Conciencia moral y disposición ética

Conciencia moral y disposición ética

 

José Luis Díaz Gómez

Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina, UNAM y Academia Mexicana de la Lengua.


LA CHISPA PREVENIDA: CONCIENCIA DEL BIEN Y DEL MAL

La genealogía de la palabra conciencia en lengua castellana muestra una evolución de ocho centurias que irradia luces sobre la moral y los tiempos que la interpretan y la aplican 1 . Según el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico de Joan Corominas, el término conciencia deriva del latín conscientia, que significa “conocimiento” o “convicción,” y se documenta desde el siglo XIII en Las Siete Partidas del Sabio Rey Don Alonso el Nono y en  el Libro del cavallero Zifar de 1300. Otro antecesor del vocablo se halla a finales del siglo XIV en la obra Tratado de la Doctrina de Pedro de Veragüe (1864), quien confiesa condolido: “Por lo cual soy acusado de mi conçençia que cruelmente me atormenta recordándome los yerros e maculas en que cay” (sic, consultada en la Biblioteca Cervantes). El mismo significado para el término conscientia en latín se encuentra en numerosos pasajes precristianos (Campos, 1962) y es explícito el refrán del latín clásico conscientia mille testes: “la conciencia es mejor que mil testigos.” Esta acepción se sigue expresando hasta hoy en la oración católica del Confiteor, el “Yo confieso” o “Yo pecador,” el acto de contrición preparatorio del ritual de la misa y de la confesión, donde los fieles repiten mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa mientras percuten mansamente su pecho en señal de arrepentimiento y pesadumbre por sus faltas y pecados.

Este fervoroso motivo se remite a los Padres de la Iglesia y en particular al concepto de la “chispa o centelleo de la conciencia” (scintilla conscientiae) de San Jerónimo, metáfora de un “fulgor espiritual” que permitiría al ser humano alumbrar la verdad y detectar sus pecados para poder arrepentirse y corregirse. Esta chispa fue posteriormente denominada sindéresis por Tomás de Aquino como la disposición natural de la razón para aprehender los principios morales y como el repositorio de esos principios ( Morandín Ahuerma, 2009). Estas definiciones y plegarias manifiestan la creencia en una facultad psíquica innata y singular capaz de atestiguar y juzgar las propias acciones, así como de purgarlas mediante la culpa, el arrepentimiento y la penitencia.

Un sentido similar, aunque menos cargado de falla y de falta, se ubica en obras lexicográficas. Es así que el término conciencia se documenta por primera vez en el Vocabulario de las dos lenguas toscana y castellana, de Cristóbal de las Casas (1570) y se define de la siguiente manera en el Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias (1611): “es ciencia de sí mismo, o conciencia certísima y casi certinidad de aquello que está en nuestro ánimo bueno, o malo.” Este mismo concepto de testimonio moral natural e innato se encuentra en la primera edición del Diccionario de la lengua castellana (Autoridades), de la Real Academia Española (RAE) de 1729. La edición de 1780 de este mismo lexicón define conciencia como “ciencia o conocimiento interior del bien que debemos hacer y del mal que debemos evitar, y regla segura para conocer el bien o el mal que hemos hecho.” En todos estos casos está claro que la palabra ciencia no se refiere a la actividad científica moderna y sus resultados de conocimiento certero y validado, sino a su heraldo histórico: el conocimiento como acto y experiencia de saber algo sobre uno mismo de forma inmediata y directa, uno de los sentidos que desde entonces fue adquiriendo la palabra.

La conciencia moral entendida como escolta, regla y juez sobrevive y permea en la cultura popular de Occidente. A guisa de ejemplo, recordemos a Pinocho, la célebre caricatura fílmica de Walt Disney de 1940, basada libremente en el cuento de Carlo Collodi, publicado originalmente en 1883. En la película, cuando el muñeco de madera le pregunta a Pepe Grillo, en presencia del Hada Azul, qué es la conciencia, éste le explica: “¿Te lo diré: la conciencia es esa débil voz interior que nadie escucha, por eso el mundo anda tan mal…” Pinocho le interrumpe: “¿eres tú mi conciencia?” En respuesta, el Hada Azul inviste a Pepe Grillo, tocándolo con su chispeante varita mágica y diciendo: “serás la conciencia de Pinocho, señor guardián del bien y del mal, consejero en los momentos de tentación.” Reaparece aquí la chispa fulgurante (¿la scintilla concientiae de San Jerónimo?) como la luz de la conciencia moral. La referencia religiosa de la película no es inusitada: según Wikipedia, en el original en inglés, el grillo se llamaba Jiminy Cricket, eufemismo por aliteración ( minced oath) de Jesus Christ. Se plantea aquí que Pinocho, a pesar de ser un muñeco de madera (es decir, de materia) animado y parlante no es plenamente humano porque no tiene conciencia moral; pero esta le acompañará provisionalmente en la figura de Pepe Grillo. Pinocho deberá “dar un silbidito” para que el Grillo lo oriente en los momentos de tentación, un barrunto del libre albedrío necesario para poder convertirse “en un niño de verdad.” Cuando esto finalmente sucede, Pinocho ya no es de madera sino de carne y hueso (y seso), supuesto aposento natural de la conciencia. Esta “voz interior” mencionada por Pepe Grillo tiene una larga historia; por ejemplo, en varias fuentes clásicas se dice que Sócrates escuchaba y recogía un voz interior que le indicaba lo que debía y no debía hacer ( Morin, 2009).

La edición del diccionario de la RAE de 1984 registra una acepción de conciencia más amplia y acorde con el sentido cognitivo de la autoconciencia: “propiedad del espíritu humano de reconocerse en todos sus actos, pensamientos y deseos, como agente de todos ellos.” Finalmente, en la vigesimosegunda edición de 2001 se consignan los significados de consciencia (en este caso con sc) como “conocimiento inmediato o espontáneo que el sujeto tiene de sí mismo, de sus actos y reflexiones” y “capacidad de los seres humanos de verse y reconocerse a sí mismos y de juzgar sobre esa visión y reconocimiento.” De estas formas, se identifica el término como la capacidad de reflexión y reconocimiento de sí, propios de lo que denominamos autoconciencia. No es sino hasta esta edición de 2001 que se registran las acepciones relacionadas con el acto psíquico elemental de sentir o percatarse y no necesariamente a la capacidad reflexiva del ser humano.

Estas acepciones se amplían en la vigesimotercera edición de 2014 del diccionario de la RAE, donde la voz conciencia remite a varios significados, que puedo resumir en tres principales: (1) el cognitivo: la capacidad de sentir, conocer, reconocer, reflexionar, sentirse presente y relacionarse con la realidad; (2) el reflexivo: el conocimiento inmediato o espontáneo que el sujeto tiene de sí mismo, de sus procesos mentales y de actuar con plena consciencia de lo que hace; la actividad mental por la que se advierte como diferente del objeto que conoce; (3) e l moral: el conocimiento del bien y del mal o el sentido ético que permite a la persona conocer y enjuiciar los actos propios y ajenos. De manera afín a este último sentido, el Diccionario panhispánico de dudas (2005) de la RAE consigna que conciencia significa: “reconocimiento en ámbitos de ética y moral, o sea: conciencia del bien y el mal.”

El artículo sobre conciencia elaborado por el filósofo marxista Étienne Balibar (2018) para el Vocabulario de las filosofías occidentales tiene 17 páginas y empieza así: “ Aún cuando se ha forjado por filósofos, el concepto de ‘conciencia’ se ha vuelto absolutamente popular denotando ‘la relación consigo mismo’ del individuo o del grupo.” Favorece así la acepción de autoconciencia sobre el sentido más básico de conciencia como sentir, advertir ( awareness en inglés) o saber. Destaca este artículo la capacidad de testimonio interior que detectamos desde el siglo XIII, una especie de desdoblamiento subjetivo entre un observador y una observación que, además de suponer una introspección, emite un juicio sobre aquello que el observador presencia. Este potencial desdoblamiento, este acompañarse a sí mismo, esta capacidad reflexiva del ser humano, es lo que permite la conciencia moral para poder realizar el juicio del bien o del mal.

Pasando por alto la extensa tradición cristiana, Balibar menciona que esta escisión tiene antecedentes en los héroes griegos que mantienen conversaciones consigo mismos como manifestación de ese “diálogo del alma con ella misma” que Platón definió como el pensamiento. El autor rescata un dato histórico de interés cognitivo: para los estoicos la conciencia de sí no viene dada, sino que se construye mediante la concentración, la memoria y la recapitulación, procesos propios de la autoconciencia. Agrega que esta última asociación cristaliza en la Reforma de Lutero donde se subraya la “libertad de conciencia” de cada quien para juzgar en su “fuero interno,” lo cual constituye una reivindicación de la autonomía individual, que fuera esencial en la Reforma. T odo el ensayo de Balibar se refiere a los “términos intraducibles” que supuestamente equivalen en diferentes lenguas, pero implican significados imposibles de traducir adecuadamente. En la última frase de su artículo, Étienne Balibar apuesta que el significado de los términos asociados en otras lenguas occidentales sólo podrá abordarse de manera transdisciplinaria:

La cuestión de saber qué sitio ocuparán las palabras y las nociones de conscience, consciousness y awareness, Bewusstein, Gewissheit y Gewissen, en el punto de encuentro de la filosofía, de las ciencias y de la ética, incluso de la mística, tanto en el lenguaje común como en las lenguas cultas, parece extremadamente abierta.

