Otto Doerr-Zegers
Departamento de Psiquiatría Oriente Universidad de Chile. Centro de Estudios de Fenomenología y Psiquiatría, Universidad Diego Portales, Santiago.
Tanto las personas como los animales experimentan un particular estado que se llama duelo cuando han perdido a un ser querido o próximo. Darwin, en su obra Expression of Emotions in Man and Animals, exploró el diferente modo de expresar y comunicar emociones del hombre adulto, el niño y el animal, concluyendo, entre otras cosas, que las conductas de duelo son instintivas y tienen por finalidad ayudar a los individuos a reestructurar sus vidas en ausencia del objeto perdido. En su famoso artículo "Duelo y melancolía", Sigmund Freud (1917) también consideró el duelo como una fuente de renovación e incluso de creatividad. Otra serie de autores, en cambio, entre los cuales destacan George Engel (1961) y John Bowlby (1980), han concebido el duelo como una forma de enfermedad. El duelo sería una herida profunda que puede curar mejor o peor y que como tantas otras enfermedades se asocia con dolor, sufrimiento, aumento de la morbilidad y de la mortalidad, baja de la productividad, etc.
El problema está en que estas dos formas tan contrapuestas de conceptualizar el duelo van a determinar el modo como las personas afectadas por tal experiencia van a ser vistas y eventualmente tratadas. Si se piensa que el duelo es un fenómeno normal habrá que estimular al deudo a vivirlo, a tener la experiencia de pasar a través suyo, porque así alcanzará un mayor nivel de madurez, sabiduría o fortaleza. Si lo consideramos, en cambio, como una enfermedad, se tratará fundamentalmente con medicamentos, y muchos podrían pensar que el momento psicoterapéutico tiene –por lo menos en un comienzo– un papel secundario. La solución a esta forzada contraposición la encontramos en el mismo Freud, quien, al explorar con mayor detención la naturaleza e intensidad de las reacciones de duelo en los seres humanos, llegó a la conclusión de que había dos tipos de duelo, uno normal y otro patológico, y que solo el primero encerraría elementos positivos. Según él, común a ambos estados sería la tristeza, la pérdida del apetito, el insomnio, la dificultad de concentración y la percepción del mundo como vacío de sentido. La severa pérdida de la autoestima, tan característica de la enfermedad depresiva, en cambio, no sería un hecho propio del duelo normal. Personalmente no concuerdo con Freud en lo que respecta al diagnóstico diferencial entre ambos tipos de duelo, el normal y el patológico o depresivo. Esto se debe en parte a que yo postulo una definición distinta de depresión, tema sobre el cual me extenderé más adelante en este mismo escrito.
Lindemann (1944) estudió a 101 personas que habían sufrido una pérdida importante, incluidos los sobrevivientes de un incendio en Coconut Grove, Miami. Describió un síndrome de duelo agudo con sintomatología tanto física como psíquica. AI igual que Freud, distinguió entre reacciones de duelo normales y patológicas, pero estudió sus similitudes y diferencias en forma más detallada. Él fue quien describió también lo que se ha llamado el "trabajo de duelo", que consiste en un proceso de "emancipación con respecto a los vínculos con la persona fallecida, en una readaptación al ambiente en el cual la persona perdida se desenvolvía y ahora falta, así como en la formación de nuevos vínculos". Lindemann descubrió que las reacciones de duelo patológico se desarrollaban en aquellas personas que eran incapaces de hacer el "trabajo de duelo" o que simplemente se negaban a hacerlo. La forma de ayudarlas consistiría en persuadirlas a que se sometan al proceso de duelo y acepten todo lo que tiene este de doloroso. También sugirió que para poder superar una situación de duelo debía tener alguna participación la voluntad.
El curso clásico de un duelo sería el siguiente. 1. Estado de shock al imponerse la pérdida de la persona. Este estado se acompaña de una cierta obnubilación de la conciencia, tendencia al llanto, sensación de irrealidad, negación, rabia y anhedonia. 2. Toma de conciencia, estado que se acompaña de una serie de cambios somáticos como fatiga, sensación de tener la garganta apretada, disnea, sofoco, suspiros. 3. La desorganización: durante esta etapa la persona se siente desamparada y tiende a aislarse; en las noches no puede dormir y sufre de pesadillas; hay fatigabilidad y pérdida de peso, sentimientos de culpa y autorreproches. 4. Reorganización: a diferencia de lo que pasa en la depresión, en el duelo normal empieza a ocurrir un cambio después de algunas semanas, cuyo rasgo central sería el deseo de vivir a pesar de todo y la necesidad, para ello, de readaptarse a las nuevas circunstancias. La duración total de este proceso oscilaría alrededor de un año.
