Fernando Lolas Stepke
Profesor Titular, Universidad de Chile y Universidad Central de Chile. Académico de Número, Academia Chilena de la Lengua, Correspondiente de la Real Academia Española. International Distinguished Fellow, American Psychiatric Association.
Brindar una perspectiva sobre el complejo constructo salud mental, especialmente en lo relativo a la investigación, exige considerar los considerables cambios introducidos por la evolución tecnológica y los desarrollos institucionales que supere las tradicionales afirmaciones rutinarias y monótonas a que nos tiene acostumbrados el discurso habitual.
Salud mental es un pleonasmo. Una expresión con sobrecarga de significado. ¿Qué añade el adjetivo mental a la idea de salud? ¿Hay acaso una salud no mental?
Hay dimensiones de la vida humana que superan consideraciones sobre el cuerpo. Las esperanzas, emociones y deseos tienen formas de manifestación que, como el dolor, a veces no tienen un correlato en la anatomía y la fisiología. Es una dimensión, o aspecto, de la Salud, que no se reduce solamente a fisiología y anatomía (Lolas, 1997).Asimismo, hay afecciones del cuerpo que no producen ni dolor ni molestia. Por ello se dice que son asintomáticas y el diagnóstico depende de signos. Se tratan condiciones, como hipertensión e hiperglicemia por sus potenciales consecuencias, no siempre por sus efectos subjetivos. Al mismo tiempo, nos encontramos con una “medicina del deseo” que implica la esperanza de mayor longevidad, mayor bienestar, mejoramiento del cuerpo. Estar enfermo no es lo mismo que ser paciente o padeciente. El papel de enfermo(sick role) que la sociología de Talcott Parsons destacó, es una categoría social que se acompaña de deberes (volver pronto al sistema productivo, buscar ayuda técnica) y derechos (suspensión de deberes habituales de rol, acceso a asistencia razonable) aunque el “derecho a la salud” es una vaga consigna, pues solamente se refiere a tener acceso a sistemas de cuidado por el Estado o el mercado. La salud es construcción personalísima que depende de expectativas y esperanzas. El bienestar individual depende críticamente de la satisfacción que experimentan las personas con el apoyo recibido de sus “otros significativos”, de la ayuda profesional o de los sistemas sociales de cuidado. En tal sentido, los tres pilares en que se funda la calidad personal de vida son el subjetivo corporal y emocional, el brindado por las determinaciones estructurales de la sociedad en que se vive y la cuantía y formas de las interacciones sociales.
Aun así, no hay salud sin experiencia subjetiva, de modo que la idea de salud mental solamente con propósitos prácticos –y profesionales– podría separarse de la de salud en general, habida cuenta de que no hay mente sin cuerpo humano y que solamente hay embodied cognitions y embodied emotions. En una psicopatología integral se trata de evitar una neurociencia sin mente y una mente sin cerebro. Las expresiones holísticas son siempre bienvenidas pero predomina un dualismo práctico que no es sustantivamente dañino o expresiones que yuxtaponen discursos como la publicitada postura “biopsicosocial” que en realidad es muda frente a causalidades y mecanismos, o incluso ante el desafío de explicitar la relación entre retóricas, métodos y semánticas distintas.
Predomina entre quienes hablan de salud mental una postura eudaimonista. Es una expresión cargada de valoración positiva. Por ello quizá habría que hablar de “wellness” o “wellbeing”. Pero el bienestar absoluto no existe en la vida humana. La salud no es Nirvana ni orgasmo permanente, como proclama la definición canónica de la Organización Mundial de la Salud. La salud es un Neu-trum, un estado de equilibrio o balance, de neutralidad y silencio, que se extiende también a las nociones sobre paz social. Toda vida tiene alternancia de afectos positivos y negativos, situaciones controlables e incontrolables, penas, dolores, limitaciones, esperanzas y decepciones. No sin razón, Gadamer (1993) habla de la Verborgenheit der Gesundheit, su dimensión oculta, el estado de silencio orgánico que permite la vida habitual. No hablemos de la intrincada relación con normalidad, normatividad o expectativas sociales, que definen socialmente tipos ideales (en el sentido de Max Weber) que cambian según tiempo, lugar y circunstancia. La competencia cultural, conceptual y valórica requeridas son adquisición de la formación profesional, íntimamente relacionada con la moral, esto es, los usos y costumbres avalados por tradición y lenguaje. Son “oficios éticos” aquellos que mediante juegos de lenguaje (Wittgenstein) justifican algunas prácticas, lo que plantea al profesional la distinción entre Begründung (fundamentación) y Rechtfertigung (justificación), fácilmente confundibles en la práctica.