Principios morales y autonomía responsable

Acabamos de ver que el sentido moral del término “conciencia” en español se registra desde el siglo XIII y se mantuvo a través del tiempo como referencia a una “chispa”, una “luz” o una “voz” interiores que proporcionan al ser humano el conocimiento certero e inmediato de si sus actos son buenos o malos. En el prolongado encuadre de las religiones monoteístas, todo indica que la conciencia moral se ha considerado como una facultad espiritual ingénita que permite a los seres humanos discernir sus faltas o pecados para arrepentirse y así conseguir el perdón y la gracia. Además de este motivo religioso, la conciencia moral ha sido objeto de interés y análisis para la filosofía, la jurisprudencia, la sociología y otras disciplinas humanas y sociales, a las que actualmente se agregan la ciencia cognitiva y la neuroética.

Julio Campos (1962), escolapio y filólogo español, publicó una extensa indagación en textos clásicos y medievales sobre los significados del vocablo conscientia en latín. E ncuentra que existen dos sentidos en esta palabra; denomina al primero “convicción” y se refiere a la conciencia psicológica de sentir o darse cuenta de lo que ocurre, en tanto que el segundo sería la conciencia moral como “testigo que obliga o acusa.” En las numerosas fuentes y diversos autores que Campos revisa prevalece con mucho este último, el sentido moral. Estas incluyen secciones del Antiguo Testamento (en especial de Libros Sapienciales) y del Nuevo Testamento (en particular ciertas epístolas de San Pablo) y de autores romanos tan clásicos como Cicerón o Séneca. El padre Campos sugiere doctamente que se mantenga el significado moral para el término conciencia por su derivación latina de orden moral, y que se utilice c onsciencia (con sc) para designar al sentir y advertir en general. De esta manera se distinguirían los dos significados, como ocurre en inglés ( conscience, sentido moral y consciousness, sentido cognitivo) y en alemán ( Gewissen, sentido moral y Bewusste, sentido cognitivo).

El sentido moral de la conciencia ha dado lugar a un amplísimo y controvertido análisis filosófico. Varios de los mayores pensadores europeos han considerado que los requerimientos morales son racionales, idea que llevó a Emmanuel Kant a plantear que actuar moralmente está dictado por un principio general, fundamental y racional propio de la mente humana que denominó el imperativo categórico. En su “Metafísica de las costumbres” de 1785 el propio Kant lo formuló en una frase muy conocida y ampliamente analizada en la ética: “actúa sólo de acuerdo con aquella máxima por la cual puedes desear que se convierta en una ley universal.” Es esta una llamada a conducirse de acuerdo con un propósito que podría aplicarse a todos los seres racionales, porque el sujeto advierte que sería deseable actuaran así en circunstancias similares y en cualquier mundo posible. El imperativo exige que nos tratemos a nosotros mismos y a los demás como fines y no como medios, de reconocer que hay en todos un principio de humanidad que tiene la máxima jerarquía, pues toda persona representa un valor absoluto.

El imperativo categórico tiene consecuencias patentes en referencia a la autonomía y a la libertad porque, aunque éstas se suelen considerar atributos de la persona para actuar sin imposición, consisten en actuar volitivamente dentro de los límites que impone el propio imperativo. Es decir, la persona moral concede a esta ley universal y natural una autoridad decisiva sobre sí misma, como un deber que no se deriva de mandamientos o leyes externas, sino de actuar como lo dicta y requiere una ley moral que el sujeto advierte, asume y acata en su fuero interno. Lejos de la posibilidad de actuar sin límites ni restricciones, la libertad consistiría en conducirse de acuerdo con ese imperativo porque, independientemente de sus inclinaciones y deseos, el sujeto puede no hacerlo, pero elige libremente actuar de esa manera. En suma: la libertad entendida como autonomía responsable y no como albedrío egocéntrico, arbitrario y despreocupado del bienestar ajeno.

Kant produjo una revolución en el terreno moral: los imperativos y preceptos sustentados en la razón no tienen necesidad de apelar a legitimación alguna más allá de su propia racionalidad intrínseca y por ello la razón humana adquiere el rango de legisladora autónoma. La noción enfrentó interpretaciones y críticas que significaron en buena medida el progreso de la ética moderna. Por ejemplo, hay otras explicaciones de la conciencia moral, como la del filósofo pragmatista John Dewey (1948) quien consideraba que los seres humanos aplican su inteligencia para mejorar sus juicios y acciones morales de acuerdo a las consecuencias que tienen sus acciones. El progreso moral depende de la adopción de hábitos que se juzgan satisfactorios no sólo para quien los adopta, sino para los demás. Lo que garantiza el valor de los actos no sería un dictado a priori de valores éticos, como lo planteó Kant, sino las consecuencias de la conducta. Más tarde se sugirió que en la conciencia moral intervienen intuiciones, emociones, imágenes y otras facultades de la mente y que contribuyen en su formación tanto inclinaciones innatas como desarrollos derivados de la experiencia.

Diversas evidencias provenientes de las ciencias han irrumpido en la discusión sobre la conciencia moral y la conducta ética. Por ejemplo, la psicología evolutiva ( Vogel, 2004), la etología ( Bekoff y Pierce, 2009) y la primatología ( Flack y de Waal, 2000) han mostrado que diversas especies animales muestran comportamientos sociales indicativos de justicia, cooperación y moralidad, lo cual abre una interpretación evolutiva para afirmar que se hayan seleccionado preceptos de comportamiento social por su valor adaptativo durante la hominización. En este sentido se podría plantear al imperativo categórico kantiano como una facultad hasta cierto punto congénita y adaptativa de las especies sociales, en particular de la humana. Algunos modelos recientes de la ciencia cognitiva en referencia a la cooperación y la justicia sugieren que la moralidad basada en la proporcionalidad es altamente intuitiva para los seres humanos ( Haidt, 2001; Buckholtz y Marois, 2012).

Por otro lado, y en un sentido aparentemente contrario a la etología, la investigación etnológica ha mostrado que las intuiciones y criterios morales varían entre las culturas humanas, lo cual cuestiona la idea de que existen principios morales universales en la especie. La noción de que l os principios varían en las diferentes culturas ha dado origen o ha reforzado un relativismo moral popularizado por la escuela de antropólogos estadounidenses encabezada por Franz Boas y su alumna Margaret Mead, el cual asienta que hay profundos desacuerdos entre comunidades o pensadores de tal manera que los juicios morales no son absolutos, sino dependen de estándares, prácticas o convicciones ( Herskovits, 1972). Pero sucede que la historia y la etnología también han mostrado concordancia en diferentes tiempos y lugares sobre ciertos actos universalmente aborrecibles, como son el asesinato, la violación o el robo, y por esa razón se pueden interpretar como principios éticos innatos o inherentes al ser humano. El principio estipulado en la célebre Regla de Oro — “trata a los demás como querrías que ellos te trataran a ti” — se encuentra en prácticamente todas las religiones o tradiciones culturales y depende de la empatía y de la reciprocidad. Ahora bien, la Regla de Oro no es un mandato obligatorio y tampoco es infalible, porque no siempre lo que uno desea para sí coincide con lo que otro desea y porque, aún cuando el agente se esfuerce en predecir y comprender lo que el otro quiere para guiar su acción, puede equivocarse en su atribución. Esto implica que es posible mantener una moralidad objetiva y universal en ciertas cuestiones morales y ser relativista respecto a otras ( Wright, 2018).

Aunque no siempre es posible encontrar opciones o respuestas correctas a los múltiples dilemas morales que enfrentamos en la vida diaria, la responsabilidad del individuo frente a sí mismo y a los demás constituye la formulación actual de la autonomía y la autenticidad, temas que requieren de una revisión adicional porque atañen a la autoconciencia moral. En La otra voz, Octavio Paz (1990)consignó una reflexión que rescata Fernando Savater en su bien conocida Ética para Amador y en la que resurge la metáfora de la chispa, figurada en este caso por el relámpago:

La libertad no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí o No. En su brevedad instantánea, como a la luz del relámpago, se dibuja el signo contradictorio de la naturaleza humana.

Autonomía moral

A partir de la Ilustración y del triple lema de la Revolución Francesa, la libertad y la autonomía necesaria para ejercerla se han convertido en valores humanos centrales e indispensables. Sin embargo, no es fácil discernir si una persona o uno mismo es efectivamente autónomo y libre en el sentido de ser capaz de generar su propio código de valores y con esa base emprender las acciones para realizar un proyecto de vida propio, singular y auténtico que, por añadidura, respete la autonomía y el bienestar ajenos.