Sin embargo, y como vimos, ya Darwin (1872) y luego Freud (1917) habían insistido en que el duelo podía tener algo útil y adaptativo y que sus aspectos positivos siempre superan a los negativos si lo miramos desde una perspectiva que abarque la totalidad de la vida del sujeto que sufrió la pérdida. El duelo normal ayudaría, casi instintivamente, a las personas a reestructurar sus vidas y a crear un nuevo orden de valores. Aquellos que no son capaces de hacer el duelo o de crear ese nuevo orden pueden caer en una depresión o en complicaciones aún peores, como el suicidio, las conductas adictivas o una enfermedad somática, por lo general un cáncer. El mismo Darwin describió en los animales una primera etapa de inactividad y de disminución de la receptividad, pero cuyo fin era indudablemente guardar energía para el ulterior proceso de reajuste y de creación de nuevas tareas. Otro argumento a favor de los elementos normales y "positivos" del duelo seria comprobar que muchas de las grandes obras literarias y artísticas de la humanidad han surgido a raíz de una situación de duelo del escritor o del artista. Recordemos cómo Marcel Proust (1944), después de años de escribir artículos frívolos e intrascendentes, fue capaz de comenzar su obra capital, En busca del tiempo perdido, recién al morir su madre, a quien él adoraba, y esto en medio de un trabajo de duelo que se prolongó hasta su propia muerte. Otro ejemplo impresionante de lo mismo es la serie de canciones que compusiera Gustav Mahler a raíz de la muerte de su hija, tituladas Cannciones para los niños muertos, música que de algún modo concentra todo el infinito dolor que un padre o una madre experimentan frente a la pérdida de un hijo. La obra creativa como respuesta a un duelo es la versión más digna de otro fenómeno que con alguna frecuencia lo acompaña, cual es la necesidad de narrar, de contarle a alguien lo ocurrido, pues este acto posee un gran efecto aliviador. Hay un cuento de Antón Chéjov que ejemplifica magníficamente esta situación: un cochero pierde a su hijo y en un estado de total desesperación busca a alguien con quien compartir su dolor y no lo encuentra; entonces se abraza a su caballo, le cuenta su desgracia y se siente más aliviado.
Por cierto que no todos los duelos son iguales en cualidad e intensidad. Es muy distinto acompañar a la tumba al padre o a la madre, por mucho que se los haya querido, que al cónyuge, cuando ha sido una relación lograda, o, para qué decir, a un hijo. En el primer caso la pérdida es vivida como natural, por dolorosa que sea. En el segundo, como un duro golpe del destino, de esos con los cuales hay que contar cuando se llega a la edad adulta, así como se cuenta con la posibilidad de enfermar uno mismo. El tercer caso, en cambio, el de la muerte de un hijo, es vivido como algo completamente antinatural, como una traición del destino, de la vida e, incluso, de Dios. Distintos autores se han referido a las peculiaridades del duelo por la muerte de un hijo. Uno de los que ha escrito las páginas más impresionantes al respecto es el alemán Johann-Christoph Student (2005). Él afirma, entre otras cosas, que la muerte de un niño amenaza con romper las leyes de la naturaleza, que cuando los padres entierran a sus hijos se están enterrando también ellos mismos y que este dolor tan extremo es reconocido instintivamente por los demás, quienes tienden a evitar la cercanía de estos deudos, como si ese sufrimiento infinito que los aflige fuese contagioso.
Nosotros quisiéramos hacer un modesto aporte a la fenomenología del estado de duelo y en particular al más paradigmático de todos que es el provocado por la pérdida de un hijo. Afirmar que la muerte de un hijo es el sufrimiento más intenso y desgarrador que conoce el ser humano no se basa solo en la numerosa literatura al respecto y en las incontables organizaciones encargadas de ayudar a estos deudos, que existen en los países más desarrollados y que han surgido como una necesidad ineludible. La afirmación se fundamenta también en una experiencia clínica de más de sesenta años como psiquiatra y psicoterapeuta. Hemos conocido y tratado varios casos de matrimonios felices que después de la pérdida de un hijo terminan separándose, porque empiezan a culparse y a destruirse entre sí. En otros casos se producen, sobre todo en la madre, cuadros de depresiones crónicas sumamente resistentes a los tratamientos. Hemos visto también el desarrollo de alcoholismo en el padre o de inesperadas transformaciones en la personalidad de la madre, con ingreso a grupos terroristas o a movimientos esotéricos o religiosos alternativos. Todo lo anterior nos está señalando cuán trágica puede ser esta experiencia de duelo y cuán difícil es superarla realmente.