Falta a la mayoría de las descripciones o definiciones de salud la dimensión temporal.
Estar bien no consiste solo en sentirse bien hoy. También supone que mañana se podrá afrontar dificultades y se seguirá estando bien. Hay un horizonte de esperanza o expectativa tan constitutivo del estar bien que todos los profesionales saben que es una poderosa droga. La “droga médico” de la que habla Michael Balint (1961) es poderosa y debe administrarse en tiempo y dosis adecuada. No se trata solamente de capacidad de adaptación. También debe considerarse la resiliencia y el aspecto proléptico, anticipatorio, que es causa de malestar o bienestar por su relevancia para las personas.
Se está en estado de bienestar o “bienser” cuando se supone que mañana también se estará en condiciones de adaptarse a las condiciones de la vida. Esta temporalidad de la conceptualización quizá haga pensar que el concepto de calidad de vida es mejor, el cual es subjetivo, multidimensional y complejo, es dinámico. Esto significa que las fuentes de satisfacción y seguridad varían a lo largo del ciclo vital. No solamente las causas de satisfacciones sino los fundamentos o racionalizaciones que las justifican. Los chocolates pueden gustar a un niño de diez años por razones distintas de las de un adulto de sesenta. La Naturaleza, dice Cicerón en “De Senectute” (2001) no solamente nos quita placeres con la edad. Nos quita el deseo de tenerlos y con ello las expectativas y las esperanzas, las ambiciones y las posibilidades de decepción. Estulticia es, y grande, caer en el juvenilismo y en el edadismo que tantas frustraciones provoca.
Tanto las categorías del enfermar como su impacto dependen de una tensión entre normativismo (lo normal es la norma aceptada, lo esperable según cánones sociales) y naturalismo (la clasificación del padecer está regida por estándares “objetivos” debidos a la observación y los signos que arrojan las máquinas). La noción de salud está influida por la cultura y las expectativas, por el campo experiencial y el horizonte de expectativas y esperanzas que son propias de la condición humana.
La metáfora cartográfica permite destacar las diversas formas en que puede ser concebida la salud mental.
No hay un solo mapa. Algunos destacan algunas cosas, otros otras. El objeto reflejado en cada mapa parece distinto pero refiere a una misma realidad subyacente, mirada desde puntos de vista o énfasis diferentes. Sin embargo, las bases epistémicas de toda clasificación no siempre se explicitan, especialmente en psiquiatría, que ha tenido en algunos sectores el deseo de ser “ateórica”, como si tal posición pudiera sostenerse. Es útil rescatar la doctrina orteguiana del “punto de vista” para entender aquel principio de la “puerta giratoria” de von Weizsäcker: quien piensa psicológicamente recibirá respuestas psicológicas, quien somáticamente, respuestas somáticas. Véase la historia de los oficios éticos como la medicina y la psiquiatría y se entenderá que hay influencias temporales, históricas, como también culturales (entendiendo por cultura un “modo de ser” humano).
La salud mental puede ser abordada desde distintas construcciones discursivas que llamamos disciplinas. Son discursos y narrativas que cumplen propósitos descriptivos, explicativos y anticipatorios.
Las hay referidas al individuo, a la fisiología, a la sociedad, a la política, a la economía. Suele hablarse de “sectores” en lenguaje periodístico. Es un tema multisectorial.
Los discursos disciplinarios, en su faz práctica, pueden constituirse enprofesiones o sustentar profesiones. Una profesión es un discurso y una praxis con contenido ético, que prescribe lo que debe hacerse y lo que debe evitarse. Distingue no solamente entre los que saben y los que ignoran sino entre los que pueden y los que no pueden. Resaltan las etapas del ser, del deber ser y del tener que ser, según esa vaga noción de vocación, que implica profesar, esto es, comprometerse con ideales y virtudes y que incluye un saber-hacer, un saber-estar y un hacer-saber.
El lenguaje ordinario suele hablar de profesiones de la salud. Pero lo aludido en salud mental es más que salud. Es bienestar, flourishing, capacidad de aceptar desafíos, satisfacción vital, contribución a la sociedad, silencio sin disrupciones. Por ende, wellness es materia de discursos prácticos asociados con la ética (como juego de palabras que justifica moralidades o usos “correctos” en una sociedad), el derecho, la economía y la política.
Rudolph Virchow, fundador de la patología celular, declaraba a la medicina una ciencia social. Y la política es como la medicina de la sociedad, una práctica destinada al bienestar y al bien común.