P ara suponer que una persona es verdaderamente autónoma sería necesario ratificar que posee y ejerce de manera coordinada y oportuna las siguientes 10 capacidades neurocognitivas, propias de un agente dotado de voluntad y conciencia de sí en referencia a su entorno físico, social, ecológico:

(1) reflexión: la capacidad introspectiva de discernir y evaluar sus propias motivaciones, deseos, actitudes, normas o creencias;

(2) aspiración: la capacidad prospectiva de formular anhelos, propósitos e ideales sobre su vida actual o futura;

(3) resolución: la capacidad táctica de razonar, deliberar y elegir entre posibles alternativas la mejor estrategia para alcanzar sus objetivos;

(4) determinación: la capacidad y el grado de firmeza, empeño y resistencia con el que la persona pone en práctica sus decisiones, intenciones o deseos;

(5) dirección: la capacidad rectora para ejecutar actos deliberados y dirigidos a alcanzar los objetivos provenientes de sus decisiones;

(6) corrección: la capacidad de ajustar y rectificar las acciones en curso de acuerdo con las circunstancias, las contingencias y los obstáculos que surjan;

(7) revisión: la capacidad metacognitiva de evaluar sus acciones y sus resultados para enriquecer su experiencia y normar su conducta futura;

(8) confirmación: la capacidad testimonial de reconocerse y saberse responsable y garante de sus acciones, tanto en su fuero interno como ante los demás;

(9) emancipación: la capacidad de vincularse con otros humanos respetando su autonomía, cuidando su bienestar y eludiendo tanto la dependencia como el sojuzgamiento;

(10) individuación o auto-realización: la capacidad sapiencial y creativa de construir una vida particular, diferenciada, independiente y benéfica para sí mismo y para los otros.

Si bien una persona puede ser considerada moral y jurídicamente responsable de sus actos en la medida que disfruta y ejerce estas capacidades en su conjunto, se puede apreciar que no se presentan formadas y articuladas en plenitud con el sólo uso de la razón y que es bastante difícil e inusual que se cumplan cabalmente en las personas adultas y supuestamente maduras. El desarrollo cognitivo y moral se va alcanzando por etapas mediante la práctica de la prudencia, el conducirse de acuerdo con normas responsables en las circunstancias del entorno usualmente complejas y a veces opuestas. Este enfrentamiento del yo con el medio fue un tema medular para Fichte y Maine de Biran, los filósofos del yo significativamente contemporáneos de la Revolución Francesa.

Hay varias formas de discernir la autonomía individual en referencia al choque Yo-Mundo. Una de ellas preconiza que la capacidad de elaborar deseos o preferencias y llevarlas a cabo mediante conductas derivadas de decisiones personales debe ser respetada por los demás, por la sociedad y por el estado, pues la esfera privada debe prevalecer sobre el interés público. Sin embargo, se ha subrayado que una exaltación absoluta del individuo autónomo y soberano en un individualismo a ultranza desconoce que el ser humano es social por naturaleza y que será en el ámbito colectivo donde encontrará el espacio y los medios necesarios para desarrollarse y convivir con los demás, lo cual resultará en su propio beneficio. Como acabamos de ver en el caso del imperativo categórico, Kant concibe a la autonomía como el ejercicio del autocontrol y el autogobierno para emprender conductas responsables de acuerdo a normas racionales que la persona acepta como adecuadas y deseables para todos. La autonomía será entonces característica de la persona comprometida con un proyecto moral que se subordina en mayor o menor medida a los intereses comunitarios y sacrifica su iniciativa si ésta perturba la convivencia y el bienestar ajeno. La pertenencia y la integración funcionan como identidades de mayor peso para quienes obran con un objetivo de bienestar común o de un prójimo, más que para obtener su propio beneficio o satisfacción. Pero también advertimos que si se concede a la comunidad una razón superior, esto ha dado lugar a prácticas represivas sobre el individuo cuando quienes detentan el poder se abrogan la razón, sea ésta de orden religioso, ideológico o político, y tratan de imponerla a los demás.

Ocurre así una ineludible colisión entre el derecho individual a la mayor libertad posible y la restricción de opciones elaboradas o impuestas por la sociedad y el mundo en aras del bien común. En nuestros tiempos las naciones se mueven hacia una globalización económica y cultural que, más que favorecer individuos diferenciados, autónomos, libres y responsables, parece auspiciar o incluso imponer una especie de identidad masiva. En este contexto, la libertad personal resulta un valor lejano y aún peligroso para los individuos de las sociedades recientes, como lo adelantó el psicoanalista judío alemán Erich Fromm (1963) en su célebre libro “El miedo a la libertad” elaborado durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, a pesar del creciente pesimismo que se deriva de la infausta situación mundial reciente, el ideal de la autonomía sigue conservando fulgor y atractivo, a juzgar por las exigencias de respetar la iniciativa y la decisión del individuo, como sucede con el aborto o la eutanasia, temas álgidos de la bioética contemporánea.

Varias líneas recientes de pensamiento, entre las que se encuentran las teorías de la cognición situada, proponen una versión de la autonomía cuestionando la noción misma de “sujeto.” Esto puede parecer contradictorio, porque ¿cómo se puede favorecer una autonomía individual sin afirmar la primacía o la existencia misma del sujeto humano? La respuesta a esta aparente paradoja, si interpreto correctamente el planteamiento, está en que estas doctrinas cuestionan o niegan un yo abstracto en términos de representación mental de uno mismo y reivindican a la persona concreta, corporal, histórica y actuante. En este sentido, se puede conceder que la representación de uno mismo debe justipreciarse, pues se trata de un constructo mental, un yo virtual que figura una entidad concreta: la persona viviente, sentiente y actuante de carne y hueso. Aunque esta crítica no desvanece la noción de sí mismos que tienen la mayoría de las personas, su interés está en despertar en el individuo la motivación para cuestionar su naturaleza y proporcionarle herramientas conceptuales para emprender la ardua tarea. Al respecto, el filósofo italiano Angelo Papacchini (2000), profesor de la Universidad Nacional de Colombia, considera lo siguiente:

…la razón individual se agota en la tarea de descifrar los códigos imperantes en su comunidad, para desentrañar los valores y preceptos encrustados en determinadas tradiciones y costumbres. Por consiguiente la autonomía individual queda subordinada a los intereses superiores de la comunidad y al acatamiento de un determinado clima moral y de valores comunitarios compartidos.

Si bien la razón es necesaria para cuestionar y redefinir la autonomía y la individualidad, también se requiere una labor introspectiva y contemplativa, como lo hemos repetido. Una forma de discernir el conflicto Yo-Mundo está en plantear el desarrollo de la conciencia moral como la búsqueda de un balance entre los valores aceptados y asentados en la comunidad y los principios de arraigo personal. La autonomía es un fruto siempre en crecimiento porque supone la búsqueda de integridad, autenticidad y lealtad a principios libremente asumidos y que forman parte de la identidad personal. La trayectoria ética de la persona consistirá en descifrar, obedecer o desobedecer por sí misma los elementos que garanticen su moralidad mediante el análisis crítico de los códigos imperantes, de los que asume como válidos y expresa en su conducta, o los que prefiere desobedecer.

La persona logrará autonomía en la medida que vaya trazando un proyecto independiente con sus propias reglas, más que acatando, sin sopesarlas, las de otros o de las de la cultura. Varios autores de distintas escuelas psicoanalíticas, como Carl Jung (2010) y Erich Fromm (1963), han planteado tal individuación como una autonomia en formación constante: la labor de construir una existencia peculiar, única, pulida, capaz de dejar huella. El concepto afín de autorrealización fue propuesto por Abraham Maslow (1954).

Unos meses antes de ser asesinado, cuando se le preguntó cuál era su mensaje, Gandhi respondió llanamente: “mi vida es mi mensaje.”

Conducta moral

La investigación científica en varios campos del conocimiento deja cada vez más claro que el potencial ético humano tiene varios fundamentos: el filogenético de conductas ancestrales seleccionadas por su valor adaptativo pro-social; el ontogenético en el desarrollo durante la infancia, la adolescencia y la maduración, el psicosocial estipulado en mecanismos de acatamiento o desobediencia a tradiciones, códigos, normas, mandamientos o leyes y el neurobiológico de los fundamentos cerebrales de la moralidad y la eticidad. Estos factores convergen en una función compleja y cambiante que constituye la conciencia moral y marca en buena medida la expresión, las decisiones, la conducta y la trayectoria de cada individuo.

En referencia a la teoría evolutiva, es importante referir que en 1902 el príncipe, geógrafo y anarquista ruso Piotr Kropotkin (1902) argumentó en su libro significativamente titulado “Ayuda Mutua” que el apoyo recíproco y solidario durante la hominización fue más eficiente como fuerza evolutiva de la especie que la competencia y la prevalencia del más fuerte. Esgrimía y proclamaba esta base biológica y evolutiva como fundamento de una sociedad libertaria y ácrata en contraposición al darwinismo social, sostenido por apologistas como Herbert Spencer para justificar la hegemonía de la industria y la explotación capitalistas. Por su parte, a finales del mismo siglo XX el filósofo alemán Jürgen Habermas (1990) propuso que las intuiciones morales de los seres humanos probablemente tienen un componente evolutivo que se expresa en los principios que regulan la interacción social de agentes competentes en todas las sociedades. Y ya en el presente siglo, la filósofa mexicana Juliana González (2011)manifestó que la conciencia moral humana requiere de una capacidad para el juicio ético necesariamente enraizada en la evolución biológica de substratos neuronales.

Además de argumentos de orden teórico, diversos datos empíricos se han vuelto relevantes para comprender mejor los orígenes de la conciencia y el comportamiento morales de los seres humanos ( Decety y Cowell, 2015). Un conjunto de ellos es propiamente etológico y se refiere a las conductas cooperativas observadas y registradas en diversas especies animales; otro conjunto consiste en el desarrollo cognitivo del comportamiento y la conciencia moral durante la infancia y un tercero se refiere a las bases psicológicas y cerebrales de la ética y la moralidad.