Las etapas por las que se pasa en un proceso de duelo cualquiera son, como dijimos, el impacto o shock, la toma de conciencia, la desorganización, la reorganización y, por último, la resolución. Pienso que las distintas descripciones realizadas, de corte fundamentalmente anglosajón, son demasiado escuetas, sobre todo si se piensa en las experiencias de duelo extremas. Hay toda una riqueza vivencial en el duelo que no ha sido suficientemente explorada. Ninguna de las descripciones conocidas son falsas; más aún, puede ser que ellas apunten a hechos sustantivos del vivenciar del deudo, como por ejemplo el aturdimiento e incredulidad de la etapa de shock o la añoranza del hijo ausente y la necesidad de buscar una explicación de lo que todavía parece inconcebible, propio de la segunda etapa o toma de conciencia. A esa primera etapa de shock yo agregaría, por ejemplo, que con frecuencia se presentan ya síntomas de la serie depresiva, aunque no alcancen a constituir una enfermedad depresiva propiamente tal. Me refiero, por ejemplo, al insomnio, a las pesadillas, a ese terrible despertar en que uno toma conciencia otra vez más de la realidad de lo ocurrido, a esa intensa angustia vivida como un puñal permanentemente clavado en el epigastrio, a esa dificultad para iniciar cualquier acción, a la total falta de capacidad de atención y la consiguiente distraibilidad, etcétera. Pero hay otros dos fenómenos quizás más profundos que todos los anteriores y que no se mencionan en la literatura científica al respecto; la perturbación de la vivencia del tiempo y la del espacio.
Después de una pérdida importante, en especial de una pérdida de la categoría de un hijo, donde toda la naturaleza pareciera rebelarse en contra de ese rompimiento del orden natural, se produce una profunda alteración de la temporalidad, que consiste en primer lugar en una suerte de detención del tiempo vivido. EI fluir natural de la vida se enlentece. Los acontecimientos alrededor adquieren una morosidad insoportable. Se mira el reloj, se toma conciencia de la hora, pasa un rato subjetivamente largo, se vuelve a mirar el reloj y han transcurrido apenas algunos minutos. Este no fluir del tiempo está, por cierto, muy vinculado a la incapacidad de hacer cosas que tienen los sujetos en la etapa de duelo. Porque cualquier acción significa adelantar futuro, traer al presente inmediato, en forma de imágenes o de proyectos, trozos de una realidad por venir y que necesariamente no existe todavía. Y el deudo está, en cambio, atrapado en eso que ocurrió, que es lo único importante que le ha pasado en mucho tiempo y probablemente en su vida entera. Y eso le impide el movimiento hacia delante, le es imposible integrar el futuro con el pasado en un presente creador. Y entonces el tiempo se coagula, se enlentece, no avanza, sensación que se constituye en una nueva fuente de angustia.
Esta profunda alteración de la temporalidad que se produce en los duelos extremos hace necesario que el deudo, superadas ya las etapas de shock y de toma de conciencia, pueda incorporarse a una actividad donde los ritmos y los horarios estén muy claramente definidos. Este sometimiento a una rígida temporalidad externa puede ayudar al deudo a restablecer el flujo de su tiempo interno o tiempo vivido.
Pero también el espacio está alterado y no solo porque el dormitorio del hijo o de la hija estén vacíos o porque uno se encuentre en forma inesperada con algún juguete o algún objeto que él o ella querían mucho. No, la alteración del espacio es mucho más profunda y tiene que ver con el hecho de que la tierra misma deja de ser habitable. Uno ya no tiene lugar en este mundo y así es como se mueve de un sitio a otro como un sonámbulo, y cuando llega a la casa de aquel amigo de quien esperaba algún consuelo quiera retirarse de inmediato, porque no se siente a gusto, pero tampoco quiere volver a casa, porque los recuerdos se agolpan y clavan como cuchillos la piel entera, y entonces se va a cualquier lado, vale decir, a ninguno. Los espacios en el duelo pierden su carácter acogedor, dejan de ser el punto de apoyo desde el cual uno parte cada día a enredarse en los afanes del mundo. El único lugar que conserva algo del carácter de refugio, de residencia, en el sentido más amplio de la palabra, es el lecho, es la propia cama donde uno busca encontrar el sueño, vale decir, la inconsciencia. Pero la esperanza de ese alivio dura poco, porque no bien uno ha caído en el sueño empieza el tormento de las pesadillas, en las cuales por lo general se repiten obsesivamente los acontecimientos anteriores a la desgracia y vienen los autorreproches: que si hubiera hecho esto, que si no hubiera hecho aquello, que por qué le di permiso o por qué no se lo di, etcétera. Pesadillas, dormir superficial, despertar con angustia, opresión precordial y la sensación de que el mundo entero se nos viene encima son otras formas de expresarse el desamparo y la carencia de mundo. Porque el mundo estaba armado, configurado desde y para el otro, y al faltar éste se pierden las referencias, las identidades, las orientaciones, y cada lugar deja de ser lo que es o al menos pierde la atmósfera (más o menos acogedora, más o menos familiar) que lo caracterizaba.
