durante la década de los treinta se incrementaron las campañas contra ciertos sectores considerados potencialmente peligrosos que, además, representaban una carga económica como los vagos y toxicómanos, quienes fueron retirados de las calles y recluidos en distintas instituciones (correccionales, hospitales, asilos) en una suerte de detención que afectó a miles de personas. Y fue precisamente el Código de 1931 el ordenamiento legal que robusteció la acción policiaca y dio legitimidad a estas redadas porque, si bien no prohibió la mendicidad y el consumo de drogas, amplió la gama de posibilidades para ser detenido (Lorenzo, 2018; Bautista Hernández, 2022). En la misma sintonía, el 22 de febrero de 1938 el Departamento de Prevención Social de la Secretaría de Gobernación dio el banderazo de salida a la Liga Mexicana de Higiene Mental con el propósito de llevar a cabo “una profilaxis efectiva de los trastornos nerviosos y mentales y de los delitos y crímenes” (Millán, 1938b, p. 387). Bajo este contexto, quien fuera su primer presidente, Alfonso Millán, fijó su postura sobre un marco legal que, a su juicio, no protegía ni al loco ni a la sociedad.

EL DEBATE

En 1938, el psiquiatra mexicano Alfonso Millán (1906-1975) dio a conocer en la revista Criminalia un artículo al que tituló “Consideraciones generales sobre la situación legal de los alienados en México”. Se trataba de un joven médico que había concluido sus estudios en París con una tesis que ya anticipaba su interés por la criminología y la psiquiatría forense titulada “La inadaptabilidad social de los epilépticos y su papel en la delincuencia”. Tras su estadía francesa, regresó a México para formar parte del cuerpo de facultativos adscritos al Manicomio La Castañeda, un establecimiento situado en la capital que llegó a albergar más de sesenta mil pacientes a lo largo de sus seis décadas de vida (1910-1968) y donde se forjó la primera generación de psiquiatras mexicanos a la que perteneció. Desde ahí, este grupo dirigió sus esfuerzos para consolidar un programa de atención pública que incluía tanto el tratamiento como la prevención bajo el paradigma de la higiene mental, en confluencia con los intereses del Estado mexicano. Millán, en lo particular, destacó por los numerosos trabajos sobre medicina legal (Ríos, 2016, pp. 26-39). Por ello, en el texto publicado en Criminalia externó su preocupación por la legislación sobre los enfermos mentales: la falta de un cuerpo normativo que regulara el ingreso en los manicomios, los problemas que planteaba su condición jurídica desde el punto de vista civil y toda la materia relativa a la responsabilidad penal. Un conjunto de aspectos que ameritaba contar con una Ley Federal para Alienados donde se contemplara la diversidad de situaciones en las que podían verse envueltos. Su trabajo mereció la réplica de un connotado jurista egresado de la Escuela Libre de Derecho, José Ángel Ceniceros (1900-1979), y uno de los integrantes de la comisión redactora del Código Penal de 1931, materia del debate. Además, en ese preciso momento dirigía la revista, una publicación especializada nacida en 1933 que aglutinó a los penalistas del México posrevolucionario y en cuyo seno se fraguó el nacimiento de la Academia Mexicana de Ciencias Penales (1940), de la que Ceniceros sería su primer presidente. Esta importante revista se hizo eco de las tendencias de su tiempo, entre ellas, la inquietud por la criminalidad que cotidianamente recogía la prensa, no tanto por el aumento en sí del crimen, sino por el incremento de la violencia y la crueldad, sobre todo, en los homicidios (Speckman Guerra, 2020). De modo que Ceniceros tenía pleno conocimiento de las amenazas sociales, pero no estuvo de acuerdo con la forma que propuso Millán para erradicarlas. 2

En primer término, el psiquiatra exigió una ley que obligara a reportar los casos de enfermos mentales peligrosos, tal y como ya se hacía con las enfermedades contagiosas:

para proteger la salud pública, los médicos estamos obligados, por las disposiciones legales en vigor, a declarar ante el Departamento de Salubridad los casos de enfermedades infectocontagiosas que conozcamos en el ejercicio de nuestra profesión. Nadie discute lo legítimo y útil de dicha medida. Pues lo mismo deberíamos hacer los médicos ante determinados estados de alienación mental, en los cuales el índice de peligrosidad de los enfermos aparece manifiestamente elevado. Todos los que ejercemos nuestra profesión de neuropsiquiatras, hemos tenido que luchar enormemente contra la ignorancia y los prejuicios para convencer a los familiares de la necesidad urgente del internamiento, y no es raro el caso en que dicho internamiento haya podido realizarse sino después de lamentables desgracias. En algunos casos, pues, el médico debería estar obligado a declarar las enfermedades mentales desde el punto de vista de la profilaxis del crimen.