La presencia de comportamientos morales en otras especies ha sido ampliamente analizada desde principios de este siglo por diversos autores, entre quienes destacan el etólogo y primatólogo Frans de Waal (2008) y el ecólogo conductual Marc Bekoff, autor de “La justicia salvaje, la vida moral de los animales” y otros libros sobre el tema ( Bekoff y Pierce 2009). La forma más extendida y elemental de comportamiento animal que puede ser calificado de moral es el cúmulo de conductas cohesivas y pro-sociales, como son las muestras de reciprocidad en beneficio mutuo, de ayuda a otros ante el peligro, el consuelo a individuos en condiciones de estrés y la respuesta correctiva a faltas de equidad. Además de los trabajos de De Waal y de Bekoff, la colección de artículos publicados en The Moral Brain. A multidisciplinary perspective editada por Jean Decety y Thalía Wheatley (2015) expone y analiza estos tipos de conductas entre simios y otros primates, así como en manadas de lobos y en perros domésticos. Shermer (2016) argumenta que la moralidad es un fenómeno real, objetivo y natural porque existe como una herencia evolutiva, porque implica una forma de pensar que tiene en cuenta la sobrevivencia y bienestar de otros agentes y porque involucra un entendimiento causal en las ciencias sociales, tal y como sucede en las ciencias biológicas y físicas.

En lo que se refiere a la investigación cognitiva del desarrollo moral en humanos, ésta fue iniciada por el Jean Piaget, en los años 30 y fue continuada y extendida en los años 60 por Lawrence Kohlberg, psicólogo de Harvard, quien propuso los siguientes tres niveles de maduración moral. (1) La etapa preconvencional ocurre en los niños antes de los 9 años y se caracteriza porque los infantes no tienen un código moral propio y en general aceptan el de los adultos cercanos, usualmente los padres, aunque se dan cuenta de que los criterios morales difieren. (2) La etapa convencional es típica de la adolescencia y continúa en la edad adulta implicando la internalización de valores de acuerdo con normas grupales. (3) La etapa post-convencional ocurre cuando la persona realiza juicios morales según principios que elige y pueden ir en contra de las convenciones o de la ley. Kohlberg (1984a y 1984b) llegó a la conclusión que los principios que motivan el juicio y la conducta moral, como las nociones de justicia, de igualdad o de cuidado, varían en las etapas de la vida y que pocas personas llegan al nivel más elaborado de desarrollo moral. Consideró que el razonamiento moral puede darse independientemente de las emociones, lo cual, como veremos contrasta con las propuestas evolutivas que hemos venido revisando, con ciertas evidencias neurocognitivas y con las aportaciones de la filosofía moral más reciente.

McLeod (2013) ha resumido los problemas con el método y las conclusiones de Kohlberg, pues sus investigaciones se basaron en dilemas narrados y en situaciones de la vida real que no necesariamente operan las mismas decisiones. Por otra parte, los estudios fueron realizados en varones y se encontró posteriormente que los hombres suelen basar sus juicios morales en nociones de ley y justicia, en tanto que las mujeres emplean criterios de compasión y cuidado. Además, el entrevistar a niños y adultos de diferentes edades no garantiza hablar de desarrollo, porque esto habría requerido analizar la variación de los mismos individuos a lo largo del tiempo. A pesar de estas dificultades, los estudios posteriores realizados con mayor control avalaron en lo general las etapas de Kohlberg, aunque varios encontraron que las personas modifican sus criterios de acuerdo con el caso y las circunstancias, más que en reglas adquiridas en etapas delimitadas. El punto más problemático del tema tiene que ver con que el juicio no necesariamente se expresa en la conducta pues existe una brecha entre valores y virtudes. Esto quiere decir que las personas pueden y suelen aceptar ciertas normas y valores como válidos y moralmente justos, pero suelen encontrar dificultades para ponerlas en práctica en situaciones reales de la vida y actuar en consonancia con sus demandas.

En sus estudios con infantes pequeños, el psicólogo del desarrollo Philippe Rochat (2014), afirmó que una parte importante de lo considerado como moralmente bueno y malo surge muy temprano en referencia al sentido de posesión y los conflictos interpersonales que se derivan de ella. Este investigador piagetiano encontró que el desarrollo de la postura ética en los infantes es inseparable de un sentido de su propio ser como es percibido y valorado por los otros. Los infantes aprenden a explorar y evaluar la mirada de los otros, a controlar su atención y movilizarla hacia sus propias actividades. Estas capacidades en conjunto favorecen el desarrollo de la reputación, una facultad plenamente humana de darse cuenta de la mirada evaluativa de los demás hacia uno mismo y que se desarrolla por doquier como el concepto cultural del honor, la cualidad moral de cada individuo que constituye su dignidad personal, parte central de su autoconciencia.

Es relevante en este tema el referir a Jonathan Haidt, (2012), psicólogo social actualmente en la Universidad de Nueva York, pues con base en sus investigaciones empíricas en humanos ha sostenido que las decisiones morales se basan en intuiciones automáticas de tipo emocional, más que en razonamientos lógicos, lo cual otorga a las emociones un papel relevante en la evolución y expresión éticas, además de proporcionar credibilidad a las propuestas de moralidad animal, de moralidad innata o de moralidad implícita. Haidt y sus colaboradores han desarrollado una teoría de fundamentos morales que postula la existencia de seis pares de emociones sociales implícitas: cuidado-daño, justicia-engaño, libertad-opresión, lealtad-traición, autoridad-subversión y santidad-degradación. Resulta poco creíble que varias de estas complejas emociones sociales se adquieran sólo por herencia genética y es más probable que existan ciertas tendencias innatas y que éstas requieran de modulación socialmente aprendida, de una depuración por la práctica y de razonamiento. No tiene que haber contraposición entre lo innato y lo aprendido; por el contrario: ambos principios parecen necesariamente complementarios.

La ética filosófica tradicional ha mantenido que la agencia moral, la capacidad del individuo para comportarse moralmente, requiere que el agente tenga una autoconciencia certera; es decir que pueda dar una explicación de sus actos en términos de sus deseos, motivaciones o metas. Sin embargo, una de las conclusiones más inquietantes de la reciente investigación cognitiva es que la gente se suele equivocar cuando interpreta el origen o las causas de su comportamiento. Ahora bien, al revisar y analizar esta evidencia, John Doris (2018) presentó una teoría dialógica según la cual el ejercicio de una agencia moralmente responsable en los seres humanos no viene dada de fábrica, sino que emerge de un proceso colaborativo de diálogo que compensa progresivamente la auto-ignorancia mediante la consecución de valores relevantes para vivir.

Psicología moral

En su recorrido vital, la criatura humana atraviesa un campo minado por dilemas morales: lo noble o lo indigno, lo lícito o lo prohibido, lo justo o lo indebido, la virtud o el vicio, la lealtad o la traición, el honor o la infamia, el cuidado o el daño… el bien o el mal. Hemos visto que la criatura humana viene evolutivamente pertrechada de una proclividad evolutiva, neural y natural para emprender conductas éticas, pero también que esta ingénita tendencia no surge y se expresa por sí misma pues requiere ejercitarse, madurar y consolidarse en el mundo para forjar y normar su conciencia y conducta moral. La autoconciencia y la identidad se construyen poco a poco y en buena medida con arreglo a los valores y los deberes que tantas veces rebasan y desplazan sus deseos y placeres en favor de otros; tal es “el amor que purifica el pensamiento y engrandece el corazón”, como apuntó John Milton en El Paraíso Perdido.

En la segunda mitad del siglo XIX el alemán Max Weber, importante pionero de la sociología, desarrolló una noción de moralidad basada en un consenso entre los miembros de una sociedad que funciona para impulsar la creencia en un mundo moral unificado y acabado ( Stone, 2010). A partir de Weber ha quedado claro que, cuando controla sus acciones tomando como guías principios éticos, jurídicos o religiosos, el sujeto humano se comporta como agente moral porque considera las consecuencias que pueden tener sus actos en otros seres sentientes, en la vida comunitaria y en el entorno. A veces el sujeto se siente obligado a actuar de cierta manera porque ha dado su palabra o prestado juramento a alguien, a una institución, a una figura interna de autoridad. Es una forma de obediencia que prevalece especialmente en las organizaciones jerárquicas, como el ejército o la iglesia.

Ahora bien, la persona con autonomía moral, es decir, que ha alcanzado la etapa post-convencional de Kohlberg, no sólo actúa de cierta forma “porque así debe ser” o “porque así actúan las personas buenas” o “porque si no, se hace reo de castigo,” sino porque ha asumido y está convencido que la norma es válida. Tener este deber significa sujetarse a un requerimiento, a la obligación de actuar de una u otra manera, no por acatar órdenes, normas o mandatos, sino porque la persona las ha aceptado y valorado como plausibles y convenientes. Esta persona actúa de acuerdo a una norma que ha introyectado e incorporado como parte de su ser. Por ejemplo: muchas personas sienten el deber de ser generosas porque se han convencido que la benevolencia es un valor digno de ser observado. Sobre este concepto, conviene recordar que Antonio Machado decía por boca de Juan de Mairena, su ficticio maestro de retórica, que benevolencia no quiere decir tolerancia de lo ruin, o conformidad con lo inepto, sino voluntad de bien.