El mayor problema es la disociación y la inconmensurabilidad de los discursos. Cada uno tiene formas de construcción de realidades, métodos propios, retóricas y semánticas exclusivas. Las profesiones, como oficios éticos, se vuelven inconmensurables discursos, cada uno pugnando por el poder social que significa definir problemas “auténticos”. Esta competencia puede desembocar en colaboración e integración, pero las expertocracias son como los nacionalismos, chauvinismos de tribu, exaltación de tecnocracias regionales y acotadas. El poder profesional es una barrera para los discursos integradores y no se basa solo en consideraciones epistémicas. Tiene que ver con economía, con intereses discrepantes. Conocimiento e interés son dos aspectos del afán de predominio, y no hay uno sin el otro, como recuerda Habermas (1988) al desarrollar su teoría de la praxis comunicativa.
Como formas de praxis, es necesario separar las praxis teleológicas, dirigidas a fines, las normativas, el hacer lo correcto, las dramatúrgicas, comportarse como se espera, encráticas, relacionadas con el poder social, y comunicativas, asociadas al trato con interlocutores validados en el diálogo social.
Las cartografías resultantes exigen traducción. Así como hay medicina traslacional, hay humanidades traslacionales (Lolas, 2021) y formas de integración que superan los lenguajes específicos y contribuyen a una perspectiva integradora.
Existen formas multi-inter-transdisciplinarias basadas en compartir objetivos, lenguaje y contexto. Todas las formas de eclecticismo tienen que decidir sobre la normalización del punto de partida, sobre el a veces inconsciente marco de prejuicios epistémicos y sobre las finalidades de tomar de cada postura aquellos elementos relevantes que contribuyan al fin deseado. Existe el problema de dar voz a un conjunto de creencias que suele desecharse por no estar basada en facts sino en beliefs. Esta distinción, habitual en las ciencias humanas, conduce a una injusticia epistémica que subvalora a los “expertos por experiencia”, los que padecen, en beneficio de los que saben, los expertos. La expertocracia va aparejada con la tecnificación del oficio médico y éste con la medicalización de la vida. Estos aspectos son producto de ingenierías sociales que escapan a la voluntad o el designio de grupos de expertos, pues priman intereses de grupos con poder tecnológico o económico que dictan usos sociales que luego se incorporan a la vida comunitaria. Es útil rastrear sus orígenes, sus causas y sus consecuencias para responder en consecuencia. Responder solamente con oposición es inútil. Se precisa una “ética anticipatoria” que prevea efectos y provea recursos para adaptarse o para modificar. Esto se ha convertido en una urgente preocupación tras la irrupción de “agentes conversacionales” que pueden reemplazar a los interlocutores humanos y la “mentalidad algorítmica” que impone la mal llamada “inteligencia artificial” en el diagnóstico, el pronóstico y el tratamiento.
El basamento del oficio de ayudar pueden ser las pruebas empíricas (evidence-based), los valores (value-based), la experiencia (experience-based) y la oportunidad (kairos-based).
En cuanto a las minoraciones la tradicional constelación de conceptualizaciones distingue entre sentirse enfermo (illness), tener una enfermedad (disease) y ser considerado enfermo (sickness).
Estos tres discursos, cada uno con su semántica y su retórica (influidas o determinadas por la cultura), raramente coinciden. Hay zonas grises, personas que se sienten enfermas pero no tienen las enfermedades que prescriben los catálogos o sistemas diagnósticos. Y personas consideradas enfermas que no tienen síntomas y tampoco alteraciones orgánicas. La obra de Jules Romains, “ Monsieur Kock o el triunfo de la medicina”, recuerda que una persona sana es un enfermo que ignora su condición; también se dice que una persona sana es alguien insuficientemente estudiado. Siempre habrá anormalidades, pero no toda anormalidad es enfermedad. Siempre habrá sufrimiento pues la vida es una condición “ pática” que no siempre conduce a condiciones “ patológicas” .
Desde el punto de vista de la calidad de la vida puede hablarse de impairment, disability y hándicap. Minoraciones, discapacidades y minusvalías, que exigen, desde una actitud comprensiva y empática hasta “prótesis sociales” que compensen las desigualdades. Son inequidades aquellas desigualdades conocidas pero remediables, pues hay desigualdades debidas a la biología que exigen aceptación y otras que precisan compensación.