Pensaba Millán en su propia experiencia en el manicomio donde ingresaban pacientes después de haber cometido un delito o lo perpetraban tras haber obtenido el alta. Como los enfermos delincuentes se encontraban a disposición de los jueces y los restantes a merced de los familiares, podían abandonar el manicomio sin que los médicos consiguieran oponerse. En un caso, porque los facultativos caerían en desacato a una orden judicial y en el otro, porque serían acusados de privación ilegal de la libertad. Añadió que con las leyes vigentes tampoco era posible “internar obligatoriamente a ningún enfermo mental si no ha cometido un delito” pese a que “nuestro criterio médico nos hace prever posibles reacciones antisociales graves”. Este lugar tan disminuido en que se encontraba la psiquiatría sólo podía ser revertido por un Estado comprometido con la protección de la sociedad haciendo “obligatorio el internamiento en determinadas condiciones, aunque [los enfermos] no hayan delinquido y tomando en consideración su índice de peligrosidad”. Una tarea donde claramente debían intervenir los psiquiatras y no los jueces ni las familias.

Ciertamente, Millán creía que el artículo 68 del Código Penal de 1931 concedía atribuciones a las autoridades judiciales que debían transferirse a los médicos. A la letra, el artículo decía:

Los locos, idiotas, imbéciles, o los que sufran cualquiera otra debilidad, enfermedad o anomalía mentales, y que hayan ejecutado hechos o incurrido en omisiones definidos como delitos, serán recluidos en manicomios o en departamentos especiales, por todo el tiempo necesario para su curación y sometidos con autorización del facultativo, a un régimen de trabajo. En igual forma procederá el juez con los procesados o condenados que enloquezcan, en los términos que determine el Código de Procedimientos Penales. 3

Para Millán, una vez dictada esta medida de seguridad, que no suponía una condena, el destino del enfermo debía quedar en manos de la ciencia: “nos parece sensiblemente torpe poner bajo el cuidado de la autoridad judicial a personas que necesitan, sobre todo, el cuidado administrativo: el alienado delincuente es prácticamente condenado a estar internado en establecimiento especial ‘hasta su curación’, como se dice en la sentencia, y mientras, sigue el juez de la causa teniendo autoridad sobre el asunto”. En cambio, “parece más lógico y científico que el Poder Judicial suprima toda acción con respecto a los delincuentes alienados a partir del momento en que se les reconozca como tales, entregándolos entonces al órgano del Estado encargado de la ejecución completa de todas las medidas tendientes a la protección eficaz de la sociedad”. Y agregaba: “tan pronto como un delincuente es declarado por personal competente un enfermo mental, el Poder Judicial debería cesar en su intervención, poniendo a aquel enfermo en manos del Poder Ejecutivo-Administrativo a efecto de que éste, mejor capacitado, se encargue de curarlo por los medios que le parecieran más apropiados y pudiendo ponerlo en absoluta o relativa libertad, cuando así lo juzgara posible”. Para Millán, las decisiones que involucraban el ingreso, tratamiento y alta de los enfermos mentales delincuentes e incluso, de los que no habían delinquido, sólo podía ser competencia de la psiquiatría en tanto ciencia especializada, perdiendo los jueces toda jurisdicción sobre ellos. Además, el artículo 69 concedía al juez la posibilidad de que un loco peligroso continuara en el seno de la sociedad, pues bastaba con que impusiera “fianza, depósito o hipoteca” hasta por la cantidad de diez mil pesos a las personas responsables de un “alienado delincuente”, para garantizar el daño que pudiera causar en un futuro por no tomar “las precauciones necesarias para su vigilancia”. De manera que el cuidado doméstico sustituía a la custodia médica. Desde luego, una ofensa para estos jóvenes psiquiatras que se afanaron por dar credibilidad a su ciencia y que cotidianamente advertían los inconvenientes de la falta de una regulación más integral. Así, mientras en el manicomio, los familiares aprovechaban los días de visita para que los internos firmaran todo tipo de documentos y manejar sus bienes, los jueces les notificaban sobre procedimientos judiciales como si fueran plenamente capaces y comprendieran tales requerimientos, a los que también daban acuse de recibo estampando su firma.