El concepto psicoanalítico del súper-ego parece corresponder en cierta medida a esta forma de conciencia moral, una instancia que, a partir de la internalización de los valores y normas de los padres y la cultura, censura o delimita no sólo las acciones del individuo, sino evalúa sus propios pensamientos, emociones o intenciones. Sin embargo, el superego freudiano es esencialmente punitivo, causante de culpa, y el concepto margina los elementos positivos por obrar bien que son parte de la conciencia moral. En este sentido, Frans Schalkwijk (2018), de la Universidad de Ámsterdam, propone que el superego debe ser repensado como un sistema regulatorio de autoevaluación y que comprende la capacidad de empatía y razonamiento moral, las emociones morales como la vergüenza o la culpa, pero también las de orgullo o conformidad. Como se puede colegir, tal sistema está muy cerca de la conciencia moral y el autor propone su concordancia desde una plataforma que concibe como un “neuropsicoanálisis afectivo”.

En su libro de 1989 sobre los orígenes del yo en la modernidad, Charles Taylor, filósofo de la política oriundo de Montreal, ha argumentado que la época moderna ha favorecido una noción de bondad humana que ha sido trascendental para modular la subjetividad en sus dimensiones políticas, estéticas y de conocimiento. Esta conexión entre el yo contemporáneo y la ética habría tenido sus orígenes en un giro histórico hacia la interioridad y la vida ordinaria que vino a sustituir una escala de valores provista por una jerarquía encarnada y detentada por la aristocracia, por la autoridad de la iglesia o por el hecho de pertenecer a una o a otra clase social. Taylor argumenta que la identidad personal y la identidad moral están entretejidas porque los orígenes y consecuencias de la autoconciencia son inseparables de la proclividad humana de tomar una actitud ética hacia los demás.

Las circunstancias de la vida muchas veces nos enfrentan a dilemas morales, situaciones conflictivas que no tienen solución clara en referencia a principios éticos universales. En estas condiciones las personas eligen de acuerdo con criterios personales y se reconocen responsables de sus actos. Cuando logra establecer una consonancia o integridad entre sus valores admitidos y las acciones emprendidas, la persona consciente siente un tipo de satisfacción referida como congruencia, honestidad o conciencia clara, mientras que si no lo hace siente culpa y remordimiento. Más aún: cuando se compromete a tomar un curso de acción y una cierta forma de estar en el mundo la persona se comporta de forma autónoma, auténtica e íntegra; es fiel a un modelo deseable de su propio ser, a un yo ideal.

La autorrealización o la individuación dependen de establecer un balance entre los anhelos y objetivos personales reconocidos por introspección y las normas sociales del entorno cultural. La persona moral atiende las demandas que surgen del diálogo y la convivencia con otros seres humanos y construye su propia identidad e historia de acuerdo con las normas que considera válidas logrando transparencia y congruencia entre sus actos y sus valores. Por desgracia hay quienes cultivan formas de ser y emprenden comportamientos que causan sufrimiento y daño a los demás, al tiempo que muchas otras actúan o se ven obligadas a proceder dolosamente en ciertas circunstancias burocráticas o situaciones conformadas, como lo analizó Hannah Arendt (1963) en La banalidad del mal en referencia a muchos operadores del holocausto durante el nazismo. Este es el tema del mal y la perversidad, pero no en la forma de terremotos y catástrofes naturales, ni tampoco de demonios y engendros sobrenaturales, sino de las formas nocivas de ser y de actuar de los seres humanos, asunto perturbador que parece necesario atisbar brevemente en referencia a la discordia moral y el honor.

Al abordar el tema de la conciencia ética y el comportamiento moral surge necesariamente el hecho del desacuerdo como factor relevante de la identidad personal y como elemento, tantas veces trágico, de desavenencia social y política. Las discrepancias entre personas, grupos o culturas respecto a la moralidad o inmoralidad de procedimientos como la eutanasia, el aborto o la pena de muerte, entre otros, hacen resurgir la cuestión que esbozamos arriba de si existen o no criterios objetivos de moralidad. En este punto es interesante anotar que, además de múltiples desacuerdos morales, la etnología ha encontrado que en la mayoría de las culturas estudiadas se observan ciertas convergencias significativas no sólo en referencia a la condena del homicidio o la violación que ya hemos mencionado, sino en el encomio de ciertos valores bastante generalizados para no llamarlos universales como es la relevancia universal del mérito y el honor. Es así que, en la ofensa que causa un insulto personal y la necesidad de responder a él, entra en juego un factor a la vez primario y complejo que se puede identificar como reputación. En todas las culturas analizadas ocurre un mandato o una expectativa de que quien insulta debe ser forzado a retractarse o, en caso de rehusar, deba ser severamente castigado. Por ejemplo: la obligación del hijo de matar al asesino de su padre es una especie de ley no escrita pero perentoria en muchas culturas y muy patente en tradiciones mediterráneas e hispanoamericanas.

En los últimos tiempos ha quedado claro que el progreso en el campo de la ética requiere de la investigación empírica proveniente de la psicología moral, de cómo funcionan los seres humanos y de cómo consideran que deberían funcionar en contextos morales. En este proyecto inciden campos como la etnología, la evolución biológica, la maduración en el desarrollo humano a lo largo de la vida o la neurociencia cognitiva. Como veremos a continuación, las emociones morales son un excelente ejemplo de esta demanda transdisciplinaria.

Emociones morales

Una de las mayores desgracias y oprobios de México, es la de tener una de las más altas tasas de feminicidios del planeta. Se trata de una forma brutal de violación y asesinato que atropella y destruye a una persona por ser mujer. Al conocer casos particulares de este crimen es posible sentir vivamente muchas emociones morales: compasión por la víctima, empatía con sus familiares, indignación y cólera hacia el perpetrador, desprecio a la mentalidad que lo conduce, clamor hacia las autoridades abocadas a prevenirlo y solucionarlo, condena a quienes solapan o atenúan los hechos, admiración y respeto por quienes investigan y denuncian, vergüenza y culpa por no hacer algo más para remediarlos. Las emociones morales conforman fundamentos del conflicto social y político que se deriva no sólo de estos actos abominables, sino también de todo quebrantamiento de normas, valores y leyes morales que se consideran válidos por naturaleza y por arraigo.

La empatía es un sentimiento fundamental para el desarrollo de comportamientos morales y éticos. Depende y deriva de la otredad, la noción de que los demás seres humanos son otros yo y tienen estados corporales y mentales como los propios. Al motivar el cuidado por los otros, inhibiendo la agresión y facilitando la cooperación y la ayuda, la empatía condiciona aspectos importantes de la vida social y se considera una fuente crucial y ancestral del comportamiento moral y de la justicia ( De Waal, 2008). Además de la empatía, la compasión implica el deseo de ayudar a quien sufre y, cuando se identifica al causante del daño, se suceden la indignación, el desprecio y la aspiración de remedio y justicia ( Mercadillo, 2013). Pueden también ocurrir otros tipos de emociones morales como son los sentimientos de admiración, gratitud o devoción a quienes muestran cualidades y conductas de ayuda, así como la culpa, el pudor o la vergüenza en referencia a uno mismo cuando se siente que ha quebrantado o evadido una norma ( Haidt 2012). Ahora bien, las emociones morales por sí mismas no son suficientes para integrar a la conciencia moral, pues ésta requiere la incorporación de principios y valores en marcos cognitivos que puedan ser aplicados en las acciones de protección y cuidado.

En múltiples estudios de imágenes cerebrales se han logrado visualizar ciertas áreas y procesos que subyacen a las percepciones, emociones, juicios y comportamientos morales ( Jonsen, 2002; Gazzaniga, 2005; Mercadillo, 2013; Pascual, Rodrigues y Gallardo-Pujol 2013). De estos y otros estudios experimentales se desprende que la moralidad requiere de la participación de zonas y redes cerebrales de orden perceptivo, cognitivo y afectivo, pues, como ocurre con prácticamente todos los sistemas de autoconsciencia, no hay un soporte neuronal único de las capacidades éticas y morales ( Díaz Gómez, 2022). Las investigaciones recientes reafirman la existencia de una red cerebral que responde a los dilemas morales y que este sistema está vinculado con los de identificación del sujeto con sus congéneres. También se ha encontrado que las cortezas orbital y ventromedial, situadas en las zonas prefrontales del cerebro, están implicadas en decisiones morales con un fuerte contenido emocional. En algunos estudios sobre razonamientos o decisiones morales se ha detectado la participación de la parte anterior del cíngulo o la ínsula que se involucran durante estados de empatía ( Pascual, et al. 2013).

Los estudios de las funciones cerebrales que ocurren durante las emociones morales tienen relevancia para precisar sus rasgos psicológicos, pues revelan cuáles redes cerebrales se enganchan o se activan para cada una de ellas. Además, estos estudios no sólo ponen en evidencia los sustratos cerebrales de la cohesión social humana sino también los de sus contrapartes: las actitudes y comportamientos antisociales. En efecto, se ha encontrado que las redes neuronales implicadas en la empatía y la valoración moral presentan deficiencias de conexión y activación en individuos con personalidades p sicopáticas, quienes se caracterizan precisamente por tener poca o nula conciencia moral ( Sobhani y Bechara, 2011). Tanto la investigación como la teoría en la neurociencia social y la neuroética apoyan y refrendan que la autoconciencia, en reciprocidad complementaria con la conciencia de otros, es un requisito indispensable de la moralidad y la ética.