Yo diría que esta profunda alteración del tiempo y del espacio es válida para las tres primeras etapas del proceso del duelo: el impacto, la toma de conciencia y la desorganización. En esta última se agregan quizás actos impulsivos, de esos que los psicoanalistas llaman acting out. Y es así como las personas que están viviendo un duelo de grado máximo pueden hacer cosas que no habrían hecho en estado normal, como por ejemplo beber en forma excesiva, cometer actos de infidelidad, mostrar conductas socialmente inadecuadas, hacer negocios sucios, etcétera. Es esa total pérdida de referencias con respecto al pasado, al futuro, a la propia identidad, a sus ancestros, en fin, lo que hace que uno pueda caer en esos extremos de desorganización, porque cada acción coherente necesita un punto de apoyo, un "desde donde" hacerse. Y todo eso se ha perdido, pues el espacio ya no acoge ni sirve de plataforma para cualquier "desde donde", ni el tiempo se ordena en secuencias coherentes que permitan consumar acciones. Y de ahí que en estas tres etapas sea tan difícil mantener un trabajo organizado, efectivo y productivo. Y sin embargo después, en la etapa de reorganización, es justamente el trabajo una de las grandes ayudas para sobrellevar esta etapa de la vida, sobre todo cuando no se trata de trabajos independientes, sino institucionales o empresariales, vale decir, donde la persona se encuentra más o menos subordinada a órdenes y estructuras dadas previamente y que de algún modo obligan al que está viviendo el duelo a dimensionarse, otorgándole al mismo tiempo un mínimo orden espacio-temporal, del cual en ese momento está careciendo por completo.
Nos referiremos ahora a algunos de los versos en que Rilke (1922; traducción del autor, última edición, 2023) plantea el tema de los niños muertos. Es curioso el hecho de que él mencionara este tema con tanta frecuencia, aun cuando nunca sufrió tal experiencia, porque tuvo una sola hija que lo sobrevivió muchas décadas. Él intuyó, sin embargo, que detrás del duelo por la muerte de un hijo se escondía un misterio muy profundo, llegando a manifestar en algún momento la idea de que si la muerte de un hijo no tenía sentido entonces nada tenía sentido. En sus famosas Elegías de Duino el tema de la muerte de los niños está permanentemente presente. Así, la última estrofa de la Primera Elegía comienza con estos versos:
Por último, ya no nos necesitan ellos, los que se fueron temprano; suavemente uno se va desacostumbrando de lo terrenal, así como se emancipa con ternura de los pechos de la madre. Pero nosotros, que tenemos necesidad de tan grandes misterios, de los cuales, y desde la tristeza, surge a menudo una prosperidad bienaventurada:
¿podríamos existir sin ellos? (…)
En estos versos vemos aparecer tres ideas fundamentales. Primero: que los niños muertos ya no nos necesitan a nosotros, los vivos y entre estos a los deudos, pero sí nosotros a ellos; ¿y por qué? porque – segundo - la muerte de un niño constituye uno de los más grandes misterios y nosotros los humanos necesitamos de esos misterios para darles un sentido a nuestras vidas. Y tercero: que es posible que desde esa misma tristeza, provocada por el más grande de los dolores y al mismo tiempo de los misterios, pueda surgir en algún momento una "prosperidad bienaventurada".