Pero el asunto que más ámpula levantó fueron las circunstancias que el Código Penal estableció como excluyentes de responsabilidad, es decir, aquellas que podían derivar en la absolución de un imputado. De acuerdo con el artículo 15, entre las excluyentes se encontraba una que aludía directamente al campo psiquiátrico: “hallarse el acusado, al cometer la infracción, en un estado de inconsciencia de sus actos, determinado […] por un trastorno mental involuntario de carácter patológico y transitorio”. Para Millán, este artículo reflejaba una ignorancia respecto a “las tendencias modernas y los conocimientos actuales de la psiquiatría”, pues entre los trastornos transitorios se encontraban “los enfermos más peligrosos socialmente hablando”. Por ejemplo, ciertos epilépticos que actuaban en estado de automatismo mental y algunos maniacodepresivos, cuyo padecimiento era cíclico, transitorio e involuntario. Además, lamentaba que el criterio seguido por los juristas no hubiera sido el de la defensa de la sociedad donde no podían hacerse excepciones ya que todos, locos o no, socialmente eran responsables de sus actos. De ahí que, para él, este Código constituía un “retorno disfrazado” a la escuela clásica que contemplaba la responsabilidad atenuada a partir de la noción de libre albedrío, un concepto superado desde el Código de 1929.

En su respuesta a Millán, el jurista José Ángel Ceniceros se centró en discutir la pertinencia del artículo 15 para demostrar que el Código de 1931 se apegaba a la doctrina de la defensa social y pasó de largo por los otros cuestionamientos. Aseguró que fue redactado por médicos mexicanos, sin señalar quiénes, cuántos, de qué especialidad o en qué autores se apoyaban, por lo que este argumento caía en un vacío. Sin embargo, aceptó que introducir el estado de inconsciencia como excluyente de responsabilidad constituía una excepción al principio admitido por la escuela positiva de que “el loco es responsable”, no con el fin de castigarlo, sino de “sujetarlo a un tratamiento y a una reclusión, que al mismo tiempo que permita intentar su curación, evite a la sociedad el peligro que puede causarle si está libre”. De ahí que el Código considerara socialmente responsables a los enfermos mentales con independencia de “sus condiciones psicofísicas”, incluso sin haber conocido la ilicitud del acto perpetrado. Sin embargo, tal excepción se introdujo porque al preguntarle a los médicos si “hay casos de individuos que cometan un delito en momentos en que estén privados de razón, en condiciones tales que, a pesar de ello, no signifiquen un peligro social”, contestaron que, en efecto, existían sujetos que no representaban “para la sociedad ningún peligro, a pesar del acto realizado”. De manera que tal excepción no obedecía a un retorno a la escuela clásica, sino al hecho de que estos individuos no ameritaban sanción alguna o medida de seguridad dado que no eran peligrosos. Y justo para estos casos se previó el artículo 15, creyendo que “el criterio más científico y útil” era establecer “el estado de la conciencia, que es fácil de hacerse tanto en el momento de la comisión del delito como algún tiempo más tarde”, tocándole al médico perito determinar “si la conducta del sujeto fue instintiva y automática”, es decir, si se trató de una “perturbación pasajera de las facultades psíquicas”. Finalmente, Ceniceros señaló que el artículo 15 sólo se refería al “trastorno mental”, siendo su característica la temporalidad, mientras que el artículo 68, que mandataba la reclusión en un manicomio “por todo el tiempo necesario para su curación”, expresamente aludía a la enfermedad mental por su carácter de permanente: “por trastorno mental debe entenderse toda perturbación pasajera de las facultades psíquicas”.