En un escrito de 2016 sobre el cerebro y la moralidad, el filósofo Jesse Prinz analizó y comentó los estudios de neuroimagen que muestran estructuras cerebrales que se activan y utilizan cuando las personas hacen juicios morales. A pesar de que este autor aboga por un “sentimentalismo moral” en el sentido de que ciertas emociones se constituyen como juicios morales, propone que ambas, razones y emociones, intervienen en las decisiones morales humanas. El psicólogo social Jonathan Haidt, que ya hemos citado, ha recopilado experimentos propios y de colegas afines para proponer que gran parte del pensamiento político es un tipo de instinto moral envuelto o adornado por racionalización ideológica ( Haidt, 2012). Según esta tesis, cuando alguien dice que “el estado del bienestar es justo” o que “el aborto atenta contra la vida humana” puede estar usando un lenguaje prestado para expresar actitudes viscerales orientadas a una o varias de las seis esferas morales que plantea: el mal, la justicia, la lealtad, la autoridad, la libertad o la santidad .

Si hemos de dar crédito a estas tesis, la identidad política no empezaría con opciones ideológicas razonadas, sino con mutaciones genéticas y alambrados cerebrales, de tal forma que la contienda política puede no ser tanto una batalla de ideas como una contienda evolutiva y darwinista. Pero ya hemos repetido que los intentos de reducir las capacidades sociales o mentales de los seres humanos a factores neuronales y estos a elementos genéticos es una forma sumaria de excluir las propiedades que emergen en cada nivel de organización de los organismos y sistemas naturales. No se pude dudar de la influencia que tienen los elementos genéticos y evolutivos en todas las manifestaciones de la vida humana, incluyendo la moralidad, la conducta ética y la ideología política, pero sabemos que estos fundamentos y tendencias que operan de abajo hacia arriba (desde las bases moleculares y celulares hasta la mentalidad y la conducta) se complementan con influencias inversas de arriba hacia abajo, como son los múltiples cambios cerebrales que condicionan la experiencia, el aprendizaje y el comportamiento.

Termino esta breve visita a las emociones morales recordando el principio de la ética médica primum non nocere, (“lo primero es no dañar”) atribuido a Hipócrates, pero mejor documentado como recomendación de Thomas Sydenham, el gran médico inglés del siglo XVII ( Smith, 2005). Si se toma literalmente, el principio sería en muchas ocasiones incompatible con la práctica médica que suele entrañar daño o sufrimiento por necesidad diagnóstica y terapéutica, por lo que se ha reformulado como la necesidad de la medicina de evitar o paliar los efectos y secuelas indeseables derivadas de la práctica médica. Esto hace de la prudencia una virtud ética necesaria del médico.

No habría conciencia moral o conducta ética si la persona humana no fuera capaz de entender que sus prójimos sufren y gozan, desean y se frustran, son libres o están sometidos. No sería posible sentir cuidado o responsabilidad por los demás sin un sentido de conexión y preocupación por otros seres sintientes y por los recursos necesarios para su vida y bienestar. Tampoco habría conciencia ética ni sentimientos morales sin la capacidad de observar, evaluar y modificar los propios estados mentales, pues la ética implica una conexión empática de la conciencia de sí con la conciencia del otro y de una reflexión deliberada sobre esa relación.

Creencias morales

Dado que la identidad y la moralidad en parte se fundamentan en conjuntos de creencias, es pertinente examinar esta elaborada capacidad de la mente humana. Una creencia típica es un enunciado que alguien asume y sostiene como verdadero, por ejemplo: “yo creo en los milagros”, o bien su réplica: “yo creo que las leyes físicas no se pueden violar.” Se trata de aseveraciones más generales y trascendentes que las opiniones subjetivas individuales, como ésta: “el más sabroso de los helados es el de chocolate.” Por su parte, un valor es una creencia básica y duradera que tiene un carácter prescriptivo, es decir que regula la toma de decisiones y el sentido del comportamiento porque implica una preferencia generalizable de metas y objetivos organizada en un sistema calificador y regulador que se plasma en un código de demandas y mandatos.

Vamos a plantear y considerar la siguiente definición de creencia: la persona que mantiene una creencia, (1) está convencida de que cierta afirmación o proposición es una verdad objetiva; (2) da razones y motivaciones para aceptarla como válida, y (3) está dispuesta a proceder en concordancia con lo declarado. Es decir, aceptar una afirmación como probable o seguramente verdadera tiene componentes intuitivos, motivacionales, racionales, intencionales y comportamentales.

Veamos el ingrediente intuitivo de la convicción: una creencia no se sustenta solamente en hechos supuestos o buenas razones, sino que implica una intuición o certidumbre de que la aseveración es verdadera. En efecto: es posible entender el significado de un enunciado sin creerlo y no podemos obligarnos a aceptar o a creer en cualquier proposición, como lo había detectado David Hume hace varios siglos. De esta forma, aceptar una creencia como válida requiere una tendencia, predisposición o insight(véase Lonegran, 1999) basado en inclinaciones, emociones o deseos que dependen de factores de orden genético, biográfico, neurológico, cultural y de personalidad.

Es posible rastrear o atribuir actitudes y disposiciones en los animales. Cuando la dueña de un perro afirma que el animal “cree que va a salir” percibe ciertos comportamientos que por analogía con su experiencia considera indicadores de creencia. Aunque el animal no tiene la capacidad de aceptar una proposición como verdadera o de darle una justificación, ciertamente tiene tendencias innatas y aprendidas que guían su comportamiento y algunos filósofos de la mente las consideran expectativas o creencias no verbales ( Carruthers, 2011; Bermúdez, 2003). Estos son elementos evolutivos que se encuentran en los fundamentos no racionales de las creencias en los seres humanos.

Por otra parte, el bagaje propio de cada persona también es determinante para albergar una creencia o adoptar una nueva, porque el sistema cognitivo valora de manera tácita si la aseveración es congruente o no con el sistema de creencias previas ya establecidas y que suelen tomarse como piezas de la identidad del sujeto, en especial cuando se integran a su sistema de valores. Todo esto sugiere que no sólo la deliberación o el razonamiento proporcionan rangos de credibilidad o certidumbre, sino que los motivos implícitos permiten aceptar una creencia o profesar un valor, incluso con firmeza.

En referencia al componente racional de una creencia, es importante asentar que el sujeto no tiene pruebas decisivas, pues cuando éstas se cumplen, la creencia se constituye en un saber propiamente dicho. Entonces, a falta de pruebas fehacientes, el sujeto genera y esgrime razones para creer: las justificaciones que proporciona para aceptarla como válida. Las creencias se sostienen por hechos percibidos, datos memorizados y argumentos lógicos que constituyen las razones conscientes que se ofrecen para abrazarla y detentarla. Ahora bien, es posible mantener una creencia no sólo sin justificación suficiente, sino a veces en contra de razones, argumentos y aún evidencias o contraejemplos palmarios. Los motivos a veces se esgrimen como justificaciones predominantes de las creencias, es decir, cuando las razones lógicas no parecen suficientes, los sujetos recurren a motivaciones o deseos para sustentar una creencia.

Además de la convicción y las razones para creer, el tercer elemento constitutivo de la creencia es la disposición para actuar en concordancia con lo creído. Esta disposición consiste en que, cuando el sujeto acepta una aseveración, su relación con el mundo cambia pues está predispuesto a percibirlo de cierta manera y a actuar de acuerdo con ella. En su admirable libro sobre creer, saber y conocer, el filósofo hispano-mexicano Luis Villoro (1996) afirmó que la creencia es un estado disposicional adquirido que funciona como guía de la acción y regla del comportamiento porque se manifiesta como una pulsión a favor o en contra de algo. Creer constituye un compromiso para comportarse de cierta manera y opera como una guía de conducta de tal manera que la creencia no sólo es una convicción, sino conlleva la disposición o la actitud para actuar en cierto sentido.

Es importante recalcar que no todas las disposiciones para actuar son conscientes. Aunque el contenido de la creencia supuestamente debió de ser concebido y comprendido, el sujeto puede realizar actos basados en creencias que da por ciertas sin percatarse plenamente de ello. También existen creencias profesadas sobre las que un sujeto no actúa coherentemente. P or ejemplo, un hombre educado puede sentir y declarar plenamente convencido que cree en la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, pero en ciertas ocasiones comportarse de forma discriminatoria y machista. Es decir, hay niveles de creencia que operan fuera de la deliberación voluntaria y la relación entre creer y actuar no está necesariamente acotada por la racionalidad lógica, factores que Sigmund Freud exploró a lo largo de su extensa obra.

Muchas creencias y valores de tipo religioso o ideológico se suelen aceptar sin que medien razones convincentes para sustentarlas y se basan en motivos de orden intuitivo, social o cultural, como sucede cuando alguien admite y se identifica con una idea o un credo por el interés o por la inercia de pertenecer a cierta comunidad: porque el sujeto quiere creer. Algo similar opera en el caso opuesto de negarse a creer algo cuando parece contraponerse al conjunto de creencias con las que el sujeto se identifica. Se conoce que la red basal o default del cerebro se activa cuando un sujeto enfrenta evidencias en contra de sus creencias ( Kaplan, Gimbel y Harris, 2016). Esto es así porque el sistema de creencias y valores de un individuo no sólo conforma en alguna medida su autoconciencia, sino también su visión del mundo, su sentido de la vida y constituye un factor decisivo en su vida personal y social. Vemos entonces que las creencias no se restringen al pensamiento y al razonamiento; al intervenir la intuición, la motivación, la percepción, la emoción, la memoria y la voluntad, las creencias ingresan en diversas medidas y grados a la esfera del conocimiento. En efecto: creer es una forma preliminar y tentativa de conocer y el conocimiento se conforma por conjuntos de creencias colectiva e intersubjetivamente justificadas, propiamente denominadas como saberes (Villoro, 1996).