La elegía termina recordando la m uerte violenta del joven Lino, hijo de Apolo. Este joven dios desarrollo la melodía y el ritmo, compuso poemas sobre el origen del mundo, sobre la astronomía y la naturaleza de las plantas. Orfeo, Hércules y Tamiris, entre otros, fueron discípulos suyos. Un día, mientras instruía a Hércules en la música, tuvo Lino la ocurrencia de reprochar con dureza al héroe su poca gracia y escasa aptitud para este arte, reproche frente al cual Hércules reaccionó con cólera, asestando con su lira un golpe mortal sobre la cabeza de Lino. Grecia entera lloro su muer te, la ciudad de Argos le levantó un magnífico sepulcro en el templo de Apolo y todos los años acudían allí escritores, artistas y sabios a testimoniarle su devoción y su dolor. En los últimos versos de esta elegía, que reproduciremos a continuación, Rilke hace expresa referencia a la muerte de este joven semidiós y a esa extraordinaria herencia que nos dejó a los humanos, cual es la música:
[. . .] ¿Es vana la leyenda de que antaño en el lamento funerario por Lino, la primera música, osada, atravesó el árido estupor y que recién en aquel espacio dominado por el terror, del cual el joven semidiós se escapó de pronto y para siempre, entre el vacío mismo en aquella vibración que aún ahora nos arrebata, nos consuela y nos ayuda?
En este apoteósico final de la Primera Elegía, el poeta coloca la muerte de un niño en relación con dos acontecimientos fundamentales en el proceso de la evolución, respectivamente, de la realidad toda y de la realidad humana: por un lado la génesis del espacio primordial del que van a surgir las galaxias y los sistemas planetarios, entre ellos el nuestro (el poeta lo llama "aquel espacio dominado por el terror"), y por otro lado el nacimiento de la música, la que resultó de la vibración de ese mismo espacio primigenio, al expandirse. Y esa vibración habría sido provocada por la muerte de un niño-dios. Pienso que es imposible imaginar una dimensión más amplia y trascendente que la que el poeta escogiera como horizonte para colocar el misterio de la muerte de un niño. Por último, en la Cuarta Elegía vuelve el poeta a referirse a la muerte de los niños, aludiendo aquí a la eventual responsabilidad que tenemos los adultos en ella:
¿Quién produce la muerte infantil a partir de un pan gris que se endurece, o la deja dentro, en la boca redonda, así como se deja el corazón de una hermosa manzana?... Los asesinos son fáciles de reconocer. Pero escucha esto: contener la muerte suavemente, toda la muerte, aún antes que la vida y esto sin enojo, eso es indescriptible.
Ahora, ¿quiénes son estos asesinos de niños "fáciles de reconocer"? El poeta lo deja en la incertidumbre, pero quizás somos nosotros mismos, los adultos, por nuestra negligencia ("a partir de un pan gris que se endurece"), o tal vez se refiere a otra forma de morir el niño, cual es la de transformarse en adulto. Esta transformación es vivida y temida por muchos niños, casi como una muerte. A su vez, la nostalgia por la infancia perdida permanece por mucho tiempo en los adultos y ha sido, a lo largo de la historia, una permanente fuente de inspiración para músicos, poetas y novelistas.
La depresión es una enfermedad que se conoce desde lo antiguo y que probablemente ha acompañado al hombre al menos desde que tiene conciencia de su condición histórica. A pesar de su antigüedad, aún hoy es difícil llegar a una definición rigurosa que evite errados diagnósticos.
La razón de esta suerte de paradoja de que una enfermedad tan antigua no se conozca suficientemente radica en el hecho de que carecemos de métodos que nos permitan acceder al sustrato de la enfermedad, que es la base del proceso diagnóstico en medicina. Diagnosticar significa establecer un nexo entre algo que aparece o se ve (signo o síntoma) y un proceso patológico subyacente que no se ve (tumor, atrofia, inflamación, degeneración, etcétera), pero del cual se tenía conocimiento previo. Desconocemos el substrato anatómico y/o fisiopatológico de la depresión y por lo tanto nuestro diagnóstico será siempre en mayor o menor medida tautológico: decimos que esta persona tiene una depresión porque muestra síntomas depresivos o, a la inversa , estos síntomas que tiene fulano deben ser depresivos porque sospechamos que él sufre de una depresión. Estamos definiendo algo a base de sí mismo, la depresión por lo depresivo; vale decir, se trata de una tautología. He ahí la razón de la dificultad de este diagnóstico, y de la multiplicidad de errores que se cometen con él. El más frecuente es confundir un estado de sufrimiento, frustración, pena o aún de duelo con la depresión, y las consecuencias no dejan de ser importantes, puesto que diagnosticar hoy una enfermedad depresiva implica el empleo de medicamentos específicos, los que tienen múltiples efectos secundarios, algunos de los cuales son bastante molestos. Estar triste no significa estar deprimido; tener poco entusiasmo, tampoco. Todas estas son formas del ánimo, que en el ser humano nunca es parejo. No es el caso de hacer aquí una exposición detallada de los métodos que los científicos han inventado con el objeto de superar la trampa tautológica y asegurar lo más posible la corrección del diagnóstico o, dicho con otras palabras, para que podamos estar ciertos de que cuando hablamos de depresión estamos frente a ese complejo proceso pato-fisiológico que no por ser desconocido en su intimidad deja de tener una existencia real, tan real que se mejora con determinados medicamentos. Mencionaremos al pasar las tres formas empleadas para diagnosticar esta enfermedad.