Hubiera sido interesante una contrarréplica por parte de Millán, que no se produjo, porque considerar crónico al enfermo mental y establecer su encierro en tanto no se alcanzara su curación, suponía un cautiverio de por vida. En los hechos, esta medida de seguridad, aunque no fuera punitiva, resultaba más gravosa que seguir un proceso en forma, dictar auto de formal prisión, recibir la sentencia conforme al delito cometido y purgar la pena de prisión por un tiempo determinado. Precisamente, la indeterminación de la medida de seguridad era el punto más débil de esta doctrina de la defensa social, pues al pretender impedir la repetición del delito, condenaba al enfermo mental a ser apartado de la convivencia social por un tiempo indefinido. Como Millán compartía la necesidad de proteger a la sociedad de sujetos considerados temibles, no discutió este aspecto salvo por el hecho, ya mencionado, de que el loco debía quedar bajo la exclusiva competencia de los psiquiatras y no de los jueces. Llevaba razón en que el Código Penal de 1931 se adscribió a la doctrina de la defensa social, con la excluyente señalada, pero sólo parcialmente a la del estado peligroso. Mientras que la comisión redactora del Código concedió al juez la posibilidad de tomar en cuenta la potencial peligrosidad de un sujeto que había delinquido (estado peligroso postdelictual), no dio por buena la idea de recluir a un loco ante sospechas de peligrosidad si no había cometido ningún delito (estado peligroso predelictual), pues significaba privarlo de derechos garantizados por la Constitución.

No deja de sorprender que uno de los más importantes representantes de la psiquiatría mexicana de ese momento y experto en medicina legal, como Alfonso Millán, tuviera una postura más extrema que los propios juristas, pues a los médicos tocaba poner la mira en la recuperación de los pacientes. Sin embargo, desde la psiquiatría forense, el médico no sólo debía distinguir entre distintos estados de conciencia, sino también entre locos inofensivos y peligrosos, es decir, rendir un dictamen médico y de seguridad teniendo presente las posibles consecuencias de sus actos. Surge entonces la pregunta de por qué no prosperó la propuesta de Millán en un contexto en el que legislaciones de otros países, ampliamente conocidas y discutidas en México por parte de connotados juristas, admitieron la peligrosidad predelictual aun cuando violaba las garantías penales constitucionales. Además, nuestro país atravesaba por un momento político que hacía propicia su adopción, pues el Estado compartía los postulados de la higiene mental proclives a la profilaxis del crimen y la locura.