La gran aportación de la medicina antropológica Heidelbergensis fue la reintroducción del sujeto en medicina, no una subjetividad cerrada y solipsista sino una subjetualidad abierta al diálogo. Krehl, Siebeck, Christian, todos aportaron una visión a contracorriente con la reducción de lo humano a mecanismo fisicoquímico y “ciencia natural” (Lolas, 2009). La medicina, sostenía Naunyn, será ciencia natural o nada. A ello se contrapuso, por razones históricas y experiencias novedosas, toda una corriente de pensamiento que quizá tuvo en el psicoanálisis su expresión más acabada, al punto que impregnó todas las esferas de la cultura, no solo como método de indagación sino también como terapéutica. Debe indicarse, sin embargo, que el “inconsciente” no fue en modo alguno un descubrimiento de Sigmund Freud, pues era tema de la cultura europea desde el romanticismo y contó con numerosos precursores (Watson, 2005).
El movimiento antropológico, comenzando por el “urósofo” Schwarz y continuando por la medicina de la persona (sizygiología) de Kraus y las aportaciones de Heidelberg, finamente recibidas por la tradición española de Rof Carballo y Laín Entralgo, no proclamaban simplemente un holismo sencillo o un anticartesianismo tosco sino la constitución del ser humano en la relación con otros. El diálogo constitutivo de lo humano, la urdimbre afectiva y creencial, la comprensión de lo mórbido como generador de las preguntas; por qué a mí, por qué ahora, por qué de este modo son pilares de aquel movimiento que utilizó consignas antropológicas y antropocéntricas no siempre implementables en la práctica. De ellas, el movimiento psico-somático fue etapa y constituyente, pronto plagado de inconsistencias al ser sometido al escrutinio de las disciplinas de la causalidad y sobre todo al tener que dar cuenta de los determinantes institucionales y políticos que inciden en las prácticas de ayudar (terapia).
Debe considerarse que toda racionalidad social (económica, epistémica, práctica) tiene legitimación por el hecho de existir y que la tarea del profesional es no solamente yuxtaponer metódicas (pluralismo metódico) sino también integrar epistemes (pluralismo epistémico) y sensibilidad frente a los intereses detrás de cada racionalidad. Es fácil desviarse hacia facilonas construcciones verbales como justicia social, proclamar la dignidad humana y arremeter contra las fuerzas del mercado o el predominio ideológico, pero ello no soluciona los dilemas de la práctica.
En este contexto, la noción bioética, concebida ésta como el uso del diálogo y la deliberación, puede formular y afrontar dilemas, problemas cuya solución es otro problema, y entender que las profesiones modernas son tales en virtud de que parecen resolver y tienen recompensas en dinero, prestigio, poder y amor. Resuelven necesidades y deseos (a veces erigidos como derechos) para solucionar los cuales la sociedad está dispuesta a dar esas recompensas. Que parecen ser intercambiables, pues mucho amor debiera compensar poco dinero.
Es útil recordar que la profesionalización de los oficios significó una especialización reductiva del campo experiencial de las personas. La división del trabajo, importante logro civilizatorio que implicó el paso de una Gemeinschaft a una Gesellschaft, se extrema al punto de generar, frente al intelectual del pasado, el “especialista”. Éste puede definirse como aquella persona que “sabe todo de nada”, que constriñe deliberadamente su campo experiencial a fin de aumentar su eficiencia técnica. Esta constricción de la mirada es el sello de la ciencia empírica contemporánea y se evidencia no solamente por la conformación de comunidades de práctica exclusivas y excluyentes (las profesiones a partir del siglo XIX) sino también por el desinterés frente a todo lo que no concierna a su ámbito de trabajo. En otro lugar he recordado la irónica reflexión de Pío Baroja sobre Pío del Río Ortega, científico español que sucedió a Cajal en el estudio del sistema nervioso. Mientras España se debatía ante los desafíos que significaba la pérdida final del imperio y la catástrofe de 1898, del Río Ortega, desentendido por completo de la situación social, “hacía pajaritas de papel” (Lolas, 1985).