Método estadístico: se establecen listas de síntomas que corresponden a aquellos que con más frecuencia se han observado en un número grande de pacientes, en los cuales todo parecía indicar que sufrían de una depresión (compromiso del ánimo, evolución en fases, respuesta a los antidepresivos, etcétera). Para hacer el diagnóstico se exige la presencia de un número determinado de ellos. Si no se alcanza ese número, el paciente “no tiene” una depresión.
Método transcultural: se estudian grupos de pacientes depresivos en distintas culturas y se ve cuales síntomas permanecen y cuales cambian de una cultura a otra. Se supone, entonces, que los síntomas propiamente depresivos son aquellos que se presentan de igual forma en ambas culturas estudiadas. Todas las otras manifestaciones serían “accesorias” o no esenciales.
Método fenomenológico: se busca determinar no los síntomas, sino los fenómenos esenciales de esta enfermedad, aquellos que tienen que estar siempre presentes para poder hablar de depresión. La diferencia entre el síntoma y el fenómeno estriba en que el síntoma es un mero indicio, mientras el fenómeno abarca tanto el síntoma o manifestación externa como el proceso subyacente, conocido éste a través de la intuición fenomenológica y no necesariamente todavía en su nivel molecular.
A diferencia de los sistemas de diagnóstico norteamericanos, que se rigen exclusivamente por la constatación de síntomas externos y la aplicación del método estadístico, nosotros hemos intentado llegar a una definición de esta enfermedad empleando, por una parte, el método de la intuición fenomenológica y, por otra, cotejando sus hallazgos con los resultados de la investigación transcultural. Es así como hemos llegado a la determinación de tres fenómenos o dimensiones fundamentales de la depresividad, en torno a los cuales se ordenan los síntomas particulares Dörr-Zegers (1979); Dörr-Zegers y Tellenbach (1980).
1. Fenómeno del cambio de la relación del Yo con el propio cuerpo (distimia o alteración del cuerpo vivido): a esta dimensión pertenecen todos aquellos síntomas que surgen como manifestaciones de un modo distinto del estar el depresivo en su cuerpo (Befinden o Befindlichkeit). Desde la perspectiva del paciente, estos síntomas son: decaimiento, falta de ánimo y de fuerzas, sensación de pesadez corporal, sensación de frio, sensación de náuseas, angustia en cualquiera de sus formas, más los clásicos “síntomas vitales” de Schneider, como la opresión precordial, el globus melancholicus y la sensación de presión dolorosa en la nuca. El grado extremo de este cambio de la corporalidad sería el síndrome de Cotard, con la negación de órganos. Desde la perspectiva del observador, este cambio es visto como palidez, arruga frontal con la forma de la letra griega omega, ceño fruncido, opacidad de la mirada, párpados de Veraguth (elevación del ángulo interno del párpado superior), expresión de angustia congelada, etc. Este conjunto de síntomas configuran un fenómeno que afecta globalmente a la corporalidad del depresivo y que nosotros describiéramos más tarde (1979, 1980) como "cadaverización", siendo su versión más extrema el estado de estupor.
2. Fenómeno del cambio en la relación del cuerpo con el mundo (inhibición física y psíquica o alteración del cuerpo operante): desde la perspectiva del paciente, el fenómeno de la inhibición se presenta como un deterioro de todas las funciones que Bleuler llamara "centrífugas", vale decir, aquellas que nos conectan con el mundo externo: dificultad para pensar, concentrarse, decidirse, realizar las tareas habituales; perdida de las capacidades de atención y de memoria, etcétera (fenómeno del "no-poder" de Binswanger, 1960). Desde la perspectiva del observador, la inhibición es idéntica a un enlentecimiento general, el cual se manifiesta concretamente como lentitud en los movimientos, tendencia a permanecer estático, latencia en las respuestas, hablar dificultoso y pérdida de fuerza de la voz.