EL TRASFONDO DEL DEBATE

En España, al triunfo de la Segunda República, fue aprobada la muy conocida Ley de Vagos y Maleantes de 1933, un ordenamiento que dio cabida a la peligrosidad predelictual para determinados grupos en función de variables como los lugares que frecuentaban, su trato con criminales, el hecho de que falsearan su identidad o domicilio, el no poder justificar la posesión de dinero o bienes, promover juegos prohibidos, incitar a la embriaguez a menores de edad, ser mendigos profesionales y todo un largo etcétera que incluía a vagos, ebrios y toxicómanos habituales, lisiados, proxenetas y enfermos mentales. Esta ley contempló medidas de seguridad por tiempo determinado o indeterminado en condiciones de aislamiento, ya fuera con fines curativos, bajo un régimen de trabajo o simplemente de custodia, que sólo podían ser aplicadas por los tribunales. Lo curioso es que los muy notables juristas que la redactaron, Luis Jiménez de Asúa y Mariano Ruiz-Funes (este último exiliado en México tras la Guerra Civil), no la consideraron inconstitucional, aunque privaba de la libertad a quien no había cometido ningún delito. La suscribieron con el argumento de su confianza en el conocimiento científico para diagnosticar y tratar “estados peligrosos endógenos” y porque mediaba la instancia judicial, lo que dejaba a salvo su uso por razones de persecución política o de otro tipo. Sin embargo, la recepción de esta ley en México no tuvo una buena acogida porque penalistas notables como José Almaraz, Luis Garrido o Emilio Pardo Aspe creyeron que adoptar un ordenamiento semejante acabaría con el principio de comprobar de manera objetiva un daño tipificado como delito mediante un procedimiento judicial para luego, restringir derechos. Concretamente, José Ángel Ceniceros afirmó que el Código de 1931 dejó fuera la peligrosidad sin delito porque cualquier apreciación sobre la probabilidad de que un sujeto cometiera un crimen era incierta, estando sujeta a error, lo que redundaría en una privación de la libertad totalmente arbitraria y opuesta al marco constitucional (Speckman, 2023, pp. 107-129). Esta desconfianza de la judicatura hacia la psiquiatría se mantuvo con el paso de los años, al menos por un tiempo, como puede apreciarse en el testimonio del propio Millán que todavía en 1950, más de una década después de este debate, se quejaba de que el Código de 1931 seguía sin armonizarse a los conocimientos científicos. Empezó por recordar que “nunca han sido publicados” los nombres de los peritos médicos que asesoraron a los redactores del Código, extrañándose de las razones para ocultarlos. Se quejó después de que el artículo 68 no se hubiera modificado, pues conservaba la mención a “locos, idiotas, imbéciles o los que sufran cualquier otra debilidad, enfermedad o anomalía mentales”. Para ese momento, el empleo de la palabra loco le pareció “por lo menos desafortunado”, ya que no designaba “ninguna de las diversas entidades nosográficas de la neuropsiquiatría”. Recurrir a una noción “definitivamente abandonada en nuestra especialidad” oscurecía el problema de la responsabilidad penal en vez de alumbrarlo. Así que las medidas contempladas continuaban siendo “muy poco satisfactorias” por la falta de correspondencia con los progresos de la psiquiatría en los últimos años. Terminaba enlistando todo lo que había repetido desde tiempo atrás: la necesidad de reformar el Código Penal, establecer manicomios especiales para enfermos mentales delincuentes, crear el Instituto de Medicina Legal y Psiquiatría, expedir una ley general sobre alienados y realizar campañas para prevenir los riesgos de las enfermedades mentales (Millán, 1950). Seis años después, volvió sobre la demanda de una ley de carácter federal que fuera de cumplimiento en toda la República y abarcara todos los aspectos relacionados con la salud mental. Bastante decepcionado, pero sin perder la esperanza, él mismo la redactó y la dio a conocer en las páginas de Criminalia, no sin antes advertir que “dicha falta de legislación habla muy mal del grado de madurez y de evolución de nuestro país, ya que respetar al enfermo, privado del fundamental bien que es la llamada ‘razón’, considerarlo como persona que sufre la peor de las debilidades y, por consecuencia, atenderle, protegerle y curarle, representa un grado de evolución y de justicia social al que México no ha llegado hasta hoy”. Apuntó también que le gustaría saber por qué “las voces que han reclamado esa legislación no han tenido éxito hasta hoy” dado que otros médicos y criminólogos también habían mostrado su preocupación. En clara referencia a la indolencia de la sociedad, y no sólo del Estado mexicano, urgió a reflexionar sobre “las razones psicológicas por las que la sociedad mexicana sigue teniendo, frente al enfermo mental, una actitud de indiferencia y de egoísmo” (Millán, 1956, p. 262). 4

No tengo una respuesta a estas interrogantes, pero lo cierto es que el planteamiento de Millán mereció ser discutido por la judicatura en la revista más importante del momento, pero no fructificó y hasta donde se sabe, no se trasladó a la práctica judicial mediante algún tipo de cuestionamiento al Código o de su posible reforma al momento de extender los peritajes psiquiátricos, quedándose prácticamente fuera de los juzgados. Para el juez, cabía administrar justicia con apego a la ley que, en este caso, invitaba a ser fiel a la Constitución en un difícil equilibrio entre respetar los derechos de los enfermos mentales y no descuidar la defensa de la sociedad. Pero más allá de este debate circunscrito a un momento histórico muy particular, valdría la pena escudriñar en la apatía señalada por Millán, ese desinterés manifiesto por el Estado y la sociedad, un tema aún por estudiar.


1 Todas las referencias a la posición del doctor Alfonso Millán Maldonado en Millán (1938a).

2 Todas las referencias a la posición del jurista José Ángel Ceniceros en Ceniceros, 1938.

3 Todas las referencias a artículos del Código Penal de 1931 en Secretaría de Gobernación, 1931.

4 Médicos y criminólogos que aportaron a este debate fueron Carrancá y Trujillo, 1935, Quiroz Cuarón, 1937 yQuevedo, 1938.

REFERENCIAS

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