En los tiempos actuales se propagan muchas creencias erróneas supuestamente comprobadas por la ciencia, por ejemplo, en el tema de la mente humana, muchos creen que sólo usamos el 10% del cerebro, que expresar el enojo calma la ira, que el estrés produce cáncer y este se cura con pensamientos positivos. Cada una de estas falsas consideraciones parten de alguna información científica, pero esta se deforma y se concreta en fórmulas erróneas que atraen por su simpleza y supuesto poder explicativo, acorde con ciertas creencias muchas veces de tipo mágico o esotérico. Una de las pruebas más dramáticas del poder de la creencia es el placebo, el efecto terapéutico de un supuesto fármaco cuando el sujeto cree que es un medicamento eficaz. Se conoce que el efecto placebo es intenso y alivia el dolor en una proporción muy significativa de casos, lo cual prueba la relevancia que tienen la creencias no sólo sobre el comportamiento, sino sobre el funcionamiento corporal. Este efecto se explica actualmente en términos de neurohumores, como las endorfinas que se liberan cuando el sujeto cree que está bajo los efectos de un analgésico ( Díaz, 1986). Se requieren más estudios para maximizar y hacer consistente el efecto placebo en la medicina y esto implica conocer mejor los mecanismos cerebrales de la creencia.

Valores morales y carácter

Los valores son principios normativos que tienen una pretensión atemporal y universal, es decir, que se consideran válidos en cualquier tiempo y lugar. Son entidades ideales porque se plantean como directrices de la conducta humana, cuya puesta en práctica constituye virtudes particulares. El triple lema de la Revolución Francesa, “libertad, igualdad, fraternidad”, implica que existe una jerarquía de valores, entre los que se eligen estos tres por considerarlos esenciales para conformar tanto el ideal republicano y democrático, como la conducta social y la personal. La jerarquía de los valores es patente: cumplir con un valor de alto rango entraña un bien mayor que cumplir con uno de menor rango y violarlo o infringirlo implica un mal en la misma medida.

Tanto el cumplimiento de un valor como su infracción evocan emociones morales en la persona actuante y en quienes contemplan o saben de sus actos. El agente responsable siente orgullo y satisfacción al cumplimentar un valor, o culpa y contrición al infringirlo, en tanto quienes conocen de sus actos suelen sentir respectivamente admiración o condena. Cuando los otros se afectan por estas conductas reaccionan con agradecimiento si les favorecen o con resentimiento si les perjudican. Vemos así que existe una estrecha relación entre tres factores: (1) el valor en tanto principio universal, (2) la virtud en referencia a su puesta en práctica y (3) las emociones morales que evoca el hecho de cumplir o violar sus prescripciones. Veremos ahora que los valores asumidos y sus rasgos morales forman una parte relevante de lo que la gente considera el núcleo de su ser individual.

Los valores de mayor rango son difíciles de lograr y aún cuando las personas se apliquen a cultivarlos, éstos se resisten en ser realizados, porque conllevan esfuerzo, frustración y sufrimiento. El ejercicio y realización de estas virtudes tiene analogías con la adquisición de otras habilidades, pericias y destrezas; no en vano se denominan virtuosos a quienes dominan instrumentos o técnicas artísticas con notable dedicación y el sacrificio de gustos menos arduos. Sin embargo hay diferencias: atribuimos mérito a quienes cultivan y logran valores de alta jerarquía o habilidades de gran dificultad, pero sólo asignamos un carácter admirable a quienes ejercen valores morales o un carácter miserable a quienes los infringen.

Los valores tienen que ver con la manera como las personas reaccionan a lo que les acontece, en particular a eventos funestos. El caso del dolor es un buen ejemplo, pues hay muchas formas de reaccionar a un dolor cuando el sujeto se percata de esta sensación aversiva y puede elegir qué hacer al respecto. Por ejemplo, puede tratar de eliminarlo tomando unas medidas en vez de otras, pero también puede aceptarlo o resistirlo por diferentes razones. Estas formas de reaccionar dependen de condicionantes como la personalidad, las creencias, los modelos de personajes que se tienen como ejemplares, las metas, las actitudes o la autoimagen. La manera de reaccionar forma parte de lo que se denomina el carácter y es importante examinar lo que éste atributo supone para la identidad personal y la autoconciencia.

El carácter es todo aquello que distingue a una cosa de las demás y aplicado a las personas, implica el conjunto de rasgos distintivos de cada una, en especial sus cualidades morales (véase Doris, 2010). En este sentido personal y moral, el carácter tiene dimensiones de vitalidad, fuerza, determinación o tolerancia al sufrimiento. Esta última, la capacidad para tolerar la aflicción y la desventura, parece ser una variable decisiva del carácter; la figura mítica de Job encarna el arquetipo de la desventura y del carácter para enfrentarla y acatarla. Dado que en muchas ocasiones la puesta en práctica de un valor entraña frustración de otras metas y un esfuerzo usualmente penoso, la paciencia y la entereza permiten el cultivo y el acceso a valores de mayor rango. No resulta sorprendente que, además de su acepción moral, el término valor se aplique a la valentía, esa cualidad del ánimo necesaria para emprender grandes tareas y para enfrentar y arrostrar los peligros que tales empresas entrañan. Este sentido de la obligación tiene una cualidad demandante y coercitiva sobre el individuo y está ligado a una facultad que Michael Tomasello (2019) identifica como agente compartido, una noción de primera persona en plural, un nosotros que regula el esfuerzo. En efecto, las personas con un carácter moral elevado consideran los intereses y las necesidades de los otros, y cómo sus acciones afectan a los demás, es decir, regulan su conducta por un sentido ético del deber y la obligación.

Muchas personas cumplen con ciertas conductas y expectativas, a pesar de que puedan parecerles incorrectas en mayor o menor grado. Una persona con fuerza de carácter se niega a acatar normas que considera incorrectas o, llegado el caso, resiste la coacción y aún la tortura. Desde los griegos se ha planteado que el carácter y la vida virtuosa no son productos de la herencia o de la fortuna, sino que se cultivan y se aprenden mediante el autocontrol, virtud cardinal del estoicismo. La persona resuelta y cabal decide los valores que considera apreciables y los pone en práctica, usualmente en detrimento de otras motivaciones y deseos. Todo esto implica que la manera como los individuos adquieren y ejercen el carácter tiene que ver con su sentido ético, su sentido de la justicia, con su autorespeto y su amor propio.

En su ética nicomáquea, Aristóteles distingue entre un amor propio defectuoso y otro genuino. El primero busca el beneficio a expensas de los demás, lo cual lleva a conductas reprochables, viciosas, ofensivas o punibles. El genuino amor propio es fruto de la satisfacción y el placer por el cultivo y la consecución de las capacidades consideradas útiles y deseables. Hume también consideró que se desarrolla la autoestima al adquirir facultades de selección, deliberación y expresión: la persona disfruta lo que hace bien y valora lo que así alcanza. Pero esto es difícil de lograr porque el autoconcepto moral es esquivo y aún equívoco. Por ejemplo, las personas evitan en lo posible la culpa y la condena de sí mismas de tal manera que, si fallan en cumplir con estándares o ideales, se suelen desligar de responsabilidad sea al redefinir la naturaleza o motivación de sus conductas, desviar sus obligaciones, culpar a otros, o de plano olvidar acciones cuestionables o infracciones morales de su pasado. Adoptan estas estrategias no sólo para proyectar o mantener una imagen pública, sino especialmente para preservar y justificar su autoimagen como seres morales.

La investigación reciente sobre las emociones y las conductas morales indica que la gente suele poner más esfuerzo en conservar su autoimagen moral que en detectar, prevenir y tratar de mejorar sus conductas cuestionables ( Ellemers et al., 2019). Más que de valoraciones racionales, los juicios morales se derivan de evaluaciones automáticas e intuitivas a partir de adaptaciones evolutivas y normas culturales ( Haidt, 2001). En la psicología social se utiliza un modelo denominado “sistema cognitivo-afectivo de la personalidad” el cual, más que tomar en cuenta las conductas y acciones del sujeto como indicativas de su carácter moral, se enfoca sobre su comprensión y afectividad. El modelo postula unidades cognitivo-afectivas que son disposiciones para creer, desear, planear y sentir que dan lugar a emociones, pensamientos, creencias y decisiones. Según Miller (2014), estos factores constituyen lo que se denominan rasgos de carácter.

Objeción de conciencia

La objeción de conciencia es el rechazo de una persona a obedecer y cumplir leyes, órdenes o servicios por motivos éticos; es, además, un derecho a resistir mandatos de autoridad cuando estos contradicen sus principios morales. Este último derecho forma parte de los derechos humanos y la libertad de pensamiento porque otorga al individuo una jerarquía superior a la sociedad o la cultura y se fundamenta en un conjunto de creencias íntimas que toman la dimensión de convicciones y deberes insoslayables para la persona. El caso más conocido es la negativa a realizar el servicio militar o alistarse en el ejército, en especial durante una guerra. Otro caso relevante, pero muy diferente por sus características, es el derecho de los médicos y el personal de salud a negarse a practicar eutanasias o abortos.