3. Fenómeno del cambio de la relación del cuerpo con el tiempo (alteración, inversión o suspensión de los ritmos biológicos): todos los ritmos biológicos se encuentran o alterados, o invertidos o suspendidos: se altera el ritmo sueño-vigilia, se invierte el ritmo circadiano, se suspende el ciclo menstrual, etcétera. También disminuyen el apetito y la libido, el ritmo digestivo se hace más lento o más rápido y lo mismo ocurre con el ritmo urinario. Este compromiso de la ritmicidad biológica va empero más allá de la corporalidad de cada sujeto, en el sentido de que los síntomas o la enfermedad misma se presentan ligados a los ciclos cósmicos: periodicidad diaria, semanal, mensual, estacional y vital.
Definido lo que llamamos depresión, vamos a intentar responder a la pregunta planteada al comienzo de por qué no todos los duelos se transforman en depresión. Quien se preocupó en un momento de este tema fue mi maestro Hubertus Tellenbach, y para contestar a la interrogante por la posibilidad de que un duelo extremo no se transforme en una enfermedad depresiva –como uno pensaría por sentido común– recurrió a la historia de Job, que él analizó con singular maestría. Procederé primero a describir sucintamente la historia de Job, para luego seguir la línea de interpretación que hace Tellenbach (1963) de esta historia y terminar con algunas consideraciones personales.
Dios se encuentra con Satán, quien viene a dar un paseo por la tierra. Dios le pregunta si ha reparado en ese hombre íntegro, justo y temeroso de Dios que es Job de Idumea. Satán provoca a Dios diciéndole que no es gracia que Job sea así, porque ha recibido tantas bendiciones, pero "alarga tu mano y toca todo lo que él tiene y veremos si no te maldice en tu misma cara". Yahvé responde a Satán: "Ahí está cuanto poseo a tu disposición, salvo que no pongas en él tu mano". Satán se encarga de causar en Job y su familia todas las desgracias imaginables: los ganados le son arrebatados y los servidores asesinados; el fuego destruye gran parte de su propiedad; sus hijos e hijas mueren a raíz de una fuerte tempestad en el desierto, etcétera. En un primer momento el sabio y justo Job resiste la prueba con humildad: rapándose la cabeza cae en la tierra y se postra ante Dios diciendo: "Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá. Yahvé lo dio y Yahvé lo ha quitado; bendito sea el nombre de Yahvé". Pero luego Job se rebela contra esta injusticia y maldice el momento de su concepción y la hora de su nacimiento. Entonces es visitado por tres amigos, quienes al escuchar sus lamentaciones inician una polémica sobre el problema del mal, más concretamente, sobre la razón de los sufrimientos de un hombre justo. Ellos defienden la tesis tradicional de que Dios da a cada uno en esta vida según sus obras y que la dicha sigue a la justicia como la desgracia al pecado. Instan entonces a Job a buscar en sí mismo las culpas causantes de su desgracia. Job protesta de su inocencia y niega el sentido que sus amigos dan a la justicia divina y decide averiguar la razón última de su aciago destino. Poco a poco se Ie va revelando la paradoja de que es el mismo Dios, a quien él tan bien había servido, quien lo ha puesto en un estado de total imposibilidad de continuar sirviéndolo.