Una ciencia de lo psicológico debió esperar a que se consolidaran nociones como alma, espíritu, interioridad, subjetividad. La historia de estos conceptos está íntimamente ligada a transformaciones culturales. Peter Watson (2005) indica que la noción de alma (soul) es una de las más influyentes y persistentes en la historia humana y traza su genealogía desde la remota Antigüedad en Egipto, Babilonia, India y China. Es más importante que la idea misma de Dios o de cualquier deidad. Su transformación a mente, espíritu, self, interioridad (Innerlichkeit), es trazable a tradiciones primero religiosas, luego filosóficas (con Descartes y sus nociones de res cogitans y res extensa, además del Tratado de las pasiones), luego artísticas, especialmente en el siglo XVIII (Wahrman, 2004) y el Romanticismo alemán con su invención del yo (Wulf, 2022) y las filosofías de la mente. Klages indicó la disociación entre mente y espíritu (Der Geist als Widersacher der Seele), destacando lo que hoy parece una inevitable fuente de confusiones entre las capacidades cognitivas aparentes de las máquinas y algoritmos y los aspectos “sentientes” o emocionales, que en conjunto determinan la conducta humana. La relación con las ideas de conciencia y autoconciencia y su adscripción a los seres humanos es materia de intensa discusión, especialmente por la necesidad de reformular las definiciones relevantes.
Desde la irrupción del movimiento psicosomático (Lolas, 1995) es corriente señalar la unidad psicofísica de los seres humanos, epitomizada por la famosa frase de Felix Deutsch de 1922 que se preguntaba por el “misterioso salto de la mente al cuerpo”. Una de las mayores dificultades para un correcto abordaje teórico y práctico de la “salud mental” es reificar el concepto, considerarlo como un área de estudio, como un objeto de análisis, como una cosa sometida a “determinantes” biológicos, sociales, económicos o estructurales. Hay en el pleonasmo dos aspectos que hemos destacado: experiencia “interior” y expresión “manifiesta” o “exterior”. Las tradiciones psicológicas han destacado uno u otro de estos aspectos, el estructuralismo wundtiano insistió en la introspección, el conductismo watsoniano en la conducta manifiesta. En la discusión filosófica se mantiene la pregunta sobre la conciencia y la autoconciencia, sobre la voluntad y el libre albedrío.
Tanto en la descripción de las “cartografías” sobre la salud mental y en las deliberaciones sobre la calidad de la vida y la necesidad de incluir la dimensión temporal de la esperanza en el bien-estar y el bien-ser de las personas, lo que parece obvio es que se trata de una construcción narrativa, de una forma de hablar o de un “juego de lenguaje” en el sentido de Wittgenstein. Así cobra sentido el dictum de Viktor von Weizsäcker para quien la forma de preguntar determinaba las respuestas: al preguntar en lenguaje psicológico (o “mental”) las respuestas vienen cifradas en esa forma de locución; quien hace preguntas “somáticas” recibe respuestas en términos de órganos, inervaciones, tejidos. El mayor misterio siguen siendo aquellas vivencias que, como la dolorosa, tienen esa faz jánica, doble, en que hay discursos y narrativas del cuerpo y las hay de la mente, de la emoción y del intelecto. No hay que explorar demasiado en la literatura de las ciencias humanas para reconocer que siempre se da una “correspondencia”, no exacta ni biunívoca pero sí de íntima ligazón, entre lo que se denomina somático y lo que se rotula de psicológico (Lolas y Christian, 1990). Ciertamente, ello puede llevar a extremos, como cuando se pregona un “psiquismo del hepatocito” o se atribuye valor simbólico a cualquier trastorno somático. Pero que se trata de narrativas, no siempre antagónicas pero sí diferenciables, es indudable, sin necesidad de postular esencias o sustancias como en la tradición cartesiana entendida literalmente. Se trata de “perspectivas”, puntos de vista, discursos y narraciones. Una “salud mental” hipostasiada como objeto de estudio no contribuye a diseñar intervenciones integrales. Una salud mental concebida como forma de hablar de formas de experiencia humana fraseadas en un sentido particular, con expresiones y retóricas particulares permite no solamente expresar mejor lo que se desea en las intervenciones sino también armonizar las iniciativas que desde la medicina, la salud pública o la intervención psicoterapéutica, mismas que se pueden integrar armónicamente, soslayando la “especialización” a que obliga la división del trabajo investigativo y asistencial. El “giro lingüístico” de las ciencias humanas es el uso juicioso de los alcances taumatúrgicos del lenguaje y la potencia creadora de la narración como argumento, incitación a la acción y herramienta práctica para formular y resolver problemas humanos.
Las nuevas tecnologías y la llamada “inteligencia artificial” en sus muchas formas han difuminado límites entre lo objetivo y lo subjetivo, entre las creencias sólidas y las percepciones ilusorias, obligando a reformular la semántica, la sintaxis y la retórica con que se habla hoy de lo mental y lo somático. Hay “somas” irreales creados por algoritmos y hay “estados mentales” producto de “chatbots” y algoritmos. Son formas ampliadas de construcción de realidades que representan un desafío para la investigación y la práctica.
REFERENCIAS
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