Los médicos profesionales guían sus labores por un conjunto de convicciones subjetivas y profundas en las que la conciencia moral continua asumiendo su noción milenaria de conocimiento directo del bien y del mal. En razón del desarrollo de las ciencias y las tecnologías biomédicas, la medicina moderna es un terreno fértil para que emerjan situaciones problemáticas para sus practicantes, pues las intervenciones y procedimientos que se hallan disponibles presentan retos cada vez más difíciles de discernir tanto a nivel individual, como social y legal. Estas características constituyen una oportunidad para analizar la conciencia moral en tanto facultad mental tal y como se presenta en la realidad concreta y objetiva.

El aborto constituye un caso particularmente difícil en términos bioéticos, morales y legales. En tiempos recientes se acepta en general la idea de que el personal involucrado en servicios de salud tiene el derecho de rehusarse por razones morales a practicar el aborto a una mujer que lo solicita libremente. Este parecería un caso claro de objeción de conciencia. Sin embargo, también se reconoce que la negativa a practicar un aborto constituye una barrera o incluso un daño cuando el embarazo constituye un riesgo a la salud que puede llegar a ser fatal para la embarazada. En estos casos se argumenta que el rechazo a realizar un aborto no constituye propiamente una objeción de conciencia sino una obstrucción severa a la salud de una paciente. Se puede concluir que el rechazo a practicar un aborto en estas condiciones tiene estos dos componentes y otros más que lo hacen difícil de analizar y discernir en términos tanto morales como jurídicos.

Los soldados son reclutados muchas veces de manera obligatoria y carecen de poder de tal forma que quienes se niegan a ser reclutados por una objeción de conciencia aceptan un castigo en aras de proteger la vida ajena, una desobediencia que por su naturaleza y su costo parece ser moralmente honorable. Los médicos, en cambio, han elegido libremente una profesión de servicio y tienen una posición de cierto poder y autoridad de tal forma que en general no enfrentan cargos o castigos por rehusarse a aplicar un aborto. Si quien se niega ser reclutado al ejército por razones éticas o morales toma una posición de valentía y riesgo, el médico que se niega a realizar un aborto en el caso de un embarazo peligroso ejerce en cierta medida una “desobediencia deshonrosa”. Desde luego que quienes eligen esta desobediencia lo hacen para proteger una vida ajena, la del producto del embarazo al que conceden el rango de ser una persona. Algunos de estos profesionales dejarían morir a una mujer antes de llevar a cabo un aborto requerido por ley.

El problema de la conciencia moral que surge de analizar la objeción de conciencia es mayúsculo como se puede comprobar por el hecho de que algunos profesionales de la salud pueden objetar el realizar un aborto en tanto que otros pueden sentirse obligados a hacerlo por estar plenamente convencidos de que están defendiendo el derecho inalienable de la mujer a decidir sobre su cuerpo. Como se puede ver, el rehusarse a proveer un tratamiento legal a una paciente que lo solicita y lo necesita por creencias y convicciones personales constituye una objeción de conciencia verdadera, pero complicada y discutible. En algunos casos, como el especificado arriba, de la vida materna en riesgo por el embarazo, ¿caemos en una irracionalidad si concedemos que las creencias religiosas o metafísicas regulen o dicten las decisiones médicas? Dado que es imposible reconciliar una medicina basada en evidencias científicas con una medicina basada en creencias religiosas cuya validez fáctica y moral es imposible verificar ¿se puede identificar una verdadera objeción de conciencia?

Robert Card (2017) propone un requisito de r azonabilidad para conceder validez a una objeción de conciencia. Según su estipulación, quien proponga una objeción de conciencia debe ser capaz de manifestarla y defenderla públicamente presentando las razones que la subyacen de tal forma que estas puedan ser evaluadas antes de que la objeción sea concedida. Card argumenta que este requisito eliminaría objeciones espurias, por ejemplo las causadas por discriminación, por creencias empíricamente falsas o por sesgos injustificados. Este requisito entrañaría la existencia de tribunales médicos y bioéticos bien informados y ecuánimes para evaluar y dictaminar la pertinencia de la objeción y una posible falta a la ética. Quien tiene una creencia de conciencia arraigada está en su derecho de pedir que esa creencia sea respetada siempre y cuando pueda ofrecer razones morales verosímiles y convincentes para justificar su posición.

Estos ejemplos de situaciones reales muestran que la conciencia moral privada no justifica como correcta y válida cualquier acción que la persona considere o sienta, porque concierne y se limita a su convicción subjetiva. Vemos entonces que no parece razonable preservar la objeción de conciencia en el caso del aborto solo con base en una creencia religiosa o metafísica que no puede ser cuestionada o probada. Diversos analistas y especialistas en bioética ofrecen maneras de paliar las consecuencias negativas que puede tener esta objeción, aunque no parece ser aún convincente que deba ser eliminada o prohibida por ley. Las naciones escandinavas no permiten a los médicos ejercer una objeción de conciencia para abstenerse de practicar un aborto en hospitales públicos. Se argumenta que los médicos que tengan convicciones de este tipo pueden sencillamente no emprender la especialidad de ginecobstetricia.

Vemos así que el término conciencia moral es problemático porque no se puede defender que la creencia de que algo es bueno o malo justifique que hacer o realizar esto sea bueno o malo para todos. Un comportamiento no se vuelve bueno o malo, aceptable o inaceptable simplemente por ser un asunto de conciencia. Uno puede respetar las creencias o valores morales de alguien que se niega a realizar ciertos actos por razones de conciencia, pero esto no tiene como consecuencia necesaria el conceder que esos actos son moralmente incorrectos. En otras palabras: la conciencia concierne a una dimensión subjetiva de la moralidad y cuando alguien alega que tiene una objeción de conciencia para realizar determinados actos usualmente concede o debe conceder que otras personas pueden no compartir este criterio y esta responsabilidad moral.

En referencia al proceso subjetivo, en estos casos de la vida real, una vez más se plantea el hecho un tanto peculiar de que la conciencia moral en tanto convicción parece entrañar un desdoblamiento interno entre un yo que piensa o actúa y una instancia que lo juzga, una especie de autoridad moral o de tribunal interno, como lo pensó Kant. Ahora bien, hemos revisado y planteado en este trabajo que una alternativa a esta noción de tribunal interno como constitutivo de la conciencia moral si consideramos que esta consiste en una emoción cognitiva, un sentimiento negativo que tiene un contenido cognoscitivo. Tal sentimiento tiene tintes de culpa, vergüenza, miedo o contrición lo suficientemente intensos como para regular la expresión conductual y verbal del sujeto porque, además, en caso de actuar a pesar de estas emociones, se produce un efecto emocional aún más lacerante al que se denomina remordimiento. Esta idea está de acuerdo con la visión que hemos ya revisado en el presente trabajo en el sentido de que las creencias morales profundamente arraigadas se basan más en intuiciones y emociones que en argumentos y razones ( Haidt, 2012; Green, 2013).

E n el caso de la objeción de conciencia queda claro que el concepto de conciencia moral dista de ser unitario y homogéneo pues implica facultades de autoconocimiento, autoevaluación, facultades epistémicas de conocimiento de valores, n ormas y expectativas, facultades afectivas de emociones morales y facultades volitivas de creencias morales. Estas categorías no son módulos independientes, sino porosos e interdependientes porque hay componentes emocionales en los juicios morales y componentes valorativos en las emociones morales. Ambos sectores, desde luego, permean las percepciones y las acciones cuando unas y otras tienen componentes y contenidos éticos. De igual manera hemos visto que la conciencia moral en tanto fenómeno subjetivo se experimenta en primera persona y conlleva necesariamente un requerimiento de actuar en referencia obligada a otras personas o entidades que se experimenta en segunda persona y depende de la atribución de una subjetividad propia a los demás. En este sentido hemos destacado al cuidado del Otro como un elemento crucial, tanto subjetivo como objetivo, de la conciencia moral.

Vemos que hay una estrecha relación y un amplio traslape entre cinco esferas y factores morales: (1) el sistema de valores aceptado por una cultura, (2) la incorporación y jerarquización de esa escala por cada individuo, plasmadas en su sentido del deber y obligación; (3) el desarrollo de capacidades para poner en práctica las conductas consecuentes, denominadas virtudes; (4) el sistema de las emociones morales que se presentan en los actores, los receptores y los testigos de tales conductas y (5) el autoconcepto de cada individuo como ser moral y que forma parte de su identidad central.

COLOFÓN

La noción del progreso moral es antigua. En El arte de la prudencia publicado en 1647, el escritor jesuita del Siglo de Oro español Baltasar Gracián (1993) apuntó en su sexto aforismo (p 3):

No se nace hecho. Cada día uno se va perfeccionando en lo personal y lo laboral, hasta llegar al punto más alto, a la plenitud de cualidades, a la eminencia. Esto se conoce en lo elevado del gusto, en la pureza de la inteligencia, en lo maduro del juicio, en la limpieza de la voluntad.

Tal vez hoy no veamos la perfección humana con tanto rigor y esperanza como Gracián, pero también reconocemos que somos mejorables y este potencial ético requiere de introspección, autocrítica, decisión, diálogo, cuidado, estrategia, voluntad y constancia, aspectos de la autoconciencia que se manifiestan en una forma solícita y comprometida de conducirse en el mundo.


1   La investigación de las fuentes antiguas fue realizada por la Comisión de Consultas de la Academia Mexicana de la Lengua.

 

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