Esta paradoja corresponde más o menos exactamente a ese sentimiento extremo, tan bien descrito por Kierkegaard, de la desesperación. Pero lo importante es que Job no se entrega, no se abandona a una autonegación resignada, sino que en sus lamentos y reclamos va expresando, en forma cada vez más perfecta, la tensión dialéctica de su situación de desesperación. Job abandona el plano de la discusión ética y teológica en que se mantienen sus amigos para intentar provocar un diálogo con Dios mismo. "Que el Todopoderoso me dé la respuesta... Si Dios pone tanta atención en el hombre, ¿por qué entonces lo rebaja a una existencia tan nimia y desgraciada? Si Dios es generosidad, ¿por qué ataca de ese modo al débil? Si Dios es justicia, ¿por qué destruye tanto al inocente como al culpable?" Al mismo tiempo que provoca a Dios, mantiene el temor de Dios con toda su fuerza, cuando grita a sus amigos: "¿No os espantáis ante su grandeza, no os abruma su terrible poder?" En un último salto desde la desesperación, Job reta a Dios a un pleito: "¿No hay entre nosotros un árbitro que ponga su mano sobre nosotros dos, que aparte de encima de mí su vara, de suerte que su terror no me espante? Entonces hablaría y no Ie temería, puesto que hallándome así, no estoy verdaderamente en mí". Job conjura así al Deus absconditus a que salga de lo oculto y se Ie enfrente. Pero, a pesar de todo, no se aparta nunca de Yahvé y en esto está su grandeza: en que desde un principio todo lo que le acontece lo entiende desde su relación con el mismo Dios. Según el teólogo Gerhard von Rad, "sus acusaciones son en gran parte un ruego a Yahvé para que salve la imagen de Dios en su propia alma [la de Job]". La última y más sublime forma de la desesperación de Job y de su valor al enfrentar a Yahvé es cuando le pide a Dios justicia contra Dios. Y Yahvé se defiende cuando le dice: "¿Me vas a condenar para que tú quedes justificado?" Pero en todo ello no hay asomo de querulancia por parte de Job, sino más bien el dese o de que Dios se le revele más a fondo, que le descubra el sentido de su justicia y la ponga a su alcance. Al final, admirado Dios de la lealtad de Job, lo alaba grandemente y le restituye todo lo perdido.
La gran pregunta es –como plantea Tellenbach– ¿por qué Job en ningún momento cae en la depresión, cuando se dan en él todas las condiciones para ello? Debemos recordar que la gran situación desencadenante de depresiones es la pérdida, en cualquiera de sus formas (fallecimiento de seres queridos, término de relación amorosa, fracaso económico, cambio de país, mudanza, etcétera). Job sufrió todas las pérdidas posibles y ello sin haber cometido falta alguna, lo que, para la interpretación de la justicia divina vigente en aquella época, hubiera podido hacer comprensible alguna de estas pérdidas como castigo. Y Job, en lugar de abandonarse a la derrota total o, por último, a una rebelión amarga en contra del Dios creador, transforma su desesperación en una incesante preguntar por el sentido de lo ocurrido, hasta el punto de llamar a Dios a un enfrentamiento. Job pudo salvarse porque buscó siempre un tipo de relación con Dios que fuese aún más auténtica y verdadera que la de los tiempos felices. Desde su desesperación intenta una y otra vez integrar a Dios a ese destino al que el propio Dios lo había arrastrado y evitar así el mero abandono resignado ante el abismo. Esta conducta de Job ha sido interpretada con mucha razón por Tellenbach como una apertura o salto hacia la trascendencia, vale decir, lo contrario de lo que ocurre en las personas con tendencia a la depresión, que es el estancamiento. Este tipo de personalidad, el typus melancholicus en la terminología de Tellenbach, frente a situaciones sin salida, frente a pérdidas, culpas o injusticias, se queda detenido, preso en su propia rigidez, y su existencia se estanca, y todo ello, a través de complejos mecanismos, hace que la función elemental del cerebro, que es mantener el tono vital, sucumba, y en eso consiste la enfermedad depresiva. El gran antídoto en contra de esta enfermedad es entonces el trascender, y Job nos ha mostrado insuperablemente cómo hacerlo: frente a la desgracia sin par, frente a la injusticia y el absurdo totales, hay que responder con la lucha, con la pregunta incesante, con la rebelión del justo, con la apertura a otras dimensiones del espíritu; en último término, con la búsqueda de un sentido, porque ese tiene que existir, si es que la vida como totalidad lo tiene.
Pienso que la superación definitiva del duelo, sobre todo la del peor duelo que se conoce, cual es el provocado por la muerte de un hijo, no es otra que la razón por la cual Job no cayó en la total desesperanza y, consiguientemente, en el suicidio: una activa lucha en la búsqueda de un sentido, por oscuro e inalcanzable que este parezca, y luego –como dirá Heidegger (2002) en otro contexto– una “serena apertura ante el misterio”. Al margen de cualquier creencia religiosa particular, el universo todo es un profundo misterio. Y si misteriosos se nos aparecen conocidos fenómenos de la astrofísica, como el big bang, los hoyos negros o la antimateria, cuanto más lo serán realidades infinitamente más complejas, como es el caso del alma humana y sus sufrimientos, la ecuación necesidad/libertad, el problema del destino y, para qué decir, el de la relación de cada uno de nosotros, pobres criaturas, con el insondable y silencioso Creador.
REFERENCIAS
Binswanger, L. (1960). Melancholie und Manie. Neske Verlag.
Bowlby, J. (1980). Loss, Sadness and Depression. En Attachment and Loss. Hogarth Press.
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